catalina murillo

Maybe Managua (fragmento)

28 julio, 2017

Catalina Murillo

– «Maybe Managua» es la tercera novela de la escritora costarricense Catalina Murillo. La historia nació como proyecto cinematográfico hasta que, tras casi dos décadas, encontró su forma de novela. El proyecto Maybe Managua recibió una Ayuda a la Creación Audiovisual del Ministerio de Cultura de España y una Ayuda a la Creación Literaria del Ministerio de Cultura de Costa Rica. Será publicada a finales de 2017 por Uruk Editores, en San José, Costa Rica.


Catalina Murillo

FRAGMENTO

Fue tomar la autopista y sentirse exultante a reventar. Iba hacia el norte, a un sitio llamado Orotina: la palabra brillaba en sus oídos. Sin premeditarlo, alargó el trayecto lo más que pudo, por alargar una mañana cargada de promesas aunque más por postergar el encuentro que iba a tener y que lo ponía bastante nervioso. Se alentaba diciéndose que tampoco hacía falta ser un experto estafador para que saliera bien un timo al que lo increíble convertía en bastante seguro.

Paró a la orilla de la carretera en un rancho precario donde vendían frutas, dulces caseros y agua de coco. Costaba cincuenta colones cada coco. Pagó con un billete de mil y cuando ya había encendido el jeep para marcharse, una niña corrió detrás de él gritando: “¡Señor, señor, su vuelto!”. Focus, Juan, focus, se regañó él mismo. Una idea residual atravesó por el fondo de su mente: “Focus, como diría una ex mía”, y pensarla como ex hizo que la empezara a apreciar.

Orotina no le pareció tan bonita como su nombre. Se bajó a llamar en la primera cabina telefónica que vio. Dijo “ya estoy aquí” y procedieron a darle una intrincada dirección que, por experiencia, anotó hasta el último detalle. Había que salir del centro y alejarse por un camino polvoriento. Era un pueblo pequeño, en cosa de minutos lo dejó atrás y el jeep atravesó solitario las suaves praderas y campos de frutales. Iba tan despacio que las vacas tuvieron tiempo de levantar sus espesas pestañas y seguirlo con la mirada. Todos aquellos ojos húmedos lo conmovieron. Estaba pensando que no le extrañaba que las vacas fueran sagradas cuando, de forma violenta, el paisaje cambió.

Dos gigantescas murallas de ladrillo aparecieron a ambos lados de la calle y Juan tuvo la sensación de estar entrando en un matadero. Unas enormes letras cobrizas incrustadas en una mole de cemento anunciaron “Lomas del Sol”, el residencial que andaba buscando. Cuando se acercó a la garita y vio al custodio, un jovencito al cual apenas empezaba a despuntarle el bigote, con una ametralladora más grande que su torso, el nerviosismo que Juan había tenido durante toda la mañana desembocó en taquicardia. Tras hacer una llamada, el muchachillo oprimió un botón y el portón de hierro se abrió. En el instante en que franqueaba la entrada, Juan se arrepintió de estar ahí.

Dentro del residencial, cada mansión estaba a su vez fortificada. Juan encontró la que buscaba y esta vez tuvo que bajarse del jeep para ir a llamar al telefonillo. Tras el nuevo portón metálico escuchó bufidos de perro grande. Sin mediar palabra, ni un saludo siquiera, escuchó activarse el motor del portón eléctrico. Juan corrió a subirse al auto, aunque un jeep descapotado tampoco daba para sentirse muy protegido.

Tres perrazos negros se le quedaron viendo con odio. No estaban atados y lo siguieron hasta que se detuvo frente al gran porche de la casa. Los perros se quedaron ahí a su lado, sin parar de gruñir. El guacamayo los sintió y aleteó inquieto en su jaula cubierta, que estaba a los pies del asiento del copiloto.

La puerta principal se abrió. Salió un hombre de unos cincuenta y pico años vestido de sport y en pantuflas pero repeinado, afeitado y perfumado. Dijo sin sonreír y sin extender la mano: –

– Buenos días, veo que llegó bien.

A Juan esa frase le resultó como de teleserie doblada y acrecentó su sensación de irrealidad.

–Venga por aquí –dijo el señor de la casa, y le indicó que lo siguiera.

Juan rodeó el jeep y cogió la jaula cubierta pensando que los perros no dejaban de gruñirle porque podían oler su miedo.

–Así que español… –dijo el señor de la casa con fría cortesía–. A mí me encanta España, casi todos los años voy por allá. ¿De qué parte es usted?

Desaparecieron entre los arbustos por una vereda que bordeaba la casa, escoltados por los perros. Fueron a dar a la zona de la piscina, donde se desplegó ante Juan el paraje más inhumano que jamás vieran sus ojos. Parecía la casa de la barbie, a escala. Era todo nítido, aséptico, con colores, texturas y olores irreales; a Juan le pareció que unas palmeras embutidas en grandes cestos eran de plástico, pero no encontró ocasión de confirmarlo. Imposible imaginar gente bañándose y tomando el sol ahí: la carne humana mancillaría el decorado. “La barbarie del lujo”, recordó Juan que decía un anciano profesor de la facultad al que en ese momento hubiese deseado abrazar.

Subieron unos escalones, se instalaron en una terraza cubierta y el señor de la casa le ofreció un whisky que Juan aceptó y tomó con urgencia. Bebieron y charlaron de preferencias etílicas (los españoles prefieren el ron; los latinoamericanos, el whisky, dijo el anfitrión) y al cabo de unos minutos poniéndose de pie, suspiró:

–Bueno, veamos.

Entonces Juan reparó en una mesita que estaba ahí al lado, con una serie de instrumentos médicos. El dueño se puso de pie, se enfundó unos guantes de látex y esperó a que Juan destapara y abriera la jaula. Después, metió una mano enguantada y agarró al pájaro, que aleteó y soltó una nube de plumitas azules. Lo examinó detenidamente. Comentó que el pájaro no parecía muy asustado de que lo cogieran.

–Algunos a veces se te mueren en las manos, infartados –dijo fingiendo resignación. –¿Y en ese caso? –preguntó Juan, escondiendo mal su molestia.

–En ese caso… ¡baja mucho el precio! –bromeó el otro y soltó una risa falsa aunque muy bien ensayada.

Siguió haciendo la auscultación y al cabo de un rato, metiendo de nuevo al pájaro en la jaula, decepcionado, dijo:

–No es tan joven como creía…

El coleccionista le ofreció tres mil redondos y Juan, que le había pedido tres mil setecientos cincuenta, accedió sin chistar. Habría ganado apenas trescientos dólares por la vuelta (al final Mechas se lo había dejado a él en dos mil setecientos) pero estaba impaciente por deshacerse del bicho y tener el dinero en su bolsillo. El comprador le pagó en efectivo, uno sobre otro, y lo acompañó hasta el jeep amarillo chillón, que a Juan le pareció más ridículo que nunca. Lo puso en marcha y se alejó, seguido por los tres perros negros, hacia el portón eléctrico, que tardó una cadena perpetua en abrir.

Todavía le quedaba salir del residencial. No podía hacer ahí el truco, sin duda el sitio estaba lleno de cámaras de vigilancia. Juan se dirigía a la entrada principal a cinco kilómetros por hora pensando qué hacer. ¿Cuánto había dicho el Mechas que era el radio máximo de acción del silbato? ¡Cómo no había hecho ni una pequeña prueba antes de comprar el pájaro!, no le hubiese costado nada, en el Green Bar o por lo menos la noche anterior en el Hotelito mismo… Maldijo su legendaria torpeza, sintió que se mareaba y que se le empañaba un poco la vista, y cuando se vino a dar cuenta estaba frente al portalón mecánico de la entrada principal y tenía encima la sonrisa socarrona del chico imberbe de la metralleta.

Se alejó de aquel campo de exterminio pensando no detenerse hasta llegar a San José, pero en cuanto perdió de vista las murallas se descubrió disminuyendo la velocidad y buscando con la mirada un sitio adecuado para detenerse a la orilla del camino. Lo encontró, salió de la carretera polvorienta, apagó el motor, se reclinó en el asiento, suspiró, trató de tranquilizarse.

Le costó un gran esfuerzo, pero al fin abrió la guantera del carro y sacó el silbato. Sopló. No escuchó nada; ya le había explicado el Mechas que era una frecuencia imperceptible para el oído humano. Le pareció en cambio oír unos gruñidos de perro. Seguía oyéndolos en su cabeza.

Volvió a reclinarse en el asiento. Volvió a suspirar. Volvió a maldecirse. Se bajó del jeep y sopló una vez más el silbato, apuntando en la dirección donde había dejado el pájaro, consciente de lo innecesario de ese gesto. Se vio a sí mismo en aquella mímica, atisbando el cielo con un pito en la boca, y sintió ganas de reír; hasta creyó que había sonreído, pero no: estaba apretando los dientes. Esa noche le contaría todo a Kathy. Con rabia, se lo contaría, vengándose de ella. Ella se echaría las manos a la cabeza y lo regañaría por idiota; él le confesaría que si todo hubiese salido bien no estaría ahí, la habría abandonado sin despedirse siquiera, y ella aún así lo perdonaría y le daría posada, sin disimular su satisfacción por tenerlo con sus cuatro cosas pidiendo asilo en su apartamento.

Rabioso y humillado Juan tiró el silbato al monte y al dar media vuelta para volver a subirse al jeep se llevó el susto de su vida. Ahí, en el asiento del copiloto, estaba rascándose con el pico bajo el alita el guacamayo azul.

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Costa Rica, 1970
Es escritora y guionista. Su obra ha sido bien recibida por la crítica y público. Para este año tiene contemplado publicar la novela de no-ficción Eloísa vertical. Entre sus trabajos más conocidos se pueden contar Largo domingo cubano, Maybe Managua (Premio Nacional de Novela en 2018 en Costa Rica), Tiembla, memoria y Dulcinea herstoria. Actualmente está en la producción de un podcast de audio, narrado por ella misma, cargado de mucho humor y memoria. Sigue a la autora en twitter: @CataBotellas

Fotografía: Eugenio García-Chinchilla.