Cuestión de Fe

27 mayo, 2016

 

– El jurado del IV PREMIO CENTROAMERICANO DE CUENTO CARÁTULA, conformado por Sergio Ramírez (Presidente), Antonio Ramos Revillas (México) y Carlos Cortés (Costa Rica), acordaron por unanimidad declarar como ganador al cuento “Cuestión de fe”, que a criterio del jurado «presenta un tratamiento novedoso de la enajenación religiosa desde la perspectiva de la vida cotidiana y la mirada infantil, con una lograda economía de recursos expresivos».


 

Una gota oscura cae. Retumban las cuatro paredes de barro. Toca la viga de tu lecho. Te sacude.

Escuchas los gritos de los pájaros. Crees tocar la tierra con tus manos como antes, cuando te llenabas las uñas de mugre, la grama te pinchaba la cabeza y pensabas en la casa blanca de las ventanas azules y una cocina gigante donde amasar suspiros. Sobre ti una alfombra rubia resplandece bajo los pies del guayacán que sembraste. Pero no puedes verlo porque el viento te hace daño.

Eres cenizas.

No siempre fuimos tan religiosos. Hasta los once años solo conocía la iglesia por los dibujitos pendejos que te enseñan los maestros cuando toca aprender el abecedario. I de Iglesia, repitan, I de Iglesia. Mi abuela era una católica común y corriente, de las que van a la iglesia una vez al año (si se acordaba y no la atacaba el dolor de la rodilla, siempre inoportuno), compran lotería, colocan incienso en las puertas y rezan de vez en cuando un padre nuestro y un ave maría. Mi tía era mormón porque le gustaban los gringos de la iglesia de la esquina, super elegantes y dueños de las camionetas (de esas que tienen la llanta atrás), que se paseaban cada domingo por la barriada. Nosotros, bueno, no éramos de ningún lugar.

No recuerdo cómo empezó. Tal vez un domingo mi papá decidió que ya se había comportado lo suficientemente mal y nos arrastró con él al culto. Esta iglesia era diferente. Ni siquiera tenía una cruz bajo la cual arrodillarse y pedir perdón de nada. Cantaban, bailaban, saltaban y aplaudían. Por momentos, el alboroto era tan grande que sentía que el edificio brincaba con ellos y yo me llevaba las manos a los oídos (arriesgándome a que me creyeran diabólica) porque estaba segura de que en cualquier momento mis tímpanos harían explosión.

A mi papá le encantó.

Comenzamos a asistir cada domingo. Nos levantábamos temprano y me obligaban a ponerme vestidos y faldas largas y yo, como ya había aprendido a orar, me echaba una oracioncita cuando salía de la casa, y otra para el camino de regreso, para que Dios no permitiera que me encontrara a nadie conocido en el camino.

Pero lo más difícil era el día de ayuno. Comenzaba a las siete de la noche de cada martes y terminaba el miércoles a la misma hora. Entre mirar el reloj, dormir, las maratones de bob esponja y mirar el reloj nuevamente, se me pasaba el día, hasta que mi mamá sonaba sutilmente los platos y yo corría como loca a sentarme a la mesa.

Comenzaba a crecer en mí la idea de que Dios llegaría pronto, así que me sentaba a esperarlo en las tardes, mientras mis vecinos jugaban, y si alguno decidía venir a molestarme por mis benditas faldas, le sonreía y le pedía a Dios a lo bajito, que ya había llegado el día, que por favor bajara de una vez, después de todo ambos estaríamos de acuerdo que por uno o dos de esos malcriados no valía la pena esperar. Estaba tan segura de que me iría directito para el cielo, que cada vez que algún temblor decidía visitarnos, como tenían por costumbre, yo me regodeaba ante el pánico de todos y abría mis brazos en medio de la locura de la gente que se apretaba debajo de los marcos de las puertas, y me quedaba así, esperando que esta vez fuera el rapto, que ahora sí, que Jesús llegaría en una nube y me llevaría. Pero después de unos diez segundos, lo peor que pasaba era algún apagón y uno que otro vaso roto.

Fue en ese tiempo, de temblores y de ideas de rapto, cuando los pulmones decidieron no trabajar más. Ese día caminábamos por la acera, yo contando los sapos que iba esquivando en el camino, papá cantando una de las canciones de su nuevo cassette, cuando mamá se detuvo de pronto. Papá seguía cantando…llama a ese hombre con fe, solo el abre el mar y yo iba por el número diez, cuando el once saltó, pasó por entre las ramas del árbol de marañón (nuestra parada) y fue a dar contra el bulto que habíamos dejado cinco líneas de acera atrás.

Mamá, con los brazos apoyados en el suelo, y la boca abierta, había estado tratando de llamarnos. Papá salió corriendo hacia ella, y a mí se me olvidaron los sapos, los cantos de papá, el último bus que no debíamos perder. Y que perdimos. A mamá se la llevaron al hospital ese día y papá se molestó conmigo, por egoísta, porque no fui capaz de tocarla antes de que se fuera.

Debe ser brujería estoy segura, le decía tía María a mi abuela, nunca una persona se enferma de la nada. Pero si ella siempre ha sufrido de los pulmones. El diablo siempre va a tratar de separar a las familias cristianas. Además lleva años sin ir al médico. Pero debemos tener fe, el diablo no podrá con nosotros.

Todos los días papá me traía noticias de mamá. Apenas escuchaba el ruido del carro desde mi cuarto, que parecía desarmarse con cada giro de las ruedas, salía corriendo a la ventana, y a través del cedazo polvoriento, veía a una sola persona bajarse, cada vez, uno solo.

Como mamá no mejoraba tía María llegó y tomó uno de los cuartos. Se levantaba temprano y hacía el desayuno, me llamaba a comer y me alistaba la maleta para ir a la escuela. Revisaba todas las noches que hubiera hecho la tarea y se sentaba a conversar con papá en el portal. Pero todos los días, cuando regresaba de clases, hacían falta cosas en mi cuarto. Al principio no lo noté, pero el día que no encontré mis pijamas favoritos, los grises de Mickey, me di cuenta que hacía falta mi libro de cuentos, mi almohada de Patricio y el perfume de tinkerbell que me había comprado en navidad. Fui enojada con papá a reclamarle por mis cosas, y me explicaron, que hay programas que no se deben ver. Que el diablo nos manda mensajes pecaminosos en cada cosa, que Bob esponja y Patricio nos enseñan que ser afeminado está bien cuando en realidad va en contra de las enseñanzas de Dios y que con la brujería no se juega, ni siquiera la de los cuentos de hadas. De ahora en adelante debería tener más cuidado. El mundo es peligroso.

Como las oraciones de nosotros no nos estaban funcionando, fuimos a una iglesia, donde una profeta. Nos tomamos de las manos y me alegré cuando ella comenzó a hablar cosas extrañas, porque papá me había explicado que esa era la lengua de Dios.

Claro que la veo como si estuviera aquí, decía, con cadenas pesadas que la atan de las manos y los pies a la cama. Es cosa del diablo. Pero ella se levanta. Rompe las cadenas. Dios la sana. La veo sonriendo en una casa blanca que Dios le promete a su familia. Una casa blanca con techos azules. Solo les pide que confíen. Si no se ha levantado todavía es porque no han confiado lo suficiente. Suelten sus temores, y oren con fe. Son ustedes los que tienen en sus manos que su persona querida regrese a casa. Solo es cuestión de fe.

No podía imaginarme a mamá rompiendo ninguna cadena porque siempre le pedía ayuda a papá para abrir cualquier cosa. Y no tenía claro cómo conseguiríamos una casa grande para nosotros solos. Siempre habíamos vivido en el anexo que nos consiguió mi abuela y cada vez que la visitábamos, le gritaba a papá que cuándo pensaba dejar de renunciar a sus trabajos, que cualquier día nos sacaría de ahí. Pero apenas papá se iba, ella se calmaba y me daba cinco dólares para mi merienda.

Así que no pude alegrarme tanto como los demás, cuando regresamos a casa y llamaron contando que mamá iba a estar bien, que Dios lo dijo.

Papá sacó los ahorros que tenía en la gaveta y me llamó. Hicimos un pacto. Habíamos visto en la tele, un montón de casos en donde gente muy enferma se sanaba porque le entregaba su fe a Dios. La fe de mi papá eran todos nuestros ahorros. El dinero con el que pagaríamos la luz, la escuela, el super del mes. Le pedimos a Dios, que nos trajera a mi mamá, que confiábamos. Esa noche soñé con la casa grande, con un perrito que la profeta no vio porque seguramente estaría en el patio jugando conmigo, con mi mamá horneando dulces y mi papá cantando en el baño y molestando a mamá por sus vestidos sin botones.

Al día siguiente cuando desperté, la casa estaba en silencio y solo una nota pegada en la pantalla de la tele se agitaba con premura.

Llamaron del hospital. Me fui con tu tía.  No salgas de casa.

El pajarito en mi pecho comenzó a aletear sin descanso. Pero yo sabía lo que tenía que hacer. Corrí a mi cuarto, busqué debajo de la cama, saqué el convertible de la Barbie y enrolladito en un sobre encontré los 20 dólares que llevaba ahorrados para mi bicicleta. Había mentido. Papá entregó sus ahorros para que el pacto funcionara, pero yo no había tenido fe porque la seguía escondiendo donde no me la pudieran quitar. Las lágrimas empezaron a salir, y así, entre lágrimas y mocos, pedí perdón a Dios, que yo le daba todo, mis veinte dólares, la bicicleta que no llegué a comprar, que no volvería a escuchar la música ni los programas prohibidos cada vez que mi tía no anduviera por ahí. Que dejaría de olvidar regar el árbol de guayacán que mamá me pidió que cuidara para que cada verano tuviéramos el patio como en las películas de otoño. Y en ese arrebato de promesas escuché el ronroneo del auto apagarse al llegar. Las alas a mil por segundo.

Cierro los ojos.

Una ráfaga amarillenta arremete y se hunde en mis cabellos. Escarba mis ojeras. Remueve mis bolsillos. Rasca mi escote. Las hojas crujen y alborotan mis pensamientos. Por un instante, el pájaro se detiene.

Abro los ojos.

Enciendo el primer cigarro. La mano en el bolsillo arranca una promesa que he llevado ajada por diez años. Sueños infantiles que vuelan tenaces dando cachetadas a la cordura. Pero he cumplido mi parte. Que las casas de techos azules no se cimentan solo con sueños, los árboles no crecen sin una mano que los riegue y los ahorros de una niña nunca han comprado milagros. Apago el cigarro.

El billete desgastado se escabulle de entre los dedos y se desliza por el patio. Arremete contra la cruz que nunca irguieron. Y ahí, tras los golpes del viento, se desvanece.

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