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Cinco relatos

28 enero, 2020

Kalton Harold Bruhl (Honduras, 1976) ha publicado los libros de relatos El último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017), El visitante y otros cuentos de terror (2018), La llamada (2019); Novela: La mente dividida (2014). Es premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” y miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia de la Lengua.


Kalton Bruhl

EL OTRO

Viena, 1 de octubre
La primera vez que lo vi fue en 1902. Era mi última noche en Praga. Había llegado esperando encontrar un personaje interesante y estaba a punto de marcharme sin haber cumplido mi deseo. Decidí esperar hasta la madrugada, cuando las calles estuvieran vacías, para dar un paseo. Si sus habitantes me habían decepcionado, pensé, quizás la ciudad misma no lo hiciera. Cuando atravesaba el puente de Carlos una escena me hizo detenerme. Un joven parecía estar a punto de lanzarse a las aguas del Moldava.

Siempre he despreciado al género humano, así que cada suicida me parece un héroe que merece respeto. Llevo un prontuario de suicidas célebres que siempre estoy actualizando. Pero en ese momento se me ocurrió una idea: comenzaría una nueva lista de suicidas comunes. Luego, con el tiempo, haría un estudio minucioso de las causas que orillaron a todos, famosos y desconocidos, a buscar la muerte. Sería interesante descubrir si un científico se quita la vida por los mismos motivos que un obrero, o si un artista tiene las mismas razones que un campesino. Quizás mi visita a Praga no había sido una completa pérdida de tiempo. Sólo había un pequeño problema. Si quería comenzar mi lista con aquel joven debía conocer su nombre y al menos algo de su vida. Podía acercarme y preguntarle o esperar a que la noticia apareciera en los diarios. La primera opción era peligrosa: mi conversación podía hacerle desistir de sus loables propósitos. La segunda era igual de terrible: tendría que quedarme un día más en la ciudad. A pesar de los riesgos opté por la primera. Me acerqué con cautela. No quería asustarlo y hacerlo caer accidentalmente en el agua.

«Buenas noches», dije con suavidad. A pesar del tono de voz, el joven tuvo un sobresalto.
«Buenas noches, señor», respondió recobrando la compostura. Luego volvió a centrar su mirada en las oscuras aguas.

Le dije mi nombre y le extendí la mano. Creí ver que sonreía antes de estrecharla.

«¿No traerá consigo el fin de los tiempos que anticipan los gentiles, rey de Magog?», me preguntó. Esta vez sí pude ver su sonrisa.
«Desafortunadamente no», le respondí.

Continuamos hablando de trivialidades. De sus estudios de derecho, de su fervor sionista. De pronto, me contó las razones que lo orillaban al suicidio. Cada noche, me confió, lo atormentaba el mismo sueño: se encontraba sobre su cama convertido en un enorme insecto. El sueño se había repetido tantas veces que estaba casi convencido que tarde o temprano se haría realidad.

No sé por qué lo hice, pero intenté reconfortarlo diciéndole que no debía fiarse de los sueños. Le conté que todas las noches yo soñaba con despertar en un mundo vacío, desolado, y cada mañana me encontraba con una nueva desilusión.

«Podría probar a escribir lo que sueña», le dije. «He escuchado que puede ser una manera de exorcizar las pesadillas».

Me respondió que lo pensaría y se despidió de mí, aunque no se marchó del puente. Eso me devolvió las esperanzas. Quizás continuara con sus propósitos originales. Me alejé rápidamente. No quería distraerle más.

Partí de Praga al amanecer. Años después volví a encontrarle en otra ciudad. Le acompañaba un tipo extraño, casi sospechoso. Me reconoció al instante y me pidió que habláramos a solas. Me contó que había seguido mi consejo. Había llevado al papel todas sus pesadillas. En algún momento sintió el deseo de publicar sus escritos; sin embargo cierto pudor le impidió utilizar su nombre. Inventó un seudónimo y envió los relatos a pequeñas revistas. Se sintió sorprendido cuando decidieron publicarlos. En poco tiempo había publicado un libro de relatos y algunas novelas cortas, incluyendo una sobre su pesadilla recurrente de verse convertido en un insecto repugnante. Luego decidió publicar utilizando su verdadero nombre. La obra de su alter ego tendría como temas principales sus complejos y sus temores. Todo aquello de lo que se avergonzaba. La obra que saldría a la luz con su nombre sería la trascendente, la que le llevaría a la fama, a la gloria. En algún momento, para evitar ser descubierto, se vio en la necesidad de materializar al escritor que había creado. Encontró a un pobre actor, enfermo de tuberculosis, que aceptó hacerse cargo del papel. Era aquel tipo extraño que nos esperaba nervioso en una esquina.

«A veces, señor Gog», me dijo, «quisiera destruir todo lo que he escrito siendo ese otro hombre, el que quise aniquilar la noche que nos conocimos».

No supe qué responder y terminé despidiéndome apresuradamente.

Fue la segunda y la última vez que vi a Max Brod.

OBJETOS COTIDIANOS

Siempre que llevo una chica a casa invento una entretenida historia sobre cualquier objeto. A María le conté sobre el reloj que se detuvo en la hora exacta en que murió mi madre. Ella vivía en otra ciudad y esa fue su manera de decirme adiós. María se había conmovido ante mis ojos arrasados por las lágrimas. Su remedio para mi tristeza había sido un oral allí mismo en el sillón. La verdad era que mamá medraba aún mejor que una colonia de amebas en un emparedado callejero y, en cuanto al reloj, nunca había tenido oportunidad de cambiarle las pilas. A Martha le conté la historia del jarrón sobre la chimenea. Le dije que mi padre era un misionero que había viajado hasta China para compartir las bienaventuranzas del Evangelio. Estando allá contrajo una terrible enfermedad. Su muerte fue casi inmediata. Ese jarrón lo había traído un viejo chino al que había convertido al cristianismo. Hice una pausa dramática. En ese jarrón estaban las cenizas de mi padre. Martha hizo que olvidara mi tristeza cabalgándome sobre la cama. Por supuesto que el único oriental que conocía era el chino de la tienda de la esquina y las cenizas que guardaba de mi padre eran las que había dejado la noche anterior en el cenicero mientras bebíamos un par de tragos. Esta noche, a Raquel, la chica que conocí hace algunas semanas, le cuento la historia del enorme baúl. Nos sentamos juntos en el sillón y la tomo de la mano antes de empezar. Le digo que lo que voy a confesarle no lo sabe nadie. Ella agradece mi confianza con una dulce mirada. Yo no soy hijo único, comienzo, hace muchos años tuve un hermano menor. Su nombre era Antonio y era mi mejor amigo. Un día decidimos intentar un truco que vimos en la televisión. Él entró en el baúl, sí, en ese mismo que estás viendo. Me muerdo el labio antes de continuar. Cerré la tapa y repetí las palabras del mago. La sonrisa se me heló en los labios cuando levanté la tapa: el baúl estaba vacío. Grité, lloré y supliqué por el regreso de mi hermano. No hubo ninguna respuesta. Guardé silencio, temiendo un terrible castigo. Mis padres nunca superaron su desaparición. Cierto día en que me encontraba solo en casa, escuché una débil voz que provenía del baúl. Levanté la tapa y escuché con mayor claridad. ¡Era la voz de mi hermano! Le pregunté en dónde estaba y me respondió que no lo sabía, que tenía hambre y sed. No sé cómo llevarte comida, le expliqué. Me dijo que la colocara en el baúl y dijera las palabras del conjuro. Aunque no lo creas, funcionó. La comida había desaparecido y escuché a mi hermano agradeciéndome con la boca llena. Seguimos así durante años, le cuento a Raquel mientras le sirvo un trago. Le he enviado comida, ropa, libros y hasta pequeños reproductores de sonido. Aunque esté en otra dimensión reconoce que la música moderna es una auténtica basura. Raquel se ríe. Al principio es una pequeña risa que contiene con el dorso de la mano, pero pronto se convierte en una sonora carcajada. Eres un idiota, me dice, pero debo reconocer que tienes imaginación. Siempre me han gustado los tipos ingeniosos, sobre todo si ese ingenio lo desarrollan en la cama. En ese momento bosteza y sacude la cabeza. Me mira extrañada antes de caer dormida sobre mis piernas. Justo a tiempo, me digo. Ya empezaba a creer que el somnífero no haría efecto. La cargo en mis brazos y la introduzco en el baúl. Aunque resulte extraño, esta vez no he inventado nada. Sí tengo un hermano y el baúl sí es un portal hacia quién demonios sabe qué lugar. «¿Es guapa?», me pregunta mi hermano con ansiedad. Le respondo que sí, que no iba a permitir que mi hermanito perdiera la virginidad con un adefesio. «Aunque me hayas mandado a este lugar de porquería», me dice mi hermano, «me dan ganas de abrazarte». A mí también, le digo, y cierro la tapa.

EL AMERICANO Y EL MAR

Cuidé al viejo durante toda la noche. La fiebre y la trémula luz de la vela desfiguraban sus facciones. Deliraba. Agitaba los brazos, intentando alejar las amenazas que le acechaban entre sus recuerdos. De pronto, se incorporó sobre su camastro, y durante un fugaz momento de lucidez, juró vengarse. Los días pasaron y el viejo Santiago terminó por recuperarse. Todos queríamos saber qué había sucedido. Habíamos visto el esqueleto de un enorme pez vela sujeto a su lancha. Hacíamos preguntas. Él se refugiaba en el silencio. Una tarde, en el bar, se decidió a hablar. Nos contó sobre su lucha contra el pez, contra los elementos, contra sí mismo. Su narración fue tan vívida que podíamos sentir cómo la sed nos atenazaba la garganta, mientras el cordel nos quemaba las palmas de las manos. Lloramos de rabia y de impotencia cuando supimos que los tiburones habían devorado a su pez. Yo fui el primero en ver al americano. Se levantó de su silla y se acercó al viejo. Sostenía una libreta y un lápiz. Le pidió permiso para escribir su historia. Negociaron. El americano se marchó sonriente, el viejo quedó todavía más feliz. Juntos llevamos la caja de ron hasta su choza. Me paré frente a él y le prometí que mataría a todos los tiburones que pudiera. El viejo lanzó un grito. «Te lo prohíbo, Manolín —me dijo severamente—, gracias a los tiburones sigo con vida». Yo estaba desconcertado. El viejo sonrió. «Si hubiera contado la verdad —agregó—, todos se hubieran reído de mí, y seguro que aquel americano idiota no me hubiera regalado el ron». Destapó una botella y dio tres largos sorbos. «Cuando estaba sujetando el pez vela a la lancha, aparecieron varias sirenas. Abrí los ojos como platos, no tenía ni idea de lo que debía hacer. Una de ellas extendió los brazos. Quizás deseaban ayudarme. Yo acerqué mi mano a la suya. Por suerte mis reflejos seguían funcionando. La maldita sirena había lanzado una terrible dentellada. Las sirenas no cantan, sólo ríen, como dicen que lo hacen las hienas. Y esperan. Saben que la cordura pronto abandonará a sus víctimas. Soporté sus risas y sus burlas durante horas. La furia me hacía hervir la sangre. Estaba a punto de lanzarme al agua cuando sus risas se apagaron. Miraron a su alrededor y luego se vieron entre ellas. La luz de la luna se multiplicó en las escamas de sus colas cuando se hundieron en las oscuras aguas. Tardé poco en descubrir la razón de su huida. La sangre de mi pez había atraído a una multitud de tiburones». El viejo se detuvo y le dio otro trago a la botella. Un extraño resplandor iluminaba su mirada. «Yo también reí —continuó el viejo— mientras los tiburones devoraban el pez. Me acosté en la lancha, ajeno a los espantosos chasquidos de aquellas mandíbulas. Estaba cansado. Realmente cansado. Cerré los ojos y comencé a soñar con la afilada hoja de mi cuchillo deslizándose, suavemente, por las gargantas de aquellas malditas sirenas».

BANANA REPUBLIC

Mientras aguardaban la llegada de Cornelius Vanderbilt, los cinco hombres permanecieron en silencio. Habían acordado una reunión de emergencia luego de recibir las noticias desde Honduras. Todos sus sueños de apoderarse de Centroamérica y de construir un canal interoceánico a través del río San Juan, en Nicaragua, parecían haberse esfumado con la muerte de aquel hombre. No se imaginaban cómo podrían tener otra oportunidad igual de convertir aquellas tierras de salvajes en sus colonias particulares. Debieron haberlo previsto, era demasiado bueno para ser verdad. Por lo menos se consolaban, apenas habían gastado unos cuantos miles de dólares en patrocinar las expediciones de William Walker. Al principio, cuando escucharon su propuesta, lo tomaron por un loco. Ya conocían a ese engreído abogado por su intento fallido de conquistar Sonora y Baja California y fundar una república esclavista en México, y ahora, les proponía adueñarse no de algunos territorios, sino de cinco países completos. Los costos no eran excesivos, así que decidieron apoyarle con armas y unos cuantos hombres. Y aunque suene increíble el bastardo estuvo a punto de lograrlo. Con apenas cincuenta y ocho hombres, a quienes pomposamente llamaba «los inmortales», consiguió, en 1857, convertirse en el presidente de Nicaragua. Fue un error no enviar a sus propios hombres de confianza en ese momento. Con los asesores adecuados, Walker habría llegado mucho más lejos. Sin embargo, tomando él mismo sus propias decisiones, comenzó a forjar su propia cadena de errores. El primero se produjo durante su discurso inaugural cuando anunció que formaría una República Federal con los demás estados centroamericanos y Cuba. Casi de inmediato los gobiernos vecinos iniciaron los preparativos para la defensa. Luego cometió otro error aún más grave: reinstaurar la esclavitud. Si bien es cierto los campesinos eran, de hecho, esclavos de algún terrateniente, una cosa es que te pases toda la vida trabajando de sol a sol para un patrón desalmado recibiendo uno que otro palo, pero ningún pago, y otra muy diferente que te digan a la cara que eres un esclavo y lo que es mucho peor, que, aunque no sepas leer, te lo pongan por escrito. Así que sucedió lo que tenía que suceder. El pueblo se rebeló y los países centroamericanos, generalmente enemigos entre ellos, formaron un ejército conjunto. Ahora Walker, junto a sus sueños de grandeza y para mayor desgracia junto a los sueños de aquellos cinco honorables hombres de negocios norteamericanos, disfrutaban de la fresca brisa en una confortable tumba en la costa hondureña.

—¿Por qué las caras destempladas? —preguntó Cornelius Vanderbilt al momento de entrar a la habitación, sosteniendo una bandeja cubierta por un mantel.

Todos le miraron con extrañeza, sin comprender la razón para que empleara un tono de voz tan jovial.

—A menos que el hombre que acaban de fusilar en Honduras sea otro, y no Walker, y que lo que traigas en esa bandeja sea una llave mágica que nos abrirá las puertas de Centroamérica, no entiendo el porqué de tu felicidad.

—No y sí —dijo Vanderbilt—. Desafortunadamente Walker ya debe estar esperando su turno en la antesala del infierno y sí, esta es la llave para convertirnos en los verdaderos amos del Trópico.

Colocó la bandeja sobre una mesa y levantó el mantel con un gesto teatral. Nadie dijo nada, pero seguramente todos dudaron de su cordura.

—Imagino lo que piensan —dijo Vanderbilt, sin perder la sonrisa— pero con esto nos apropiaremos no solamente de Centroamérica, sino, probablemente, de toda Hispanoamérica. Controlaremos sus gobiernos, controlaremos sus destinos. Como les dije, seremos los amos del Trópico.

Vanderbilt siguió hablando durante mucho tiempo y a medida que explicaba sus planes y calculaba las formidables ganancias de la nueva operación, los cinco hombres comenzaron también a sonreír y a mirar, con admiración y respeto, el pequeño racimo de bananas que descansaba inofensivamente sobre aquella bandeja.

EPITAFIO

Dedicó su vida al microrrelato. Al morir colocaron sobre su tumba el siguiente epitafio: «Quizás no fue un hombre prudente, pero siempre midió sus palabras».

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El escritor Kalton Bruhl ha publicado numerosas obras, entre las que destacan El último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), Novela: La mente dividida (2014). Traducidas al alemán y al francés, sus obras han sido recogidas en diferentes antologías, como Antología del relato negro III, Hiroshima, Truman, Asesinatos profilácticos y 2099.