Algo en la oscuridad

24 marzo, 2018

Algo en la oscuridad’ es uno de los cuentos de la colección Il grande regno dell’emergenza, editado en lengua italiana en 2016 bajo los tipos de la editorial LiberAria. En esta colección Raveggi investiga la actitud con la que diferentes personajes reaccionan ante contextos de emergencia más o menos vinculados con su entorno privado. Con ‘Algo en la oscuridad’ el escritor rinde homenaje a su país de adopción, México, y al mismo tiempo encuentra las palabras que lo ayudan a describir los motivos que empujan a muchos jóvenes, no importa su ciudadanía, a luchar por un mundo menos inicuo. El cuento se terminó de escribir durante una residencia literaria en la Casa Refugio y el Museo del Chopo de la Ciudad de México en 2015 y los hechos que hacen de fondo a la historia se refieren, entre otras cosas, a los 43 estudiantes normalistas de la escuela de Ayotzinapa.*

 

Los perros me dan pena, odio su servilismo. Su estar siempre disponibles para una caricia, para una mano muerta. Pero, después de todo, tengo que estarle agradecido a Santo, debería darle una buena rascada en el lomo, esperar que la recuerde para siempre. Santo, el perro callejero que adopté. Que se volvió mi guía para ciegos en el Distrito Federal. Ciego de mundo yo: extasiado por las aceras arrancadas, en los cafés atiborrados de estos trópicos, destruido por la diarrea ocasionada por demasiada gula, perdidamente enamorado de Aura mi profesora de literatura italiana, agachado en los libros demasiado pronto polvorientos de un demasiado pronto muerto José Emilio. Desorientado estudiantillo de Bolonia con actitud de filólogo en la megalópolis, desde los picos de los nevados volcanes hasta las alcantarillas que ofrecen alhajas aztecas. Pasando por una circunvalación que enfrenté con mirada embobada y que a cada salida revela una pesadilla nueva.

Estoy ciego otra vez, ahora. Listo, sin mi perro provisional, a subir en el autobús híper acondicionado rumbo al estado de Guerrero. Que en italiano, claro, se traduce como guerriero… “el que lucha”. ¡De buen agüero para mi batalla!

Le digo adiós con la mano a mi Santo. Una familia de origen alemán lo adoptó. Se lo lleva ahora con las ruedas chirriando en un éxtasis forzado sobre su camioneta, uno de esos calurosos domingos, cuando el DF duerme como un dinosaurio y te aterroriza la ausencia de personas, escondidas en el vientre de centros comerciales.

Entendía yo, entendía él, que nuestra relación sería pasajera. Por eso se quedaba a mi lado, me guiaba, sin melindres. A veces, sin embargo, pensaba: me acompaña como al patíbulo; serio y elegante, acompañando a un condenado.

Elegante no lo fue nunca, en realidad, aunque muy fiel.

Repito en mi mente la escena: la odiosa camioneta, los gorros del equipo Cruz Azul de tus nuevos dueños, hijos gorditos incluidos. Esos desconcertados ojotes tuyos, de nobleza perdida detrás de la luneta del auto: el fin de una vida callejera, bye bye, Santo, lo siento. A lo mejor te gustaba más la calle, o ese estado salvaje direccionado, en el que yo te mantenía. ¡Ahora tendrás croquetas doradas!

Cómico el destino cruzado de perro y dueño: ahora soy yo quien se ve desde afuera, como mi ex perro, más allá del cristal del carro, yo que miro desde el cristal lateral de este autobús que está a punto de salir hacia Acapulco desde la Terminal Sur, con la lengua caída, el pelo tieso. ¿Cuál será el sentido de mis ojos? ¿Qué familia me adoptará allá? ¿Quién me espulgará frente al portal de casa, mientras gruño al vacío de un espectro, mordiendo mi hueso ideal?

Yo no quería quedármelo, ese perro. Porque me quedaría aquí sólo seis meses, con una mediocre beca. Y de los animales siempre he pensado que o nos encariñamos demasiado o se abandonan bajo un Segundo Piso. Estaba en lo que llaman un intercambio académico – aunque todavía no haya entendido de qué intercambio se trata, y sospecho que me hayan vacilado, o que ese algo que tendré que intercambiar con este México es como una aterradora cláusula escrita en pequeñísimas letras en el contrato…

Por otro lado, no habría podido llevarme a Santo a Bolonia, además porque ¿te imaginas los gritos y las quejas de mis compañeras de piso (si siguen vivas, esas imbéciles, y no se han ahorcado riñendo por la telenovela El Secreto)? Ha sido Aura la que insistió en que me quedara con el perro. Él yacía plácido en el medio de la agrietada calle mexicana, con ese pelaje blanco hirsuto, maculado como la pared de un viejo bar con mesa de billar, estoico él en medio de la calle Puebla, barrio La Roma, con un atuendo casi de ataraxia suicida. Los coches furiosos pegando bocinazos, los camiones pirata de la basura furiosos sobre las bocinas, perdiendo trozos de plástico y verduras, en la atormentada espera de abrirse el paso bloqueado por el perro.

Y él, quieto, quieto. Aura seguro pensó: Ay cabrón, ¡Un perro callejero herido! Porque a mi Aura le gustan los perros callejeros, sobre todo si están heridos, los huerfanitos, sobre todo si están machacados, los manifestantes sin un lugar donde caerse muertos, sobre todo si tienen que luchar para reivindicar algo básico – un pedazo de pan, o una educación elemental – a la sombra de una cachiporra, y que pueden ser martirizados según la necesidad. Aura está obsesionada sobre todo con los estudiantes de las escuelas rurales de la provincia, con un cierto Omar García, que un día, “un día”, dice ella, nos soltará a todos nosotros los estudiantes. Sí, dice exactamente soltar, Aura, soltar la rienda. Como si fuéramos perros, una jauría de perros, nosotros los estudiantes de la Ciudad de México.

Ella es una profesora mexicana de tan solo veintiocho años, aunque todavía estudie y espere terminar su doctorado manteniéndose con la miseria que le dan por enseñar ilustrísimas argumentaciones como el Stilnovo o el poeta Andrea Zanzotto. La política, sin embargo, es su verdadera vocación. Recoger al prójimo en la calle, traerlo a casa, cuidarlo y llevarlo afuera para que haga sus necesidades – que se traducen en ir periódicamente a descargarse a las manifestaciones, lanzar coros y botellas contra las infamias del Estado (total, el listado es largo y bien abastecido). Es más, así hizo conmigo, su cachorro boloñés de veintiún años: lo cuidó, espulgó, amamantó y lamió por seis largos meses, en esa temporada suya de vagabundeo más o menos intelectual en la Universidad Nacional Autónoma de México.

En la UNAM, Santo era bienvenido en los jardines, en la entrada de Letras, aunque no pudiera llevarlo a la Biblioteca Central, mi Meca, donde los indigentes a veces acampaban entre las estanterías, más pulgosos que los perros. En el retiradísimo quinto piso estudiaba a José Emilio Pachecho y todas sus pesadillas de torcidas geometrías, en el medio de algunos estudiantes dormidos sobre los libros. Y Santo se quedaba allí afuera días enteros, con el sol de la mañana y algún célebre chaparrón de inesperada lluvia veraniega por la tarde. Se dejaba mimar y dar de comer por más o menos trescientas o cuatrocientas manos. No había de que preocuparse: los estudiantes mexicanos son educados, alegres, al final de cuentas limpios, mastican asépticos ladrillos de amaranto, distribuyen folletos, leen a los formalistas rusos, y claro, tienen compasión: esa marcada compasión de quien es un rebelde de postal. Lástima que sientan un amor desaforado por el escritor chileno Roberto Bolaño, que puedan matar por él y prácticamente ignorar a mi Pacheco.

Lo que hacía de mí un perro suelto, un outsider.

Salía por la noche de la biblioteca con los ojos doloridos por el mucho estudio, y el perro me enseñaba la lengua como a decir: “He lamido bastantes manos, ahora vamos pa’ casa”.

A menudo, sin embargo, me retenía en un último paseo por los senderos de la UNAM. Buscaba a mis compañeras de aula y les mostraba a Santo para que lo acariciaran. Era como si me acariciaran un poquito a mí también, en partes más pruriginosas del cuerpo con respecto al hocico del perro. Porque la verdad es que me enloquecen las estudiantes mexicanas, es como si me sentaran bien a los ojos. Su piel tensa, casi balsámica, sus senos naturales y espontáneos, las más oscuras de piel, las rubias improvisadas que no obstante conservan la mezcla de colores, de razas, en el vello sobre los labios: incluso eso era invitador, resplandeciente, casi un precioso penacho azteca. ¡Ay! las estudiantes de Filosofía y Letras que abundan en mis ojos en busca de exotismo, ¡Ay! hasta las más estropeadas, con algunos crines blancos, de un seminario en el departamento de Investigaciones Filológicas, ¡llevado a cabo por Fabio Morabito! (Un escritor de orígenes italianos que se escondía detrás de un bigote más apátrida.)

Y de italianos que se mimetizaban en realidad había muchos más en la ciudad. Podría contarlos casi exactamente, porque Santo los olfateaba: se tumbaba con el hocico en el suelo, en una combinación de espera de fiesta y respeto luctuoso. Y yo entendía: ahí va un italiano que se mimetiza, que a lo mejor se avergüenza de sí, que ha huido. Encontrabas a los que se escondían detrás de camisetas zapatistas, panamás arrogantes, bronceados irreales caribeños. Enseguida los encontraba. Mi mapa de relaciones podía trazarse por la cantidad de pelos de Santo dejados en el cemento, hierba, moqueta y pedrisco del DF.

Como el pedrisco del zaguán de la Fonda Catalina, en el barrio Coyoacán. Un mesón fusion que aparecía sólo a la hora de la comida en el descampado de una tóxica oficina de mecánico. En el menú, extraños contrastes, por los que mi perro enloquecía cuando le lanzábamos los restos: milanesas con mole, platos deformados (no solo en la ortografía), como espaguetis y ñoquis con aguacate, lasañas de huitlacoche, un hongo pegajoso del maíz. Platos consumidos por italianos tan deformados como los platos, pero al contrario: habla coloquial mexicana en salsa romana, friulana, siciliana, por docentes de lengua felices, empleados del MAE, deportistas extremos, purasangre que en México habían encontrado su rienda. A cada comida los encontrabas en la Fonda.

El plato principal, sin embargo, era la consternación por el país que habían dejado.

“Italia país de mierda”, rugía uno.

“Italia bocado amargo”, masticaba otro.

“Italia todos se van”, se entristecía el de la cabecera.

“Italia ya desmeollada, Italia por soltar”, y era claramente Aura que hablaba parodiando a su Omar García.

Todos aullaban entre ellos.

Santo gimoteaba tendido, royendo las sobras.

No podía digerir el cebo de nostalgia y rabia de los italianos.

Ciego de día, me aclaraba más por la noche, como si un faro se me abriera en medio del pecho, liberándome: o, mejor dicho, un proyector de imágenes. En las noches en las que salía con Santo, los jueves, entraba de forma clandestina con paso desenvuelto tipo drogadicto en abstinencia en la casa de la calle Berlín 52, donde un tipo de Velletri organizaba un cinefórum de cine B: películas de terror, los splatter y caníbales italianos. Ahí también se trataba de comida: pero esta vez los italianos no comían, mas bien eran comidos: descuartizados, apuñalados, sodomizados por muchas especies de enfermos mentales. Entre las bromas del grupo de la Fonda Catalina frente a Dario Argento, Profondo Rosso, Mario Bava, La maschera del demonio, Joe D’Amato, Antropophagus, Lucio Fulci, Quella villa accanto al cimitero y cosas así, se representaba una extraña liberación de penas, de atracciones peligrosas, en una pequeña y explosiva alegría, como los cables del transformador sobre los postes de electricidad mexicana.

Se destapaba la segunda cerveza, y una cabeza caía al suelo en un piso terrorífico de la burguesía turinés. Alborozo de los presentes, en una mofa rebelde y divertida. Santo ladraba al haz de luz del proyector, una especie de risa, mientras yo sacaba conclusiones de filólogo empedernido.

“Mueren los jóvenes doctores, se descuartiza a las viejas abuelas, los notarios son envenenados y las secretarias empaladas. Pero nunca un estudiante o un profesor que muera. Son intocables, como animales”.

A medianoche terminaba el horror, y regresábamos a la realidad.

Prefería volver a casa en un taxi de la calle, si es que aceptaban a Santo en esas características carrocerías hundidas y oscilantes, y pocos de los otros italianos volvían a casa caminando, porque la tiniebla del DF era así: siempre antes o después de un ensangrentado delito que no sabes si te tocará a ti antes o después. Pero el menudo terror de los italianos en la pantalla me hacía sentir un superviviente. Y me acordaba de mi Pacheco. Lo había dicho, en honor a un superviviente, había escrito que… qué valiente fue ante todo ese horror / porque nunca dejó de pintar sus flores.

Hoy, en este autobús que sale hacia el Estado de Guerrero, no tengo ni esas flores: les habré meado encima con la patita levantada, sobre una bonita rama de flores tropicales del mercado de la Merced. Aura ha decidido seguro llevarme a una asamblea de estudiantes de las escuelas rurales, o más bien siempre dice que vamos a Acapulco a la casa de los padres de una amiga forrada de dinero (los padres, en realidad), la hórrida de mal gusto ochentera ciudad costera de Acapulco, que su amigo Ramilo, ese al que le rompieron la cabeza en mayo en una manifestación contra el Presidente y ahora no puede hablar sin una extraña e inédita P masticada, llama Cacapulco, por lo  asquerosa que es.

La ciudad balneario es una solapada excusa veraniega, para al final desviar el camino: de las vacaciones a la lucha, en un salto. He visto en televisión cuando los estudiantes rurales han incendiado una gasolinera. Y los ojos inspirados de Aura, dentro de los que brillaba el fuego épico alimentado por gasoil. Iremos hacia ellos.

¿Sobreviviré a la explosión de una gasolinera?

Gracias a Santo he sobrevivido a las fiestas del Barrio Chino con los poetas universitarios: recuerdo las mediocres lecturas bajo los impalpables neón, los grandes aullidos de los perros. Sobreviví a las tardes de café cortados en la calle Higuera, con los profesores de lengua: el perro me arrastraba hacia el metro, yo en el medio de una taquicardia punzante. Sobreviví a los hartazgos de mezcal estilo barrio Roma Sur, en compañía de ciertos locutores de radio a más decir logorreicos: Santo estorbaba aullando bajo los discursos de voz esclarecida en el éter a la una de la mañana.

Fugas a dos, las nuestras, casi siempre acabadas con un fatal taco callejero, que rejuvenecería mi diarrea, amiga ella desde hace semanas, meses, de privaciones, pollos asados, tardes arriba del wáter.

Un clásico de esos tiempos sobre la cerámica: Santo que arañaba la puerta del baño, con esas uñas prehistóricas. Yo aturdido por una diarrea atribuida  a un emperador azteca timado por un conquistador ibérico, la famosa Venganza. Le gritaba que parara, al perro, que me encontraba bien, pendejo, que si no paraba lo devolvería a la carretera, o lo entregaría para cocerlo en una taquería como dice que hicieron a Los Arbolitos en la avenida Desierto de Los Leones. Leyenda o realidad la de los tacos de perro… Santo no se quedaba quieto con la amenaza.

Su idiota obstinación: por ejemplo, el día en que lo pescamos, Aura y yo, primero lo llevamos pa’ arriba, en esa voceante vecindad donde ella vivía y yo ahora ya me apoyaba, en Tlalpan, cargándonoslo en las espaldas. Por un rato él se quedó inmóvil, como mueble en el medio de la sala, como deshecho, sin pilas. ¿Llamar a un veterinario? Llamar a la vecina, ¿aunque fuera una gatuna? Luego él se restableció de repente, y gruñó hacia la salida. Quiso salir.

Aura tuvo una revelación: “nos está indicando la ruta hacia su casa”, dijo. Intuición aciaga. Santo con una correa de cuerda improvisada, nosotros detrás a correr y a sujetarlo, cruzamos varias veces pa’ ‘lante y pa’ tras la avenida Insurgentes, evitamos peseros, que parecen más unos peligrosos tanques de guerra cojos que autobuses para ciudadanos a salvo. Nos paramos con él a olerle el culo a las perritas de raza del Parque México, a tropezar por los callejones con la basura atiborrada, en las obras de las construcciones futuristas en el barrio de Polanco, bajo casas fantasmas derribadas por el terremoto del ’85. Acabamos en clínicas médicas amarillentas en sus colores azules pasta de dientes, pa’ arriba y pa’ bajo por el laberinto de semáforos esquizofrénicos, llenos de tic. Y después venía el barrio de las embajadas, Las Palmas, que se trepa hasta más o menos el Estado de México, y después el barrio de la Herradura… este último… uno de esos lugares mitológicos y remotísimos que hay en gran copia en los límites de esta megalópolis. Shangri-La que si preguntas a la gente donde están se aterroriza frente a distancias de leyenda (“hay personas que han salido el lunes y el miércoles no habían visto todavía”, dicen… o: “mejor das la vuelta al mundo, para llegar desde atrás”, dice también…). El Distrito Federal empuja todo lo que le queda en los márgenes de la empresa irrealizable: nosotros, sin embargo, llegamos ahí con el obstinado Santo.

En el borde de uno de esos barrancos metafísicos y desesperados que se encuentran en el barrio Santa Fe, en el medio de un vertedero de rascacielos y chabolas grises, Santo se dio la vuelta satisfecho, nos miró y comprendimos que lo llevaríamos de vuelta a la sala otro ratito.

Se sentó en ella por mucho tiempo, en realidad, en la pequeña sala de Aura. Y de esa sala caput mundi, el perro que idealmente me acompañaba hasta ese ambiguo intercambio final con este país (iniciado hace poco en la estación Sur de los autobuses) vigilaba, cuando apagábamos las luces, la puerta del piso donde dormíamos.

Se tendía todo, como si hubiese tenido que atacar a alguien más allá de la puerta, una presencia.

Una noche intenté abrir la puerta, y él gruñó mucho más fuerte hacia esa oscuridad que se perdía en el zaguán de las escaleras. Un gruñido terrible y premonitorio, desde las profundidades de sus fauces. O un “llamamiento a la acción”, dijo Aura, con su carita retórica. Mi Aura que ya no citaba ni a Montale, sino a Lucio Cabañas.

He bajado al menos un millón de escaleras dándote el brazo… recuerdas algo de Montale, Aura? Yo recuerdo ese día en tu seminario, el reino de copisterías voceantes a lo largo del camino de entrada con su olor a solvente quemado, procedía a zigzag por las avenidas del campus de la UNAM, desconcertado por mi primera Venganza de Moctezuma, atemorizado por nuestro deseado encuentro: estaba ahí otra vez por ti, tú que eras mi primera verdadera musa después de que me moviera utilizando la polla como una rabdomancia inoportuna entre, ¡Ay!, mis amigas estudiantes con bigote (¡gloriosas!)… Ella era distinta, incluso en ese dar clase suyo mal remunerada en aulas desincrustadas, iluminadas a ras del suelo por la luz clarísima del sol que se pierde estereoscópico en el cielo enorme de este valle mexicano.

Su piel caramelo la distinguía de los marrones habituales, de los aceitunados de las otras, como si fuera un poco pálida por una enfermedad. Aura se ponía Satura de Montale bajo los ojos y empezaba a recitar, como por ejemplo esa mañana….

He bajado al menos un millón de escaleras dándote el brazo…

Y ahora que no estás es el vacío a cada escalón…

Me tomó a un lado al final de la clase, como poniéndome sobre ese fantasmal escalón.

“Ya es hora de que intervengas”.

“Como boloñés, pensaría en el poeta Guinizzelli”, le digo.

Pensé que se refiriera a su seminario, que tuviera que brillar en una extraña conexión entre Pacheco y el poeta medieval de mi ciudad.

“Tengo un par de amigos italianos como tú, tendrías que conocerlos. Deja tu Guinizelli. Hablo de militancia”.

Hojeé una pila de aprietos.

“La política, el activismo, la militancia… mira…”.

Si me había ido de Bolonia seis meses antes había más de un porqué.

“Me parecería raro que, como italiano, tú no te interesaras en la política”.

“¿La política mexicana? Yo no sé de cuestiones mexicanas. Ni lo encuentro justo. Ponerse en el medio de cosas que no… corre una voz según la que algunos becarios han sido deportados, digamos, por haber…”

“Claro que los deportan. Porque un extranjero llega aquí y abre enseguida los ojos como miles de mexicanos no harían ni con un fórceps”.

Había echado cuentas frente a ella de mis últimos meses en el DF: mayo, junio, julio, tres putos meses para concluir algo sobre el escritor José Emilio Pacheco, tres meses de concentración. Quedaba abierto, con la esperanza de algo más, eso de hablar en su seminario. Dije que sí. Y las escaleras que subimos, no fueron un millón, sino por cierto una decena que me llevaron a su apartamento, y a su cama. Aura, la mujer palíndroma casi perfecta, antes de todo me convenció a gravarme al perro guía, al que, en cambio, habría tenido que dar una educación. Y sobre todo debería de conseguir que se callara, a las 4 de la mañana, enloquecido delante de la puerta, con los vecinos ya en pie de guerra. Yo calmando a Santo, que gruñía hacia mi bestia interior.

Las lunas de miel, sobre todo entre tres sujetos de los que uno es cánido, a veces están destinadas a fracasar, incluso aquí en México donde la luna a menudo es horizontal y adormecida. Mi perro comenzó a ponerle cara a la realidad, y Aura a acelerarle encima: él a tironear a las personas, a ponerse obsesivo, sospechoso, hasta mordaz. Y yo también, aunque no mordiera realmente. Quizás porque Aura me decía con insistencia que estaba siempre más en contacto con ese Omar García, estudiante rural que hacía estallar las gasolineras luchando por una educación decente. Por lo que yo sabía, se enviaban e-mails, fotos, folletos, galeradas para una revolución inminente. Omar García escribía sobre todo que vendría al DF para el aniversario de la masacre de Tlatelolco, el famoso 2 de octubre (“no se olvida”), que se estaba organizando, que ocuparía un autobús o más, pero que antes, a lo mejor, sí, habría ocasiones en otra parte.

Nuestras ocasiones, chicos”, dijo Aura hacia mí y Santo atiborrados en el sofá.

Enseguida me subieron los celos: ella era mi tutora exclusiva, tenía que instruirme en la cama y en la cátedra. En cambio me empujaba fuera de la ciudad, en una extraña fuerza centrífuga: la provincia, este autobús reservado a finales de septiembre, mi vulnerabilidad disfrazada de vacaciones.

Comencé así hacia julio a querer imitar al estudiante rural, mi contrincante, en hacer fuerza centrípeta: y como buen amo de perro, utilicé a Santo como mi brazo, como haría el cazador con su propio perro braco. Con el perro, que mientras se había ganado un bozal porque había mordido un tipo en el cinefórum de la calle Berlín, iba nervioso a las manifestaciones del Zócalo, en avenida Reforma, clásicas e imprevisibles como maratones pedestres. Y, librándolo, lo azuzaba hacia los policías. Esos desmañados pegadores administrativos se quedaban pasmados, cachiporras levantadas en el aire. “¿Un perro? ¿Un perro? ¿De quién es este pinche perro?”, gritaban asombrados.

Nos volvimos una sola cosa, una única acción, un único viento y mordisco: muerde a los policías, ¡muerde! Y así llegó casi el término de mi tiempo aquí en el DF. Éramos leyenda entre los estudiantes. Yo como una leyenda había abandonado el estudio de José Emilio Pacheco. Era una especie de Rimbaud que había renunciado al genio del empollón académico para adentrarse en el África negra. Pero el francés no tenía un sabueso al lado para enloquecerlo. Y mi África negra se rompía en los escaparates agrietados de una filial del banco HSBC: la alarma que sonaba, los lacrimógenos, la carretera devastada como por papelaje humano.

Cuando, en agosto, empezó una extraña simbiosis o regresión, Aura trató de remediarlo. Santo y yo nos quedábamos noches enteras delante de la puerta de casa gruñendo. Nos quedábamos a un lado en la Fonda Catalina refunfuñando algo sobre un pedazo de hueso, tendidos en el pedrisco. Nos quedábamos a esperar caricias y trizas en los jardines de la UNAM. Olíamos los culos de las estudiantes de Letras, siendo denunciados por los porteros.

Santo era mi sombra activa, yo era la suya.

Meábamos, levantando la pierna en los parterres que se resisten en las avenidas atascadas, y después saltábamos arriba de los autobuses malolientes, acurrucándonos cerca del conductor.

Por esto hoy él se va deprisa al barrio Las Lomas, adoptado por una familia de nuevos ricos de orígenes alemanes, hincha del Cruz Azul.

Por esto hoy yo me voy con Aura, en este autobús que enciende su aire acondicionado, nos congela hasta el mar Pacífico.

Aura me tiene por la correa, no sé contra quien o qué me liberará. Mientras dejo que me rasque la barbilla, como la patata frita al vuelo, que ella me acerca al hocico.

En mis sueños caninos, corro hacia una pelota en el mar de Acapulco, nado para recuperarla entre las bolsas de tostadas, las pajitas y los condones utilizados que flotan a flor del agua. Cacapulco me gusta en su horror.

Desafortunadamente no será así, como en el sueño.

Porque yo no tengo para nada el olfateo de Santo para las situaciones delicadas.


*Este cuento se escribió en parte durante una residencia literaria en la Ciudad de México, en  agosto de 2015, gracias a una beca de excelencia para artistas del Ministerio de Asuntos Exteriores mexicano. Los hechos aquí solo señalados en breve, que hacen de trágico fondo para un epílogo no escrito, están relacionados con los 43 estudiantes normalistas de la escuela rural de Ayotzinapa, que tuvieron la mala suerte de encontrarse en el pueblo de Iguala, entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014, para después desaparecer para siempre.

Traduccion: Sara Carini, experiencia profesional: doctora de la Universidad Católica de Milán con una tesis sobre Augusto Roa Bastos y en la actualidad profesora contratada de Lengua española y Literatura española en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Milán y en la Universidad del Valle de Aosta. Sus investigaciones abarcan el estudio de la recepción de la literatura hispanoamericana en Italia así como el estudio del campo cultural y el estudio de la representación de la identidad en la literatura latinoamericana. Ha traducido algunos cuentos italianos y estudiado las consecuencias de la traducción en la recepción de la literatura hispanoamericana. 

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Florencia, Italia, en 1980. Es novelista, poeta e investigador. Después de un semestre de residencia en la ciudad de Granada como estudiante de literatura, y un doctorado en la Universidad de Bolonia, vivió en México de 2009 a 2013, donde trabajó como investigador posdoctoral en Letras Italianas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde 2013, Raveggi es profesor de literatura del campus italiano de la New York University, y director de la primera revista bilingüe italiana The FLR - The Florentine Literary Review. Publicó y editó, entre otras publicaciones, la colección de cuentos “Il grande regno dell’emergenza” (LiberAria, 2016), la novela “Nella vasca dei terribili piranha” (Effigie, 2012), la primera introducción italiana al escritor americano “David Foster Wallace” (Doppiozero, 2014) la antología de cuentos italianos sobre América Latina “Panamericana” (La nuova frontiera, Roma, 2016). Como poeta, publicó, entro otros, los libros “Nominazioni” (Ladolfi, 2016) y “La trasfigurazione degli animali in bestie” (Transeuropa, 2011, en italiano y español). Publicó además sus cuentos y crónicas en magazines, periódicos y revistas de renombre como “Minima&Moralia”, “Doppiozero”, “Alfabeta2′′, “La Repubblica”, “Corriere della Sera”, “Nazione Indiana”, “Nuova Prosa”, “Corriere della Sera”, “Luvina”, “Poesia”, “Il verri”, “Versodove”, “Le parole e le cose”, “Linus”, “Il Tascabile”, “The Towner”, “Il manifesto”, entre muchas otras. Ha sido seleccionado entre las mejores nuevas voces de la literatura italiana por parte del Laboratorio Ricercabo, del festival Pordenonelegge, y a través de festivales y publicaciones sobre la generación nacida entre los años 70 y 80. Más información y publicaciones pueden encontrarse a la pagina https://colossale.wordpress.com/