Que nadie apague las luces al salir

1 octubre, 2017

Ha pasado el tiempo, son muchos los recuerdos, quizás convenga clasificarlos por aquellos que persisten en la memoria de esos adolescentes que fuimos; de esos veinteañeros que iban y venían de un lado a otro con el fin de hacerse de un lugar en un país desheredado de Patria y Tradición.

Pero el Ulises que se me viene a la mente es aquel muchacho risueño y devoto de la prosa de Borges, de los poemas de Waldo Leyva. Recuerdo escuchar muchas veces los poemas de Leyva en su carro. Decía que uno de su favoritos era Definitivamente jueves, y que le parecía extraordinario la manera en que el poeta leía sus poemas; su forma de presentarse y la parsimonia con que se dirigía al público. Cuando me lo confesó, viajábamos de Managua a Masatepe para conversar con la viuda de Beltrán Morales, para un homenaje que la revista El Hilo Azul, de la cual fue editor fundador, preparaba para el autor de Sin páginas amarillas. Yo no tocaba ningún instrumento en esa orquesta. Pero Ulises, siempre amable y cortés con los suyos, me invitó a acompañarlo y a husmear entre los libros de Beltrán Morales resguardados en la biblioteca de la Fundación Luisa Mercado.

Nos conocimos varios años atrás, en la semana de la Feria Internacional del Libro en Centroamérica 2007, celebrada en el Palacio Nacional de la Cultura. Fue el mismo Francisco Ruiz Udiel quien nos presentó, y de allí nació su interés por Voces Nocturnas, la revista que por aquel entonces varios amigos y yo editamos gracias al patrocinio de nuestros esmirriados bolsillos de estudiantes. De allí también nació una amistad sustentada por la complicidad en los libros, y en la esperanza de imaginar un mundo posible en la Nicaragua tan huérfana de una política cultural.

A casi un mes de su deceso, repaso las fotografías de un viaje que hicimos juntos a Matagalpa. No sé cómo ocurrió, pero lo cierto que allí estábamos, Marjorie, Valeria, Ulises y yo, conversando dentro de su carro en una carretera custodiada por montañas rapadas.

También repaso una entrevista suya en Letras Libres. Me llama la atención una de las preguntas. Es la última. Le preguntan cuáles serían sus últimas palabras si este fuera su último momento. Ulises responde, preciso y sin adornos. Una frase que me llama poderosamente la atención: «Apaguen las luces al salir».

Imposible olvidarlo; abstraerse de esa imagen difusa que poco a poco se va desvaneciendo.

Nos quedan proyectos culturales que él gestionó poco antes de cumplir los 30. Hablo de sendas antologías de poesía y narrativa publicadas con Francisco Ruiz Udiel en la mítica Leteo ediciones que, como muchos sabemos, fue un proyecto pionero y único en su especie. También nos queda un registro para el futuro. Acaso su proyecto cultural más ambicioso: «Los 2000, autores nicaragüenses del nuevo milenio», un ciclo de charlas que permitió dar a conocer la escasa obra de los escritores y poetas nacidos en los ochenta, y que, a juzgar por el tiempo, es el testimonio vivo de que aquí hubo una generación literaria surgida en el 2000.

A Ulises le habría gustado llegar a los 82 años como Luis Buñuel, pues ambos, convencidos de que si existiera la posibilidad de emitir una petición final, ésta consistiría en “resucitar entre los muertos al menos una vez cada diez años”. Y aunque él se marchó a los 32, me gusta pensar que sigue entre nosotros. No sé cómo explicarlo. Es muy difícil. Sólo puedo decirles que nadie debe ni debería apagar las luces de este teatro llamado vida, porque ahora que todo es silencio y que las luces de esta habitación siguen encendidas, imagino que nuestro Odiseo navega hacia nuevos mares.

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Es autor del libro Viaje al reino de los tristes (2010), y Los jóvenes no pueden volver a casa (2017). Su trabajo aparece en distintas revistas y antologías de Iberoamérica.