Celeste González (Nicaragua, 1954) Travesía, 2009
Celeste González (Nicaragua, 1954) Travesía, 2009

Cuento: La piel no miente

4 abril, 2022

A Joselo Shuap

1

En el secadero nos pasábamos el secreto con los ojos. Por eso cuando entraron los Grueber, bajamos la cabeza y volvimos la vista a la yerba todavía demasiado verde. El viejo Grueber solía detenerse a supervisarlo todo. Se instalaba a la par de cada máquina y se miraba las botas pensando las órdenes que daría en su enredado castellano; pero ese día siguió derecho. Fred en cambio atravesó el galerón con paso nervioso como si arrastrara un fantasma. Los dos se metieron en la oficina de atrás. 

Todos sabíamos que el hijo de los Grueber había matado al Mencho. También sabíamos que la señora Grueber había perdido los dos embarazos y que a Fred Grueber lo había parido la empleada. Saltaba a la vista. La piel lechosa de los Grueber, y la de Fred, la noche misma, con los pómulos salientes y los ojos hundidos, como tallados por dentro. Si el Mencho no hubiera abierto su gran boca, probablemente estaría vivo aguantando el baño ácido de la luz del tubo, pero el problema con el Mencho es que no aguantaba nada. Por eso estaba como estaba: muerto.

—¡Vos sos un negro igual que nosotros! —le había gritado el Mencho a Fred la noche anterior tan de cerca que le empañó la cara. 

Y ahí acabó. El Mencho cayó sosteniéndose con los brazos la sangre y la vida, hasta que no pudo más y soltó las tripas. Cayó lento, de rodillas, con los ojos en blanco frente a Fred Grueber, que se guardó el cuchillo entre el pantalón y el calzoncillo, dio media vuelta y se largó del bar.

La sombra del viejo Grueber traspasaba las ventanas. Caminaba de una punta a la otra. Fred, en cambio, sentado en un sillón jugueteaba como un gato con el hilo de la persiana. La abría y la cerraba. Afuera crecía el amanecer. Subía lento como la incertidumbre.

2

Sobre la mesa del comedor colocamos el cajón. Lo construimos con las cajas del fondo. Antes de eso, el cuerpo estuvo en su camastro enrollado en una sábana. Le metimos su petaquita de calavera y sus cigarros, que no le faltara nada allá en el otro lado. La madre del Mencho era una sombra abultada en una silla, los ojos secos de tanto llorar. La muerte de su único hijo la había dejado en el quicio de la vida, vacía de ruidos. La gente desfilaba silenciosa frente a ella, le traían flores, la abrazaban.

—Gracias por venir —les decía a los que se le iban acercando.

Al amanecer lo enterramos en el cementerio del fondo, donde iban a parar los de la finca. Ahí mismo le clavamos una cruz blanca para recordarlo el Día de los Difuntos. Los Grueber se portaron bien: dieron feriado. Eso aplacó los ánimos. El Mencho hasta muerto nos hacía favores. En la tarde, la camioneta de Grueber desapareció en el polvo. Se mandó para el centro a hablar con el alcalde, a zanjar el asunto. Y, por lo visto, el asunto quedó bien zanjado porque ni medio policía se apareció por el bar Las Araucarias a preguntar nada.

La cola de la luna atravesaba la calle y llegaba hasta la mesa del muerto. Al lado, dos velones zigzagueaban la luz y el humo. 

—Llegó la señora —señaló Víctor.

Ursula Grueber se apareció en el rellano de lo oscuro. Los pocos que quedábamos dejamos de hablar. La observámos llegar hasta el cajón. La mujer arropada en negro asomaba sus huesos blancos.  Se detuvo frente al Mencho y le puso unos billetes en el bolsillo del traje apolillado. Luego caminó hasta la madre del Mencho y la miró con sus ojos de agua. 

—Lo siento mucho —dijo, y salió nuevamente a fundirse en la noche.

3

Poco a poco los días volvieron a su cauce. Después de masticar la venganza varias lunas, nos olvidamos del tema. El Mencho y sus reclamos de lo justo. El Mencho y su guitarra. Tampoco la visita al abogado prosperó. Viajamos una tarde hasta el centro y nos juntamos con un inútil recién llegado de la capital. Todo quedó ahí. El tipo muy amable, no nos cobró nada, pero tampoco movió un dedo. Testigos sobraban. La noche del asesinato el bar estaba lleno porque era día de pago. Pero lo que no sobraba era coraje. A los Grueber nadie se les quería meter. Movían demasiados hilos. En la Picada Once todo dependía de ellos: el minisuper, el médico que llegaba una vez cada quince días, la salita de vacunación, las boletas de racionamiento, los días feriados y las casas. Además, después del aumento, el grupo se dividió. Los que querían seguir con el pleito y los que creíamos que no, que de todas maneras, al Mencho no lo íbamos a revivir.

El Mencho había logrado lo del médico. Y también  lo de la luz. Antes el doctor se aparecía sólo una vez al mes. Pero el Mencho habló con el patrón para que la visita fuera cada quince días y también logró que dejaran de cobrarnos la electricidad. Decía que era lo justo y logró convencer al viejo que, desde que se enfermó y le salieron unas manchas oscuras en al piel, se había abuenado un poco. Pero a Fred Grueber todo aquello no le hizo gracia. 

—Yo los conozco a ustedes…—nos dijo un día que andaba medio borracho— si uno les da la mano, te agarran el codo.

El Mencho era un leído. Siempre andaba con folletines que trajo de la capital. Nos mostraba que el gobierno les ponía escuelas a los pobres, les arreglaba los dientes y les hacía las casas a cambio de nada. Pero para llegar a la capital había que tener dos vidas. O ser como el Mencho: nacer sin miedos. 

Así que ahí adentro, en el secadero, el destino estaba enmarcado por la selva, por el río y por ese cuadrilátero de yerba que nos deshojaba los días. 

4

Estábamos abajo de una sombra grande y húmeda, reposando el almuerzo, cuando Víctor llegó con la noticia. Corría destramado. Lo vimos venir desde lo lejos con cara de susto. La falta de aire no lo dejaba ni hablar. 

—Abajo…. en el… —jadeaba— río… mataron… al falso curepa.

Nos asomamos a ver el bulto que flotaba. El cadáver, desde ahí, parecía una rama gruesa y oscura. Yo fui al galpón por un palo y una soga.  Bajamos el terraplén. Las piernas se nos hundían en aquel suelo grumoso. La crecida lo había aflojado. Me agarré de las raíces y del pasto; y lo vimos.

—A ese hijo de puta que se lo coman los peces—dije y de inmediato me puse a hacer olas para arrimar el cuerpo a la costa. 

De todas maneras, tarde o temprano, nos iba a tocar sacarlo de ahí.  Luis subió a avisarle a todos que el hijo del patrón se había ahogado, o lo habían matado. Al rato llegó el viejo con cara de espanto y se metió al agua a arrastrar a su hijo de la pierna. A sacarle las hojas de la cara. 

Arriba, la señora Grueber se desmayó con la noticia. 

Todos nos mirábamos desconfiados creyendo que, al fin uno de nosotros había tenido el coraje de matarlo. Pero no: las pesquisas de la gendarmería —que ahora sí llegó— arrojaron que Fred Grueber se había resbalado borracho y se ahogó solito.  Entonces creció la leyenda de que el ánima del Mencho lo había empujado al río.

Y nadie lo puso en duda.  Los que conocimos al Mencho sabíamos de lo que era capaz. 

5

Fred Grueber no tenía amigos que le llenaran el velorio, así que eso también nos tocó a nosotros. En la tarde, el patrón bajó del camión con dos bolsas gigantescas y nos fue entregando a cada uno una camisa, un pantalón negro, una corbata y un desodorante. A mí me tocó una verde de rayas rojas. Me la puse alrededor del cuello como una Coral. Y en la tarde, todos nos aparecimos con aquel disfraz. A muchos las mangas le tapaban las manos, a otros las bocamangas le llegaban al tobillo. 

De Puerto Dorado llegaron varios autos. En la entrada de lastre se hizo una fila larga. Don Grueber era un hombre importante en la provincia. Así que muchos políticos y empresarios se acercaron a dar el pésame sobre el cajón cerrado. Al cadáver no hubo forma de arreglarlo. Estaba demasiado hinchado. Llegó el alcalde con una mujer joven que bajó y los tacos fueron agujereando la tierra obligándola a aferrarse a él para no caer. La señora Grueber los recibía a la par del ataúd. Traía un chal blanco y el pelo atado, estaba sin comer y sin dormir. No lloraba ni había llorado. En las manos tenía un escarpín de lana y lo apretaba fuerte a cada rato, como si las lágrimas le salieran por ahí.

Al atardecer, cuando el sol se deshizo y la noche comenzó a filtrarse, se apareció la madre del Mencho que atravesó el río de gente y llegó hasta la señora Grueber.

—Lo siento mucho —le dijo. 

Y le devolvió el dinero.

***

Comparte en:

Escritora, formadora y consultora en estrategia y creatividad. Magister en Creación Literaria (Universidad Pompeu Fabra). También realizó el posgrado en Literatura Digital (IL3 / Universidad de Barcelona). Dirige los proyectos Escuela de la Nada y Casa de Escritura y da talleres de escritura creativa en el Centro Cultural San José. Ha publicado ocho libros en diferentes géneros entre los que figuran: La piel no miente (Premio Nacional 2012), Apocalipsis Íntimo (Mención de Honor Luis Cardoza y Aragón 2010), la novela Mierda (Premio Nacional 2018) y el libro de ensayo Taxidermia del Cuento (Uruk, 2019). Ha ganado dos veces la Beca Creación para el Fomento de las Artes Literarias.