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Lavandería

26 marzo, 2016

Carlos M-Castro

– Recientemente me he mudado con mi familia a la capital de Azerbaiyán, en la región del Cáucaso. Comparto acá mis primeras impresiones en esta otrora república soviética.


Bakú, capital de Azerbaiyán

Desde nuestra sala puede verse el patio de un reclusorio de mujeres. Una calle nos separa. Que no son peligrosas, nos dicen. Tras observarlas un rato esta mañana de domingo, concluyo que es verdad. En sus atuendos oscuros, parsimoniosas en la tarea de lavar la ropa, no lucen amenazantes. Nadie acá lo hace.

Si giro la vista unos grados, miro el televisor encendido. Un atentado en Turquía. Uno más. BBC Breaking News. Lo de siempre.

Salvo que ahora hay menos kilómetros desde donde estoy hasta Ankara que entre Ciudad de Guatemala y San José de Costa Rica. Llegamos a Azerbaiyán el penúltimo jueves de febrero, más de veinte horas después de haber salido de México la noche del martes.

Del martes mexicano. Porque una mañana de lunes azerí es a la vez una noche de domingo nicaragüense. Eso que pasa cuando cambiás de zona horaria. La necedad del cuerpo en mantener su ritmo. El ejercicio inútil de compararlo todo. El pensamiento puesto en varios sitios a la vez.

Regreso al paisaje. Más allá de la prisión se encuentra el mar. El Caspio apenas avistado bajo niebla. Varios barcos se adivinan en su alfombra. Solamente cuatro o cinco calles hay entre nosotros y la costa.

Y aunque a esta hora el horizonte es algo que recordamos de otros tiempos [raptado como está por el poder omnipresente del ambiente], las lavanderas son ajenas a cualquier asomo de tristeza.

Prosiguen su faena, parecen discutir a veces entre ellas por un mejor lugar, otorgan a su atuendo oscuro cierta luz inesperada.

Al día siguiente toca ir a migración. Todo extranjero acá debe declarar su estadía si va a durar diez o más días.

Bakú es muy seguro, dice mi guía. Es el tercer azerbaiyano en mencionarlo. Nadie aquí te va a robar, hay mucho control, insiste.

Cuando bajamos del autobús cuyo pasaje ha costado veinte centavos de manats, algo así como cuatro córdobas o casi tres pesos mexicanos, entramos a la estación de metro. Junto al portal, sentada en el suelo, una mujer vestida de negro, con una niña en brazos, me estira la mano y dice algo que no necesito entender. Lo universal de ciertos gestos.

Nadie más parece verla. Hasta hace un año la moneda local, el manat, valía más que el dólar estadounidense. Una serie de devaluaciones producto del abaratamiento del petróleo, principal fuente de ingreso nacional, ha dejado desde entonces a la gente común algo descolocada.

Los rostros que encuentro, sin embargo, parecen optimistas. Con su cabeza en alto, los peatones lucen atuendos siempre elegantes rodeados por una nube de perfume. Todo mejorará, coinciden en silencio. Igual que los obreros de los muchos edificios en construcción que hay por toda la ciudad.

Como los que veo al volver del breve papeleo en una obra frente a la otra esquina de la cárcel de mujeres. Las lavanderas se parecen ahora desde mi ventana a la que pedía limosna. Cuál será la tragedia de esta y las de aquellas. Intento ver el mar, pero la niebla me lo impide. De pronto el cuadro se vuelve una metáfora.

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Managua, Nicaragua, 1987.
Es licenciado en Lengua y Literatura Hispánica por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua). Es autor del libro Antropología del poema (Leteo, 2012). Su trabajo aparece en las antologías Flores de la trinchera: Muestra de la nueva narrativa nicaragüense (Soma, 2012), Apresurada cicatriz: Instantáneas de poesía centroamericana (Literal, 2013), De ahí nomás: Poesía actual de Centroamérica y del Caribe (Vox/Germinal, 2013), Voces de América Latina [Fictio] III (Mediaisla, 2017) y 4M3R1C4 2.0: Novísima poesía latinoamericana (Liliputienses, 2017). En la actualidad estudia la maestría en Enseñanza y Aprendizaje en ADA University, Azerbayán.