Sergio Ramirez, escritor nicaraguense. Managua 19 de abril de 2017. FOTO LA PRENSA/Lissa Villagra

Mis dias felices en el infierno

31 julio, 2020

Sergio Ramírez

“Vieras que extraño lo que siento con esos videos. Como si estoy viviendo el fin de este mundo y el principio de algo todavía desconocido. Me emociona y a la vez me da miedo”.


Leszek Świdziński canta Nessun Dorma en un patio cercado por los edificios grises de un hospital de Varsovia.

“Vieras que extraño lo que siento con esos videos. Como si estoy viviendo el fin de este mundo y el principio de algo todavía desconocido. Me emociona y a la vez me da miedo”.

Antonina me escribe estas líneas en un mensaje de WhatsApp que acabo de abrir. Anoche le he enviado el video donde el tenor polaco Leszek Świdziński canta Nessun Dorma en un patio cercado por los edificios grises de un hospital de Varsovia. A las ventanas se asoman médicos, enfermeras, pacientes con mascarillas, mientras los miembros del coro, vestidos de cualquier manera, y como si pasaran por el patio por casualidad, van acercándose y juntando sus voces.

Al final, los espectadores enclaustrados aplauden, lanzan vivas al tenor. Son voces remotas, como de otro mundo. El mundo del encierro. Siento que podría contemplar la escena desde una de esas ventanas.

El aria de Puccini, ascendiendo por el pozo de paredes de cemento, como en busca de la luz que se estanca arriba, suena más pesarosa que nunca en mi teléfono. Nadie duerme. Nadie sabrá mi nombre. Un beso fantasmal del que nadie sabrá nada nunca. Por desgracia hay que morir. Que se vaya la noche. Que se pongan las estrellas. El amanecer será un triunfo. ¿Vendrá el amanecer?

Me han fascinado esos videos para promover el gusto por la ópera, donde los cantantes comparecen en las plazas, los cafés, los centros comerciales, los mercados, disfrazados de empleados de mostrador y de compradores, y de pronto el tenor, o la soprano, rompen a cantar en medio del barrullo, se les junta el coro, aparecen uno a uno los músicos con sus instrumentos, y la gente se detiene, presta atención, primero extrañada, luego extasiada.

Qué otro escenario más espléndido que el café Iruña de Pamplona para el coro del brindis de La Traviata. En el mercado de San Ambrosio, en Florencia, la mezzosoprano disfrazada de expendedora de carne se quita el mandil y entona la habanera de Carmen.

Un celista toca en solitario en el Crystal Court, un mall de compras de Minneapolis, y la gente pone billetes en el sombrero que tiene a sus pies; van llegando más músicos, más y más, comenzamos a identificar los acordes de la Oda a la alegría de la novena sinfonía cuando se juntan las cuerdas, entran luego los vientos, hasta que está la orquesta completa. Es la Wayzata Symphony Orchestra. Llegan también los cantantes del Edina Choral, y ahora estamos dentro del torbellino ascendente de las voces concertadas que en un gran trueno glorioso reclaman esperanza y contento para la humanidad.

Me repugnan los centros comerciales, dice una muchacha en un mensaje al buzón del canal de YouTube, al que entro para revisar el video; ¿por qué a mí, por desgracia, nunca me ha tocado uno de esas performances sorpresivas?, agrega.

Todas esas puestas, esos conciertos, son de hace tiempo, diez años atrás a lo menos. Es un pasado demasiado remoto, ahora que el tiempo se ha quebrado en astillas y nos cuesta más recomponer el cuadro de nuestras vidas. Cómo fue, que fuimos, mientras del futuro sólo tenemos una visión borrosa y llena de signos abstractos, como en las pantallas nevadas llenas de rayaduras negras de los viejos televisores, cuando se iba la transmisión.

Hasta ayer mismo teníamos una idea más o menos razonable del tiempo transcurrido y por transcurrir. En el fondo de nuestras mentes, porque fuimos moldeados en el optimismo del positivismo triunfante, reposaba esa idea silenciosa de que el progreso es inevitable; y sin otra cosa que agregar que no fueran exclamaciones de admiración, veíamos cómo los sistemas y objetos, fruto del afán tecnológico, y de la capacidad de invención, se sucedían unos a otros.

Y, sin sorpresa tampoco, íbamos viendo cómo las invenciones, tan desconcertantes al llegar a nosotros como novedades, se volvían obsoletas a una velocidad sorprendente; y, como en ninguna otra etapa de la civilización, teníamos cada uno un cuarto atiborrado de trastos envejecidos prematuramente porque otros, más novedosos aún, venían a reponerlos.

Y el progreso nos concedía seguridades.  Viajar más rápido, comunicarnos mejor, resolver todas nuestras necesidades de la vida diaria mediante un solo pequeño aparato manual. Y la prolongación de la vida, sobre todo. Adivinar por adelantado los pasos de la muerte. Alejarla mediante drogas cada vez más novedosas. Medicamentos inteligentes. Cirugías sobrenaturales. La cota de edad de en envejecimiento cada vez más alta. La vejez saludable, sin carencias, empezando por el vigor sexual. Un fetiche benefactor llamado calidad de vida.

Alguien estaba siempre inventando por nosotros, y eso nos tranquilizaba; la vida, indefectiblemente, sería cada vez mejor. Oíamos decir que muchos prototipos de inventos nuevos estaban listos, pero no se sacaban al mercado por conveniencia comercial, nada más. Había que ser pacientes.

Y, de pronto, lo que tenemos es incertidumbre. De la seguridad del progreso que vuela en alas del ángel de la historia, hemos pasado a escuchar el fragor del huracán que arrastra esas alas hacia atrás, para recordar la reflexión de Walter Benjamín frente al pequeño cuadro de Klee.

Sabemos, también de pronto, que estamos viviendo el fin de este mundo y el principio de algo todavía desconocido. No sabemos lo que será, pero sí sabemos que no será lo mismo. Nos emociona y a la vez nos da miedo. Tomar distancia, aislarse. El virus empieza por imponernos algo contra natura. La soledad.

Y desesperamos por una vacuna. No se sabe cuánto tardará en descubrirse y luego fabricarse esa vacuna milagrosa. Porque pueden pasar años, y, mientras tanto, la inseguridad continuará, y no se podrá prescindir del distanciamiento como regla de vida. Lo que dura, se vuelve parte de la cultura. Es otro mundo. El mundo que da miedo.

Vivimos a merced de un enemigo invisible, letal, ubicuo, traicionero, que no se aleja para no volver, tras dejar su rastro de muerte, como ocurrió con la gripe española hace un siglo; se queda medrando, al acecho, y es por eso que amenaza con representar una interrupción intermitente en lo que llamábamos la normalidad de nuestra existencia.

A ser gregarios aprendimos hace miles de años, toda una civilización del codo con codo que desembocó en la sociedad urbana de masas. Lugares de trabajo, campus, estadios, teatros, cines, plazas, auditorios, museos, playas. Barcos, aviones, autobuses, trenes, vagones del metro. Y la intimidad acompañada de los restaurantes, los bares, las boîtes, las discotecas. Los encuentros imprevistos.

Speak for yourself, oigo que me dice una voz socarrona. Claro, por supuesto. Hablo por mí mismo, desde esa franja que bajo los términos de la pandemia se da en llamar la de los más vulnerables, sobre todo en el país donde vivo, porque la pandemia anda suelta como un caballo desbocado, llevándose a todo el mundo entre las patas, los viejos los primeros, azuzada por la irresponsabilidad delirante de una pareja que conserva el poder, pero ha perdido el rumbo.

Vulnerable, en términos de la pandemia, quiere decir que perteneces a la franja letal de los viejos, porque a determinada edad no sólo estás más expuesto por el daño mismo de los años, sino que arrastras una cauda de enfermedades crónicas que te vuelven más indefenso: diabetes, hipertensión, males cardíacos y renales. Es la cartilla que nos leen en las redes. Memento mori.

Los viejos de la tribu, los que se suponía llenos de sabiduría. El consejo de ancianos. La tercera edad dorada. Frases de calendario que la pandemia ha puesto en cuestión. Personas que deberían ser segregadas por su propio bien, oímos. Personas prescindibles, oímos. Lejos de la gloria de haber conquistado la barrera de los sesenta. De los setenta. De los ochenta. No country for old men.

Desde mi encierro, que ya dura tres meses, y no sé cuándo terminará, lo que tengo son preguntas:

¿Volverá el mundo a ser tan seguro como antes, en el sentido de que no se le temía al prójimo, el próximo? El cercano, al que abrazas, al que le das la mano, junto al que te sientas en la mesa donde van a presentar juntos un libro, a dialogar sobre literatura, sobre el placer de leer, acerca de qué estás escribiendo, cuál es tu próximo libro.

El que te coloca el micrófono en la solapa, la chica que te maquilla en el camerino antes de la entrevista. La cajera a quien pagas los libros que has comprado, y es capaz de alcanzarte con su aliento desde el otro lado de la caja. Acaso una mascarilla de un lado, una mascarilla del otro.

El chofer del taxi que te lleva al recinto de ferias desde el hotel, a mí que me gusta sentarme adelante y entretenerme e instruirme en la conversación con los taxistas, que saben de todo y le mientan la madre al gobierno de turno.

¿Y los viajes? ¿Cuándo volveré a subirme a un avión, a un tren de alta velocidad? En el encierro hago las cuentas de que la mitad de mi vida me he quedado en mi casa escribiendo, y la otra mitad la he dedicado a andar por el mundo. Ciudades que nunca terminas de descubrir. Amigos que nunca terminas de conocer. Ahora no confío en la continuidad de esa otra mitad.

Se acabaron las certezas. Porque llegará a un momento en que la pandemia habrá dejado de ser una amenaza constante para la mayoría, que tendrá que regresar de cualquier manera a la vida diaria, como ya está ocurriendo en España, en Italia, pese a los rebrotes. Pero habrá quienes deberemos ser más cautos, si queremos sobrevivir.

Mientras tanto, atardece aquí donde vivo en encierro, al pie de la sierra de Managua. La vegetación reverdece, exuberante, tras las lluvias torrenciales de las últimas semanas.

Es la hora en que las bandadas bulliciosas de chocoyos regresan a las ramas de los altos guanacastes para pasar la noche. Y huele a tierra mojada, que para tantos es el olor de la infancia.

Voy a apagar la computadora, para volver, antes de la cena, a las páginas de Mis días felices en el infierno, de György Faludy.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.