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Comentarios a dos libros de Francisco de Asís «Chichí» Fernández

13 noviembre, 2020

José Argüello Lacayo

– Ofrecemos a nuestros lectores una valoración crítica de la obra poética de Francisco de Asís Fernández (Granada, 1945), tal y como se refleja en sus dos últimos poemarios: El tigre y la rosa y La invención de las constelaciones. Cuatro destacados escritores hispanoamericanos ponderan las virtudes estéticas y conceptuales de su obra; entre ellos, Raúl Zurita, Premio Reina Sofía Hispanoamericano 2020 y Antonio Gamoneda, Premio Cervantes 2006. Fernández, además de poeta, ha sido Presidente de la Junta Directiva del Festival Internacional de Poesía de Granada, Nicaragua, espacio intercultural y creativo favorecedor de la difusión de la poesía y promotor del encuentro vivo entre intelectuales.



EL TIGRE Y LA ROSA
Por Víctor Rodríguez Núñez

Víctor Rodríguez Núñez

Todo puede suceder, según el visionario autor de El tigre y la rosa, “[c]uando te miran las
gardenias”. Sí, la poesía es una cuestión de mirada, de fijarse bien en las cosas, de entender que
también somos mirados. En otras palabras, se escribe esencialmente para desfamiliarizar el
mundo, afrontarlo cada día como si fuera la primera vez, revelarnos lo que las ideologías ocultan.
Como toda poesía que vale la pena, la del fecundo e indoblegable Francisco de Asís Fernández dice
lo que nunca ha sido dicho. O sea, se asume como ejercicio de conocimiento, como sabiduría
impar. Entonces es posible descubrir, con estos maravillosos versos donde resuena Coronel
Urtecho, que “[t]odo lo que hace Dios es perfecto como el pecado original y la O”.
En El tigre y la rosa se recurre a una manera primordial de hacer poesía: la fabulación de la
realidad. Así, entre los innumerables verbos nuestro poeta potencia uno básico, soñar, y cuando
escribe sigue el dictado de “[l]a voz que entra a [sus] sueños”. Su discurso mayormente reflexivo
desemboca en una tremenda pregunta: “¿Será que nosotros mismos nos soñamos?”
Para Francisco de Asís Fernández, capitán de los bandoleros granadinos, la poesía es el pecado
capital que nos faltaba. Y en una declaración de falsa modestia, afirma: “A mi edad hago el amor
con la virgen de la poesía”. Pero el amor se entiende aquí también como negación del solipsismo,
conciencia de esos “condenados de la tierra [que] se alumbran con luciérnagas”.
En El tigre y la rosa, libro que fluye y no deja de sorprender, la poesía es de naturaleza lírica. Por
ende el sujeto se debate entre la fe y la duda, la esperanza y la desesperanza. Y entre esas dudas
hay al menos una falsa en lo absoluto, a la que me opongo de raíz, y el lector enseguida me dará la
razón: creer “que nunca [alcanzará] la belleza”. Allí precisamente se nos aguarda.


FRONTISPICIO Y FÁBULA CON DISCRETAS RAZONES A PROPÓSITO DE FRANCISCO DE ASÍS FERNÁNDEZ, AUTOR DEL LIBRO QUE SE DICE

EL TIGRE Y LA ROSA

Antonio Gamoneda

Escucho mientras duermo, dice Francisco de  Asís. Ciertamente,
Francisco desciende cada tarde  al abismo del sueño, descansa
en  los  brazos  de  la noche y escucha a la multitud insomne
de los pájaros.

Ya canta el sagrado  quetzal: ya entrega a la selva su mirada de
ónice,  ya  extiende  el  lamento del poeta reinante en Texcoco,
ya entra llorando a la música.

Ahora  canta el bravo cenzontle: ya conmueven las sombras sus
abrasadas  córneas,  ya  desgarra los lienzos del amanecer, ya
restaura la melodía del relámpago.

Francisco  descansa.  Los  sonidos del mundo decoran su frente
con sílabas  doradas. Así  hace en sus días el pájaro sin nombre
que dispersa luciérnagas en la cabeza de los amantes.

Pero ya cunden los clamores del día. Francisco despierta. Des‐
prende la  noche  caudal de sus párpados, rectifica los ángulos
de  las constelaciones, ordena sus cláusulas.

Ahora acude a  la  memoria que late bajo su piel. Nos saluda y
nos habla: va a pulsar los acordes de su propia música; va a can‐
tar en el filo de las vocales más tenues.

Ya  convoca  las  causas vivientes: ya proclama la abolición de la
ira,  el  destierro  de la envidia y la fundación unívoca del amor,
de la amistad y de la  esperanza.

Todo lo ha dicho en la pulsación de una música sola; quizá en el
melisma de una sola palabra.

Y nosotros advertimos la iluminación del destino: nosotros somos
ciertamente nosotros y reconocemos nuestro rostro en cada
rostro que nos mira.

Francisco  ha  desvelado  un  sólo  signo;  el  signo  que  resuelve
todos de los sueños (cada sueño con su pájaro, cada pájaro
con su música), y nosotros hemos aceptado vivir en la
conducta de la música, y convivir con el cuidado de la flor que
apenas se inclina, y reconocer nuestro rostro en todos los rostros.

Todo lo  ha hecho Francisco con una sola palabra. Y con nuestra
voluntad  de ser, unos  en otros y unos con otros, ciudadanos  y
hermanos en un sólo ser.

Pero Francisco trae otras noticias. Ha venido también a decirnos
que ya  vienen con su juventud y su vínculo, que están llegando
con su dentadura blanca y sus pétalos

el tigre
y la rosa.

Ciertamente, un instante más tarde, un mínimo instante ante‐
rior al  instante  en  que  el  crepúsculo  enciende  sus lámparas
sangrientas,  antes también de que las palomas desciendan a
los nidos nocturnos,
ya percuten los pasos del tigre y de la rosa.

Ya

están aquí. Trae  el tigre en sus dientes una bandera blanca.

Blanca es asimismo la rosa. La rosa ha venido. Va a perfumar los
dormitorios; los  dormitorios de los ancianos. Va a perfumarlos
con sus propios pétalos.

He

aquí la rosa.

Francisco  requiere su marimba de plata. Va a anunciar las inmi‐
nentes nupcias del tigre y la rosa. Ya las pregona a los lagos ca‐
ribes, a los pueblos del bronce, a las madres volcánicas

y  a nosotros, también a nosotros, varones apagados tal vez co‐
mo los ruiseñores que ardían en las últimas ramas.

Francisco  de  Asís se despide; se acoge a su alcoba esculpida en
la piedra del ámbar.

Va a escuchar esta noche la historia del mar; va a escucharla al
piadoso recaudo de las caracolas, a su cueva de nácar.

Mañana  será  un  día  entregado al  murmullo del bosque y a la
trova de los leñadores.

Nosotros,

los varones de la pobreza, también nos retiramos a nuestras cei‐
bas nocturnas.

Buenas noches, Francisco.

(Este frontispicio  se hizo  vertebrando  textos de  Antonio Gamoneda  con palabras y frases (las destacadas en letra cursiva),   que se toman del libro titulado El tigre y la rosa, de   Francisco de Asís Fernández, a quien corresponde la autoría. En algunos casos, para adaptarlas al contexto, estas palabras y frases han  sido modificadas en sus desinencias sin alterar su función ni su sentido literal o poético. Para preservar el ritmo, con análogas precauciones y resultados, dos palabras, han sido sustituidas  por sinónimos.)


OCHO NOTAS PARA UN HOMENAJE
A Francisco de Asís Fernández

Mis pasiones son animales ocultos
como lunas blancas que aparecen cuando
comienza el cielo,
cuando siento a los unicornios de nácar buscando el abismo,
y a los ruiseñores ardiendo el azul infinito

Raúl Zurita

I

Es el último poema de El tigre y la rosa, el último libro de Francisco de Asís Fernández. Trascendente y a la vez inmediata, única y simultáneamente atravesada por el aliento de lo colectivo, exteriorista y a la vez interior, material y al mismo tiempo poblada de ángeles, la poesía de Francisco de Asís Fernández ha irrumpido como una de las más notables del presente. Y lo es, entre muchas otras cosas, porque en cada poema se revela un mundo único, no contado de esa manera antes, donde los distintos planos de lo real se entrecruzan borrando la distancia que media entre sus opuestos, como querían los surrealistas, pero no para perderse en un laberinto de abstracciones, sino para expresar las zonas más urgentes, inmediatas y profundas de la realidad, esto es de la vida, de la muerte, del amor, de la herida, del dolor, de la esperanza.

II

Son pocos los poetas que como Francisco de Asís Fernández , reúnen lo más tangible y concreto con el máximo vuelo, lo real con las dimensiones del sueño, la experiencia cotidiana con lo trascendente. Es un exteriorismo que no se automutila, que no renuncia a la subjetividad ni a la invención, es decir, que no renuncia al desgarro de la propia existencia, a la constatación de la propia debilidad, de la senectud y de la muerte.

III

La poesía mayor de Francisco de Asís Fernández sintetiza lo mejor el exteriorismo: esa capacidad de nombrar las cosas y de no perder nunca de vista lo que se está mostrando; con el vuelo metafísico de los grandes poetas de la visión interior. Es una poesía inmediata, pero que no le teme al gran aliento. Sus poemas se ven, pueden seguirse con la mirada. En su libro anterior, La Invención de las constelaciones, los ángeles cumplen con la extraña paradoja de ser reales y ángeles simultáneamente. Al igual que los ángeles de Nikos Katzanzakis que en La última tentación se detienen en el huerto de los olivos para velar por Jesús y que maravillados por la belleza del lugar se dicen que ése de ser el Paraíso, los ángeles de Francisco de Asís se trasladan hasta los umbrales de estos últimos poemas, los contenidos en El tigre y la rosa, volviéndose invisibles. Es decir, volviendo a ser ángeles.

IV

Los felices, los sanos, los santos, los satisfechos, están demasiado ocupados en su salud, en

su santidad, en su satisfacción. Benditos ellos. No les será dado en vida la ocupación de la muerte. Escribir es agonizar, los sueños más hermosos, las visiones más lejanas, la conciencia más feliz es la que nace en el borde del abismo. El tigre y la rosa es un gran ejemplo de ello:

Menesteroso, mi corazón entra al fondo del aliento fresco del bosque.
la oropéndola, el colibrí y las araucarias
en el humus de esta canción de cuna.

V

Desde Celebración de la Inocencia, libro que contiene toda la poesía publicada de Francisco de Asís Fernández  hasta el 2001, hasta el extraordinario poema final de El tigre y la rosa, su obra se ha convertido en un emocionante e imperecedero testimonio de lo que perece. Era necesario aguardar hasta que la herida incurable de la existencia hiciese su trabajo. Solo los débiles, los heridos, los enfermos pueden, crear obras maestras. Felices los felices, dice Borges al final de su “Fragmentos para un evangelio apócrifo”.

VI

Escritos en ese borde abismal en que la vida se delinea en toda su fuerza, en su límite, en su sufrimiento y en su fulgor, los poemas que componen El tigre y la rosa nos muestran un territorio encantado en el cual los recuerdos se funden con el ensueño de lo que no fue, pero que pudo ser, en una alianza ya definitiva que terminará de sellarse en el instante de la muerte. Avanzamos hacia ella y los trazos se van haciendo cada vez más definitivos.

VII

Concluyo provisoriamente estas palabras. Recuerdo el gran lago de Nicaragua brillante como una inmensa olla de luz. Lo vamos cruzando, miro arriba el intenso azul del cielo. Detenidos todos por un segundo en el torrente de nuestras vidas, la poesía de Francisco de Asís Fernández cumple con los ritos de toda gran poesía: mostrarnos a nosotros los hipócritas lectores, los rostros con que nos miran los tigres y las rosas de la eternidad.

VIII

E mi vien da piangere. Y me dan ganas de llorar.


LA INVENCIÓN DE LAS CONSTELACIONES
Por Marco Antonio Campos

En los poemas de La invención de las constelaciones Francisco de Asís Fernández
está a la vez en el amanecer del mundo, cuando ya Bach tocaba, y en los setenta años
de su vida, que como un remordimiento recuerdan la tristeza de la edad. Se trata, por
un lado, de nombrar los hechos y las cosas por primera vez, y por el otro, dar
constancia de la pérdida de las ilusiones, de los dolores y tristezas, de los sueños que
se desvaen y de la conciencia del tiempo que se fue en el aire como el rápido vuelo y el
melodioso canto de la alondra. “Tanta desdicha para un soplo débil de vida”, exclama
en algún momento con desconsuelo. En el último tramo de la residencia en la tierra se
tienden a repetir la palabra menos y la palabra no.
En el libro están el padre, quien le reveló la poesía y el sentido religioso de su
nombre, y también una infancia prodigiosa, que para él fue acaso la primera patria;
están el mar que parte y regresa y que le descubre en súbitas revelaciones el lugar que
no se espera, y también el cielo de estrellas, de las cuales él conoce el nombre de cada
una; están los pájaros con “los colores de los impresionistas”, que amó más que a
cualquier otra ave o animal, al grado que muy bien pudo llamar a su libro País de
pájaros, y también los ángeles -que encantaron a Rilke y a Rafael Alberti-, los cuales
aparecen aquí tan abundantemente como los pájaros, y que fueron los verdaderos
inventores de las constelaciones; están los libros que se abrieron para aprender(se) en
ellos y también los cuadros y filmes que pervivieron en los ojos de la memoria.
Pero los dos relámpagos definitivos que iluminaron rompiendo la noche del poeta
nicaragüense son la poesía y el amor a la mujer. La poesía le dio la perspectiva estética
de la vida, y las mujeres, que se resuelven al fin en una llamada Gloria, le dieron en la
razón, en el corazón y en los sentidos la certeza de que hubo una vez un paraíso en la
tierra. Francisco de Asís Fernández tuvo en su poesía y en su vida, como nuestro
Ramón López Velarde, la dualidad indivisa de religión y erotismo, pero el amor por la
mujer –lo sabe- se despide irremisiblemente con la mengua corporal, y el avieso
tiempo
roe y corroe. “Pero tú, odioso amor, sólo desapareces, sólo me despiertas”, dice en un
lamento en el que resuena un adiós que le parece dolorosamente injusto.
La invención de las constelaciones es un libro -como todos los de él- que sólo pudo
escribir un poeta de raíz católica y profundamente sensual, quien supo desde las horas
de la adolescencia y la juventud que el solaz de la pareja sólo era dable a través de la
transgresión, pero también, desde otro ángulo, es el libro de todo lo que ya no será en
“el extremo azul”. Es un libro con numerosos instantes de belleza de alguien quien
siempre ha amado la Belleza.

México D.F., enero de 2016


EL INVENTOR DE LAS CONSTELACIONES
Por Víctor Rodríguez Núñez

Víctor Rodríguez Núñez

El 27 de enero de 1963, La Prensa Literaria de Nicaragua publicó el manifiesto del grupo de poetas “Estandarte de Bandoleros”, con cuartel general en Granada. De entrada, el texto urgía a “cumplir con nuestros deberes para con esta tierra, redimiéndola de la imbecilidad y la injusticia”. Enseguida apuntaba con lucidez que “vale la acción más que la palabra: no pretendemos repetirlo sino practicarlo.” Y luego hacía votos por “la incorporación del pueblo a la cultura” y por el evangelio, “la más auténtica, digna y elegante actitud del hombre ante los misterios, y los problemas de la vida.” Sobre todo, el texto defendía la necesidad de la poesía: “Nadie tiene derecho a pretender que un poema sea más útil que un taburete. Admitimos igualmente que nadie tiene derecho de pretender lo contrario.” Por último, los firmantes asumían la condición de bandoleros ya que, en la Nicaragua de su tiempo, “la inteligencia es crimen y la poesía un delito” y corresponde colocarse “al margen de la ley”.  Uno de los firmantes de ese manifiesto, y el que ha sido más fiel a la poesía en vida y obra, es Francisco de Asís Fernández (1945). La consecuencia de su quehacer poético con estos principios, desde sus primeras manifestaciones hace más de medio siglo hasta el libro que el lector tiene entre las manos, es ejemplar.

Afirma Julio Valle Castillo que Francisco de Asís Fernández “nació en Costa Rica porque sus padres, huyendo de la persecución política del somocismo, se exiliaron en el país vecino”. Según el investigador, nuestro poeta creció en un ambiente “de conspiración, inspiración y consumo de las bellas artes”, entre Nicaragua, México y España; y de joven, vivió en Puerto Rico y Estados Unidos. En 1968 publicó su primer libro de poesía, A principio de cuentas, con ilustraciones de José Luis Cuevas. Le seguirán La sangre constante (1974), En el cambio de estaciones (1978 y 1982, ilustraciones de Fayad Jamís), Pasión de la memoria (1986 y 1987), Friso de la poesía, el amor y la muerte (1997, ilustraciones de Orlando Sobalvarro), Árbol de la vida (1998), Celebración de la inocencia: Poesía reunida (2001), Espejo del artista (2004), Orquídeas salvajes (2008), Crimen perfecto (2011) y La traición de los sueños (2013). Si la poesía es “producto del matrimonio entre la sensibilidad, la imaginación y la cultura”, como postula el autor en su “Receta de cocina” de ese último libro, en su caso estamos desde el inicio no ante una unión conyugal por conveniencia ni mucho menos una aventura sexual que mengua con los años, sino ante un menage a trois cuyo tremendo erotismo no se cura con nada y que resulta una profunda relación de amor.

La invención de las constelaciones remite, desde el título hasta el último verso, a la creación del mundo. Esto constituye una necesidad porque, a juicio del sujeto poético, “perdimos el rastro de las razones de la creación” (“Babel”). En este mundo lleno de sinrazones hay unos personajes decisivos: los ángeles. Estas criaturas simbólicas son testigos: “y hay cientos de millones de ángeles en el cielo/ contemplando la ruina del hombre y la mujer en la tierra” (“Invención de las constelaciones”); tienen la gracia del conocimiento: “y los ángeles que conocen a cada estrella por su nombre” (“En el extremo azul”); y se rebelan: “Y los ángeles se escapaban del cielo para ver los colores” (“Una flor hace millones de años”). Pero en esta cosmogonía, que continúa la pintura primitiva nicaragüense, los seres humanos son también creadores, y todo ocurre “antes que las chispas que saltan de la rueda de un afilador/ crearan las estrellas” (“La alondra”). En definitiva, el yo lírico de Francisco de Asís Fernández no es un ser creado sino un ser que crea, y por ende hace suyo el verso crucial de Vicente Huidobro: “El poeta es un pequeño Dios”.  Lo que quería el chileno ayer y lo quiere el nicaragüense hoy es superar la noción del arte como reflejo de la realidad. Acertadamente, Valle Castillo califica la poesía de nuestro autor como “neovanguardia”.

En La invención de las constelaciones se reconoce la existencia del mundo exterior: “Aquí no oigo las arrogancias de mis voces interiores,/ y palpo mi ignorancia cuando la belleza de un relámpago/ toca mi alma” (“Siento el milagro…”). Esa representación de la otredad es muchas veces abstracta: “La alondra nació en una pequeña laguna de la nada” (“La alondra”). Sin embargo, esa abstracción puede afectar al sujeto poético: “A la luz del relámpago vi la soledad de mi alma” (“A la luz del relámpago”).  Y esa naturaleza es una prolongación de las necesidades humanas: “Y los colores eran puros y salvajes/ como el hambre” (“Una  flor hace millones de años”). Sin embargo, en algunos momentos se llega a ser específico, como en el exteriorismo de Ernesto Cardenal, y el sujeto poético se compone: “del cobre, del oro, del hierro, del zinc, del potasio,/ del polvo de los hombres primitivos” (“Los bosques tienen la majestad…”). En la otredad todo está relacionado, y por eso hubo un momento en que “Una disminución de estrellas en el cielo de Azerbaiyán/ hizo que el mar se alejará de las costas” (“De cuando se perdieron…”). No solo la naturaleza sino también el pensamiento está en relación, lo que se evidencia cuando habla “de las ideas inimitables como las rosas y el mar” (“La belleza de mi pastora…”).

La invención de las constelaciones muestra la tensión entre la experiencia cotidiana, cada vez más dolorosa por la edad, y el sentido de la trascendencia, cada vez más angustioso por la duda. En esta poesía que se sabe realidad la creación no es un milagro sino un evento común: “Todos los días el amanecer es el principio del mundo” (“Principio del mundo”). A veces el libro suena a despedida, y la vida diaria transcurre “mientras oigo el rumor de las estrellas/ prediciendo mi futuro” (“¿En cuál estrella insignificante…?”). No hay certeza de la trascendencia, “y mi corazón no se acostumbra a esa verdad de sangre” (“Yo busco alma”). Así las cosas, “[t]odavía puedo verme en el cielo infinito de mi incertidumbre” (“Con fustanes viejos…”). Al sujeto poético de Francisco de Asís Fernández la enfermedad lo deja

aquí, en esta cama,
puesto frente al mar
oyendo la música de Bach
inventada por las estrellas. (“Juan Sebastián Bach”)

A pesar de todo, hay belleza y esperanza, que viene de la naturaleza misma: “Los árboles tienen una insospechada voluntad de vivir” (“Los bosques tienen la majestad…”). Y hay que estar atento para registrar el milagro cotidiano: “Hoy el desierto más árido del mundo está cubierto de flores” (“Fuego y azucenas”).

En La invención de las constelaciones es utilizado ampliamente el material autobiográfico. La memoria es una veta que previsiblemente se explota:

¿A qué edad empezaron a desaparecer
esos cuartos del país de las maravillas?
¿Qué se hicieron
y qué nos hicimos mi hermana y yo? (”Mi hermana Marimelda y yo”)

Pero la presencia fundamental, aquí, es la del padre: “Yo voy al pasado y mi padre me llena de fuerzas” (“Un pájaro lleno de almendras”). Se trata de Enrique Fernández Morales (1918-1982), el destacado poeta, dramaturgo, narrador, pintor, compositor, profesor, libretista radial y promotor cultural. Él fue precisamente el mentor del “Estandarte de Bandoleros”, y quien
me hizo con dudas, con significados arcanos,
con las manos vacías, sin cayos, sin armas, sin hazañas
[…] Me puso en el mundo sin puertas ni ventanas
para detener el frío, la soledad.
Pero con una guitarra, cerca del mar. (“Mi padre hizo más mi alma…”)

El sujeto poético de La invención de las constelaciones es autocrítico, evalúa su vida sin la menor conmiseración: “Y te conviertes en un actor sin trucos en medio de los símbolos,/ de la angustia, la pesadilla” (“Voyeur”). Es realmente duro consigo mismo, admite sus fallas: “Y hui, durante cincuenta años hui” (“Una estrella es una rosa…”). Reconoce haber sido “un muchacho salvaje”, y que: “Yo me encontré su vida en un espejo roto/ antes de morir” (“Amó las ideas delirantes…”). No se presenta a sí mismo, en ninguna ocasión, como un héroe:

Cuando a los setenta
regreso a casa,
oxidado, con una memoria
que se va sobre el lomo del río… (“Se está terminando…”)

La percepción de sí mismo es, a la vez, individual y social: “y vi la impureza de mi alma:/ el rostro rudo y la miseria,/sin alas, un pájaro herido” (“A la luz del relámpago”). Ante su autorretrato advierte: “y que se le caía el óxido moral/ con la pintura de carro viejo” (“Mi corazón fue un tahúr peligroso”). En fin, se trata de una poesía que rechaza el individualismo, que en ningún momento es solipsista.

La invención de las constelaciones es recorrida, de una punta a la otra, por el deseo del otro. El sexo es presentado como una acción cognoscitiva: “El hombre mordió el cuerpo de la mujer/ y se le apareció el primer pensamiento” (“Bustrófedon”). Se trata de una sexualidad trasgresora, que sirve “para inventar nuevos pecados/llenos de imaginación, ternuras y delicias” (“El milagro de la vida”). Se condenan, con el mismo énfasis, las faltas de libertad sexual y política: “Dicen que allá no conocieron el pecado original/ y que a los tiranos ya nadie los recuerda” (“Desde una orilla del infinito”). Pero el  sexo es, en última instancia, “barro y rouge,/ y una espalda desnuda/ y un pie descalzo” (“Se está terminando…”), y lo que importa es el amor. Su espiritualidad convierte al sujeto poético en un ser activo: “Yo por amor descendí el Maelström en un ballenero,/ conté las arenas del mar y las letras de Las mil y una noches” (“Hay que tenerle miedo al amor”). Y es una fuerza unificadora: “éramos la vocal y la consonante de una sílaba/ escondida en una rosa gigante de la Georgia O’Keeffe/ y el Ángelus de Bach al principio del mundo” (“La belleza de mi pastora…”). Y el amor se ofrece únicamente a quienes se necesitan: “como el néctar de la flor y el colibrí” (“Hay un reino de la invención…”).

Ese amor que distingue La invención de las constelaciones se identifica con lo precario: “A veces siento que somos dos hileras de casas sin techo, /sin ventanas, sin puertas” (“Canción de amor”). Y esto es un desafío al reflujo social que atraviesa Nicaragua con el decline de la Revolución Sandinista. Así, la visión crítica de la realidad se mantiene y a los ángeles “los vi traspasar la gruesa poza de desperdicios que no deja ver el cielo” (“Nuestra Señora de los Pájaros”). La gente hoy “cuando son niños huelen rosas de alambre/ y sueñan con estrellas de luces de neón” (“Retrato hablado en una estación de policía de New York”). Está marcada profundamente “con el irracionalismo del maldito poder” (“Con fustanes viejos…”). Hay que atender “para oír a la gente que habla como vive,/ a las llamas que suben al cielo y no queman a los ángeles” (“Un pájaro lleno de almendras”). Hay que creer en ese que “[n]o era un mundo de ilusiones/ y [donde] no habían desengaños” (“Una flor hace millones de años”). Hay que trabajar “para que un trozo de azul del cielo/ sea la única propiedad del alma en la tierra” (“Una florecilla para San Francisco de Asís”). Se condena a todos los que oprimen y reprimen, “y compran algodón de azúcar y se divierten disparándoles a los negros/ y comprando diamantes de Tiffany” (“Retrato hablado en una estación de policía de New York”). Y a pesar de todo, “[h]ay que levar anclas y zarpar poniendo el corazón/en los remos” (“Me arrancaron las ilusiones”).

La poesía se asume en La invención de las constelaciones como “un puente que cruza la irrealidad/ con un espejo roto” (“Mi comadre Mercedes…”). O sea, se descarta el realismo y cualquier otra ilusión de objetividad. Y se encara la tarea fundamental de la creación poética, que es desafiar toda ideología, “para que Nuestra Señora de los Pájaros vuele en la virtud” (“Nuestra Señora de los Pájaros”). El sujeto poético hace como las brujas: “Todo lo metían en un perol inmenso/ para hervirlo con leña de palo de rosa” (“Las viejas brujas…”). Esta mezcla incluye lo natural y lo artificial, lo social y lo personal, la vida y el arte, entre otras cosas. Por eso, sin remordimiento reconoce que

Pude haber tenido una vida útil
y hablar de caballos
[…] de la bolsa de valores;
pero me topé con el sol, con la luna y con la aurora,
con la Oda a una urna griega de John Keats,
y las aventuras de mi vida… (“El sol, la noche y la aurora”)

La anécdota queda reducida a su mínima expresión; hay versos de un lirismo escalofriante, como esa caída “en las llamas oscuras de la nada” (“Babel”); y la imagen resulta el principal recurso: “la luz de la luna con un trapo mojado/ limpia todas las penas de mi alma” (“Cuando me pincha una rosa”).

La poética de Francisco de Asís Fernández presta atención a “esas voces animales y vientos empujados por el batir de alas/ de aves y peces inmensos que estuvieron conmigo en el paraíso” (“Un aire milagroso”). En vez de decir, se dispone a escuchar: “pongo mi oído en la tierra/ para sentir la coloración luminosa de las aves” (“Blanco Spirituals”). Incluso, también suele callar: “los marineros saben todo de la vida/ y las focas saben todo de la muerte/ […] Saben callar para amar” (“Cuando las focas…”). Es una persona contradictoria, mordida por la angustia existencial:

Y ya no sé si hablo o gruño
y no comprendo con mi brazo izquierdo
las señas que hace mi brazo derecho,
o si tiene sentido mi alma. (“Babel”)

Un ser que llega a ser místico “y se cobija con el alma,/ y huele a rosa” (“Una florecilla para San Francisco de Asís”); para quien “[m]is ojos creen lo que ve mi corazón” (“Las sombras y brumas…”); alguien que se interroga: “¿Sabe el cuerpo de dónde viene el alma?” (“El poeta le pregunta a su alma”); y ha sido así “desde que quise vivir como un hombre libre/ igual que la luz” (“Siento el milagro…”).

Francisco de Asís Fernández supo unir el bandolerismo intelectual con la militancia política. En 1970, reactivó en Nicaragua el grupo de pintores Praxis, comprometido con un arte de vanguardia tanto en lo estético como en lo social. En 1974 fundó en México el primer comité de solidaridad con la lucha del pueblo nicaragüense. En ese país dirigió el Departamento de Literatura del INBA y coordinó las ediciones Punto de Partida de la UNAM. En 1979, año en que lo conocí en La Habana y nos hicimos amigos para toda la vida, publicó la relevante antología Poesía política de Nicaragua (reeditada en 1986). A raíz del triunfo de la Revolución Sandinista, ocupó altos cargos en el Ministerio del Interior. En 1980 integró el Consejo Editorial de Ventana, suplemento cultural del diario Barricada, y un año después, fue electo Secretario General de la Asociación Sandinista de Trabajadores de la Cultura. Luego dirigió el Instituto de Estudios del Sandinismo y trabajó para el Instituto Nicaragüense de Turismo. Desde su fundación en 2005, preside el Festival Internacional de Poesía de Granada, que ha puesto a Nicaragua en el mapamundi de la poesía. El evento ha reunido a más de mil 300 poetas de 98 países que han leído sus obras ante más de 500 mil personas. Esta singular obra de promoción cultural le valió la Medalla de Honor en Oro de la Asamblea Nacional de Nicaragua.

En fin, la poesía tiene una deuda enorme con Francisco de Asís y por eso se le da con abundancia, sobre todo en los últimos años. Con su aval se suma a la nómina de los poetas imprescindibles de Nicaragua, los inolvidables Rubén Darío, Salomón de la Selva, Alfonso Cortés, José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Carlos Martínez Rivas, Cardenal y Gioconda Belli, entre otros. Como plantea el título de uno de estos poemas, se hace una “Crónica de principios del mundo”, una vuelta a los orígenes en búsqueda de los principios perdidos. Además, se afirma la unidad e incesante transformación del mundo, se revelan los milagros de la cotidianeidad, se hace autobiografía sin concesiones al individualismo, se legitima la sexualidad como camino del amor, se compromete con su pueblo y se libera la poesía. Esta no es un don personal sino una práctica social: “Todos escribimos un verso de Homero y de Virgilio y de La Vita Nuova/ en un momento irreflexivo” (“Mi remiendo de Sancho”). No se puede olvidar que, en última instancia, el sujeto poético ha sido y es un bandolero, que hay un descuido: “y lleno de poesías las bolsas de mis pantalones” (“1492”). Y solo resta agradecerle que, con frecuencia, comparta este tesoro; hoy y siempre, ni más ni menos, La invención de las constelaciones.

Gambier, abril de 2016

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