Poesía: Alquimia de las palabras (Fragmentos)

2 junio, 2021

a Carlos Martínez Rivas in memoriam.

I

Como si se tratara del gesto de un dios arrepentido

se apagan ya los fuegos con que se hundió a colores

la tarde en el crepúsculo y se levanta nueva una luna

estrenando en puntillas su filo más tierno –como hoz

de filigrana alzándose sobre la nuca que un horizonte

inclina con temor y mansedumbre. En tanto telarañas

de nubes con rumbo al ocaso oscurecen por completo

su fulgor escarlata de plumas al pasar entre las cenizas

del atardecer. Es la noche embadurnando el día al caer.

Como el pintor del mito su tela: aquel artista afanado

en la perfección y por el recelo de deidades castigado

–en un juego divino y perverso a costa del dibujante–

a nunca concluir el fino acabado de su paisaje al pastel.

Después de la jornada y mientras examina su arte final

al paisajista lo alcanza la condena. Y aunque al inicio

se regocija con su lienzo termina siempre insatisfecho

–es la pena– con el renovado intento de obra maestra.

De allí que de repente voltee en dirección a su paleta

y mezcle sobras de sus pinturas crepusculares que dan

al óleo lo obscuro. Hasta conseguir negrura suficiente

para pintarrajear ya airado y con su brocha más gorda

en                                                                             zig–

zag                                                                              y

contra reloj) los trazos y el colorido de su creación.


III

Porque solamente un día es cuanto dura un orbe.

Muere en el instante en que se apagan sus últimas

estrellas y el intenso orgasmo estelar llega a su fin.

Así la noche queda viuda ciega íngrima y encinta.

No es su primera vez y espera con calma un aleteo 

en sus entrañas: la pronta vuelta al mar de chispas

de diamantes en sus dormidos ojos y que persistan

con su ciclo el ser y el no ser: los dos componentes

de una mancomunada existencia en estuche doble

pero absolutamente indivisible. “Un solo paquete”

dijo con tanto afán don Jaime Avilés y Avilés. Sí

un híbrido de dos mundos un compuesto universal

(humano en nuestro caso) sin nombre completo aún:

ser y… lo que falta. ¿El no ser? ¿La nada contigua?

(Sólo si no estuviera allí lo otro esperando empezar

a   

pendular                                                     del ser.)

hacia                        extremo       

ese otro

Se trata de dos turnos retornables en un ciclo

sin fin y en una enorme testa bifronte.  Un va

y un ven entre dos caras que de espaldas y sin

verse son –como el día y la noche– sucesivas

y a la vez simultáneas e imprescindibles para

completar el giro al azar que da una moneda

catapultada de la mano al vacío por un pulgar

poderoso tronchado y hundido por la fuerza

en el centro del puño al escapar –con su salto

pasmoso– de la trampa apretada de los dedos.


IV

            Ser y no ser. O viceversa.

O ser y continuar siendo. O “lo mejor”

–según dijo al rey Midas el sátiro Sileno

amigo de Dioniso–: No haber sido jamás ¡Sí!

Nunca haber entrado a dar el triste espectáculo

de voracidad y chupeteo desde el nacimiento

ni sufrido temor de esperar –en incómoda fila–

que se detenga en uno u otro la vuelta que

para todos da la rueda de la fortuna.  

–¿Y para quienes ya somos: qué? 

–Morir –contestó el sátiro–. Y pronto.

Se trata de la opción única –e inevitable además–

de no existir –para nosotros– más noches invernales

que puedan detenernos (así llamen a puro parpadeo 

de luciérnagas) ni mortecina luz –de pocos pasos–

que cace sombra desde mis ojos. Ni conciencia

inexacta del día. Solo la certeza de ser Nadie

envuelto nada más en pura preñez sepulcral:

el capullo para el crecimiento de las alas

cuyo vuelo permite darnos cuenta cuánto

errábamos –a ciegas y a tientas– el camino

a la estrella y cómo al llamado intermitente

a su tenue temblor de lentejuela medíamos

distancia sin notar su señal luminosa de atajo

adelante

(idéntica al tic tac que tanto palpitó nos también

nuestro corazón): este túnel que el aire cincela

en el pecho este poso nocturno este sedimento

acumulado de los días contra los cuales tercos

braceamos hacia la superficie esta otra entrada

subterránea de carne y sangre que llevamos

dentro y donde al final nos sumergimos.


V

Porque era necesario que todo esto

se ennegreciera para poder encenderse

nuestras profundidades y adivinar el color

que el falso resplandor ocultaba. Era preciso

interrumpir el paso a la energía. Dejar de súbito

a solas la noche en toda la casa y cerrar nuestros

contornos al espacio-tiempo a la trampa de luz

al imantado olor de los cerezos. Y al ruido. Sí 

trancar por dentro las puertas contra el mundo

que espanta del pecho esta lumbre que se apaga

con el día. Y dejar a los otros -en el último adiós-

que claveteen por fuera nuestra ventana al alba.

Así no escapará el sueño y continuará el viaje.

Sin eterno retorno. A salvo para siempre.    

Pues se abrió la frontera contra la cual crecían

inútiles las uñas ante el falso infinito del espejo

y se hizo añicos el límite dibujado por mi perfil

sostenido por mis talones y traspasado apenas

por la mirada: mi tope terrenal de crecimiento.       

                                                            Y ahora

en esta latitud limítrofe en la cual me encuentro

se desvanecen los aromas sabores tintes letras…

¡y la vida entera!

Disminuye a cero el antiguo enemigo rumor

que me desviaba de este apetitoso silencio.

Y puedo ya medrar sin límite ni llanto pues

no hay nadie a mis costados ni conjuro capaz

de contenerme puesto que desfallece en brazos

de nuestro nauta la hechicera del metamorfoseo.


VIII

Pero se abrió el portón. Y al traspasarlo

olvidóseme la calle por completo. Se hizo

evidente la inercia de la sangre en mis venas

y la falta del pulso en cuyo son se daban cita

–palpitando a torrente en mis sienes– el futuro

(pólvora que espera en una orilla), el pasado

(cenizas de paz en el otro costado). Y en medio

–entre pecho y espalda– el presente en desarrollo:

el Ser en todas sus innumerables manifestaciones,

el único de los tres tiempos que en verdad ardía

como raya limítrofe. O –si no– como el punto

de un encuentro constante absurdo entre dos

nadas. Se trata de una odisea en la cual a quienes

tardan en llegar los abraza con dulzura el desapego

y dejan de importar el hijo la esposa el perro fiel

e incluso el viaje mismo: la travesía en la cual

raspamos, con el filo de la uña en el pulgar

el vientre acartonado de una lotería instantánea

un juego de azar una suerte de billete que –como

lámpara mágica– al ser frotado entrega ya lo bueno

o lo malo guardado para cada quien y apurado entero

a tragos. Nada de cielo ni infiernosobra para mañana.

Y menos aún las oscuras largas y torcidas hileras que

una brasa dejó en cenizas al recorrerlas quemándose

veloz por alcanzar un sueño nebuloso y eterno. Es allí

la zona del olvido, el tiempo muerto hasta que un tren

con un amanecer de lujo hasta la cola se detendrá junto

a tu andén y de nuevo arderá tu espíritu y sola se abrirá

la puerta de salida para el abordaje de otra madrugada.

Pues así como es la vida tampoco la muerte ha de ser

eterna. Porque solo la noche queda sola ininterrumpida

y seminal. Y es su fruto el día que cada universo tiene:

luz que a pesar de ser efímera siempre con su fulgor

de soles regresa –al menos mientras su noche dura.

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Granada, Nicaragua.
Autor del poemario Huaca (1990). Mención Honorífica del Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 1981. Premio a la excelencia en Periodismo en el concurso Un siglo de la ciudad de Bluefields en la costa Caribe. En la actualidad es director de Wani, la revista del Caribe nicaragüense, publicada por Bluefields Indian & Caribbean University.