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La lectura y los libros en tiempos del coronavirus,

31 julio, 2020

Victor Rey

El encuentro con los libros y la lectura ocurre en casi todos los escenarios posibles del ser humano. Cada persona tiene sus propios caminos para llegar a ellos. Cada persona obtiene lo que quiere de sus contenidos y lo aprovecha con toda la libertad íntima que le es de su propiedad.


El encuentro con los libros y la lectura ocurre en casi todos los escenarios posibles del ser humano. Cada persona tiene sus propios caminos para llegar a ellos. Cada persona obtiene lo que quiere de sus contenidos y lo aprovecha con toda la libertad íntima que le es de su propiedad. Porque ya lo sabemos, la cosa de leer, no solamente se orienta al placer. Se lee para saber, para informarse, para ver, para ampliar nuestras dudas, entre otras tantas cosas de igual importancia. Víctor Rey abona a estos preceptos -ahora que la confinación estimula el pensamiento- al contarnos su propia versión de los hechos en esta experiencia de suyo siempre sorprendente, el descubrimiento de la lectura, cómo se hizo lector y cuáles, en primera instancia fueron las influencias que lo llevaron a amar los libros.


Ernesto Cardenal y Victor Rey

Recuerdo con exactitud el primer día de clases cuando a los cinco años mi mamá junto a mi hermano mayor y otros amigos del barrio y sus mamás, nos fuimos caminando por la calle Huérfanos hacia la Escuela Pública N 65, que quedaba a tres cuadras de mi casa cruzando la Plaza
Brasil, en Santiago de Chile. Era mi primer día e ingresaría a kindergarten y mi hermano a primer año.

En esa escuelita había una pequeña biblioteca y solo dejaban entrar a los alumnos que sabían leer, pero yo me las ingeniaba para colarme junto ami hermano y allí me encontraba con dos revistas que me marcaron, El Peneca y El Cabrito, como no sabía leer me entretenía viendo los dibujos y fotos. Pero cuando llegaba a casa mi mamá nos leía El Condorito y Barrabases. Esperaba esas revistas como maná del cielo y las leía de principio a fin, incluidos los avisos. Creo que aprendí a leer con esas dos revistas y aprendí al mismo tiempo que mi hermano, que me llevaba dos
años de ventaja.

Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida y, por eso, siempre recuerdo con gratitud a las personas que me enseñaron este arte que me abrió mundos insospechados. Debido a la lectura, ese mundo pequeñito de mi barrio se volvió el universo. Gracias a los signos que convertía en palabras y en ideas, viajaba por el planeta y podía, incluso, retroceder en el tiempo y convertirme en mosquetero, cruzado, explorador, o viajar por el espacio hacia el futuro en naves silenciosas. Mi mamá dice que era un niño que le gustaba entretenerse solo haciendo sus propios juguetes con cajas de fósforos, lápices de colores, hojas de diarios y envases de productos vacíos. Y una tía me contó que le llamaba la atención que andaba leyendo todo, los letreros, las señales e incluso las hojas de los diarios que se encontraban en el suelo. Yo no lo recuerdo, pero sí las horas que me pasaba leyendo cada día, después de volver de la escuela me sentaba a disfrutar de las revistas de historietas y a soñar con ser Superman, El Llanero Solitario, Batman, Tarzán, El Zorro, Roy Rogers, y toda la serie de revista que producía Walt Disney.

Ahora que, por culpa del coronavirus y el aislamiento forzoso a que estamos sometidos, leo a varias horas del día acompañado del sol y el cielo azul de Quito que entra por mis ventanas a raudales la luz de la Mitad del Mundo, y pienso que serán unas cinco horas diarias en un estado de felicidad absoluta.

En la biblioteca con telarañas del Liceo Valentín Letelier donde cursé mi enseñanza media leí mis primeras novelas en especial de la literatura latinoamericana como El Túnel, de Ernesto Sabato; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa; Niebla, de Miguel de Unamuno; Martín Rivas, de Alberto Blest Gana; Palomita Blanca, de Enrique Lafourcade, y Rayuela, de Julio Cortázar.

Nada me ha dado tanto placer y felicidad como los buenos libros; nada me ha ayudado tanto como ellos a sortear los momentos difíciles. Sin la literatura me habría suicidado en ese periodo atroz que fue la dictadura militar donde vi y viví la muerte, la persecución y la tortura, me hizo descubrir la soledad y el miedo. Erich Fromm me cambió la vida y me dio una nueva perspectiva en plena juventud; lo leí con lápiz y papel para identificar sus aportes y nuevas visiones que me cautivaron leyendo El Arte de Amar, El corazón del Hombre, Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, y luego El Miedo a la Libertad.

En la Biblioteca Central de la Universidad de Concepción tenía reservado un escritorio cerca de la Hemeroteca con un gran ventanal para que entrara la luz del saber y los conocimientos filosóficos que estaba aprendiendo. Ahí conocí a Karl Marx, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, René Descartes, Emmanuel Kant, Merleau Ponty, George Orwell, Edmund Husserl, Martín Heidegger, Friedrich Nietzsche, y por supuesto los clásicos de la filosofía griega Sócrates, Platón y Aristóteles, y también fue la primera vez que leí la Biblia.

En Bélgica en la Universidad Católica de Louvain La Neuve el primer día que llegué, en enero de 1991, descubrí a Jean Paul Sartre y Albert Camus y aprendiendo la lengua francesa me atreví a leerlos en ese idioma. Fue para mí el más fructífero de los descubrimientos: gracias a ellos supe la persona que quería ser y el que no quería ser.

Las buenas lecturas no solo producen felicidad; enseñan a hablar bien, a pensar con audacia, a fantasear, y crean ciudadanos críticos, recelosos de las mentiras oficiales que vienen de la política de las empresas, de los medios de comunicación y de las instituciones religiosas.

La vida que no vivimos podemos soñarla. Leer los buenos libros es otra manera de estar en el mundo, más libre, más bella, más auténtica. Esa vida alternativa tiene, además, la suerte de estar fuera del alcance de las plagas demoníacas que aterraron siempre a los seres humanos, porque en ellas veían a los diablos que, a diferencia de los enemigos de carne y hueso, eran difíciles de derrotar.

Un buen lector es el ciudadano ideal de una sociedad democrática: nunca se conforma con aquello que tiene, siempre aspira a más o a cosas distintas de las que le ofrecen. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero, el que, además de enriquecer la vida material, aumenta la libertad y el abanico de elecciones para ajustar la vida propia a nuestros sueños, deseos e ilusiones.

El coronavirus ha resucitado la barbarie en lo que creíamos la civilización y la modernidad. Hemos visto a través de los medios de comunicación y las redes sociales cosas horribles. Aun así, con toda la ruina económica y social que traerá esta plaga inesperada, si, luego de sobrevivir a ella, hay más personas, ganados a la buena lectura gracias a la cuarentena forzada, los demonios de la peste habrán hecho, digo yo, un buen trabajo.

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