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Fragmento de El país de las calles sin nombre (novela)

4 abril, 2022

Reproducimos un fragmento de El país de las calles sin nombre (Seix Barral, 2021), la más reciente novela del escritor nicaragüense José Adiak Montoya  (cortesía de Planeta México)


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Mientras la costa se aleja y el ruido de la pesada embarcación es un rumor que acaricia la superficie del agua, la sonrisa de Alice va creciendo. Max, su reciente esposo, está en esos momentos desempacando las maletas en el camarote, pero Alice no ha podido resistir venir a la borda y ver cómo a cada segundo los edificios se vuelven más y más pequeños a la distancia. Queda mucha luna de miel por delante para estar con Max.

Es la primera vez, desde que llegó a Estados Unidos, que sale del país. No podía perderse el espectáculo de ver cómo Miami se volvía una franja casi imperceptible, mientras ella, su nuevo esposo y decenas de desconocidos se adentraban en aguas internacionales, en lo que prometía ser, según la publicidad del paquete comprado, un romántico crucero que en los próximos días los llevaría a lugares con nombres que solo habían escuchado en películas de James Bond. Desembarcarían primero en Islas Caimán, seguirían por Ocho Ríos, Nassau, Cayo Hueso, y luego les esperaban cuatro espléndidos días con sus noches en un hotel cinco estrellas de Cozumel, donde Alice estaba emocionada por mostrarle a Max sus destrezas con el español.

Una brisa tan ligera que parecía inexistente rozaba el rostro de Alice. Al cerrar los ojos para concentrarse en ella sintió los brazos de Max enrollándose por detrás. Un beso involuntariamente húmedo y caliente se estrelló en su oreja y le hizo cerrar los ojos con más fuerza.

Hello, my beautiful wife. Shall we go to the bedroom and put some honey into this honeymoon?

Al dar un paso Alice sintió un dolor inconmensurable en la pierna derecha. Era imposible pisar con firmeza. Sintió la gravedad empujándola vertiginosa hacia el suelo. Los brazos de Max ya no la sostenían, habían desaparecido. La brisa se había convertido en gruesas gotas que caían sobre su rostro. Una vez en el piso todo era silencio y lluvia. El dolor de la pierna subía por su cuerpo, convirtiéndolo todo en tormento. Al abrir los ojos solo pudo distinguir en el cielo, casi extinto por la oscuridad de la noche que caía, el círculo de luz de la boca del pozo.

Su fémur estaba fracturado, había un charco bajo su cuerpo. El hedor a humedad estancada era tan fuerte como ningún otro que Alice fuese capaz de recordar. En su confusión descubrió que lloraba, que gemía, no podría determinar si por culpa del miedo o por el dolor de la fractura. Extendió las manos hacia las paredes del pozo para intentar incorporarse, notó que estaba envuelta entre vegetación y maleza. A su temor se sumó la posibilidad de alimañas venenosas que pudieran clavarle los dientes. El terror vino cuando descubrió el celular en su bolsillo trasero, destrozado por el peso de su caída.

Tomó impulso con todas sus fuerzas, y clavando uñas y dedos en el cemento y la maleza logró impulsarse hacia arriba solo para desplomarse con potencia. Su pierna inflamada no podía sostenerla. Al darse contra el piso el dolor fue aún más fuerte que cuando cayó en el pozo, pareció vaciarle todas las energías, y aunque ya estaba casi completamente oscuro sintió perder la visión por segundos y temió desmayarse de nuevo. Gracias al eco de su propio aullido pudo darse cuenta del sonido desgarrador que se había escapado de su garganta al momento de desplomarse. Y gracias a las gotas calientes que corrían por su rostro, a diferencia de las frías de la lluvia, se dio cuenta de que estaba llorando.

Entre el llanto, por primera vez desde que despertó, comenzó a gritar por ayuda. Su voz, como el primer grito, rebotaba entre las paredes del pozo y se escapaba hacia la noche a través de la abertura en lo alto. Pasaron varios minutos de intentos vanos y su voz empezó a disminuir hacia el silencio, un silencio en el que solo existía la oscuridad y el dolor de su pierna palpitando. Por primera vez a Alice se le cruzó la idea de que podría morir en el fondo de ese pozo sin que nadie lo supiera. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que no estaba sola, de que había alguien más con ella.

El recuerdo de la abuela la estremeció. Más de tres décadas atrás la policía y el forense habían determinado que el cuerpo de la señora llevaba al menos cuatro días en el fon- do de ese mismo pozo cuando la encontraron. Había sido asesinada en la casa y luego arrojada ahí.

Alice había escuchado la historia cientos de veces desde que tuvo edad suficiente para saber la verdad. Fue apenas un año después de que la señora hubiera hecho el sacrificio enorme de mandar a la hija y la nieta a Estados Unidos para que escaparan de un país en ruinas, enfermo de guerra y muerte, un país en donde el hambre se volvía insoportable. Con el padre de la pequeña Alicia peleando en las montañas por defender la revolución, sin ninguna constancia de que estuviera con vida o de que pudiera perderla al día siguiente. La situación era insostenible para las dos mujeres y la niña, los alimentos eran tan escasos como las alegrías. La abuela movió entonces viejos contactos de cuando su marido vivía y mantenía negocios desde México hasta el sur del continente. Finalmente, unos antiguos socios mexicanos de la pareja aceptaron acoger a la hija y la nieta, para asegurarse de que finalmente llegaran sanas y salvas a los Estados Unidos. En el periplo del exilio lograron mantenerse un año en la Ciudad de México, antes de llegar permanentemente a Florida.

Durante el primer mes en Miami, apenas instaladas, Dora recibiría la noticia de la muerte de su madre. El parte policial era claro y contundente en su señalamiento: luego de una ardua investigación se determinó que la señora había sido víctima de un robo habitacional que había tenido como desenlace su muerte a manos de presuntamente dos o tres individuos de identidad desconocida. Se determinó que eran ladrones de paso y este representaba el primer crimen mortal en la historia de Los Almendros, comunidad en que la señora era altamente apreciada. Tenía golpes y laceraciones en varias partes del cuerpo, entre ellas una sola herida mortal a la altura de la yugular, de carácter punzante, de unos doce centímetros de profundidad. El cadáver había sido arrojado en el pozo con la intención de ocultarlo y fue encontrado cuatro días luego de haber expirado.

Alice sintió terror. Se encontraba atrapada en el pozo que tantas veces se había presentado en sus pensamientos más morbosos, el lugar donde unos ladrones sin piedad habían arrojado el cadáver de su abuela, donde había comenzado a mostrar los primeros signos de descomposición. La invadió la sensación de miles de hormigas mordiendo desordenadamente su cuerpo, como el de su abuela décadas atrás. Sintió, liviano y a la vez contundente, el hedor a muerte detrás del hedor a humedad. La asaltó la idea de que allí, en esa oscuridad cada vez más densa, a pocos metros de ella, se encontraba un viejo cadáver. Por primera vez se olvidó del dolor de su pierna.

¿Cuánto tardarían en encontrarla? La idea de morir en ese agujero hizo que el frío aumentara. De pronto el somero charco bajo ella se convirtió en una laguna glaciar que la congelaba de pies a cabeza. Tal vez nunca la encontrarían. ¿Hacía cuánto que nadie pisaba ese predio? ¿Hacía cuánto que nadie se preocupaba por ese pedazo de tierra? De no ser por la posibilidad de perder el terreno por abandono de décadas, tanto ella como su madre hubiesen continuado sus vidas cotidianas sin ninguna preocupación por lo que ocurría en ese pequeño punto del mundo que les pertenecía sin pertenecerles.

El creciente terror hizo que todo se le presentara de una vez, de un golpe: la certeza de su muerte, la presencia del cadáver de su abuela, el frío demoledor en todo el cuerpo, y de nuevo y con más fuerza, el punzante dolor del fémur partido. Sus oídos zumbaban y solo una pequeña tregua le permitió percibir los distantes pasos de alguien rondando el pozo.

La palabra ayuda se formó como un alarido y fue expulsada de su garganta. Bastó con una sola vez. Desde lo alto, en la boca del pozo alguien la llamó por su nombre en español mientras un foco de luz invadió el agujero hiriendo sus retinas.

—¡Aguante, doña Alicia! ¡En un segundo vuelvo con ayuda! Sería salvada. El frío se había ido, el charco de agua regresaba a su simple estado de lluvia estancada. No moriría en el pozo. No acompañaría a su abuela en lo que fue el altar de su descomposición. Solo existía ahora el dolor en la pierna. ¿Quién la había encontrado? ¿Cómo sabía su nombre? No le importaba, lo único que le importaba era el dolor y la idea de que esa voz hubiese sido un cruel invento de su mente aturdida. Pero no. Ahora escuchaba varios pasos en lo alto, voces de hombres. Sintió, de nuevo, que perdía la poca visión que tenía en la oscuridad, los focos de luz que la alumbraban se volvían débiles desde arriba. Los huesos de su abuela se recubrían de carne, de piel, su cuerpo era tibio de nuevo, emergía hacia ella desde la penumbra del pozo y presionaba contra ella un beso en la frente, un beso húmedo, de labios carnosos que protegían los dientes de su calavera. Y de nuevo Alice estaba en los brazos de Max, en la borda del crucero que se desplazaba sereno sobre las aguas.

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Managua, Nicaragua, 1987.
Es autor de Eclipse (2007), El sótano del ángel (2010), Un rojo aullido en el bosque (2015), Lennon bajo el sol (2017), Aunque nada perdure (2020) y El país de las calles sin nombre (2021). Ha sido incluido en diversas antologías y se le han otorgado residencias literarias en Francia y México. En 2015 fue el ganador del III Premio Centroamericano Carátula de cuento. En 2016 la FIL Guadajara lo nombró uno de los autores latinoamericanos más destacados nacido en la década de los ochentas. En 2021 la revista británica Granta lo incluyó en su lista de la década como uno de los mejores nuevos escritores en castellano.