Ficción: Comentarios finales

2 junio, 2021

Cuentan que el viejo Solís, luego de que cerraron la emisora, incapaz de hallar trabajo a su edad, se fue a vivir a la caballeriza de su hermano. Allí se sentaba desde temprano en la mañana a observar caballos. Apenas hablaba. Veía a los trabajadores pasar, se servía cervezas y se limitaba a escuchar viejas grabaciones suyas. Castañeda, que lo visitó en varias ocasiones, me comentó que se había llegado a obsesionar con una cinta en particular.

Lo había visitado un sábado y se lo había encontrado escuchando la grabación de los minutos finales del campeonato del ochenta y nueve. Pensando que se trataba de un mero ejercicio de nostalgia, se sentó junto al viejo, se sirvió una cerveza y dejó que los minutos confirmaran lo que ya todos sabían: que aquel equipo perdería, por más que el grito de gol pareciera acercarse. Luego se pusieron a hablar de caballos y entre cervezas dejaron que les ganara la tarde.

Lo extraño fue que cuando volvió a la semana siguiente, lo encontró en la misma pose, un poco más arisco, escuchando atentamente la misma grabación. Lo notó más lejano, con cierto aura de animal perdido y pensó que finalmente su viejo colega desvariaba. De la maquinita ya un tanto mohosa y vieja salía la irremplazable voz de Solís en sus mejores años, aquella voz torrencial e incansable que acabaría por convertirlo en el indiscutible narrador del fútbol nacional. Llegado el final, el viejo se detenía, rebobinaba y volvía a escucharla.

Por respeto, Castañeda dejó pasar los minutos y al cabo de un tiempo, notando que el viejo ni caso le hacía, se fue a merodear por las caballerizas en busca de aire fresco. A medio cigarrillo, un muchacho joven que allí trabajaba lo detuvo para pedirle un autógrafo. Y allí se quedaron hablando, de narradores, comentaristas y futbolistas retirados, hasta que un grito lejano forzó al muchacho a continuar trabajando. Castañeda remachó el segundo cigarrillo sobre la tierra húmeda y emprendió el camino de vuelta a las caballerizas.

Entonces lo vio.

Aunque de lejos parecía una repetición exacta de la vieja grabación, la voz y los gestos del viejo insinuaban algo más. A veces se le veía detener un poco el ritmo, contradiciendo los vaivenes de la vieja narración, a veces se le escuchaba titubear un pase, a veces se le veía insinuar una jugada que no había terminado por completarse. Repetía, con la voz ahora más rugosa pero igualmente encendida, la narración que había hecho aquella tarde, a la vez que esbozaba posibilidades inconclusas. Castañeda recordó entonces lo que el propio Solís le había dicho ya medio bebido la tarde de la derrota:

“Fue mi culpa, si lo hubiese narrado mejor hubiese pasado de otra forma”

Cuando volvió a mirarlo lo vio nuevamente inmerso en aquella imposible tarea de redacción anacrónica. Un hombre en batalla con su propia voz. Comprendió entonces  que para su antiguo colega el pasado era un enorme rosario que debía ser narrado hasta que se produjese un milagro. Se sirvió otra cerveza y al cabo del tercer cigarrillo, se despidió. Ya a punto de montarse en el auto escuchó como los trabajadores se reían del viejo y pensó que la locura siempre obedece a un lenguaje privado. Quince días más tarde, Castañeda le contó la historia a Eduardo y Eduardo luego me la contó a mí como si se tratase de una broma.

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Costa Rica, 1987. Es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Princeton. Su primera novela, Coronel Lágrimas, que fue muy bien recibida por la crítica y se tradujo al inglés. Museo animal es su segunda novela, también publicada con éxito. Actualmente reside en Londres y es profesor en la Universidad de Cambridge.