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Narrativas sobre víctimas y villanos: el uso del discurso de los derechos humanos en la Nicaragua de los ochenta

29 mayo, 2015

Irene Agudelo Builes

– Los derechos humanos son universales, dice Michael Ignatieff en su ensayo Los derechos humanos como política, y lo son

en un sentido significativo, lo cual suele confundirse con la idea de que los derechos humanos son aceptados universalmente (lo que, por supuesto, no es cierto). El sentido significativo en que los derechos humanos son universales reside en el hecho de que son instrumentos defendibles en un plano moral incluso —o quizás especialmente— frente a los opresores que no admiten la agencia y la dignidad humanas de aquellos cuyas vidas perturban (Introducción de Amy Gutmann en Ignatieff, 2003:20).


Ignatieff sostiene que la difusión global del paradigma de los derechos humanos conlleva un progreso moral. Este progreso sería tanto el resultado de la reflexión de lo que denomina una generación cansada de la guerra y de la represión del Estado, como el de una ciudadanía que no disponía de ningún tipo de respaldo legal a fin de desobedecer situaciones humillantes o degradantes.

Fue el período de posguerra, de la segunda mitad del siglo XX en Europa, el que produjo, continúa, un desarrollo jurídico a través de declaraciones y convenciones que trataban de establecer protección jurídica a las víctimas de abusos y de opresión. De la mano de ese proceso, advierte también un activismo que fue exigiendo a los Estados seguir las normas internacionales que ratificaban. Muchas veces ese activismo provino de algunos Estados que en nombre de los derechos humanos violentaban la autodeterminación de los pueblos interviniendo en sus asuntos internos e incluso participando militarmente o financiando ejércitos paramilitares en otros Estados, tal es el caso de La Contra en Nicaragua. . Siguiendo y apoyándome en las reflexiones de Ignatieff, en este trabajo sostengo que, si bien la universalidad de los derechos humanos ha permitido un avance significativo, su uso es posible tanto por víctimas como por villanos. La experiencia reciente de guerra en Nicaragua es un ejemplo de ello. En este artículo se analizan tres ejemplos: La Contra, los miskitos y el juicio de La Haya.

¿Imperialismo de los derechos humanos? El papel de los Estados Unidos ante las instancias internacionales de derechos.

Ignatieff asegura que cuando los seres humanos gozan de derechos defendibles es mucho más difícil que se abuse de ellos. Es por esto que el conjunto de documentos ligados a la Declaración Universal de Derechos Humanos, al término de la Segunda Guerra Mundial, conforman, dice el autor, una amplia reorganización del orden normativo de las relaciones internacionales de la posguerra; una verdadera “revolución jurídica” en materia de derechos humanos.

Desde esta perspectiva, las intervenciones coercitivas en favor de los derechos humanos sólo pueden justificarse en casos en los que la vida humana peligre y que sus víctimas lo demanden, lo que conduce a, según el autor, dos tipos de conflicto: uno entre valores e intereses, y otro entre el avance en la causa de los derechos humanos o el reforzamiento de la estabilidad de los Estados-nación. Analizar estas intervenciones resulta complejo. En muchos casos se recurre a los derechos humanos como bandera desde posiciones enfrentadas, tanto de víctimas como de villanos.

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Un informe de la ONU sobre torturas, sostiene que la cadena perpetua para los menores de edad sin libertad condicional que se practica en Estados Unidos constituye un trato cruel, inhumano o degradante.

El discurso de los derechos humanos es señalado de ser un discurso imperialista. No faltan razones. Occidente interviene en los asuntos internos de otros países. Estados Unidos se erige como el principal promotor de los derechos humanos y sin embargo no se somete a las instituciones internacionales de derechos sobre temas humanitarios, tales como la pena capital o las condiciones de las prisiones advierte Ignatieff. Tampoco se acoge, como mostraré en mi análisis de la experiencia nicaragüense, a la Corte Internacional de Justicia, de la que es miembro fundador. Esto le ha traído tensiones con sus propios aliados. Veamos lo que dice Ignatieff al respecto:

La insistencia estadounidense en la disminución de los poderes del Tribunal Penal Internacional ha provocado fuertes desavenencias en relación con sus aliados, como el Reino Unido o Francia, que afirman poseer la misma tradición jurídica. Lo que irrita a la administración norteamericana no es la posibilidad de ver a personal militar estadounidense ante un tribunal tendencioso. La resistencia estadounidense a aceptar los derechos humanos internacionales tampoco puede explicarse apelando a un mero «narcisismo de los derechos» —la convicción de que la patria de Jefferson y Lincoln no tiene nada que aprender de las normas internacionales en materia de derechos humanos—. Lo que ocurre es que los estadounidenses creen que sus derechos adquieren legitimidad a través de su propio consentimiento, como dice la Constitución de su país. Los acuerdos internacionales sobre derechos carecen de ese elemento de legitimidad política nacional (Ignatieff, 2003:39-40).

Sin embargo, tal postura deja su legitimidad internacional en entredicho:

A medida que Occidente interviene con mayor frecuencia pero de forma más incoherente en los asuntos de otros países, la legitimidad de sus estándares de derechos queda en entredicho. El lenguaje de los derechos humanos se ve cada vez más como un discurso de imperialismo moral tan cruel y engañoso como la arrogancia colonial de antaño (Ignatieff, 2003:46).

Pero ¿qué mecanismo de evasión consigue que los estadounidenses no relacionen el hecho de que lo que es injerencismo para ellos no aplique cuando son ellos quienes intervienen en los asuntos de otros países? La narrativa de los derechos humanos y la evasión estadounidense fueron una constante en la historia reciente de Nicaragua. Hubo una utilización diferente del discurso de los derechos desde fuerzas antagónicas y en guerra durante la década de los ochenta: la contrarrevolución o Resistencia, el Gobierno de Estados Unidos y el Estado de Nicaragua. Un bando observaba al otro como villano y ambos se sentían víctimas de un sistema opresor.

La Contra

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“El que no brinca es contra” decía la consigna de los años 80 en la Nicaragua sandinista, mientras en el otro bando se autonombraban “comandos de la libertad”¹ , asumiendo el calificativo que les dio Ronald Reagan al financiarlos. El discurso oficial definía como “contra” a los integrantes del grupo armado conformado por ex guardias del ejército de Somoza y mercenarios pagados por el gobierno de Estados Unidos.

El tiempo mostró que la historia no era tan simple, que La Contra era un ejército campesino cuyo primer levantamiento armado se dio a finales de 1980, en Quilalí, Nueva Segovia. Primero fueron bandas armadas, luego fuerzas de tarea y finalmente un ejército organizado (Fauné, 2014 y Martí, 2012). Angélica Fauné, estudiosa del tema, argumenta que,

El campesinado de estos territorios [norte centro de Nicaragua] había experimentado hacía años una descampesinización violenta y habían resistido para mantenerse como campesinos. Había una profunda identidad campesina. Y hubo pronto una guerra de resistencia para conservar esa identidad.

La “Contra” fue el brazo armado de un sector que no se sentía parte de esa identidad proclamada por el gobierno sandinista y que, como señala Fauné,

Eran productores que tenían una, dos y media manzanas de café, pero que habían pasado cuarenta años luchando contra la selva virgen, entrando en lodazales, despalando bosques de trópico húmedo, luchando contra la malaria, colonizando esas tierras para hacerlas producir… [La Revolución] ordenó que el campesino se cooperativizara bajo la forma de propiedad colectiva. … Estos campesinos no lo aceptaban. Imaginen si gente que lleva cuarenta años viviendo como campesinos, luchando por ser campesinos propietarios individuales de tierra, aceptará, de la noche a la mañana, trabajar en una tierra colectiva … (Fauné, 2014).

Los tempranos años ochenta a los que alude esta historia parecen retratar lo que en palabras de Ignatieff fue planteado como la tradición capitalista para la “que contaban, sobre todo, los derechos civiles y políticos” y la “tradición comunista de los derechos —que enfatiza los derechos económicos y sociales” (Ignatieff, 2003:43-46). Los derechos individuales versus las aspiraciones colectivas presentadas de forma confrontada.

El derecho a la identidad campesina, el derecho a ser quien se es, quien se ha sido, así como el derecho a la propiedad fueron vistos como contra(rios) al proyecto sandinista que demandaba que los campesinos se cooperativizaran. Los campesinos “hicieron resistencia, resistencia en defensa de derechos. La respuesta del Estado revolucionario fue llamarles contras y enfrentarse a ellos militarmente (Fauné, 2014).

Ser privados de sus propiedades violentaba el artículo 17 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice:

1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente.
2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad.

Para estos campesinos su identidad, su individualidad se desdibuja en la propiedad colectiva. En el discurso oficial, en cambio, la individualidad era igualada al individualismo, y este era el adversario del espíritu colectivista que atravesaba los principios de la revolución sandinista. El proyecto de nación de la Revolución Sandinista se propuso la integración territorial, política y cultural; su construcción y puesta en marcha descansó sobre la base de la participación y movilización popular, y exhortó a transformar no sólo al país, sino también a sus habitantes:

¿Qué significa construir una nueva sociedad? Hay que tomar en serio el desarrollo económico (puentes, puertos, viviendas, fábricas, tierras, caminos, hospitales, escuelas). Nuestro principal proyecto es la participación del hombre en la transformación del hombre. Una sociedad de constructores y de heroísmo (Discurso de Tomás Borge Martínez citado por Henry Petrie, 1993:39).

En la medida en que la afirmación individual implicaba disenso o no participación, el interés individual, ser campesino propietario por ejemplo, se convertía en una amenaza y su demanda era señalada como una debilidad “pequeño burguesa”, o como una “desviación ideológica” del proyecto revolucionario.

La cita que Ignatieff hace del pensador Amartya Sen nos permite ver el conflicto antes planteado desde una perspectiva de derechos, al afirmar que, “el derecho a la libre expresión no es, como mantenía la tradición marxista, un lujo burgués, sino el requisito para el resto de derechos” (Ignatieff, 2003:108).

A la complejidad de la identidad campesina se sumó la étnica.

Los miskitos

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El intento por integrar a la población indígena al proyecto de nación sandinista no se apoyó en el conocimiento del contexto étnico-cultural preexistente. La reforma agraria y las cooperativas agrícolas tenían poco o nada que ver con el sistema de explotación agrícola de la región caribe, o con la organización tradicional de los miskitos.

La organización indígena Misurasata reinvindicó el control sobre la mayor parte del Caribe nicaragüense correspondiente al antiguo reino miskito. Se trataba de una junta de gobierno regional compuesta por un miskito, un criollo y un sumo, presidida por un gobernador. El 20 de febrero de 1981, soldados sandinistas entraron a la iglesia morava de Prinzapolka para capturar a uno de los líderes de Misurasata. Esto marcó el inicio de un largo desencuentro y dio pie al levantamiento violento de los miskitos y a la respuesta represiva del Estado..

En diciembre de 1981 el gobierno sandinista tomó la decisión de vaciar la región: evacuó por tierra a 10,000 miskitos y los ubicó a 80 kilómetros al sur de sus tierras, en los campamentos bautizados como Tasba Pri (Patria Libre en miskito). Los soldados encargados de la operación regresaron, mataron el ganado y destruyeron cosechas y casas. Más de 20,000 miskitos huyeron al país vecino, Honduras. Esta operación se conoció como Navidad roja y violentó el derecho que toda persona tiene a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio nacional, según el Artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Reagan y el “holocausto miskito”

El gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) identificó en el discurso contra y en la resistencia miskita la víctima a proteger en su cruzada contra lo que llamó “el sandino comunismo”. La embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas señaló que los abusos cometidos contra los miskitos eran “la violación más masiva que contra los derechos humanos se había cometido en Centroamérica” y la calificó de “genocidio” (Envío, 1986).

Diversos organismos de derechos humanos como Americas Watch y Amnistía Internacional realizaron investigaciones en el terreno que constataron que no habían violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, Americas Watch reconocía que el traslado no se había llevado a cabo de forma pacífica. Durante uno de sus discursos, el entonces presidente Reagan afirmó lo siguiente sobre la situación de los mikitos: “se ha intentado aniquilar totalmente una cultura —la de los indios miquitos—, miles de ellos han sido asesinados o detenidos en campos de concentración, en los que han sido sometidos a malos tratos. Sus pueblos, iglesias y cosechas han sido quemados” (Envío, 1986).

Pocos días después, y en Alemania Federal, agregó:

Hoy el pueblo amante de la libertad en todo el mundo debe decir: yo soy un berlinés, soy un judío en un mundo todavía amenazado por el anti semitismo, soy un afgano, soy un prisionero del Gulag, soy un refugiado que escapa en barco abarrotado de gente de las costas de Vietnam, yo soy un laosiano, un camboyano, un cubano, un indio misquito de Nicaragua. Yo soy también una víctima potencial del totalitarismo (Envío, 1986).

Reagan justificó la guerra de agresión contra Nicaragua haciendo uso del discurso de los derechos humanos, y encontró en el pueblo miskito la víctima a salvar. La historia y la Corte Internacional de Justicia permitieron ver que la causa de los derechos humanos fue, en palabras de Samuel Moyn, su ‘mecanismo de intervención imperialista’, el que no estuvo exento de mentiras. Por ejemplo, la administración Reagan hablaba de campos de concentración con 250,000 prisioneros miskitos cuando la población de la Costa Caribe de Nicaragua no llegaba a 300,000 habitantes de la que los miskitos representaban el 45 por ciento.

Posteriormente, las demandas de los miskitos fueron reconocidas a través de la aprobación del Estatuto de Autonomía de las regiones autónomas norte y sur en 1987, al cabo de una larga y amplia concertación con sus habitantes miskitos, sumus, mayagnas, garífunas y creoles.

Nicaragua demanda a Estados Unidos en La Haya

El 9 de abril de 1984 el gobierno de Nicaragua solicitó a la Corte Internacional de Justicia, o Tribunal de La Haya, órgano judicial principal de las Naciones Unidas, abrir un proceso judicial por actividades violatorias del derecho internacional en su perjuicio. Estados Unidos además de miembro fundador de Naciones Unidas, fue uno de los principales países en aceptar la jurisdicción obligatoria de la CIJ. Las causas de la demanda eran:

Los Estados Unidos de América hacen uso de la fuerza militar contra Nicaragua e intervienen en sus asuntos internos en violación a su soberanía, de su integridad territorial y de su independencia política, así como de los principios fundamentales y más universalmente reconocidos del Derecho Internacional.

Nicaragua solicitaba a la Corte juzgar y declarar que los Estados Unidos por reclutar, entrenar, armar, equipar, financiar, abastecer y de cualquier otra manera alentar, apoyar y cuidar la ejecución de actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua han violado y violan sus obligaciones expresas en virtud de Cartas y tratados con respecto a Nicaragua.

El 27 de junio de 1986 la Corte falló a favor de Nicaragua, considerando que Estados Unidos actuó contra la República de Nicaragua, en violación a su obligación según el derecho internacional consuetudinario de no usar la fuerza contra otro Estado. La resolución mandataba que Estados Unidos debía pagar a Nicaragua una reparación por los daños sufridos por las personas, los bienes y la economía. El monto de la indemnización fue de 17 mil millones de dólares. La Corte dictaminó a favor de Nicaragua, pero los Estados Unidos se negaron a respetar la decisión de la Corte, argumentando que ésta no tenía jurisdicción sobre el caso. En 1992 el gobierno de Nicaragua retiró sus reclamos.

La renuencia de Estados Unidos a aceptar la jurisdicción de la Corte lo exhibió como una nación que a nivel discursivo ostenta velar por los derechos humanos en el mundo pero que se “niega a ratificar las principales convenciones internacionales en la materia” (Ignatieff, 2003:110).

El refrán dice que no solo hay que serlo, sino parecerlo, pero aquí aplica que no solo hay que parecerlo sino serlo:

(…) la universalidad implica coherencia. Es incoherente imponer condiciones a otros Estados en materia de derechos humanos internacionales a menos que aceptemos la jurisdicción de esas instituciones sobre nosotros mismos. (…) La obligación de, al menos, entablar un diálogo está clara, y la obligación de que las naciones pongan en práctica lo que predican constituye el requisito básico para una política de derechos humanos legítima y efectiva (Ignatieff, 2003:62).

Los derechos humanos, un discurso en disputa

La experiencia nicaragüense brevemente representada en los tres ejemplos que estudié, muestra que el discurso de los derechos humanos fue un discurso en disputa. Disputa entre la identidad campesina y el proyecto revolucionario, entre la autonomía miskita y el proyecto revolucionario y entre el gobierno estadounidense y el Estado nicaragüense. Resulta oportuna la alusión de Ignatieff al tema de la coherencia, aunque va más allá de lo que él plantea: Utilizar el discurso de los derechos humanos a fin de visibilizar como víctimas a las poblaciones miskitas y campesinas nicaragüenses está bien; de hecho estas poblaciones siguen pagando las consecuencias de esa guerra. La incoherencia está en el uso desmedido que hace Estados Unidos de todo su poderío para intervenir en las situaciones que considera intervenibles sin esperar a que organismos internacionales competentes intervengan en la situación de violación de derechos humanos según las competencias consensuadas como Estados. Es en este acto desmedido de poder donde está la esencia misma de su incoherencia.

Ignatieff plantea que “cuando ambas partes aceptan las demandas de derechos del contrario, la disputa deja de ser —a sus ojos— un conflicto entre el bien y el mal y se convierte en uno basado en los derechos que entran en competencia” ( 2003:48). ¿Entenderán esto los Estados Unidos algún día?

[1] El gobierno del entonces presidente Ronald Reagan (1981-1989) llamaba a los integrantes de La Contra «Paladines de la libertad» (Freedom fighters). La ayuda que la administración Reagan canalizó a La Contra entre los años fiscales 1982-1983 fue estimada por la revista Newsweek entre 40 y 90 millones de dólares. En octubre de 1986, solo para el año fiscal 1986-1987, el Congreso de Estados Unidos asignó al Pentágono y la CIA 100 millones de dólares para las actividades relacionadas con La Contra. 


Bibliografía

Envío. (1986). “Los miskitos en la propaganda Reagan”. Revista Envío, número 65 en http://www.envio.org.ni/articulo/504

Fauné, A. (2014). “En la Nicaragua campesina se han ido acumulando engaños, decepciones y enojos”. Revista Envío, número 386 en
http://www.envio.org.ni/articulo/4842

Ignatieff, M. (2003). Los derechos humanos como política e idolatría. Barcelona: Paidós.

Lemoine, Maurice. (Septiembre-octubre de 1997) “La autonomía perdida de los miskitos”. Le monde diplomatique, págs. 6 y 7.

Martí, S. (2012). Nicaragua (1979-1990) La revolución enredada. Barcelona: Salvador Martí.

Moyn, S. (2014). Human Rights and the Uses of History. NY: Verso.

ONU. Declaración Universal de los Derechos Humanos en:
http://unesdoc.unesco.org/images/0017/001790/179018m.pdf

PETRIE, Henry A (1993), Jóvenes de Nicaragua. Una historia que contar, Managua, Fundación Movilización Social.

Torres-Rivas, E. (1994). Historia General de Centroamérica, Tomo VI. San José: FLACSO.

Zamora, A. (1991). “La Haya: un juicio para la historia”. Revista Envío, número 118 en http://www.envio.org.ni/articulo/

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