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El hombre símbolo: a José Coronel Urtecho, in memoriam

29 marzo, 2019

Azul era su sangre gracias al lago inquieto que llevaba dentro y al río caudaloso que lo desaguaba en su mirada…


Azul era su sangre gracias al lago inquieto que llevaba dentro y al río caudaloso que lo desaguaba en su mirada. Azul era su sangre; y aunque trató de ocultarlo en ocasiones, de lejos se le notaba en su cabeza la cresta de plumas escarpadas: el casco que le dejó el Mombacho al estallar su cumbre entre las nubes y al sembrar en las aguas el fuego de sus entrañas.

Pero no solo el tono pavonado de sus venas y el chispazo del zafiro en sus ojos adornaban su estandarte. También resaltaban en su insignia otros colores que él fue sacando de la maraña de su paleta. El verde lo obtuvo trepando de niño los bosques de mangos, o apedreando las ramas más bajas del cielo por la calzada y la costa hasta las isletas. El gris lo recogió en los paseos cuando caminaba descalzo por la arena seca del Cocibolca, al pie del colegio jesuita alzado en el risco, en Granada de Indias, la ciudad lacustre que orbitó en su vida. Allí sintió el impulso de saltar el charco y cruzar montañas y alcanzar en la noche los visos y pigmentos encendidos, como culebrinas del rayo, en las urbes del norte (matices que consiguió al fin para sus amigos –¿lo recuerdas, Pepe? Te estoy hablando del día de su regreso en la estación: bajó del tren ofrendando entre sus manos, como prueba de su hazaña, un manojo de luisitas capturadas con su red de mariposas y plumas parduscas escogidas que logró arrancar a la altura del cañón –justo en el momento que el ave de la lírica sajona sorprendida en el nido se lanzaba hacia el vacío. Jamás olvidó la visión: el águila encumbrada frente a él, a salvo en hombros del soplo, sin parpadear sus alas extendidas, el músculo de su plumón tensado contra los vientos equilibrándolos, como una sílfide estacionada en su elemento.

Con todas esas tintas tatuó finalmente su cuerpo con el perfil de leona en acecho que tenía su mujer, y chocoyos y poponés. También dibujó en sus hombros seres cobrizos que balanceaban con su pie lejano una hamaca en la hacienda colonial y que comían en un plato desechable –además de digerible– enteramente hecho a mano y cien por ciento de maíz. Pintó después murales en los contornos de la plaza magnífica y mezcló con ceniza los tintes, para señalar en la torre las frentes de los escogidos a su merced. Completó la acuarela esperando sentado a que llegara la tarde cargada de pintas, oscuras y blancas palomas de castilla, tanteando pasitos sobre la reciente humedad de los tejados.

Pocas veces lo encontré en mi ruta. Pero siempre que topé con él me dio el alto y me mantuvo como a todos detenido férreamente al borde de sus líneas y del estruendo de sus ruedas. Estupefacto me quedaba viéndolo aparecer de improviso desenroscando la falda de un cerro en Masaya y cortando en dos, de un pitazo prolongado y soberano, la carretera.

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Granada, Nicaragua.
Autor del poemario Huaca (1990). Mención Honorífica del Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 1981. Premio a la excelencia en Periodismo en el concurso Un siglo de la ciudad de Bluefields en la costa Caribe. En la actualidad es director de Wani, la revista del Caribe nicaragüense, publicada por Bluefields Indian & Caribbean University.