juan pablo gomez

Catolicismo / Nación / Ciudadanías (Nicaragua, 1930-1943)

28 julio, 2015

Juan Pablo Gómez

– El presente artículo forma parte de una investigación más amplia en la que me intereso por los posicionamientos de tres sectores importantes de la sociedad nicaragüense entre 1930 y 1943, a saber: los intelectuales del Movimiento Reaccionario, las ciudadanías católicas organizadas y la Guardia Nacional.


Mi investigación en curso como miembro del cuerpo de investigación del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica analiza procesos culturales significativos del siglo veinte nicaragüense que sedimentaron patrones de autoridad y configuraron ciudadanías que constituyen su soporte real como lazo social y práctica discursiva. El presente artículo es fruto de estas indagaciones, y forma parte de una investigación más amplia en la que me intereso por los posicionamientos de tres sectores importantes de la sociedad nicaragüense entre 1930 y 1943, a saber: los intelectuales del Movimiento Reaccionario, las ciudadanías católicas organizadas y la Guardia Nacional.

En este artículo hablaré sobre los encadenamientos entre catolicismo y nación y sus efectos en la configuración de ciudadanías. Mis archivos son las revistas de cultura católica publicadas en Nicaragua a finales de los años treinta e inicios de los cuarenta. En particular me apoyo en dos de ellas: Juventud, y Azul y Blanca. Juventud fue la publicación oficial de la Congregación Mariana de Jóvenes Varones organizados en la iglesia de Jalteva, centro jesuita establecido en la ciudad de Granada, ciudad conocida como cuna de la oligarquía; Azul y Blanca fue la publicación de la Sección Femenina de Acción Católica localizada en la misma ciudad.

Iglesia de Xalteva, Granada

Iglesia de Xalteva, Granada

Leo Juventud y Azul y Blanca como intervenciones culturales configuradoras de tipos ideales de ciudadanías masculinas y femeninas heterosexuales. Tipos ideales o modélicos son aquellos ‘ideales regulatorios sociales’ a través de los cuales “se forman, modelan y configuran los cuerpos” (Butler 93). Mi tesis es que la intersección entre catolicismo y nación produjo ideales regulatorios que configuraron ciudadanías. Agencias clericales y seglares, masculinas y femeninas, definieron la nación como católica, asunto que encontramos sintetizado en frases como, “decir pueblo nicaragüense, es decir pueblo católico” o, “si nuestro pueblo deja de ser católico, deja de ser nicaragüense” (El Memorándum 17). Estas son frases que copio de un Memorándum que enviaron los obispos nicaragüenses en 1938 al entonces presidente Anastasio Somoza García, en el contexto del proceso constituyente que inició ese año y finalizó con una nueva constitución política en los primeros meses de 1939. Gracias a esta nueva Constitución, Somoza García fue elegido presidente por segunda ocasión, esta vez por un período de ocho años. Uno de los principales temas de debate público del proceso constituyente fue la ‘cuestión religiosa’—frase con la que se discutió desde la eliminación de la enseñanza de religión en las escuelas públicas, hasta la posibilidad de que la próxima Constitución declarara nuevamente al catolicismo como religión oficial.

El postulado de Nicaragua como nación católica requería de cuerpos reales sobre los cuales recayera tal signo cultural. Qué significó ser un o una católica ejemplar y a qué mecanismos regulatorios estuvieron sujetadas estas identidades son dos preguntas que trataré de responder. Sin ciudadanías modélicas no hay principio de autoridad efectivo. Este postulado convierte mi interés por la configuración de masculinidades y feminidades en una ruta de análisis sobre la autoridad. Para el análisis de la autoridad me apoyo en el concepto de ‘moral de autoridad’, de Alexander Kójeve. Su propuesta me sirve para señalar las reglas e ideales regulatorios encaminados a la configuración de los cuerpos; las disposiciones para convertirse en ‘católicos rectos’, como dijo Juventud.

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Las revistas de cultura católica sirven como archivo para documentar la configuración de un orden social diseñado para la emancipación de los hombres y la subordinación de las mujeres al servicio de tales propósitos. Para ver esto presento dos estrategias específicas: 1) la localización de la virilidad masculina en la castidad, y 2) la configuración de una mujer-intermediaria, esto es, una feminidad orientada a propiciar que el hombre alcance el ideal de pureza masculina y con ello su salvación religiosa. Como veremos, los varones letrados que publicaron en Juventud nombraron esta intermediación como el ‘sacerdocio del pudor’, un ideal de mujer que debía sacrificarse en aras de propiciar un acercamiento entre el hombre y dios. Analizo el ideal femenino del ‘sacerdocio del pudor’ de la mano de Butler y su reflexión sobre la materialidad del cuerpo femenino. Al respecto me pregunto si Juventud y Azul y Blanca atribuyen un cuerpo a la mujer o, por el contrario, solamente “figuras de la posición corporal que respaldan una fantasía dada la relación carnal heterosexual y de autogénesis masculina” (Butler 92).

‘La castidad te hace viril’: masculinidad, catolicismo, patria (PP)

La castidad te hace viril. […] Tu castidad es la pureza de un joven que no ha constituido un hogar y la pureza de ese joven no puede tener otro modelo que al mismo Jesucristo, el Hijo de la Virgen. Tu castidad ha de mirarse en la integridad de cuerpo y alma del mismo Cristo. Dice el maestro divino: “el que mira a una mujer con lascivia, ya ha pecado en su corazón” (S. Mateo V, 28) (Orientaciones n. Pág.)

La cita con que inicio resume el orden del discurso de una política sexual que formó ciudadanías masculinas y vio en la materialización de las mismas la fecundidad de la patria nacional y la defensa de un proyecto católico de nación. Importante me parece tener en cuenta la sugerencia de Héctor Domínguez Ruvalcaba con respecto a que, “cuando discutimos la masculinidad como metáfora de la nación, la nación representada es una oscilación compulsiva entre deseo y expulsión, aceptación y rechazo” (Ruvalcaba 17). En mi trabajo me ocupo fundamentalmente de los procesos culturales encaminados a producir masculinidades aceptadas y difundidas públicamente como ciudadanías modélicas. Si bien las fronteras de aceptación marcan las marginalidades—lo que Ruvalcaba llama expulsión y rechazo—no me ocupo aquí de analizarlas.

Elijo el ideal regulatorio de la virilidad porque fue el campo en el que más insistieron los formadores católicos. En el discurso sobre cómo los jóvenes varones debían manejar su sexualidad—en qué tiempo, forma, con qué fines—se concentró uno de los principales esfuerzos formativos impulsados por la cultura católica.

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Alfonso Junco

El tema de la ‘viril castidad’ fue desarrollado con diferentes títulos pero siempre bajo una misma sección de la revista Juventud titulada Orientaciones. Destaco el título de la sección porque nos informa de su ánimo estructurante. Orientaciones no fue más que un conjunto de reglamentaciones que, recordando a Kòjeve, sostuvieron la moral de autoridad católica. Su propósito fue estructurar la sexualidad masculina en términos de cómo hacer uso de ella, con quién, en qué momento, de qué forma, bajo qué propósitos. Lo mismo en definir dónde estaba localizada la virilidad y cómo alcanzarla.

Varios de los artículos en que Juventud desarrolló el tema de la castidad no fueron escritos por nicaragüenses sino por autores mexicanos. Uno de ellos fue Alfonso Junco, conocido defensor del franquismo y del hispanismo en su versión procatólica e imperialista que abogó por una reinstauración del imperio español en América. Junco fue también director de la muy conocida revista de cultura mexicana antimodernista y procatólica titulada Ábside, estudiada por varios intelectuales mexicanos. Ábside fue fundada en 1937, justo en el reacomodo de la correlación de fuerzas entre la Acción Católica mexicana y el poder institucional revolucionario.

abside Autores como Junco hablaron de la castidad como un atributo virtuoso de lo masculino:

La castidad, virtud de hombres. ¡La viril castidad! Virtud de hombres, así. No de cobardes, no de apocados, no de enfermizos, no de rutinarios: virtud de hombres que comprenden cuán cargada de experimentadísimo saber está aquella ecuación del victorioso mariscal Foch: “Victoria: igual a: Voluntad” (Junco 6).

Depositar la virilidad en la castidad fue una estrategia a través de la cual constituirla como horizonte de deseo masculino, ya que la convertía en lo que Celia Amorós llama un mecanismo de autodesignación a través del cual, en mi caso de estudio, se marcó la pertenencia al conjunto de los varones católicos y virtuosos. Para convertirse en varón católico fue necesaria la participación en los atributos de este tipo de masculinidad. Amorós subraya “el carácter práctico de esta pertenencia, pues el conjunto de los varones como género-sexo no está nunca constituido, sino que se constituye mediante un sistema de prácticas” (Amorós 40). Tal sistema de prácticas es el que aquí se correspondió a la voluntad de guardar la castidad como atributo definidor de lo masculino y viril.

Practicar la castidad fue la manera de formar el cuerpo y la sexualidad para alcanzar un ideal de masculinidad y, a la vez, diferenciarse de lo femenino como aquella identidad que engloba todo lo no deseado y el signo contrario de la virilidad. Sigo apoyándome en Amorós para decir que la virilidad no existe en cuanto tal, sino que opera como “idea-fantasma regulador del comportamiento de los varones” (41). Las ideas de Amorós coinciden con las antes mencionadas de Butler en cuanto a la formación de cuerpos a través de ideales regulatorios sociales. Mi análisis se interesa en conocer de qué manera la virilidad—en tanto ideal fantasmático—reguló y administró el comportamiento de los varones y cómo formó un cuerpo sexuado. Desde esta perspectiva analítica leo la castidad como signo de virilidad masculina y como mecanismo para alcanzar el propósito principal de los varones católicos durante su vida: la pureza. La formación católica encadenó pureza y castidad, y de ello derivó una regulación permanente de la sexualidad de los hombres.

La castidad opera como un ‘fantasma regulador’ sobre el cuerpo de los hombres. Deja de constituir únicamente un asunto religioso, y pasa a entrar en los dominios de la razón y de la salud. La formación católica hace de la castidad un ideal extrareligioso, que viene a significar lo mismo que un ideal del cuerpo masculino: racional, saludable y viril. La sexualidad es vista como un desgaste de fuerza vital y esto sirve como mecanismo de control del deseo y el placer.

La castidad fue solamente el inicio de una regulación más compleja y duradera de la sexualidad. Uno de los roles que desempeñaron espacios católicos formativos como Juventud fue prescribir cómo debía administrar su sexualidad a lo largo de la vida una persona cuya voluntad era convertirse en un ‘verdadero católico’, cuestión que, pensada con Amorós se traduce en cómo considerarse poseedor del “patrimonio del genérico” (41).

El horizonte sexual es el siguiente: castidad hasta el matrimonio; relación sexual monogámica y exclusivamente bajo la institución matrimonial y, por último, una función claramente definida: la reproducción. Toda práctica y significación de la sexualidad que estuviese fuera de este valor de uso era definida como antinatural. Subrayo que estos significados, si bien partían del campo religioso católico, se expandían también al campo de lo público-común. Es decir, se definían como la moral, no de una religión en particular, sino de una sociedad entera. Los formadores católicos señalaron al menos dos beneficios de regular la sexualidad según la moral católica: la salud del cuerpo y la ‘pujanza en lo personal y en lo social’. La ‘pujanza social’ explica el deseo de las ciudadanías por convertirse en soportes reales de la moral de autoridad católica, asunto al que contribuyeron las portadas de esta revista, ya que cada una de ellas presentaba el fotograbado de una o un joven católico modélico. La posición social ocupaba un lugar importante en la selección de dichos jóvenes.

Quiero profundizar en dos aspectos. El primero es la naturalización de la castidad como política sexual. Dicho de otra forma, su despolitización vía su naturalización. El efecto de esta operación es posicionarla más allá de lo argumentable y discutible como patrimonio de lo común. Lo segundo es subrayar la captura de la sexualidad por parte de la institución matrimonial. La castidad tiene razón de ser porque el propósito único de la sexualidad es la reproducción y su institución legítima es el matrimonio. Por tanto, toda relación sexual antes del matrimonio y sin fines reproductivos es simplemente gasto de energía corporal; gesto antinatural que puede tener efectos negativos sobre el cuerpo. Queda establecida una estrecha relación entre política sexual y salud corporal en la que, siguiendo los argumentos de Butler, podemos ver el “poder creador de la prohibición” (94).

El campo de las regulaciones y prohibiciones que puso en marcha la política sexual de la castidad es ejemplo de lo que Amorós llama la “tensión participativa de los varones en el paradigma patriarcal de la virilidad” (40). El varón paradigmático, casto, existe en el juego de enunciados constitutivo de esta tensión participativa. Es decir, es un fantasma regulador del comportamiento. Amorós señala que la “autopercepción por parte de los varones de su virilidad no se produce nunca in recto, sino que se agota en la tensión referencial hacia los otros varones” (41). Considerando mi caso de estudio, la relación ya mencionada entre política sexual y salud corporal forma parte de esta tensión referencial porque ofrece un criterio de medición que le brinda a los varones y a la sociedad, por un lado, un sistema práctico de pertenencia al conjunto de los varones saludables y vigorosos y, por otro, un sistema de tensión referencial al conjunto de los varones de una sociedad. Así las cosas, si un joven se esfuerza por cumplir la castidad y se siente saludable, tiene a la mano un marco interpretativo de su situación: su buen estado de salud física se deriva del cumplimiento de la política sexual—“la castidad, fuente de fortaleza física y moral” (Junco 8). Al contrario, si se siente débil, puede pensar que se debe a la transgresión de la norma: “la incontinencia es enemiga del vigor” (Junco 8).

El sistema es de autodesignación, es decir, cumplo con los atributos del tipo, por tanto, soy masculino y viril. Pero funciona también en referencia a sus pares varones, brindando un marco interpretativo de los cuerpos débiles, nerviosos y locos que puedan circular en lo público. La política sexual regula lo más íntimo del cuerpo, pero en realidad opera como política pública. Además de operar como mecanismo de inclusión y exclusión de la comunidad de varones, el ideal regulador de la ‘viril castidad’ fue por excelencia un proceso formativo y estructurante de las masculinidades que tomó a su cargo el cuerpo de los hombres a manera de un “entrenamiento”, como el del “pugilista, el torero, el atleta, el deportista” (Junco 8). En este entrenamiento corporal, el joven “no puede tener otro modelo que al mismoJesucristo, el Hijo de la Virgen” (Orientaciones n. Pág.). Juventud no ofreció únicamente el modelo a seguir, sino también los medios a través de los cuales hacer la lucha por la castidad. Veamos brevemente cuáles fueron:

ya conoces los medios de luchar y de vencer. El primero es el contacto diario con el Cuerpo purísimo de Cristo. Añade la devoción a tu amantísima Madre la purísima Virgen María. Huye del ocio y de toda blandura que afemine tus sentidos. Sé fuerte y desprecia todos esos perfumes, licores, comodidades y refinamientos que afean nuestra civilización. Sé duro contigo mismo para hacer de ti un atleta de Cristo. VIVE UN IDEAL que te haga activo y generoso. (Orientaciones n. Pág.)

El entrenamiento corporal de la castidad implicó un conjunto de hábitos religiosos, pero también una “ética política”, para prestar el término que utiliza Pierre Bourdieu en su trabajo titulado La dominación masculina (25). La virilidad tuvo como polo contrario lo femenino, y a esto último se relacionó el ocio. También se relacionó con un conjunto de hábitos culturales que podríamos vincular con la modernidad cultural norteamericana. La ética católica aparece entonces como abstención al consumo de bienes materiales, práctica específica de antagonismo cultural.

El reforzamiento de las masculinidades católicas estuvo relacionado a contextos socioculturales específicos. Las principales amenazas a la idea de ‘nuestra civilización’ fueron la modernidad de sello norteamericano y el avance comunista en el continente. Ambas ponían en peligro la ‘verdadera cultura nicaragüense’. Como hemos visto, la consolidación de la cultura católica como ‘esencia’ de la nación fue la estrategia con la que espacios institucionales como la Congregación Mariana de varones respondió a tales amenazas.

El reforzamiento de los ideales masculinos tuvo lugar y fue parte activa de esas batallas culturales. Era necesario contar con jóvenes varones que con su propio cuerpo y comportamiento dieran constancia de que el catolicismo era el vector fundamental que guiaba la vida de los nicaragüenses. En la lucha de los jóvenes varones por alcanzar la ‘viril castidad’ se encontró, más que un ideal estrictamente religioso y de carácter individual, la posibilidad de la sociedad nicaragüense de ganar una batalla cultural nacional e internacional.

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¿Cuerpos femeninos o intermediarias de la fantasía masculina?— ‘el sacerdocio del pudor’

¿Se ajustan vuestra conducta,
vuestras conversaciones a ese sacerdocio
del pudor que estáis llamada a ejercer?
(El sacerdocio 21)

El ‘sacerdocio del pudor’ fue un tipo específico de función social que la moral católica estableció para las mujeres. El ‘sacerdocio del pudor’ fue un ideal formativo que enseñó una ética política femenina y estableció una serie de comportamientos que permitían alcanzarla. La figura y posición corporal de la mujer como sacerdotisa parece constituir una figura performativa más o menos frecuente en los discursos que intersectan género y nación en América Latina.

En la cita puede verse cómo el ánimo regulador está directamente orientado a la conducta de las mujeres. Demanda de cada mujer interrogarse a sí misma sobre la pertinencia social de su conducta en base a un criterio de medición establecido. Esta manera de propiciar una interrogación de los sujetos está más relacionada a un fenómeno de autoridad que a una relación de fuerza. La autoridad opera cuando la mujer tiene capacidad de resistirse a la norma, pero opta por no hacerlo.

El sacerdocio del pudor constituyó una misión que tenían las mujeres, no solo en su individualidad sino a nivel societal. La mujer es nombrada sacerdote porque tiene la función de ejercer una labor de intermediación entre dios y los hombres. Deber acercar a los hombres a dios, y viceversa. Sobre la mujer recae la responsabilidad de que los hombres entreguen un alma pura a dios. Por tanto, la demanda a la mujer es colaborar en la preservación de la castidad de los hombres.

Mientras el hombre es el sujeto de salvación, alguien que puede tener un cuerpo puro para salvar su alma, la mujer es únicamente la obrera que posibilita u obstruye la materialización de la fantasía católica masculina. Apoyándome en Butler, veo en el ‘sacerdocio del pudor’ la reducción de lo femenino “a un conjunto de funciones representativas” (92). A través de Butler puedo pensar la labor de intermediación de la mujer entre dios y los hombres como una posición corporal cuya finalidad única es estar al servicio de la fantasía de la pureza masculina según la moral católica establecida en el discurso nacional.

La castidad en la mujer no es discutible sino asumida tácitamente. El interés por lo femenino radica en su posición corporal para purificar las almas de los hombres. Mientras la demanda de la castidad de los hombres era autoreferencial, es decir, en aras de su propia salvación, la castidad y el pudor femenino estaba completamente al servicio de la moral masculina y de su ideal fantasmático de la virilidad.

La labor del sacerdocio no era solamente en dirección a los hombres sino también hacia dios. Las mujeres también tenían la capacidad de acercar a dios a los hombres, función en la que guardan la misma posición corporal, pues su mandato era: “¡Bajar la pureza de Dios para entregarla a los hombres, reflejándola en vosotras, y purificar, con vuestra conducta, modestia y recato los corazones de los hombres para elevarlos a Dios! (El Sacerdocio 21). Las mujeres podían reflejar la pureza divina en su cuerpo, pero solamente con el propósito de contribuir a la salvación de los hombres. La función representativa que ocupó la mujer en la moral católica fue postulada también como apostolado. Además de postularse que “en el corazón de toda mujer duerme un apóstol” (Pluma Femenina 22), se proclamó que su misión era “llevar almas a Jesús” (Pluma Femenina 22).

Al ser asumida tácitamente la virginidad de las mujeres, el peso de los ideales regulatorios recayó en el buen manejo del pudor, cuestión que confirman enunciados como el siguiente: “la hermosura del pudor de la mujer vale más que todo el oro” (El Sacerdocio 21). Lo femenino se reduce a la función representativa del apóstol que con su comportamiento corporal y hábitos de conducta predica por un propósito salvador que no es el de las mujeres sino el de los hombres. El apostolado es una economía del cuerpo que marca para qué, cómo y con qué propósitos religiosos y políticos deben tener las mujeres una función social.

Dos posiciones corporales confirman que el ‘sacerdocio del pudor’, como función representativa de lo femenino, estuvo absolutamente en función del ideal de virilidad y pureza masculina. La primera es el hecho de que el ejercicio del sacerdocio implicaba el sacrificio de la mujer. La segunda fue aún más radical, pues postuló el holocausto mismo de la mujer.

Sacrificarse significó dejar de hacer cualquier actividad que pudiese transgredir la moral de autoridad católica; alejarse de todo aquello que pueda apartar a la mujer de su misión sacerdotal que era propiciar la purificación del hombre. El imperativo del sacrificio implica una regulación que se desarrolla desde el ámbito del pensamiento, pasando por el control de qué se lee y ve, cómo se mueve o se usa el cuerpo, hasta el control acérrimo de todo aquello que pueda despertar deseo sexual. El sacrificio no es más que el control total de la vida de la mujer. A la vez que la moral de autoridad señalaba qué hacer y no hacer, también proclamaba un sistema de castigo y penalización para las mujeres que no se sacrificasen. Para mencionar el castigo se citaba pasajes bíblicos del viejo y nuevo testamento, y en ambos el castigo consistía prácticamente en una muerte moral y en una culpa por el pecado de los hombres.

El sacrificio era “esencialmente inmolación” (El sacerdocio 21), “algo que siempre se traduce en abstención y privación” (El sacerdocio 21). El holocausto, por su parte, era “un sacrificio absoluto, completo, en el que no queda nada, absolutamente nada, de la cosa sacrificada; es el sacrificio de sí mismas en aras de la Virginidad” (El Sacerdocio 15).

Así como las masculinidades católicas fueron un férreo terreno de la defensa del proyecto de nación católica frente a las amenazas foráneas a la cultura nicaragüense, las feminidades católicas también sirvieron a la misma causa. El sacrificio total de la sexualidad femenina en aras de guardar la virginidad, fue la demanda más clara de cómo el cuerpo y la sexualidad fueron herramientas de combate en estas luchas culturales. Guardar la virginidad de por vida era el mejor ejemplo que se podía ofrecer, “en medio del inmenso piélago de la disipación y libertinaje” (El sacerdocio 15), los grandes peligros que amenazaban a las juventudes nicaragüenses.


Bibliografía

Butler, Judith. Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós, 2005.

Domínguez Ruvalcaba, Héctor. De la sensualidad a la violencia de género. La modernidad y la nación en las representaciones de la masculinidad en el México contemporáneo. México: Publicaciones de la casa chata, 2013.

Juventud. Congregación Mariana de Jóvenes Católicos de Jalteva—Granada, Nicaragua. Revista Mensual (con censura eclesiástica). Año I,  8 de enero de 1943. Núm. 1.

Azul y Blanca. Revista de la A.C. de Granada, Nic. A cargo de la sección femenina (con las debidas licencias). Año 1 Núm. 1 Enero—1939.

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Licenciado en Ciencias Jurídicas por la Universidad Centroamericana (UCA) y Maestría en Ciencias Sociales por el Programa Centroamericano de Postgrado de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).

Actualmente es investigador y profesor del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, Universidad Centroamericana (IHNCA-UCA).