Cortesía de Encino ediciones

Hasta que se apaguen las estrellas

6 diciembre, 2021

Presentamos un cuento de la escritora chilena Andrea Jeftanovic, cuyo libro No aceptes caramelos de extraños, fue publicado recientemente por la editorial costarricense Encino ediciones.

No entres dócilmente en esa buena noche,
La vejez debe arder y delirar al cierre del día;
Rabia, rabia contra la muerte de la luz.

Dylan Thomas

Acariciaba la página del periódico dentro de mi cartera mientras esperaba en el frío de la noche que abrieran la puerta. La enfermera de los suecos quirúrgicos giraba dos veces la llave en la cerradura mientras decía un cansado «buenas noches» y con un gesto displicente me hacía pasar. En la primera mampara presionaba dos veces el recipiente de alcohol gel y me secaba las manos con la toalla granulada: «Por favor, lavarse las manos antes de encontrase con un familiar». Ya adentro, me recibía el golpe de la calefacción con un aroma a ciruelas maduras que me hacía arriscar la nariz. Leí la pizarra de acrílico: «Don Alfonso: tomar la temperatura», «Doña Graciela: girar por la escara de su nalga izquierda, aplicar crema», «Don Osvaldo: inyectar protomobontina cada seis horas», «Señora Eugenia: inhalar a las 2 am», «Hildita con insomnio, se administró calmante», «Doña Maricela: controlar el HGT cada cuatro horas, no informar resultado, decir entre 100 y 110», «Los demás pacientes sin novedades».

El segundo timbre abría la reja que accedía a las escaleras conducentes al segundo piso, donde se encontraban los paciente semivalentes. Los que costaban menos a la sociedad, pero más a la medicina. Un espacio decorado por un singular mobiliario compuesto de catres hospitalarios, burritos andadores, sillas de ruedas, máquinas de aspiración, sondas, inhaladores, bolsas de suero, tanques de oxígeno. Mi padre sentado en un sofá, viendo las noticias en la habitación 234. Para llegar hasta su cuarto era necesario transitar  un largo pasillo. Si lo cruzaba de día, cada habitación era una caja de sorpresas de cuyos resortes saltaban ancianos extravagantes. En la primera puerta, la señora que dice rosarios de garabatos procaces; en la segunda, una anciana canosa acariciando sus muñecas de trapo que saca de un canasto de mimbre; en la tercera, la que me intercepta preguntando: «¿Qué hace usted en mi casa?»; en la cuarta, el señor que contempla rígido el horizonte mientras pellizca los traseros a las enfermeras; luego, la señora Águeda, que solfea las notas rescatadas de su otra vida como cantante de ópera; en la siguiente, las dos señoras postradas que nunca han pestañeado desde que las conozco. Cada dos puertas:

«Lavarse las manos antes y después de atender un paciente».

En otro cuarto, el caballero misterioso del que sólo se escuchaba el sonido de la pierna de metal, iba pisando el suelo con estruendos repetidos. Si transitaba el corredor de noche, avanzaba rápido. El largo pasillo estaba casi vacío. Cada habitación era un agujero oscuro desde donde salían suspiros, zumbidos de máquinas. Los ruidos suaves eran interrumpidos por el anciano refunfuñón que caminaba arrastrando una bolsa de orina o algunas auxiliares del segundo turno que saludaban con miradas de alacranes muertos y transitaban sigilosas rozando las paredes. Casi al final, mi padre, siempre hundido en su sillón vienés, de tapiz ocre y brazos anchos, frente a la televisión, presionando el control remoto con un leve temblor. Según la ficha psicológica del Hogar: «Autoestima adecuada, buen estado anímico, confianza en sí mismo. Patología de base dificulta conversación y expresión oral, necesita apoyo personalizado. Ha demostrado ser una persona interesada en participar en todos aquellas actividades de su gusto. Muy sociable, educado, respetuoso, con ganas de aprender cosas, abierto a experimentar posibilidades. Su Mini Mental es de 35 puntos, sin deterioro cognitivo relevante. El puntaje de la escala de Depresión aparece sin signos de bajo ánimo. De un tiempo a esta parte, el paciente participa en el taller de cacho, gimnasia, películas,  psicología, conversación».

Mi padre atacado por un terco Mal de Parkinson desde hace doce años, mi padre diabético mellitus, mi padre paciente cardíaco con tres by pass y un stent atravesando su corazón como un pérfido Cupido. Dos pólipos extirpados del colon, la sustracción radical de la próstata por hipertrofia. Él, en sí mismo, un exponente de la medicina contemporánea, la intersección entre la mala genética, los pocos cuidados y la tecnología de avanzada. Ahora, mi padre diagnosticado con un cáncer. Un tumor de 7,1 x 3, 4 x 5,2 centímetros en el riñón derecho, como lo indicaba la ecotomografía. El riñón izquierdo con miles de pequeños quistes. La hemorragia al orinar, los tiempos de descuento. Esta vez había decidido prescindir de la retórica oncológica. Cuando salí de la consulta del especialista, tiré todos los exámenes en un tarro de basura cerca del río. Ni una palabra esta vez, la excusa de una infección urinaria justificó los procedimientos.

Fuera de día o de noche, en cuanto me veía llegar sonreía dulcemente amparado en un cariño incondicional y, ahora en la ignorancia de su estado terminal, a la espera de la página ajada del periódico que leería con la avidez de un prisionero. Noticias del mundo, del país, de deporte, de la bolsa, de espectáculos según la voluntad del vendedor. Leería esos recuadros atentamente mientras yo amasaba la hierba separando el pasto de las semillas sobre el papel de arroz. Un montoncito en forma de cilindro que prendía con mi encendedor. La primera aspirada profunda y certera. El humo desplegándose en bocanadas. Primero, él, luego yo hasta que aparecieran las primeras risotadas.

―Hijita, te tengo que decir algo.

―¿Qué?

―Me sale el pipí rojo.

―Estás daltónico.

―No, de verdad.

―Con este pasto te debería salir verde.

Risas cosquillosas, carcajeos que se multiplicaban al tiempo que el cigarrillo se consumía entre chispas anaranjadas y bordes grises que reptaban como gusanos. La sonrisa plácida y la asociación libre eran el comienzo de nuestras citas.

―Me estuve acordando de ese quiltro que teníamos, el Niki.

―Ese perro con manchas café y el ojo negro de pirata.

―El perro que llegó y se fue con el loco de Allende.

―Papá, a mí me gusta Allende.

―Pero si eras una cabra chica.

―Digamos que fue un descubrimiento retroactivo.

―Bueno, Allende está muerto, qué importa.

―No, está más vivo que nosotros dos.

―No hablemos de política.

―Ni de economía.

―Ni de religión.

―¿Y entonces, de qué hablamos?

―Papá, ¿te importa que sea judía?

―Mientras no te creas lo del pueblo elegido.

―No, qué va. Todos los pueblos son los pueblos elegidos. Allende decía que la historia la hacían los pueblos.

―¿Tú crees?

―Lamentablemente la hacen las elites.

―Ingenuo Allende.

―Un político con épica y ética.

―Pero era un caos, no te acuerdas de desabastecimiento y de las colas.

―Algo, pero le hicieron la vida imposible.

― Soy un chicago boy.

―Sí ya sé, pero no concuerdo con la postura de los chi -cago boys.

―Chi-cago.

―Chi- cagó.

―Chi- se cagaron el país completo.

―No sabes, no entendiste nada, la privatización fue nuestra Sierra Maestra.

Cuando mi padre comenzaba con comentarios impertinentes sabía que estaba absolutamente ido. Sus ojos eran una línea rojiza. A estas alturas, el olor a pasto quemado me obligaba a cerrar bien la puerta para que no se sintiera afuera. Miré el dormitorio de modo panorámico, los muebles protegen de esa sensación de ajenidad. Los compramos, los trajimos de la tienda de antigüedades destartaladas, les pusimos baratijas encima, les inventamos historias, los hicimos parte de esta casa simulada. Afuera había muchos sonidos, alguien hablaba con palabras golpeadas, tocaron la puerta.

―Le prohíbo a la enfermera que me interrumpa ahora.

―Papá, qué hacemos, insisten.

―Creo que he sido claro, prohíbo que me interrumpan ahora, tengo setenta y ocho años y hago lo que se me da la real gana.

Nos reímos al unísono en una histérica carcajada, nos arqueábamos con las manos balbuceando tonterías.

―Real gana, ¿te crees un monarca?

―Si siguen molestando, te juro que firmo un edicto.

―¿El de Nantes?

―Cualquiera.

―Cálmate, ya se fueron.

A esas alturas veíamos fulgores azulados y una manchita de agua vertical cayendo por el espejo. Yo observaba la vejez: una carne fingiéndose carne, uñas amarillentas, huesos de cartulina. De pronto lo volví a ver joven, arriba de un caballo o bien cesante para la crisis de los ochenta, incapaz de hablar, mirándome desde la silla heredada, el teléfono descolgado, el timbre de la puerta, los sobres apilándose con las cuentas impagas. Puse una pinza a lo que nos quedaba del pito y dimos las últimas bocanadas. Mi padre siempre se distraía, y en medio de la distracción, un atisbo de ternura, un beso en la frente.

― Oye, una pregunta: ¿de verdad votaste «No» para el Plebiscito?

―No no no no.

Las mujeres del Hogar llevan enaguas que se asoman por las faldas. Hay una señora con Alzheimer que amenaza con irse todos los días un cuarto para las cinco de la tarde, arrastra la maleta con una rueda que chirría. Las habitaciones se asemejan unas a otras, la madera sin barnizar debido a la prisa de las mudanzas, un sofá con cojines de punto croché, mesas y estantes de mimbre, cajas de música con bailarinas trabadas, cortinas manchadas, veladores idénticos, adornados con frascos de medicamentos, vitaminas, polvo, pañitos tejidos, fotos de familiares en molduras doradas, perritos de cerámica. En los pasillos, las chicas de la limpieza friegan una y otra vez con detergente y un trapero, ganas de preguntarle:

«¿No deberían probar con otra marca? Este no quita el olor a ciruelas maduras».

Mi padre, un enfermo orientado en el tiempo y en el espacio, memoria de largo plazo impecable, confusos los últimos diez años, contacto visual, personalidad retraída, dificultad para expresarse oralmente, disfonía por rigidez en las cuerdas vocales. Un tedioso gesto que perdía bajo los efectos de la marihuana, es más, su habla se volvía nítida, modulada. Después de unas degluciones pensativas, esa forma que tienen los viejos de razonar con la boca.

Apuntaba con el dedo trémulo y giraba el cuello como un muñeco a cuerda por la falta de dopamina. Sacábamos la cabeza por un extremo de la ventana, contábamos astros, adivinábamos galaxias, trazábamos la elipse de los planetas. Fantaseábamos con una visión de telescopio. El cielo, un tejado para nuestras minúsculas existencias. Mi padre con su conocimiento enciclopédico me corregía, yo siempre confundía los planetas con las estrellas, erraba la ubicación de las constelaciones, no distinguía la luz de los satélites del parpadeo de los aviones. Dejábamos de observar cuando teníamos la punta de la nariz demasiado helada.

Cuando fumábamos, mi padre tenía un hábito fijo, se reía del calendario de la pared, se quedaba quieto en el cinco de agosto o en el veintitrés de octubre o el dieciocho de enero. Un anuario regalado por el departamento de adulto mayor de la municipalidad, junto con la caja de víveres de fin de año. Sus labios balbuceando algo. Mi padre hecho de cosas por decir.

―¿Te quedan esos duraznos en conserva? Me dio hambre.

Ávidos de azúcar, devorábamos galletas, alfajores, chocolates. Ya no importaba la glicemia, ya no importaba nada. Comenzaron a sospechar de mis visitas nocturnas, del olor a hierba, de las risas a puertas cerradas. El defecto del carmín en la boca de la enfermera jefe cuando sentencia: «Usted está transgrediendo las normas del Hogar». Yo riendo a escondidas de sus labios mal delineados. Sentía el perfume de las cáscaras de naranja del alumno practicante, el viejo de la mirada fija sobándose el pijama en la zona de los genitales, el anciano del lado observaba y decía que cuando alguien se soba, enseguida se contagia la comezón.

Cuando lo visitaba temprano, escuchaba el carro de la comida por el pasillo, las ruedas metálicas, imperfectas, cojeando en el rodamiento. A la hora del almuerzo, ayudaba a mi padre a manipular la papilla. Yo intentando separar el amasijo con el tenedor, la migaja escondiéndose entre las patatas licuadas, entre el brócoli desintegrado; le miento, no le miento; si le miento lo pierdo, «está rico», ¿es brócoli o espinaca? Si no le miento, me descubre, vienen las acusaciones, las escenas.

Hacia la primavera realizaban la ceremonia de los colchones. Cuando los rayos de sol se desplegaban como patas de araña, el personal sacaba todos los colchones al jardín. Colchones con aureolas de orín, manchas de sangre, de sudor, de excrementos, burbujas antiescaras desinfladas. Todo  sobre el pasto como tumbonas de una playa tropical. Si existiesen palmeras crepitarían bajo el viento, pero aquí sólo les queda permanecer con los párpados cerrados. Los ancianos observaban impávidos desde los balcones, avergonzados de cómo las auxiliares apaleaban los bastidores, la lana, la espuma. Si veían bien, en las superficies había figuritas, dibujos trazados por sus secreciones corporales. Ya al atardecer los colchones parecían mostrar hematomas después de tantos golpes, era el momento en el que regresaban a sus dueños hasta el próximo año.

El miedo a morir, la certidumbre de morir. Mi padre postergando el páncreas con un impulso de rechazo, la enfermera dictándome «tiene la glicemia disparada, hay que llamar al doctor». Él en la cama delirando antes del coma diabético, dedos que desaparecían en una especie de vuelo rasante sobre las cabezas, no te vayas, no cierres los ojos, espera la inyección de insulina de tres unidades; un mecanismo de corazón precario que se atrasaba constantemente uno o dos pasos en relación con la vida, todo se anticipaba en él, almuerzos, crepúsculos, mi ansiedad que notificaba:

―Estás en las últimas.

―¿Otra vez?

―Otra.

―¿Pero esta será la verdadera?

Y la risa contenida por un humor inesperado, el reloj con un trotecillo desesperante, con el péndulo meneando los dígitos culpables en los monitores, todos los niveles alterados, el latigazo de una paloma en la ventana que nos asusta; yo a la espera más allá de la cama, observando las estampas en las puertas, concentrada en la percha. Minutos después, vigilando su sueño sobresaltado, las tercianas de la fiebre. El médico avanzando por el pasillo, interceptado por la enfermera del piso.

―¿En qué piensas?

Mi padre girando el cuello con la rigidez del Parkinson.

Mi padre con el leve temblor de manos del Parkinson.

Mi padre caminando con los pasos arrastrados del Parkinson.

Mi padre garabateando algo en la servilleta con la letra diminuta del Parkinson.

Mi padre hablando con las masticaciones del Parkinson.

En el hogar la enfermera con labial color carmín se confesaba con cada pariente, se quejaba, «yo que no le he hecho mal a nadie para soportar el relato de estas vidas minúsculas». Reanudaba la marcha obligando al hombre de la bolsa de orina a alcanzarla cuando estaba a punto de rebalsarse, palabras que luchaban unas con otras en las cartas inventando promesas. El hervidor se encendería en un chasquido, un fulgor y nada, las enfermeras del turno de noche esperando las burbujas para un té deslavado, se notaba cómo engordaba por su cuello de iguana, una chispa; ellas conversando entre sí, qué bien las entendía a pesar de su mudez. De vez en cuando, la enfermera depositaba un sobre en mi bolsillo. ¿La mensualidad? ¿El testamento de mi padre? ¿La cuenta de los insumos médicos de la última neumonía? No me atrevía a abrir el sobre hasta llegar a casa.

Los días lunes era el control médico en el Hogar, una doctora tan anciana como ellos los examinaba uno a uno, balanzas de pesar esqueletos, porque no existían músculos ni tendones, huesos sí, el cuerpo transformándose en otra cosa, las enfermeras les cogían las manos, los alineaban en la camilla exhibiendo evidencias de un sospechoso lunar en el hombro, otra verruga pequeña, varices inflamadas. Todos salían con recetas de medicamentos y los familiares abordaban las farmacias de noche con frascos y cajas de laboratorios extranjeros.

―Le gustan mis dedos de pianista, ¿no se nota?

Las enfermeras buscaban los cierres de vestidos, de faldas, de los pantalones de caballero para permitir la revisión de los abdómenes, de la piel, el control de la escara sacra en la zona alta de los glúteos.

―Ayúdenos con los botones, ande, no sea malito.

―A su papá le faltan pañales, ya no alcanza con los tres diarios.

La enfermera me lo dice en voz demasiada alta, mi padre siente vergüenza y mira por la ventana.

―Mañana.

Mascullo en voz baja: «Sabe, hace unos años, unas dos décadas atrás, este hombre que se orina en los pantalones se la habría cogido, me escucha, porque era varonil, seductor, no, no era este viejito enclenque, medía más de un metro ochenta porque caminaba erguido, su musculatura era fuerte porque practicaba deporte, tenis, atletismo, equitación, lo que le pidieran. No, no dependía de otros para bañarse ni para comer. Sí, la hubiese seducido y usted le habría devuelto risas coquetas. En la escuela era campeón de cien metros planos, con o sin obstáculos, volaba por los aires con sus zapatillas de clavo que rozaban las vallas. Uno, dos, tres, el disparo de la carrera que se redondeaba en doce segundos, un récord entre los colegios ingleses, vamos corre a la velocidad del rayo y cruza la meta rompiendo la tensa y delgada cuerda que se corta con el impulso del torso».

Mi padre, una noche, extraño, saltándose la rutina de la lectura de los diarios, el semblante más definido tras varios redondeos:

―Me da vergüenza decirlo, promete que no te enojarás conmigo.

Hablaba con una revista delante de la cara:

―No me mires que si no, no me atrevo… estoy enamorado.

―¿De quién?

―De la Olguita, la de la habitación 314.

―¿Y desde cuándo?

―Fue en el paseo a la playa.

―¿Y es mutuo?

―No te rías, no sé.

―No, pero estoy sorprendida, y ¿qué vas a hacer?

Se encogió de hombros.

Hacia el fin de año organizaban un paseo a la costa un bus municipal los llevaba por el día, en la mañana había trajín, los ancianos con sombreros de ala ancha, protector solar, algo de espíritu de paseo de curso, de niños preparándose para la aventura, vigilados por las enfermeras que no vestían delantales, sino pantalones de lycra que dejaban al descubierto abdómenes abultados. La dueña escoltándolos en una camioneta. Loncheras, medicamentos en cajitas, estanques de oxígeno, sillas de ruedas. Mi padre y su novia juntos sin importar lo que pudiesen decir, dos viejos como en las bodas verdaderas, caminando sendero arriba en medio de un torbellino de hortensias. Se protegían, se escondían de los demás, siempre tomados de la mano en el comedor, frente al televisor, en los talleres de memoria, de manualidades, de cine. Mi padre la observaba con ternura desde su corazón amorfo, su diabetes controlada, sus arterias del cerebro amenazadas por el colesterol, sus manos temblorosas, su cuello rígido por el Parkinson.

Visitaba a la Olguita en su habitación después de varios cuidados: peinarse, el perfume, el pañuelito. Los observo con una pizca de celos. Su novia tiene ochenta años, la pobre, casi ochenta y es una niña, se para del sofá apoyándose en los codos y se detiene a mitad de camino oyendo no sé qué, asegura que es el teléfono y el teléfono nada; la semana pasada juraba que era la máquina de coser y ahora que es el motor del auto de su hija que no ha venido nunca a visitarla. Comparten la afición por las fotografías. Se sientan en el sofá de dos cuerpos frente a un álbum que aprecian con lentitud, se detienen en algunas imágenes en una especie de sonrisa dirigida a la infancia. Pero, de pronto, alguna página se cierra de golpe y ella hunde la cabeza en el pecho de mi padre. Solloza, hipea, no la voz de mujer, sino la voz de una niña acobardada.  Mi padre acomodándose los lentes y haciéndonos señas, el pulgar hacia la derecha y hacia la izquierda, un rumor en tus ojos que no quise percibir y la garganta tragando de nuevo, creí que mi nombre, ¿fue en el almuerzo con los compañeros, señora?, ¿qué compañeros? Al despedirnos, al momento en que creí oírte decir mi nombre, yo hice una pregunta que no entró a tu campo auditivo.

            Mi padre hecho de cosas por decir.

Susurrándome soy el que tiene la pierna rota, un relámpago en la mano. Me recuerdo paralizada, incapaz de fabular, hasta que observaba que la enfermera jefe, imperfecta en su carmín en los labios, era un perro de rebaño conduciendo a aquellas ovejas a lo largo de los pocos días que les quedaban. Un hombre sin nombre sustituyó al señor de la cama próxima.

En las salas los muebles escasos amplificaban los ecos. Miré hacia la puerta, la enfermera jefe hizo el ademán de levantarse, pero siguió sentada con la cabeza entre las manos. La enfermera y el carmín, el maquillaje disimula, la blusa nueva disimula, al cambiar de ropa el cuerpo cambia igualmente aunque esté deprimida, pide un vaso de agua, aprovecha el descanso y hojea una revista, una segunda revista, se aburre de las revistas, pone música, la música la entristece, le caen unas lágrimas por las mejillas mofletudas.

«No me río de nada».

Me recuerda a no sé qué persona de hace varios lustros, de la época en que yo aún era una niña. Tambalea, le sugiero que vuelva a sentarse, pero ella en medio del cuarto, lista para quejarse, despertando una ojeada inquisitiva.

―Estos viejos lo ensucian todo.

―Tenga paciencia, es un mal día.

―¿Hace cuánto tiempo que nadie se acerca a mí?

―¿Por qué hay tanto humo acá?

―¿Fuman? ¿Qué fuman?

Mi padre no dejando de aspirar y exhalar, respirando la nube de humo y sonriendo, parlanchín, divagando para sí. Algunas disgregaciones con la quijada algo trabada.

―Váyase, señorita o señora, o llamamos a la Jefa.

La enfermera pone los brazos en la cintura y me mira ofuscada.

―Esto es inconcebible, váyase a su casa.

Mi padre comenzó a hablar de cólicos, cerraba los ojos y le daba una punzada, en la oscuridad buscando con la palma sosegar su abdomen. ¿Otra punzada? Más malestar que náusea, un sabor ácido, una languidez que desaparecía antes de los resultados. Dolores que estremecen, atento al cuarto del fondo, atravesando el pasillo, observando la puerta, demorándose, con las manos en los bolsillos, llaman a la enfermera del carmín, siguió llamando durante hora, minutos, siglos, sigue llamando a las enfermeras y ellas asombradas conmigo. Después del incidente, de haber sido citada por la dueña del Hogar, comencé a traer bizcochos rellenos de hierba. La marihuana mezclada con la harina y el huevo daba una contextura áspera, pero igual de eficaz.

―¿Papá, has escuchado del Valle del Elqui?

―Sí claro, hippies y la Madre Cecilia; todos unos embusteros.

―Ya se fueron, quiero llevarte allá.

―¿Y qué hay allá?

―Muchas estrellas, el mejor cielo del planeta, las estrellas fugaces más nítidas. También hay laderas de viñas, olivos, ríos, valles, mucha tierra.

―¿Y cuándo?

―El viernes, en dos días más.

Lo escuchaba en el cuarto de baño entre grifos rabiosos; yo, nerviosa por miedo a que lo viesen salir con un pequeño bolso sin permisos ni excusas. Yo, sentada en el banquito en el que deja la ropa. Salió a medio vestir, agitado. Llamé a la enfermera para impedir que se pusiese los zapatos sin calcetines, los tobillos demasiado pálidos pidiendo ayuda, yo con un hilito de voz. La enfermera observando displicente.Al final los calcetines en el bolsillo de la chaqueta, un retoque a las solapas, la corbata perfecta, el exceso de chaqueta en su cuerpo encogido. Escribe en una libreta una frase que no entiendo, articula palabras como si los diptongos fuesen bisagras.

―Despídete de la Olguita.

Miró no con los ojos lánguidos, con las cuencas vacías.

―Son unas vacaciones, no dramatices. No vale la pena que te aflijas.

Expresé un atisbo dubitativo.

―¿De todas maneras seguimos el plan?

―Sí, claro.

Lo dijo frunciendo las mejillas y los ojos grises también pasmados, sin valor de pedir que lo terminaran de vestir. Regresó varios minutos después con los ojos acuosos, pero decidido. Las ambulancias en el garaje sin conectar las sirenas de pánico, la enferma despidiéndose en la puerta y la convicción de no más hospitales con hortensias, caminando con cautela debido al corazón, la diabetes, a una vena en el cerebro que al secarse podría llevarse dos tercios de los recuerdos consigo. Creí que iba a llorar, pero no, comprobaba el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta gastada.

En el asiento del copiloto una caja de perfume llena de hierba. Mi padre la tomó, la abrió, olió con una profunda aspiración y sonrío.  Yo miré la caja, y entendí que luego traería las cenizas.

―Escóndela debajo del asiento, nos pueden parar los pacos.

Mi padre y yo en el auto rumbeando hacia el norte, en el primer peaje preguntó.

―¿Por cuánto tiempo nos vamos de viaje?

―¿Quieres una medida de tiempo precisa?

Encogió los hombres, levantó una ceja y contempló el trébol de autopistas.

―Hasta que se apaguen las estrellas.


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Santiago de Chile, 1970.
Es narradora, ensayista y docente. De primera formación socióloga y luego Doctora en Literatura Hispanoamericana (Universidad de California en Berkeley (EE.UU.). Ha publicado las novelas Escenario de guerra y Geografía de la lengua, y los volúmenes de relatos No aceptes caramelos de extraños y Destinos errantes. En el campo de la no ficción, es autora de los títulos Conversaciones con Isidora Aguirre, Hablan los hijos y Escribir desde el trapecio. Actualmente combina su labor literaria con su rol docente en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Santiago de Chile, como crítica de teatro y panelista en radio Usach.