Estética y moral en la narrativa de la era de Chávez: La hija de la española

2 agosto, 2021

El título de estos apuntes parte de dos presupuestos que pudieran considerarse, el primero (lo estético), innecesario y hasta perogrullesco; el segundo (lo moral), ajeno a las valoraciones que respecto de la narrativa, en especial sobre la novela, suelen hacerse hoy en el campo de la crítica. Me apresuro a recordar que en toda investigación literaria las hipótesis de lectura ordenan, a veces de un solo trazo, un cúmulo de enseres artísticos con base en ciertos fenómenos para producir algunos conocimientos que expliquen aquello que activa la curiosidad, como el hecho, pongamos por caso, de que en un contexto urgido por necesidades elementales (agua, comida, estado de derecho) y colapsado en sus engranajes social y económico, el repentismo quizá atiza cristalizaciones en apariencia creativas, pero que en realidad violentan los parámetros esenciales –¿esencialistas?– de la literatura1.

Lo que pretendo, entonces, es mostrar ciertas desviaciones (¿o derivaciones?) que buena parte de la narrativa venezolana revela al momento de constelarse como propuesta de interpretación simbólica del país en su circunstancia actual; desvíos que se manifiestan en el uso del estatuto genológico de la novela, en particular de su condición estética, y en la manera como se resuelven, en el plano de las tramas, varias situaciones importantes de los argumentos que ponen en entredicho la impedimenta moral de los sujetos representados y, por añadidura, de la sociedad encarnada.

Antes de entrar en materia es necesario establecer, sin embargo, dos delimitaciones.

La primera: aun cuando utilizo el término «narrativa», lo cual engloba también al cuento, solo me referiré al género novela. Esto porque la novela se ha constituido, como se sabe, en la forma lingüística que emancipa autores y, todavía más, que ubica las literaturas nacionales –en ocasiones de modo efímero– en el tablero del negocio transnacional de prestigiosas o, por defecto, grandes casas editoras en lengua española. Si algo le debemos al comisario Lukács es la corroboración de que ese proteico género literario ocupa sitio ostensible gracias a su elasticidad y amplitud arquitectónica muy propicias para «reflejar» sociedades «problematizadas» como las nuestras (así las llamaba), esto es, las que integran la cultura occidental.

Desde los tiempos del teórico marxista –allá por los años veinte del siglo pasado– ha corrido mucha tinta; no obstante, es difícil contradecir los hechos: la novela deviene eficaz instrumento que gatilla procesos cognitivos que potencian la memoria, enriquece la sensibilidad y dispara la reflexión de una manera más expedita y directa que otros géneros literarios, incluso cuando las piezas que la materializan resulten un tanto abstrusas. De allí sus densas y ramificadas proyecciones, su tenaz vigencia. A veces olvidamos que se trata de uno más de los géneros y caemos en el equívoco de hacer de ella sinécdoque de la Literatura de una región o una época.

(Con todo, las consideraciones que propongo se observan, por igual, en cientos de relatos venezolanos del período evaluado.)

Segunda delimitación. Al hilo de lo anterior, y como viene haciendo casi toda la crítica dedicada al examen de la novela en la era de Chávez (1992-2021) –véase, por ejemplo, el trabajo de Patricia Valladares-Ruiz: Narrativas del descalabro. La novela venezolana en tiempos de revolución (Woodbridge, Tamesis, 2018) o el de Katie Brown: Writing and the Revolution. Venezuelan Metafiction 2004-2012 (Liverpool, Liverpool University Press, 2019) y, sin duda, extensas zonas del estudio de Miguel Gomes El desengaño de la modernidad. Cultura y literatura venezolana en los albores del siglo XXI (Caracas, ABediciones, 2017) (por no citar las decenas de papers sobre el mismo asunto)–, consideraré que las obras novelescas representativas de nuestra narrativa reciente, esas que han puesto a circular el nombre del país y de sus autores en España, América Latina y otros latitudes distintas a la república del idioma materno, son aquellas que han hecho de la revolución bolivariana –en clave negativa– tema, atmósfera, motivo de sus productos ficcionales con todo y que, lo sabemos, hay otro tipo de manifestaciones fictivas que apenas rozan esos avatares, pero que no han tenido tanta fortuna en el mercado del imaginario.

Este aspecto resulta crucial al momento de acometer un trabajo comprensivo sobre la novela venezolana del lapso, pues lo que figura como referencia en el horizonte de expectativas de críticos y lectores, me atrevo a afirmar, es el conjunto de títulos que cuestiona el entorno sociopolítico que padece Venezuela desde 1999; es decir, aquellas composiciones en las que se evidencia una abierta confrontación entre el mundo representado por los personajes y los atrabiliarios manejos –administrativos, jurídicos, ideológicos– de la cosa pública por quienes usufructúan –en el anclaje real de las historias– el poder del Estado. En rigor, las piezas que, grosso modo, en los últimos tres lustros han recibido el beneplácito de significativos editores comerciales y de una marcada lectoría que se identifica con sus reclamos alegóricos; las novelas, en fin, antichavistas que imantan ciertas ideaciones de la democracia, digamos, liberal.

Esto genera al menos una intriga. Analizar la carnadura estética y moral de las novelas «representativas» de la era de Chávez solo constituye la mitad del problema. En el terreno de defensa de las bondades de la revolución bolivariana abundan, por igual, textos novelescos en los que es notoria la presencia de los fenómenos en los que me detendré más adelante; verbigracia: Averno (2006) y Limbo (2016), ambos de Gabriel Jiménez Emán; Tiempos del incendio (2014), de José Roberto Duque, o esa rareza bibliográfica (si incluyera al relato en el análisis) intitulada Josefina se arrechó & otros cuentos (2006), de Mario Silva García. Pero, ya se ve, estas obras no representan la novela venezolana actual (los libros que se publican en Alfaguara, Alianza, Lumen, Pre-Textos, Seix-Barral, Tusquets o en editoriales nacionales privadas), sino que integran un cerrado circuito alimentado pecuniariamente por el Estado en las varias redes de edición de que dispone. Son, pues, ejemplares que defienden una clara parcialidad política y social, y a cuyos autores y editores no parece interesarles difundir el fruto de sus esfuerzos.

Resumiendo: las novelas venezolanas representativas de la era de Chávez se hallan investidas de los siguientes rasgos (algunos extraliterarios): sus contenidos trasuntan una postura de rechazo al chavismo en tanto sistema político-social; se trata de piezas publicadas, por lo general, en editoriales privadas y en ciertos casos por compañías transnacionales; sus lectores integran una estratificación humana que acaso se identifica en su cotidianidad con varias de las historias y aspiraciones de los personajes, de allí tal vez su impacto.

Establecidas las dos delimitaciones avanzo, sin más, en mi indagación.

Cuando el lector poco entrenado entra en el universo fictivo de cualquiera de nuestras novelas representativas no se pregunta si lo que lee es, realmente, una composición del género. Parte de la base, especulemos, de que el dependiente de la librería le aseguró que se llevaba una “buena obra” y así, apenas adelantar los primeros párrafos, queda convencido de que se adentra en una aventura singular y quién sabe si entretenida. Por supuesto, es natural que este desprevenido lector confíe en el criterio de alguien que cree más experto y que, al dejarse llevar, obture posibles interrogantes. Sin embargo, a los pocos capítulos el sujeto se ve vencido por el tedio o por la recurrencia de escenas trasegadas de “la vida misma”, como apuntaba el eslogan de un remoto programa radial de los setenta: «La historia de una canción». Es lo que ocurre con algunas novelas en las que el discurso periodístico, más que ayudar, perjudica el desarrollo de las acciones:

En la Encrucijada, entre Turmero y Palo Negro, se alzaba un tanque de metal herrumbroso estampado con tres letras: P.A.N., el acrónimo de Productos Alimenticios Nacionales, la marca que creó la primera corporación cervecera venezolana para identificar la harina de maíz precocida, un producto que durante décadas dio de comer al país gracias a las arepas, hallacas, cachapas, hallaquitas y bollos que se preparaban con aquella mezcla, y cuyo grano se almacenaba en el depósito de Remavenca, una fábrica que se dejaba ver cuando aún faltaban unos doscientos kilómetros para llegar a Ocumare de la Costa. Aquella planta había sido el granero de Aragua, la provincia (…) cuyo producto más importante, además del ron y la caña de azúcar, era aquella harina, que se comercializaba en unos paquetes amarillos ilustrados con la estampa de una mujer de bemba roja, aretes gigantes y un pañuelo de lunares en la cabeza. Una versión criolla y campesina, por no decir hiperbólica, de Carmen Miranda, la actriz a la que el south america way  llevó a los estudios de la 20th Century Fox y también a la mesa de todos los hogares venezolanos. (Karina Sainz Borgo, La hija de la española, Barcelona, Editorial Lumen, 2019, p. 139)

Uno agradece el recuento histórico, pero no puede dejar de preguntarse qué relación guardan estos pormenores industriales con la trama. (En el contexto de este pasaje, conviene decirlo, se nos instruye sobre la hambruna causada por el Gobierno allí bocetado en disfavor del «pueblo».)

Fragmentos de esta naturaleza, los cuales no incrementan el criterio de interés de la anécdota, perjudican el debido empaque estético de la novela de Sainz Borgo al no hallarse asideros poéticos (en el sentido de poiesis) que justifiquen tales expansiones. Estoy consciente de que el género permite, dado su maleable carácter, la inclusión de diferentes perspectivas discursivas. No obstante, hay reglas composicionales que no pueden violentarse sin riesgo de extraviar la funcionalidad artística del formato.

Explico.

Cuando en el siglo XVIII Alexander Baumgarten crea la estética como una rama independiente de la filosofía, echa las bases conceptuales para todas las especulaciones relacionadas con la condición de los objetos que se generan como especificidades en cada instancia del arte. En el caso de la literatura, y de la novela en particular, disponemos de un cuerpo de elementos que la tradición ha ido galvanizando, los cuales nos permiten aspirar a un tipo de producto estético que satisfaga el anhelo de quien lee esa forma narrativa. Así, una novela bien concebida debe revelar el manejo de un instrumental mínimo: argumento, personajes, temas, verosimilitud, estructura, tejidos en una lengua depurada y que genere algún sustrato o fulgor simbólico respecto del universo ficticio representado. Apunto trivialidades, lo sé. Sin embargo, es bueno recordarlas por cuanto en muchas de nuestras novelas actuales hay olvido de estos presupuestos básicos.

Señalar la necesidad de atender al estatuto poético de una novela no pretende restringir las capacidades creativas del narrador (la función prescriptiva es por completo ajena a la actividad crítica), sino darle debida atención a la necesidad de planeamiento y cristalizado de las obras. Por lo demás, al género lo caracteriza su versátil esencia, pero también su revestimiento estético.

Volvamos a la novela de Sainz Borgo. No cuestiono las proyecciones crematísticas ni el diseño elocutivo de la pieza: escrita para un público focalizado: el español peninsular. A fin de cuentas el autor escribe para quien le venga en gana y sobre el tópico que desee: todo es susceptible de novelarse. No obstante, sí es recusable la carga de debilidades de la historia. A saber: desde el mismísimo primer capítulo se nos ilustran, de manera recurrente, las perversiones de los cuadros menores del chavismo: los operadores políticos que ejercen el poder en los barrios y urbanizaciones; el chavista de a pie que al llamado de sus líderes emprende cualquier desmán: apropiación indebida de alimentos y bienes inmuebles, golpizas y asesinatos de opositores, desplazado del estamento policial. En esa Caracas donde llueven balas a toda hora hay que atrancar las puertas de las viviendas para evitar que sean invadidas por okupas simpatizantes de la revolución. Sin embargo, en virtud de una providencial casualidad la protagonista accede –sin trabas– al apartamento de su vecina para así comenzar a suplantarla.

A esta primera inverosimilitud se suman otras: el descubrimiento –asimismo providencial– de un suculento monto en divisas extranjeras, de un billete de avión y, luego, la cita en el consulado caraqueño de España en la que el funcionario no se percata de que trata con una ladrona de identidad. Para no hablar de un hecho insólito: en tiempos de redes sociales la familia de la suplantada no tiene siquiera una foto de su pariente del trópico (ahora fallecida), lo que facilita la conversión.

Se me dirá que las casualidades trufan la narrativa de Paul Auster, entre otras muestras socorridas. O que lidiamos con un libro de ficción, terreno donde son lícitos estos golpes de suerte. Sin embargo, en las obras de Auster o en los textos ficcionales bien trabados las supuestas casualidades devienen causalidades por imposición de las tramas: consecuencias naturales de las peripecias.

Podríamos detenernos en pormenores estilísticos:

País sin dientes que degüella gallinas. (p. 28)

***

… me ardía dentro la pregunta sobre si los años que había vivido junto a mí habían sido una bancarrota… (cursivas mías, p. 44)

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… ahora resucitaban en mi mente como eructos del corazón. (p. 68).

***

Algunas miraban móviles táctiles de los que se desprendía una música estridente mientras otras charlaban entre ellas y pasaban revista a sus cuitas.

–Roiner, ya sabes, el de Barinas, se fue a San Cristóbal.

–¿Y eso?

–¿Pa’ qué va sé, estúpida? Allá la gasolina es más cara. Con dos bidones se compra una caje e’ celveza. Y se bachaquea mejor, me dijo. Hay menos competencia.

–‘Jo puta, ¿no? ¿Y pa’ nosotras na?

–Calla, que te vo’a paltí la jeta, por malhablá.

–¿Y qué le dieron al jediondo ese en el Negro Primero?

–Ese frente ya no funciona más.

–¿Y pol qué?

–Ah, mundo, y yo qué sé.

–Mira, Juendy.

–Wendy, m’hija, Wendy…, no Juendy.

–Bueno, eso… ¿No vas a llamá a la Mariscala?

–Espérate, chica. Que ella es la que tiene que decidí cuándo tenemos que mové el peroleo este.

–¿Y qué ’amo asé to ese tiempo, pue?

–Lo de siempre: esperá. (p. 70)

En la mecánica conformación de los personajes:

Uno de ellos, un moreno flaco con ojos de víbora, me sugirió que me diera prisa. En lo que iba de semana habían robado a mano armada en tres entierros. Y no querrá usted pasar ningún susto, dijo mirándome las piernas. No supe si aquello era un consejo o una amenaza. (p. 28)

***

«Los Bastardos de la Revolución», me dije al ver a un grupo de mujeres obesas, todas vestidas de rojo. Parecían una familia. Un gineceo de ninfas amorcilladas: padres y hermanos que en realidad eran madres y hermanas. Vestales armadas con cubetas y palos: la feminidad en su más amplio y esperpéntico esplendor. (p. 54)

***

Todas vestían el uniforme de las milicias civiles: una camiseta roja. Parecían haber dado con el lote de la talla más pequeña. Los vaqueros ajustados resaltaban sus piernas gruesas, rematadas con unos pies elefantiásicos calzados con chancletas de plástico. Eran morenas y tenían la cabellera hirsuta recogida en un muñón de pelo tieso. (p. 69)

O en el tratamiento de ciertos temas sociales:

Gloria no dejó hablar de dinero ni un solo instante. Algo en sus ojitos roedores insistía en detectar qué tajada podía sacar ella de mi situación o al menos enterarse de cómo mejorar la suya a partir de la mía. Así vivíamos todos entonces: mirando qué había en la bolsa de la compra del otro y olisqueando si el vecino llevaba algo que escaseara para buscar dónde conseguirlo. Todos nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en depredación. (p. 20)

***

Estudié en un instituto de monjas, el sucedáneo de uno más prestigioso en el que no me aceptaron porque, al momento de la entrevista, la directora descubrió que mi madre ni era viuda ni estaba casada. Y aunque ella nunca me dijo nada del episodio, llegué a entender que había sido un síntoma de la enfermedad congénita de la clase media venezolana de entonces: un injerto entre las taras de los blancos criollos del siglo XIX y el desmelene de una sociedad en la que todos tenían su zambo y su negro en la sangre. Ese país donde las mujeres siempre parieron y criaron solas a los hijos de hombres que ni siquiera se tomaron la molestia de ir a comprar tabaco para no volver. Reconocerlo, claro, era parte de la penitencia. La piedra de tranca en la empinada escalera del ascenso social. (p. 45)

***

Comenzó a hincharse en nuestro interior una energía desorganizada y peligrosa. Y con ella las ganas de linchar al que sometía, de escupir al militar estraperlista que revendía los alimentos regulados en el mercado negro o al listo que pretendía quitarnos un litro de leche en las largas filas que se formaban los lunes a las puertas de todos los supermercados. Nos hacían felices cosas funestas: la muerte súbita de algún jerarca ahogado sin explicación en el río más bronco de los llanos centrales, o el estallido en pedazos de algún fiscal corrupto luego de que una bomba escondida bajo el asiento de su todoterreno de lujo hiciera contacto tras girar la llave. Olvidamos la compasión porque ansiábamos cobrar el botín de aquello que iba mal. (p. 65)

Segmentos estructurales en los que se observan algunas fallas quizá endosables a la impericia de una novelista en ciernes. Pero debo abordar el aspecto moral de la novela.

En la conferencia ofrecida en el Colegio Nacional de México en 2018, «La crítica literaria como crítica de la vida» (https://www.youtube.com/watch?v=9wHlf9OvIgo), Filippo La Porta señala que la novela, especie a la que hace referencia, tiene siempre una dimensión moral. Entiende el crítico italiano que de los varios usos que un lector hace de una obra narrativa mayor la búsqueda de respuestas –no necesariamente verbalizadas– que sirvan para sostener su experiencia diaria es una de las funciones más destacables del género. La Porta no niega el trascendente cariz estético de las obras; por el contrario, fundamenta ese importante rasgo con base en la idea de que la novela nos da razones para vivir, pues «nos ofrece unos modelos del mundo entrelazados de distintas maneras con el mundo real».

Así pues, lo moral concurre en todas las materializaciones que tienen al lenguaje, más allá de sus atributos comunicativos, como substancia de creación artística. Esto porque, según precisa Norbert Bilbeny, la «moral se refiere (…) al tipo de conducta reglada por costumbres o por normas internas al sujeto», las cuales sirven de cimiento –agregamos nosotros– para modelar a los personajes de una historia. Continúa Bilbeny:

… puede decirse que la moral corresponde a aquel conjunto de actos y actitudes de una persona, o de un grupo de personas humanas, que estas juzgan apropiados respecto a seres, humanos o no, con los que mantienen un vínculo, o que son objeto de su consideración como tales seres2.

Precisemos aún más: «La palabra “moral” procede de la latina moralis. Esta, a su vez, proviene de mos-moris, que significa “costumbre”»:

… “moral” es el nombre de todo el conjunto de costumbres y prácticas, así como normas y convenciones no escritas predominantes en determinada comunidad. También las creencias que en ella imperan informalmente sobre lo bueno y lo malo, sobre lo que se debe hacer y lo que no, sobre lo conveniente e inconveniente y sobre lo éticamente valioso o superfluo. [Ética (orientaciones básicas), Puerto La Cruz, Fundación Ethos, 2018, p. 23-24]

Digamos que «la moral establece líneas definidas de actuación a cada individuo y lo hace, tanto en el orden de las relaciones interhumanas públicas como en la vida privada y en la intimidad de cada quien» (Ética…, p. 24). Taxativamente, pudiéramos calificar La hija de la española como un alegato contra la inmoralidad de los chavistas en ella representados. Anclada a una realidad concreta (es una pieza realista), la novela enfatiza el torvo comportamiento social y político de una cáfila de desalmados que medran a la sombra de un supuesto poder comunal. Lo que hacen estos vecinos defensores del “socialismo del siglo XXI” contra quienes no condicen con su orientación ideológica resulta moralmente deleznable, malo. Así, la protagonista sufre los embates de un contexto en el que se han perdido casi todas las normas de convivencia civil. El único resquicio de moralidad parece arrogárselo ella, una reciente huérfana de treinta años de edad a la que han invadido su vivienda y que asimismo ha perdido, debido a las circunstancias, el rumbo de su vida.

Sin embargo, la denuncia sobre la inmoralidad chavista pronto se empaña con la propia inmoralidad de la protagonista (Adelaida Falcón) trasmutada en heroína de aquello que cada página de la novela cuestiona. He aquí una terrible falla de la composición: la chica sedicente que lanza el cadáver de la mujer a quien suplanta, lo lleva hasta un contenedor de basura prendido en fuego y hace que se consuma para borrar cualquier huella de su delito. Porque Adelaida se comporta como una facinerosa. No es posible atenuar los hechos: roba la identidad de una muerta y desaparece el cuerpo en medio de las refriegas callejeras entre chavistas y opositores. Pretextar que lo hace porque es la única manera de salir del país es un vago recurso argumentativo. Además, apenas cumplido el trámite se sienta a conversar con el hermano de su mejor amiga sin dar muestra de arrepentimiento: nunca más piensa –moralmente– en el asunto.

Una interpretación simbólica pudiera argüir que Adelaida se ha contaminado del medio sociocultural al punto de convertirse en una suerte de chavista ontológica o que ha conocido, impelida por los hechos, una de sus marcas idiosincrásicas: la inmoralidad ambiente en la que matar al otro es la clave de la supervivencia.

Como quiera que sea, La hija de la española es apenas muestra de un conjunto en el que destacan otros títulos: aquel donde las debilidades estéticas y morales campan en algunas novelas venezolanas representativas de nuestra situación actual. Y es que tal vez la urgencia por decir genera opacidad en la forma y, sobremanera, gestos contrarios a la buena conciencia. Ya lo decía Octavio Paz: «En la literatura la sociedad se refleja pero, con más frecuencia, se contradice» (In/mediaciones, Barcelona, Seix-Barral, 1979, p. 34).

Notas

  • 1 Este texto, ahora con ajustes para esta versión escrita, fue leído el 30 de junio de 2021 en las V Jornadas LASA-Venezuela.
  • 2 Vale la pena transcribir el resto del pasaje: «Por “apropiados” ha de entenderse aquí “buenos” –es lo más común–, pero también “correctos”, “justos”, “lícitos”, “válidos”, y otros conceptos similares, según cada situación o cultura. Por otra parte, podemos hablar tanto de la moral referida al individuo como al grupo, o a la sociedad, incluso. Del mismo modo que los seres implicados en el juicio de lo que es “apropiado” no son solo los humanos, sino el resto de seres vivos y hasta de otra naturaleza (pongamos el medio ambiente, o seres artificiales). El círculo de lo moral no está, pues, limitado». (Norbert Bilbeny, Ética, Barcelona, Editorial Ariel, 2012, p. 21).

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Crítico literario. Profesor de la Universidad Central de Venezuela, adscrito al Instituto de Investigaciones Literarias de esa casa de estudios. Coordinador de la Maestría en Literatura Venezolana del Postgrado de la Facultad de Humanidades y Educación (UCV). Coordinador de cultura de la website Prodavinci. Se ha especializado en el estudio histórico-crítico de la narrativa venezolana y latinoamericana.