Cuento: Fragmentos de La destrucción de los pueblos (inédito)

6 diciembre, 2021

Cuña

Es falso que los lopanoka,[1] habitantes de las sabanas de Konakalal, nunca hayan existido. Esta mentira, aunque consignada en libros y tratados de muchas regiones, fue inventada por la Guilda de Jufnag, cuyas principales casas mercenarias invadieron Konakalal a principios del tercer siglo. El pueblo sojuzgado se dedicaba por igual a la caza y a la agricultura; los de Jufnag fomentaron la disensión entre cazadores y campesinos, separándolos, propagando infundios y engaños entre ellos, y apoderándose de los más pequeños entre unos y otros para adoctrinarlos. En una generación, la gente original se había dividido en dos tribus enfrentadas: los lop[2] y los noka,[3] convencidos de que su verdadero enemigo era el otro, al que habían aprendido a mirar con odio. La Guilda dijo, a partir de entonces, que su empresa era bondadosa, pues quería pacificar a dos naciones que siempre se habían detestado.

Los reinos de Jufnag desaparecieron hace siglos, pero los lop y los noka siguen guerreando entre ellos, convencidos por igual de estar en el lado justo de una guerra contra alimañas, bestias que deben desaparecer de la sufrida Konakalal.

El error

El pueblo de los yweg[4] vivía en la planicie de U’Ya, al sur del Gran Desierto. Nunca conoció sino vientos fríos y tierra reseca. Era de nómadas corredores, que bebían de los escasos riachuelos y rara vez ponían sus tiendas cerca de los límites de sus territorios.

También cazaban al ave wo, nativa de aquellas tierras, que era redonda, temerosa y herbívora, comedora de pastos amargos e infrecuentes. Desprovista de alas, tenía en cambio patas fuertes y raudas. Los yweg la perseguían, comían su carne y sus vísceras, se adornaban con sus plumas y huesos y sólo desechaban sus ojos, diminutos y negros.

Esta última costumbre cambió en el segundo siglo. Impulsados por la “Fiebre del Ungüento”, que por entonces elevaba los precios de todo humor de origen animal en los grandes reinos del Desierto, mercaderes de Kadur y otras ciudades llegaron hasta U’Ya y empezaron a comprar ojillos de wo, que trituraban en morteros para hacer emplastos contra la escrófula o la melancolía. Los comerciantes daban una moneda de cobre por cada cien orbecillos pestilentes, lo que para los yweg era una fortuna inimaginable. Alunados por la codicia, los nómadas empezaron a cazar al ave wo con un celo mayor que nunca antes.

Y desaparecieron, pues los ojillos del ave, al pudrirse, abonaban la tierra de la que crecían el pasto amargo de U’Ya. Cuando el ave se extinguió, nada les quedó para comer, y cuando nada más pudieron vender los mercaderes ya no regresaron.

Todavía se encuentran en la planicie, que hoy se llama también el Desierto Frío, esqueletos de hombres y mujeres yweg, desgastados por el viento. Algunos conservan antiguas monedas en los restos de sus manos.

Historia verídica

Los micaare[5] fueron otro de los pueblos que se convirtieron a la religión del Profeta de Gogonoso, aquel que de vez en cuando vendía a sus fieles como esclavos y predicaba un odio un día y otro distinto al siguiente, “pero siempre la adoración a sí mismo y a los peores instintos de los suyos, con lo que éstos se sentían vindicados sin importar sus faltas y no lo abandonaban”, como escribió la historiadora Frema de Caram.

Pálidos y rubios, descoloridos por el sol y el aire malolientes que son habituales en el Asaaru septentrional, los micaare veneraron además la cara redonda del profeta y su piel y cabellos del color del azarcón, que él llamaba “de oro”.[6]

Los adeptos tomaron también del de Gogonoso su odio de los extranjeros, y durante el primer año de la estancia del Profeta entre ellos persiguieron o asesinaron a los escasos visitantes de otras tierras que llegaban hasta la suya. Esto fue su perdición: para el segundo año dejaron de tener visitantes, por haber corrido la historia de su nuevo salvajismo, pero ya estaban acostumbrados a la descarga de la sangre. Y empezaron a matarse entre ellos, los más pálidos a los menos, los de baja estatura a los más erguidos, los de ojos azul coral a los de ojos azul crepúsculo. Lo que les importaba, dice Frema, era “hallar y aniquilar la diferencia”. El Profeta huía de Asaaru, se cuenta, mientras los últimos dos micaare, un hombre y una mujer, se mataban el uno a la otra. “Y así tuvieron todos la victoria final”, predicó después el Profeta, entre risas, en tierras más al sur, según cuenta Frema.

La nación

El pueblo de los apofo[7] vivió durante siete siglos en el altiplano de Maxa Segunda. Crónicas tempranas de sus vecinos los llaman tenaces, curiosos, con “hambres y ambiciones de conocimiento”. Después fueron sabios en magias y ciencias, arquitectos y astrónomos. Hacia el siglo segundo a.N.C., según sus propios tratados históricos, fundaron una escuela de filosofía que buscaba resolver el problema del aparente sinsentido del mundo. La llamaron Colegio de Armonías.

Menos de cien años más tarde, el Colegio probó irrefutablemente que el problema es insoluble; con tal afirmación concluye la Averiguación del curso de las cosas, último libro de la tradición apofo, que plantea como corolario la noción de la inutilidad del universo y recomienda el suicidio colectivo, inmediato, de toda la nación.

En una sola noche se cumplió lo propuesto por el colegio, dicen los Anales de Umbacteno, sin ofrecer detalles.

La malicia

A los dassacad,[8] navegantes y guerreros, también se les ha llamado arteros, amigos del doblez y la ruindad, o bien crueles, hacedores de horror.

Cada año, su flota de guerra, con dos o hasta tres filas de remeros en cada buque, llega a alguna costa remota y atrasada con gran estruendo de trompetas y cánticos. Del buque insignia parte una barca más pequeña, la primera que se acerca a tierra, entre melodías y entrechocar de escudos. Y de pie en la barca, rodeado de lanceros, está siempre un nigromante, vestido con un manto pardo. Y el nigromante entona loas y plegarias en voz baja, siempre a los dioses rudos de su gente, pero en cuanto sus pies pisan rocas o arenas extrañas, empieza a gritar en algún idioma del país extraño ante sus ojos. “Cada uno de ellos aprende las palabras debidas de viajeros o de espías”, declara Muscad, el historiador dassaca, “porque es notorio y evidente que necesita ser comprendido”.

De lengua en lengua, de región en región del mundo, la admonición de los nigromantes es siempre la misma: “¡Soy vidente y he visto el futuro!”, gritan a quien pueda escucharlos. “¡He visto que ustedes están destinados a hacer la guerra”, agregan, “a viajar hasta nuestra tierra, invadirla y matar a mi gente! ¡Estamos aquí para retar al Destino y para hacer justicia!”

Entonces atacan los lanceros, llega el resto de los soldados en sus propias barcas, y todo el ejército invasor repite las palabras de su nigromante mientras pelea y mata –uno por uno, sin perdonar a nadie– a los habitantes de la región que está conquistando. Muscad, con alegría, cuenta no menos de doscientos pueblos[9] totalmente exterminados “siempre en justa defensa, para preservar nuestra vida y virtud de los peligros del porvenir, expandiendo así el Imperio Dassaca”. También agrega que se les acusa de mentir: de que sus nigromantes son en realidad timadores y mentirosos, de que su historia del futuro siempre repetida es un engaño atroz, “pero en esta tierra de bondad, perpetuamente amenazada, hemos aprendido a reírnos de nuestros enemigos, a los que no dejaremos de aventajar y castigar”. 


Notas

[1] “Los Que Plantamos y Cazamos”.

[2] “Los Que Plantamos”.

[3] “Los Que Cazamos”. (Algunas veces usan el nombre apolopa, “Los Que Odiamos A Los Lop”.)

[4] Se desconoce el significado que su nombre tenía en su propia lengua; algunos estudiosos creen que quería decir “Los Que Somos”; otros se inclinan por “Los Que Soportamos”.

[5] “Los Que Nada Dobla” en una de las variantes de la antigua lengua noroccidental.

[6] Agrega Frema, servicial, que “el oro no es del color del azarcón, pero los micaare nunca vieron un trozo de oro auténtico”.

[7] “Los Que Preguntamos”.

[8] “Los Que Evitamos”.

[9] Su lista incluye tanto nombres conocidos por los historiadores –los ossre, los p’telkab, los dendiro de la Fosca Morada– como otros misteriosos y olvidados.

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Toluca, México, 1970.
Ganó el Premio Nacional de Cuento por su libro Éstos son los días (2004) y el Premio Colima por Manda fuego (2013), una antología personal de su obra breve. Ha publicado una docena de libros de cuentos, entre ellos Los atacantes (2015) colecciones de ensayos y dos novelas; de estas, La torre y el jardín (2012) fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2013. Varios de sus trabajos han sido traducidos al inglés, italiano y francés. Actualmente vive en Ciudad de México, donde escribe y es profesor de literatura y escritura creativa. También es activo promotor de la narrativa de imaginación fantástica y de la escritura por medios digitales.