El escritor francés Patrick Denville hizo entrega del Premio Centroamericano Carátula de Cuento Breve a José Adiak Montoya, escritor nicaragüense, quien concursó con su obra literaria El custodio.
El escritor francés Patrick Denville hizo entrega del Premio Centroamericano Carátula de Cuento Breve a José Adiak Montoya, escritor nicaragüense, quien concursó con su obra literaria El custodio.

«El custodio», III Premio Centroamericano de Cuento Carátula 2015

31 mayo, 2015

– “El custodio” es el nombre del cuento ganador del III Premio Centroamericano Carátula de Cuento Breve, entregado en el marco de la inauguración del encuentro de narradores Centroamérica Cuenta 2015, realizado del 18 al 23 de mayo en Managua donde más de 70 escritores de 15 países se dieron cita. Carátula se complace en presentar el cuento ganador y aprovecha para felicitar una vez a su autor.


Frente al espejo, mientras terminaba de ajustarse los últimos resquicios desacomodados de su uniforme, Remigio Solano tuvo la certeza de que ese era el primer día de su vejez. Se había levantado más temprano de lo que debía a causa de sueños intranquilos, había permanecido sentado y afligido en el borde de su cama vacía. Con los primeros rayos de luz descubrió la hora de incorporarse y enfrentarse a una ducha helada que calaba sus huesos ya frágiles. Fue dejando un rastro de ropa de dormir en su camino al baño, prendas sin vida que se desgajaban de su cuerpo. Se metió a la ducha. En su desnudez continuaba sólido, se denotaba aún una potencia que se resistía al tiempo, solo oscurecida parcialmente por lo flácido de su piel arrugada. El agua cayó en pleno como finos puñales sobre su corpulencia.

Una vez listo, enfundado en ese uniforme que durante años lo había hecho ver ridículo, como si su cuerpo, razón principal por la que había entrado a la empresa de seguridad, estuviese aprisionado en un disfraz decadente. Ahora para colmo soy un viejo en un traje tonto, terminar así los días…cuidando un monumento.

Salió de su casa y el enérgico sol que lo golpeó de lleno no logró ahondar en su ánimo escabroso. Una semana atrás había recibido la noticia del traslado. Durante años de laborar en la empresa de seguridad había sido trasladado tres veces y todas habían sido para seguir su trabajo de siempre: resguardar bancos importantes en sectores diferentes de la capital. Remigio, arma en mano, uniforme sobre él, se había encargado de mantenerse cauteloso y alerta en los umbrales de esos centros financieros, su imagen fiera como de guardián mítico resguardando las puertas de un reino. Ahora le ocurría a él lo que ocurría en el curso natural de la empresa: los guardas que cumplían cierta edad o menor capacitados eran designados a labores más sencillas y de menos riesgo, así le había ocurrido a varios amigos dentro de la empresa.

Remigio era trasladado a salvaguardar un monumento recién inaugurado. Pasaría horas cuidando de vándalos la estatua de un patriota del que poco conocía. Estaría fuera del peligro que siempre lo mantuvo alerta y al que nunca realmente llegó a enfrentarse, para estar sentado en una banca viendo pasar gente y vehículos durante horas sin fin.

En su primer día de trabajo tenía que presentarse desde tempranas horas para hacer reconocimiento del lugar, sortear el terreno que habría de pisar probablemente hasta el día que ya no fuera útil, el día que una vejez extrema lo atrapara para nunca soltarlo. Caminó las dos cuadras que separaban su casa de la calle principal y con un aire absorto se quedó estático en el lugar de siempre, esperando que el recorrido de la empresa pasara por él. Sacó su teléfono móvil para constatar la hora, la pantalla señalaba dos minutos más allá de la hora acordada. Poco tiempo después Remigio subía a la camioneta junto a tres colegas. ¿Cómo la ve Remigio? Pues la miro aburrida. Se termina acostumbrando, así es siempre al llegar a un lugar nuevo. Se pasa. Ojalá.

El trayecto a su ajeno local de trabajo le pareció extraño, como que la nueva etapa de su vida cubriera de un tapiz diferente los edificios y las calles que ya conocía, por las que había pasado cientos de veces desde que llegó a la capital hacía tantos años, calles que había visto crecer, expandirse, llenarse de comercios, llenarse de un aire plomizo y mecánico. Remigio era el primero de sus colegas en llegar a su destino, se bajó de la camioneta, se despidió uno a uno de ellos, le desearon a su vez la mejor suerte y todo el ánimo compita va a ver que se la va a jugar salvajada…

En el lugar, una amplia y nueva plazoleta, destacaba el monumento, una estatua de cuerpo completo de un hombre, resplandecía en tonos bronces y estaba sobre un pedestal casi del mismo alto que la escultura en sí. Una placa rectangular incrustada en el pedestal “RODRIGO SANTOS MORALES LA PATRIA POR SIEMPRE EN DEUDA” tenía los brazos cruzados y sus ojos muertos de metal fijos en el infinito, aunque lo que se extendía ante su mirada era una autopista situada a poco más de cincuenta metros de la plazoleta. En la base del monumento quedaban, como muecas frescas de la gloria, enormes arreglos florales de la municipalidad, huella de la tarde anterior en la que el alcalde de la ciudad había inaugurado el monumento, que por una semana desde que habían terminado las tareas de construcción, había permanecido misteriosamente envuelto en la bandera nacional ante los ojos de los curiosos.

Remigio un gusto verlo. El supervisor Arrieta le esperaba, llevaba ya cinco años en la empresa y había sabido ganarse la aprobación de todos los empleados que le trataban con gusto. Un placer jefe, acá llegando a ver cómo nos va con esta vaina. Le extiende la mano y siente la fortaleza de Arrieta, entrecano, entrecalvo, debió haber sido vigoroso alguna vez. Pues, no tiene mucha ciencia, la verdad, es sencillo y es un gran trabajo, nos contrata directamente la municipalidad, lo cual es un beneficio grande para la empresa suponiendo que después de esto nos den más labores en espacios públicos. Si, en verdad era una oportunidad dorada para la empresa que tanto había dado a Remigio y que ahora lo recluía como poco a poco, con los años, tantas cosas lo venían recluyendo. Desde hace algún tiempo el guarda de seguridad tenía la impresión de que su vida era un ocaso interminable…Tengo entendido que es la primera vez que lo asignan en un cargo como este, decía Arrieta, que antes sus responsabilidades se extendían un poco más, pues bien Solano, esto no es tan difícil, no hay muchas responsabilidades, va a tener más tiempo para usted, es solo salvaguardar el parque y el monumento, ya que a usted le toca tres veces por semana la ronda nocturna no hay que quedarse dormido, de noche es cuando más se cometen los actos de vandalismo, y bueno, teniendo en cuenta que el monumento está levantado a una figura polémica pues hay que tener cuidado con los cabezas calientes que quieran tratar alguna payasada, para eso nos pagan, para eso se le paga a usted, es nuestro trabajo y su única responsabilidad…las palabras del supervisor Arrieta salían tranquilas y pausadas mientras él y Remigio caminaban alrededor del lugar. Había vegetación, flores recién trasplantadas de algún vivero de los pueblos aledaños a la capital, una cuantas bancas con pintura aún fresca.

El sol era fuerte, el supervisor se fue, se alejó luego de dos palmadas amigas en el hombro de Remigio. El hombre se quedó solo, en la plazoleta, aislado de su propia vida como la conocía…este es el primer día de mi vejez, dijo murmurando mientras clavaba la vista en el rostro rígido del prócer.

Esto era el ocio. Remigio tan acostumbrado al tráfico incesante de personas de todo tipo en los bancos, personas de todos los colores, de olores revueltos, todos ocupados, contando su dinero, haciendo cuentas entre dientes en la fila, perdiendo su tiempo valioso, corriendo a prisa como si pudiesen llegar tarde a su cita con la muerte. Remigio acostumbrado a sonreír, a decir buenos días. Remigio acostumbrado al frescor rumiante de la máquina de aire acondicionado, al murmullo entre dientes. Remigio acostumbrado a la actividad de su pistola detectora de metales, al bip bip constante del aparato. Remigio acostumbrado a hurgar con la vista entre los bolsos de las personas, entre los bolsos de las mujeres donde hubo de hacer la vista gorda a decenas de cosas vergonzosas. Remigio acostumbrado a velar por la integridad física de los clientes y por la seguridad del personal…Remigio ahora solo, desarmado de quietud, con el incesante ruido de los vehículos circulando y sin embargo sumido en el silencio de su tristeza, insignificante, sin nombre, sin rostro, sentado en la banca de una plazoleta que tal vez nunca hubiese pisado por voluntad, aferrado a su escopeta que nunca había detonado y ahora estaba seguro nunca tendría la oportunidad de hacerlo. El primer día de su vejez.

Puede ser que mañana le escriba a Migdalia, u hoy por la noche, puedo pasar por el cibercafé cerca de la casa y contarle del traslado, decirle que ahora cuido un parque público, tal vez se interesa, se apiada, conteste…la tarde pasaba alargando su sombra, la gente, curiosa, bajaba la velocidad de los vehículos y sacaban la cabeza para ver el monumento nuevo, algunas familias se acercaron a contemplarlo, y algunos estudiantes fueron a tomarse fotos a la base del pedestal…esto es toda la emoción, luego no vendrá nadie, se llenará de olvido, así va a ser camarada, decía Remigio al héroe, luego se les pasa el furor, hoy solo quieren ver al muñeco nuevo, eso es todo…poco antes de que el sol terminara su agonía, llegó el relevo…¿qué tal todo?. Pues, han venido sus curiosos, pero nada emocionante. Me imagino, la noche va estar muerta Remigio. Ya me tocará colega, ya me tocará.

Se dieron un apretón de manos casual en señal de relevo y Remigio Solano caminó hasta la camioneta del recorrido de la que acababa de bajar su compañero, se subió y durante el trayecto se abstrajo, se perdió en las luces tuertas del alumbrado público, en los perros huérfanos que revoloteaban por las calles, en el tráfico vehicular caótico y ruidoso.

Se bajó en su cuadra, despidiéndose de sus compañeros a cuyas preguntas durante el viaje había contestado con somnolientos monosílabos. Camino a su pequeña casa se desvió una calle y entró al cibercafé, dos máquinas estaban desocupadas, se apoderó de la más cercana al zumbido del abanico que lo refrescaba dentro de su uniforme ya desabotonado casi hasta el ombligo. Allí estaba el teclado, un enemigo algo difícil al que la necesidad le había ido ganando poco a poco la batalla.

Migdalia, hija, hoy ha sido un día importante en la vida de tu padre, hoy ha sido el primer día en algo que hasta podría llamar mi nuevo trabajo, la empresa me ha asignado cuidar un nuevo monumento público que está situado…

Escribió de un tirón, con sus dos índices todavía algo torpes, envió el correo como siempre lo hacía, sin releer sobre las líneas escritas, sin pensarlo dos veces. Habló sobre su vejez, su tristeza, lo mucho que la extrañaba y cuanto esperaba pudiese contestar. Pagó el corto alquiler de la máquina y antes de salir clavó su vista en los pocos diarios sobrantes del día, reconoció la estatua que le tocaba salvaguardar en una de las fotografías de la primera página. Inaugurado monumento a Rodrigo Santos Morales. Solano sostuvo el diario entre sus dos manos y pagó el monto por él. Camino a casa las estrellas se fueron apagando tras su paso. Llegó a su morada, ahuyentó las tinieblas al entrar. Puso el diario sobre su mesa de noche y junto a su día se desplomó sobre la cama.

Al despertar, el diario aún esperaba sus ojos adormecidos. Se sentó en el borde de la cama, intentó recordar su sueño pero se había esfumado en los primeros segundos de conciencia. Se restregó los ojos aún sensibles a la luz y tomó el periódico, entrecerró los parpados para ajustar bien su visión, allí estaba la misma estatua, la misma con la que en menos de dos horas tenía una cita. Leyó.

El día de ayer el edil capitalino junto a otros funcionarios de la municipalidad dieron por inaugurado el monumento a Rodrigo Santos Morales, construido en un nuevo parque de la cuidad. Durante el acto el alcalde destacó la labor “heroica y valiente” de Santos Morales quién en un día como ayer, hace 50 años, disparó contra la humanidad del dictador Armando Sándigo G. hiriéndole de muerte. Santos Morales fue asesinado en el acto por los efectivos de seguridad del dictador. La construcción del monumento no ha dejado de desatar cierta polémica entre quienes consideran que el levantamiento del monumento es un homenaje a la violencia y…

Ahora algo de la historia venía a su cabeza, ahora el nombre le sonaba más familiar, en sus primeros años de juventud la historia era algo reciente, pero él estaba lejos en la montaña, rodeado de su verdor. Al recordar esos años pensó en Magdalena. Era lo único que le importaba a los diecisiete años, no le importaba presidente alguno, aquello fue una anécdota que escuchó y olvidó. La montaña era una cueva que vivía para sí misma y dejaba entrar poco.

Camino al baño olvidó al mártir y volvió a pensar en Magdalena, en sus piernas firmes bajo aquella falda, en sus nalgas redondas que tantas veces llegó a separar con sus manos. Consiguió una erección y, mientras el agua helada castigaba su cuerpo, una masturbación lenta le devolvía la tibieza. La ducha duró unos minutos más de lo usual. Relajado y liviano, con su uniforme ajustado, salió a esperar el recorrido sin pensar en su vejez, ni en el tedio, el ocio y las demás cosas que lo habían ensombrecido la noche anterior. Esta vez el camino al parque le pareció normal y familiar, en su cabeza rondaba Magdalena entre el verdor de su juventud, los encuentros en el río, su cabello destrenzándose entre las aguas; mucho tiempo después pensaba que su vida hubiese sido mejor al seguir con ella, como siempre lo había deseado antes que su vientre fuera ocupado por Migdalia, cuando eso ocurrió una tormenta se desató en su vida. Vinieron días de los que habría de arrepentirse en incontables noches contando las estrellas.

En el parque, mientras se daban la mano, el guarda al que relevaba le dijo que el turno había transcurrido sin percance más allá del frío…vas a estar más tranquilo de noche, sin todo este bullicio…se despidieron, Remigio tomó su puesto, echó un vistazo alrededor, al muñeco de metal y los autos, su ánimo decayó y se dispuso a perder el resto del día en un hondo aburrimiento. Y así ocurrió.

Una vez en casa, decidió salir por unas cervezas, al día siguiente le tocaba el turno nocturno así que podía trasnochar y dormir toda la mañana. Se quitó el uniforme y se puso una camisola y un jeans, tomó el pantalón que había dejado sobre la cama y sacó los billetes necesarios para su noche, se pasó levemente un peine por el cabello y dejó atrás la casa. Caminó varias cuadras hasta encontrar el bar restaurante Las Gradas, en la roconola lo recibió una estridente bachata a un volumen demasiado alto para sus oídos.

Una cerveza. Otra.

El alcohol fue aflojando sus recuerdos. Volvió a pensar en Migdalia, en el vientre de Magdalena, en el incómodo temor que sintió cuando ella con una voz temblorosa le dijo Remigio no me viene la regla y él, ingenuo, no supo lo que eso significaba, no entendía la angustia en los ojos de Magdalena, solo entendía sus pechos, redondos, hermosos, que calzaban completos en sus manos abiertas. La besó, intentó tranquilizarla, la recostó y le quitó la ropa, abrió sus piernas y volvió a hacerle el amor mientras la muchacha rezagaba un llanto silencioso. Luego de terminar, le preguntaba ¿estás más tranquila Magda? ¿Te gustó? ¿Estuvo rico? ¿Ya te sentís mejor? Y ella escapaba un llanto sonoro, y le replicaba su tontería, le repetía que no le bajaba la regla, que estaba embarazada. Y Remigio se levantó del lecho, se puso los pantalones y salió asustado de la casa. Ahora deseaba nunca haberse ido, tal vez seguiría allá en la montaña, con ella y con Migdalia, tal vez si él hubiera estado allá Migdalia nunca se hubiera ido con los rebeldes, su hija había disparado todos los tiros que él nunca detonó con su escopeta.

Después de varias cervezas en soledad, un tenue mareo le anunció la hora de volver a casa. Se levantó, pagó en la barra y regresó sobre sus pasos. Entró a su casa desierta, se derrumbó sobre la cama y como muchas otras noches se durmió en el remordimiento de haber abandonado a Magdalena y a su hija aún sin nacer.

Despierta mucho más allá de pasado el mediodía con la boca pastosa y bastante apetito. Toma agua abundante y se prepara una ración de comida. Luego de recuperar fuerzas decide ir al cibercafé a ver si hay respuesta. Como siempre, lo invade la emoción, aunque de las veces innumerables que le ha escrito a Migdalia ella solo ha contestado un par, la última hacía más de un año. Siempre mientras escribe su dirección de correo electrónico y su contraseña lo invade la inquietud de la respuesta. Esta vez acierta. Un golpe de asombro le sacude el cuerpo al ver en su bandeja de entrada las palabras Migdalia Blandón, el nombre que él no escogió y el apellido de la muchacha que abandonó. Lo abre y lee frenético y luego una segunda vez con calma, sus ojos absorben las palabras Hola Remigio, pues qué lástima lo de tu traslado, los comienzos siempre son duros. Te contesto porque considero que tu trabajo es noble, siempre he admirado mucho a Santos Morales, le tengo un gran agradecimiento aunque no vivimos la misma época. ¿Sabías que él trabajó como sastre? Eso es algo que tienen en común los dos, él lo hizo para subsistir como vos cuando abandonaste a mi mama. Quién diría que los grandes y los chicos tienen al menos pequeñas cosas en común. Bueno, me despido y te saludo, cuidá mucho de mi héroe.

Y el correo terminaba. Releyó el texto tres veces más.

Los correos de Migdalia eran la única razón por la cual había abierto la cuenta electrónica. Cuando sorpresivamente recibía respuesta solían ser líneas parcas y secas, casi como un trámite necesario para anunciar al padre que seguía con vida. Se habían visto muy pocas veces a lo largo de los casi cincuenta años de vida de Migdalia, habían hablado muy poco, durante mucho tiempo ella rechazaba sus llamadas, o colgaba el teléfono cuando él empezaba a hablar. Sintió un hondo temor cuando supo que Magdalena había muerto, se ancló a su cama y no fue capaz de buscar a Migdalia por un tiempo. Por eso ahora le resultaba más fácil el correo electrónico, al menos así tenía la certeza de que sus mensajes llegaban a sus ojos, aunque no contestara la gran mayoría de veces, Remigio sabía que el mensaje había sido entregado. Por eso, aún en su pecho quedaba el sobresalto de haber encontrado esa respuesta al abrir su bandeja de entrada. Era algo diferente, este mensaje tenía vida, sentía latidos de un corazón entre sus letras, era hasta el momento la comunicación más emocional que había mantenido con su hija desde su nacimiento, sintió que luego de esas letras la conocía mejor de lo que ayer podía sospechar.

Su mente en blanco, su corazón acelerado no le permitieron contestar en el acto. No podía apresurarse, ya demasiadas torpezas había cometido en el pasado. Tendría que tomar distancia, por un día o dos, de las letras de Migdalia y pensar cada palabra que respondería, logar que este avance tan importante solo fuera un ladrillo más en una pared que se empezaba a construir y que Remigio se soñaba luminosa.

Esa noche fue la primera frente al monumento del héroe, su primer turno nocturno. Fue una noche silenciosa, raras veces acuchillada por el solitario motor de algún auto, los faroles del parque permanecían encendidos y la luz caía como una cascada sobre la estatua, Remigio frente a ella, escudado en la sombra la observaba silencioso, al ver el rígido rostro de bronce del mártir pensaba en Migdalia, se sentía cerca de ella, él era amigo de su hija, ese hombre inmóvil tenía lazos con Migdalia que él no lograba entender. Estaba frente a alguien que muerto antes que su hija naciera, avivaba un candor en su pecho que él llevaba décadas queriendo activar. Ese rostro sin vida, esas pupilas muertas despertaban amor dónde él quería despertarlo.

Poco a poco, la cansada noche anterior, la exaltación del correo de Migdalia, el peso triste de su nuevo puesto le fueron ganando y se fue adentrando en una ligera duermevela de la que solo despertaba para contemplar la figura de este nuevo amigo en común con su hija.

Cuando llegó su relevo, casi con el amanecer, se encontraba ya bastante despierto. El supervisor Arrieta iba esa mañana con sus compañeros en el recorrido. ¿Cómo va la cosa Remigio? ¿Cómo me lo trató la primera noche? ¿Se aburrió? Solano le contestó frases corteses, le dijo que todo había estado bien, que de hecho no se había aburrido en ningún momento. Dentro de sí, sabía que hablaba con más sinceridad de la que sonaba. Había sido una noche fabulosa, aunque no se había movido de su puesto más que para estirar un par de veces las piernas, la figura de metal y la extraña cercanía con Migdalia que había sentido, le habían regalado una de las noches más movidas en tantos años de servicio para la empresa.

Luego que la camioneta lo dejara en su calle decidió entrar al cibercafé. Ocupó la misma máquina de siempre, tenía el latente impulso de contestar el correo de Migdalia. Al abrirlo y releerlo un par de veces más, descubrió que su mente estaba en blanco, tenía un revoltijo de emociones pero sus ideas eran un enorme vacío al momento de poner sus dedos sobre el teclado. Luego de un minuto indeciso cerró su sesión de correo, todavía no sabía cómo responder. Dudó un segundo más y volvió a pulsar sobre el icono del navegador, el portal de Google se apostó frente a sus ojos, cuando vio aquellas letras coloridas una idea llegó a su mente. Ya había utilizado antes ese buscador, no sin cierta dificultad, para encontrar información sobre algunas cosas que le interesaban. Llevó el cursor al lugar indicado y escribió las palabras RODRIGO SANTOS MORALES. Ante sus ojos se desplegó una cantidad numerosa de páginas que lo mencionaban. Abrió la primera y empezó a leer. Sonreía y se sentía cerca de Migdalia.

Durante una hora se mantuvo saltando de página en página leyendo toda la información posible sobre la vida de Santos Morales, pronto sus ojos fueron cediendo y la amenaza de un sueño profundo se presentó ante él. Llamó al encargado del negocio, quién llegó en un segundo, lo había visto crecer de niño y ahora le sorprendía verlo convertido en un joven adulto, Remigio sintió la fugacidad del tiempo correr y volvió a sentirse viejo. Le explicó que quería recopilar toda la información en esas páginas y tenerlas en papel, el joven le dijo sin ningún problema don Remigio yo le hago ese trabajo y se las imprimo, le cobro a precio de amigo. Remigio se sintió agradecido con el joven que, cómplice, ponía la mano sobre su hombro.

Salió satisfecho del negocio sintiendo la carga del cansancio en su cuerpo. Había quedado con el joven de pasar a recoger los papeles alrededor de las diez de la noche antes de irse a su ronda. Al llegar a casa se desplomó, cayendo en un sueño largo, como un oscuro abismo, del que no pudo rescatar nada al despertar muchas horas después.

Durante la noche, mientras iba en el recorrido con sus compañeros, podía sentir el peso luminoso del compendio de páginas engargoladas que él joven le había entregado minutos antes, se sentía animado, con ganas de llegar a su puesto de trabajo. Una vez ahí y como todos los días, se le entregó su arma, se despidió de sus compañeros, y saludó a su relevo antes de que entrara al vehículo.

Una vez solo, contempló la tranquilidad del parque a esa hora, el alumbrado público en la calle dando la pauta a los vehículos que circulaban cercanos y el ruido calmo de las hojas mecidas por un viento leve. Remigio fue a ubicarse a su puesto y luego de unos minutos en los que su cuerpo se amoldaba al asiento, sacó los papeles de su mochila, pensó una vez más en lo agradecido que estaba con el joven del cibercafé y abrió las páginas.

Durante toda la noche pudo viajar a una época ya remota y extinta, eran los años de su infancia, pero nada de lo que leía había logrado tocarlo alguna vez, lo que pasaba en la capital rara vez llegaba a la montaña, y cuando ocurrían acontecimientos extremos como ese del que leía, llegaban ya diluidos por la distancia. Leía ávido, encontraba similitud entre el origen humilde de ese muchacho de bronce y tantas personas que había conocido a lo largo de su vida, leyó sobre su formación de sastre, como lo había sido Remigio cuando muchacho. Ocasionalmente una sonrisa se dibujaba en su rostro al leer sobre sus viajes a la capital a visitar a una muchacha de la que estaba enamorado de forma loca, sus viajes al extranjero, sus amigos, de vez en cuando Remigio levantaba la vista hacía la estatua y la observaba, le parecía menos dura, tomaba rasgos humanos, alguna vez había sido un corazón que palpitó, al final leía sobre su involucramiento en la conspiración que finalmente acabaría con la vida del tirano y cobraría también la suya.

Como casi siempre, cerca del amanecer empezó a dormitar, soñó que Migdalia visitaba el monumento. Soñó que los tres eran una familia. Al despertar sabía exactamente lo que tenía que responder a su hija.

Lo que siguió fueron intensos días de comunicación entre los dos. Ella preguntaba cómo iba eso del primer día de su vejez. Él contestaba asuntos tediosos de su rutina, él preguntaba cómo iba su trabajo, ella contestaba asuntos tediosos de la suya. Pero la mayoría de veces terminaban hablando del prócer. Compartían datos, anécdotas. Migdalia empezó a enviarle fotos viejas de ella, le dijo que había sido maestra de primaria en una escuela que llevaba el nombre de Santos Morales, le habló de cómo había entrado al proceso rebelde. Él le contó cuánto le había preocupado cuando supo que se había ido a las montañas a pelear. Ella le contestó que si alguien conocía las montañas era ella, allí había crecido mientras él se escondía de ella y su madre en la capital, le decía lo importante que seguía siendo para ella todos esos años ya perdidos, los nombres de los muertos, la figura de Santos Morales. Él le contó que jamás había disparado un tiro después del entrenamiento de la empresa de seguridad, jamás vio grandes cosas cuidando bancos. Ella se rio en broma de él. Él le decía que nunca se casó. Ella le contestaba que se había casado una vez, había estado embarazada y había perdido al niño, luego de eso las cosas se habían ido derrumbando y estaba sola desde entonces…Remigio supo que él había estado solo desde el momento que huyó de ellas.

Remigio, había sumado a su rutina una pizca de luz, las letras de su hija eran una pestaña dorada en su vida, la estatua que resguardaba se convirtió en su confidente, en quien podía verter sus secretos, sus frustraciones y el pesado remordimiento de sus errores, a la estatua le decía qué había escrito Migdalia ese día y con ella discutía qué contestar al día siguiente.

Las noches eran amenas y los días dejaban de ser tediosos y bulliciosos con el tráfico. Encontraba paz en aquellos ojos muertos.

La noche que su destino cambiaría Remigio había llegado temprano a su puesto, habló largos minutos con el compañero a quien iba relevar, este le confesó el hastío y el aburrimiento que sentía por las noches y el tedio del ruido y el sol que le resultaban los días, le dijo que sería terrible la llegada del invierno, que las lluvias solo empeorarían todo, que quería renunciar. Remigio lo escuchó atento hasta que rezongando entre dientes le tocó irse, dejándolo en esa soledad que ahora disfrutaba.

Le dio las buenas noches al héroe y empezó a dar una ronda por el parque antes de sentarse en su puesto. Los autos escasos, rumiaban tranquilos y adormecedores, sus pensamientos se deslizaban en paz hasta el momento que fueron quebrantados por un motor agresivo y unas llantas chirriantes que se acercaban vertiginosas. Remigio se puso de pie, en guardia, en el momento que un vehículo blanco se detuvo brusco en la calle frontal, un brazo fornido que terminaba en una mano empuñando un revolver salió por la ventana, el disparo sonó atronador entre la tranquilidad y fue a dar de lleno en el pedestal de la estatua justo a los pies del mártir. Remigio quitó el seguro de su escopeta y empuñó el arma recordando un entrenamiento tan remoto como sus días, hizo una detonación que lo ensordeció y que penetró por la puerta trasera del vehículo que arrancó violento sobre el pavimento. Remigio corrió unos metros hasta el borde de la calle y en un momento que ni él sabría explicar, apuntó el arma al vehículo que escapaba, detonó una segunda vez…Remigio quedó ensordecido, desorientado, no pudo apreciar cómo su disparo estallaba una de las llantas del coche blanco, no vio como el automóvil perdía el control, invadía la acera y se estrellaba de lleno contra una caseta de refrescos, el conductor, apresurado y dando pasos torpes, salió del vehículo y se perdió entre las calles oscuras hasta desaparecer.

Un minuto luego de su aturdimiento, tomó su celular y marcó el número de la empresa. Los curiosos empezaban a salir a la calle.

Se presentó la policía, miembros de la empresa de seguridad y los medios de comunicación. Hacían tomas al vehículo estrellado, al pedestal de la estatua dónde había impactado la bala causando daño y tomaban las declaraciones de Remigio, este narraba el hecho tal como había ocurrido, hablaba que había cumplido con su trabajo que era cuidar, si fuese posible con su vida, un monumento que simbolizaba para muchas personas, incluyendo su familia, algo más complejo que un trozo de hierro…hablaba nervioso, con una voz entrecortada entre el temor y el nerviosismo, sus ojos estaban llenos de un candor que saltó de las pantallas de televisión a muchos hogares la mañana siguiente, tenía una pequeña herida cerca de la oreja derecha donde había impactado un trozo de cemento del pedestal. Con el vehículo abandonado a su suerte, le había tomado a la policía un par de horas encontrar al responsable: un mediano empresario agresivo y desordenado que se había pasado de tragos y drogas. Mientras se daba la captura, Remigio ya estaba en casa, su presencia ya no era necesaria en el lugar, sus superiores le dijeron que podía ir a descansar de toda la exaltación de la noche.

Tuvo dos días de descanso antes de regresar a su trabajo, en ellos, fue el héroe de su calle, los vecinos le llevaban víveres y compañía, platicaban con él por largo rato, en el cibercafé, su joven amigo había dejado de cobrarle.

Migdalia no había respondido en esos días, solo eso nublaba su felicidad.

Al regresar a su puesto en su turno vespertino, Remigio se fue directo al pedestal. Estaba reparado, un trozo más claro de concreto completaba la parte dónde había impactado la bala. Elevó la vista a la estatua bañada por el sol y se dijo a sí mismo que nunca había disparado en tantos años porque aquel había sido el momento preciso, nunca antes algo había valido tanto la pena para detonar su escopeta que creía muda de por vida, hasta ahora…al bajar la vista y darse la vuelta se topó de frente a una señora que le observaba, pequeña, morena, el pelo entrecano y desarreglado, ocultas bajo sus arrugas pudo distinguir combinadas las facciones de Magdalena y las suyas. Tuvo la certeza de que ese era el primer día de su vida.

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Managua, Nicaragua, 1987.
Es autor de Eclipse (2007), El sótano del ángel (2010), Un rojo aullido en el bosque (2015), Lennon bajo el sol (2017), Aunque nada perdure (2020) y El país de las calles sin nombre (2021). Ha sido incluido en diversas antologías y se le han otorgado residencias literarias en Francia y México. En 2015 fue el ganador del III Premio Centroamericano Carátula de cuento. En 2016 la FIL Guadajara lo nombró uno de los autores latinoamericanos más destacados nacido en la década de los ochentas. En 2021 la revista británica Granta lo incluyó en su lista de la década como uno de los mejores nuevos escritores en castellano.