Sergio Ramírez: «Puedo pasarme
horas charlando sobre los mecanismos de la creación y me gusta hablar con los jóvenes».
Sergio Ramírez: «Puedo pasarme horas charlando sobre los mecanismos de la creación y me gusta hablar con los jóvenes».

El tirano que adoraba a la diosa Minerva

12 enero, 2021

Sergio Ramírez

– La larga historia de las dictaduras en Guatemala comienza en 1844 con el capitán general Rafael Carrera, tambor del ejército convertido en cabecilla de alzamientos campesinos, un mulato ladino que ya de adulto aprendió a escribir su nombre y a estampar su firma en los documentos de estado. En 1847 se proclamó presidente perpetuo del país tras derrotar al general Francisco Morazán, caudillo liberal de la causa unionista de Centroamérica, y así acabó el sueño de la república federal.


Rafael Cabrera

La larga historia de las dictaduras en Guatemala comienza en 1844 con el capitán general Rafael Carrera, tambor del ejército convertido en cabecilla de alzamientos campesinos, un mulato ladino que ya de adulto aprendió a escribir su nombre y a estampar su firma en los documentos de estado. En 1847 se proclamó presidente perpetuo del país tras derrotar al general Francisco Morazán, caudillo liberal de la causa unionista de Centroamérica, y así acabó el sueño de la república federal.

Amamantado como había sido en las sacristías, impuso como himno nacional el canto sacro Salve Regina mater miseri cordiae, y estableció los diezmos y primicias y el régimen de manos muertas en favor de la iglesia. Gobernó hasta el viernes santo del año 1865, cuando murió tras una agonía de un mes, a consecuencia de un veneno que le dieron sus enemigos, dicen algunos, o por un ataque de amebas, según otros, o, en fin, causas a su inveterado alcoholismo. No dejó bienes de fortuna.

Manuel Estrada Cabrera

A esta estirpe de dictadores novelescos pertenece el licenciado Manuel Estrada Cabrera, la figura de El señor presidente, quien se mantuvo en el mando supremo entre 1898 y 1920, heredero espurio de los gobernantes liberales que se habían sucedido a partir de la revolución de 1871, de la que se hizo caudillo el general de división Justo Rufino Barrios, el gran reformador ilustrado anticlerical, que no paró mientes en reelegirse, convertido en autócrata, para imponer el progreso y secularizar el estado, lo cual pasaba por decretar leyes que obligaban a los pueblos indios al trabajo esclavo; y para enfrentar las rebeliones su mejor política era de la tierra arrasada.

Murió en combate en 1885, cuando en su afán de reunificar a Centroamérica bajo el credo de Morazán libraba una guerra contra el gobierno conservador de El Salvador; y este sí, rico hacendado, dejó una herencia sustanciosa. Hasta la llegada de Estrada Cabrera sus sucesores fueron todos militares, el último su propio sobrino, el general José María Reina Barrios, asesinado en plena calle. Las sospechas de que el taimado y oscuro Estrada Cabrera mandó a matarlo, ya colocado en la línea de sucesión como primer designado a la presidencia, nunca se disiparon.

Una rebelión militar precedida por un alzamiento cívico en las calles dio fin a la dictadura de Estrada Cabrera en 1922, pero eso no libraría a Guatemala de los regímenes militares, y así llegó en 1931 la dictadura del general Jorge Ubico, quien se creía el vivo retrato de Napoleón Bonaparte, se peinaba como él, y se fotografiaba con la mano metida en la casaca. Fue el autor de la infame Ley contra la Vagancia, que penaba a los pobres por ser pobres y los hacía sospechosos de robo si la autoridad los sorprendía en las calles de un barrio de ricos; y por esos azares inefables del destino, tras su caída en 1944, fue a morir en Nueva Orleans, desde donde la United Fruit Company, que lo había amparado y sostenido, lo mismo que había amparado y sostenido a Estrada Cabrera, dirigía sus operaciones bananeras en Centroamérica y el Caribe.

Sobrevino entonces el período de la revolución democrática, con los gobiernos libremente electos, por primera vez en la historia, del profesor Juan José Arévalo, presidente entre 1945 y 1951, y del coronel Jacobo Árbenz, derrocado en 1954 por un golpe militar patrocinado por el gobierno de Estados Unidos y la siempre todopoderosa United Fruit Company. Eran los peores años de la guerra fría, y los hermanos John Foster Dulles y Allen Dulles, el uno secretario de estado, el otro director de la CIA, impusieron en el poder al coronel Carlos Castillo Armas. Tras su asesinato en 1957, hubo una sucesión de nuevas dictaduras militares que duró hasta 1986; un largo periodo de represión y muerte en el que, frente a la insurgencia guerrillera, aparecen las aldeas estratégicas, los cementerios clandestinos y las desapariciones masivas.

2.

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los novelistas vivimos para inventar porque vivimos en la invención. Los hechos nos desafían a relatarlos, se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela. De allí esa fascinación incesante por las dictaduras y los dictadores.

Me gusta recordarlo cuando vuelvo a las páginas de Democracias y tiranías en el Caribe, un libro escrito en los años cuarenta del siglo pasado por el corresponsal de la revista TIME, William Krehm, en el que desfilan los déspotas de nuestras banana republics de Centroamérica, época de la política del buen vecino del presidente Franklin Delano Roosevelt. Es un reportaje, pero parece más bien una novela, o incita a verlo como novela.

Ese término banana republic, que luego se convirtió en una marca de ropa, fue creado por O ‘Henry, uno de mis cuentistas preferidos, en su novela De Coles y Reyes, escrita en el puerto de Trujillo, en Honduras, donde se había refugiado tras huir de Estados Unidos, acusado de desfalcar un banco para el que trabajaba de contador en Austin, Texas. En Trujillo había sido fusilado en 1860 el filibustero William Walker, quien quiso apoderarse de Centroamérica, y de allí partían ahora los barcos bananeros de la “flota blanca” hacia Nueva Orleans.

El libro de William Krehm es un verdadero bestiario político. Empieza con Ubico, disfrazado de Napoleón, sigue con el general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador, teósofo y rabdomante, que daba por la radio conferencias espiritistas en las que hablaba del poder de los médicos invisibles, y a quien no tembló el pulso para ordenar en 1932 la masacre de cerca de 30 mil indígenas en Izalco; el general y doctor en leyes Tiburcio Carías Andino, de Honduras, cuya divisa era “destierro, o encierro, o entierro” y quien tenía en los sótanos de la Penitenciaría Nacional una silla eléctrica de voltaje moderado para chamuscar a los presos políticos; y el general Anastasio Somoza García, de Nicaragua, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial de la loma de Tiscapa, donde los reos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

En términos contemporáneos, el dictador se convierte en la literatura hispanoamericana en una tradición que iniciaría en 1926 don Ramón del Valle Inclán con la publicación de Tirano Banderas (novela de tierra caliente), parte de lo que él llamaría su “ciclo esperpéntico”, y donde nos cuenta la caída de Santos Bandera, dictador de la ficticia Santa Fe de Tierra.

Pero, en realidad, la primera novela que se escribe sobre este tema es El Señor presidente, que Miguel Ángel Asturias empezó a esbozar en Guatemala en 1922, cuando tenía 23 años, y continuó en París entre 1925 y 1932. No se publicaría sino en 1946 en México, en una tirada casi clandestina de la editorial Costa-Amic, pagada gracias al préstamo de un primo del autor. Era, en verdad, según Asturias lo supo más tarde, dinero de su propia madre.

El dictador, y la manera cómo las vidas son alteradas y trastocadas bajo su peso sombrío, siguió pendiente en nuestra literatura como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que estos personajes de folclore sanguinario, que de tan reales se vuelven irreales, no desaparecían del paisaje. Y esta ambición narrativa repasa la historia, de atrás hacia adelante.

En Yo el Supremo, de 1974, Augusto Roa Bastos regresa al siglo diecinueve para retratar al doctor Gaspar Rodríguez de Francia, obcecado con la eternidad del poder mientras en la soledad de la Casa de Gobierno, frente a los bancales del río Paraguay, se lo va comiendo de puro viejo la polilla. Ese mismo año aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, y al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Un ciclo que se extiende hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010.

La tendencia a leer la historia como una novela, o a tratar de recrearla como una novela, se vuelve irreprimible sobre todo cuando se trata de los “Padres de la Patria”, título que Carlos Fuentes y Vargas Llosa idearon temprano de los años sesenta para una especie de novela coral sobre los dictadores latinoamericanos, escrita a varias manos. Y aún quedan pendientes muchos de ellos, agregando a esa lista negra a los del siglo veintiuno, pues seguimos siendo pródigos en producirlos.

3.

Como en un parque de atracciones, hay unos dictadores que resultan más atractivos que otros, y Estrada Cabrera se presenta como uno de los más singulares. Primero, porque se aparta del modelo de fantoches de casaca bordada y bicornio adornado con plumas de avestruz, como el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, de los sargentones de cuartel como Fulgencio Batista, o de los oportunistas que se inventan ellos mismos su grado de general de división, como Anastasio Somoza, llegados todos al poder por golpes de estado, o fruto de las intervenciones militares. Estrada Cabrera, abogado litigante de juzgados de baja instancia, resulta más parecido en su atuendo de luto riguroso al psicópata François Duvalier, “Papa Doc”, presidente vitalicio de Haití hasta su muerte en 1971, que era médico, y “Bokor” o brujo negro de los ritos vudú.

Nacido en Quezaltenango, sus origines son de folletín. Hijo de Pedro Estrada Monzón, un antiguo hermano franciscano, fue abandonado por su madre Joaquina Cabrera a las puertas de un convento, lo que obligó al padre a reconocerlo. La señora era una humilde vendedora de dulces y alimentos, que entraba a las casas pudientes a entregar sus viandas, y fue apresada una vez bajo la falsa acusación de robar unos cubiertos de plata en una de esas casas, hecho que mantuvo vivo el rencor del hijo para siempre. Fue escalando puestos burocráticos, pasó de la provincia a la capital, y por fin llegó a formar parte del gabinete del general Reina Barrios como ministro de gobernación, a cargo de la policía secreta y las fuerzas de seguridad; y sin ruido y sin alardes, se colocó en posición de sucederlo.

Estrada Cabrera es un verdadero arquetipo del dictador, tal como un novelista lo querría: su habilidad para tejer las artimañas del poder hasta conquistarlo de manera absoluta, sus crueldades y obsesiones, la manera sagaz en que develó conspiraciones, su obsesión por el escarmiento y la venganza, al punto de mandar a demoler la Escuela Politécnica, donde se formaban los oficiales del ejército, y regar sal sobre sus cimientos, después que abortó una conjura de cadetes para asesinarlo; su complacencia con el servilismo, sus extravagancias, entre ellas el culto que rendía la diosa Minerva el último domingo de octubre de cada año, cuando organizaba las Fiestas Minervalias; el enfermizo culto que rendía a su madre, y el que se rendía a sí mismo dándose, entre otros, el título de Benemérito de la patria y Benefactor de la juventud estudiosa, manía que el generalísimo Trujillo copiaría con creces.

Su historia está contada de manera minuciosa en ¡Ecce Pericles!, de Rafael Arévalo Martínez, libro publicado en 1945, un año antes que El señor presidente. Poeta modernista y el primer narrador moderno centroamericano, ya en 1920 escribió un relato de vanguardia, El hombre que parecía un caballo, donde retrata, lejos del costumbrismo vernáculo de entonces, al colombiano Porfirio Barba Jacob, otro poeta modernista. Y ¡Ecce Pericles!, que es una crónica, o reportaje intensivo, se lee en verdad como una novela preñada de imágenes. Y las imágenes son vitales en un relato, porque habrán de recordarse siempre.

Hay escenas inolvidables en ¡Ecce Pericles!, pero bastará con evocar una: cuando la residencia presidencial de La Palma es bombardeada en el alzamiento que derrumba al tirano, entre el humo y la destrucción, está, hasta el último momento, José Santos Chocano. Un mecanógrafo teclea, apresurado, un decreto de concesión de minas que el dictador deberá firmar a favor del poeta peruano antes que sea demasiado tarde, y que él planea negociar con compañías norteamericanas. Es cuando a la poesía le salen zarpas.

Tampoco Más allá del golfo de México de Aldous Huxley, publicado en 1934, es una novela, sino un libro de crónicas de viaje, pero en lo que se refiere a Guatemala se lee también como una novela. Huxley desembarca del H.M.S. Britannic en Puerto Barrios, en el mar Caribe, en 1933, va de allí a Quiriguá, tierras bananeras, y asciende al valle del río Motagua como pasajero de ferrocarril instalado por la United Fruit Company.

Y, otra vez, surgen las imágenes, ahora vistas desde el tren en marcha, al acercarse a El Progreso: “junto a un grupo de chozas especialmente tétricas un gran templo griego construido de cemento y calamina dominaba el paisaje kilómetros a la redonda. Mientras partíamos entre nubes de vapor vi que el lugar se llamaba Progreso…habrá de ver más tarde muchos de esos partenones guatemaltecos. Templos de Minerva los llaman. Toda aldea de cierto tamaño tiene uno de ellos. Fueron construidos por mandato dictatorial y son las contribución a la cultura nacional del difunto presidente (Estrada) Cabrera. Hasta estableció el día de Minerva en que los niños de las escuelas eran obligados a marchar y hacer exhibiciones gimnásticas, amén de cantar himnos patrióticos, bajo esos techos de lata…”.

Pero donde el universo de la dictadura de Estrada Cabrera se muestra en su siniestro concierto es en El señor presidente, una novela construida de manera cinética, cuadro tras cuadro, estampa tras estampa, miedo y degradación, represión y adulación, sometimiento y crueldad, y que además de novela política, puede leerse también como novela social de denuncia, como novela realista de lenguaje surrealista; y también como una novela de amor.

He vuelto a Asturias, toda una vida de libros de por medio, y de nuevo me siento seducido por ese mundo asfixiante y cerrado de El señor Presidente, y también por la pirotecnia verbal de Hombres de Maíz, y por la gracia picaresca de Mulata de tal, y por esa primera puerta mágica a su mundo de vasos comunicantes que es Leyendas de Guatemala, cada novela una entrada que nos lleva al mismo recinto total donde señorea un lenguaje híbrido que no se explicaría sin los textos sagrados maya quichés, los idiomas indígenas en sus infinitas variantes, los memoriales de los cronistas, la lengua colonial, las tradiciones verbales, los cuentos de camino, los romances memorizados, las oraciones nocturnas y los conjuros, el bullicio sonoro de las plazas y los mercados, el habla de la calle que se renueva de manera incesante.

Y tampoco El señor presidente, ni ninguna de las demás novelas del mundo asturiano, se explicaría sin la visión que el novelista construye, desde el sueño y desde la vigilia, para representar a Guatemala, una de las sociedades más singulares de América Latina, que aún en el siglo veintiuno, repartida entre un mundo ladino y un mundo indígena en tensión, no abandona su estructura feudal, ni la violencia del conquistador que luego pasa a manos de los señores de horca y cuchillo, después a los gamonales bendecidos por los obispos, como Carrera, a los caudillos militares liberales que exiliaban a los obispos, como Barrios, a los dictadores taimados como Estrada Cabrera, y por último a los coroneles, que en los años de la guerra fría prolongan su poder proclamándose escudos eficaces contra la amenaza comunista.

4.

La gracia de El señor presidente es la oralidad, la palabra hablada que llega a convertirse en palabra escrita. Arturo Uslar Pietri, que escuchaba a Asturias en París, en las tertulias de La Rotonde, contar la novela mientras iba avanzando en su cabeza, dice: “yo asistí al nacimiento de este libro. Viví sumergido dentro de la irrespirable atmósfera de su condensación. Entré, en muchas formas, dentro del delirio mágico que le dio formas cambiantes y alucinatorias. Lo vi pasar, por fragmentos, de la conversación al recitativo, al encantamiento y a la escritura…”

Y el mismo Asturias lo confirma en su texto de 1965, El señor presidente como mito: “no fue escrito, al principio, sino hablado…ciertas palabras. Ciertos sonidos. Hasta producir el encantamiento, el estado hipnótico, el trance. Del dicho al hecho, dice el proverbio, hay un gran trecho. Pero es mayor la distancia que separa al dicho de lo escrito. Hablado, contado el material de la novela, que sufría constantes cambios, había que estabilizarlo. Pero, cómo acostumbrar al sonido a quedar preso de la letra. Cómo dar permanencia, sin sacrificar su dinámica emocional, hija de la palabra dicha, a lo que una vez escrito, palidecía, bajaba de tono…”

Cuando surge el desafío de pasar por escrito la lengua coloquial del propio país, la oralidad entra en el riesgo de trascender o perecer. “Dentro de la lengua española hay una forma castellana o muy española de decir las cosas, así como hay una forma mexicana, argentina, y lo que yo buscaba era la forma guatemalteca, sin hacer literatura criolla”, dice también en el mismo texto.

Asturias nos enseña que hay que contar la historia, aunque sea en sus crudezas, como un cuento de camino, los cuentos que se oyen de boca de los peones deslenguados a la luz de la lumbre en las haciendas, o en las tardes de ocio en las barberías de los pueblos centroamericanos en boca de los léperos irreverentes que recogen una historia inventada y la vuelven a inventar en un proceso sin fin. O como la contaría un arriero de los que desmontaban en la tienda de abarrotes de su padre. Crear es siempre recrear. Hacer que la magia de las palabras sobreviva como ensalmo, invocación, conjuro: “…¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de podredumbre!…”

¿El mundo imaginativo, y verbal de Asturias, está vigente? ¿El lenguaje que buscó inventar, sobrevive? ¿Es capaz de transmitirnos, en una relectura, algo nuevo? Creo que sí. Los clásicos, dice Ítalo Calvino, son aquellos que admiten sucesivas lecturas, de una generación a otra, y siempre tienen algo nuevo que decirnos.

El territorio de El señor presidente es descrito por las palabras, y construido en base a las palabras que pretende ser la realidad, pero no la realidad tan solo, sino un espejismo encarnado en reflejos, una ilusión manifiesta, una simulación de esplendores, hasta desencadenarse en una construcción paralela donde las palabras son piedras, vigas, argamasa ilusoria pero sustancial. Se trata, entonces, de una realidad exaltada. Nada de eso se consigue en la literatura sino con las palabras.

Desde luego, toda obra literaria es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de ofrecer un mundo que siendo el mundo verdadero parezca otro y vuelva siempre a ser el mismo. El portal del Señor poblado de mendigos que hablan delante de las sombras custodiadas por la policía secreta de Estrada Cabrera, o los muertos de Juan Rulfo que hablan desde la oscuridad de sus tumbas.

5.

Lo real maravilloso surge antes del realismo mágico de Rulfo y García Márquez. Es la visión encantada del territorio latinoamericano al que tanto Asturias como Alejo Carpentier vuelven los ojos desde París en los años veinte del siglo pasado, mirando el uno hacia el lejano altiplano guatemalteco donde las deidades mayas se disfrazan en las iglesias bajo las túnicas de los santos católicos, y el otro hacia el lejano Caribe donde los orishas yorubas han sufrido la misma metamorfosis en los altares.

Este afán de crear un universo verbal donde las palabras cobren nuevos significados, y que permea la obra de Asturias, tiene sus antecedentes en el simbolismo que los modernistas trasplantaron a la lengua española desde finales del siglo diecinueve, y luego se nutre del surrealismo que conoció de primera mano durante su temporada de iniciación literaria en Francia mientras escribía El señor presidente; “lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso es bello, de hecho, sólo lo maravilloso es bello”, según el evangelio de Breton. Lo maravilloso, y lo desconcertante.

Fue entonces cuando a través de las enseñanzas del profesor Georges Raynaud, director de Estudios sobre las Religiones de la América Precolombina, Asturias se encontró en La Sorbona con los secretos del mundo maya que, paradójicamente, había dejado atrás en Guatemala: es en París donde conoce El Popol Vuh, el libro sagrado del pueblo maya quiché, a través de la versión francesa del propio Raynaud, en cuya traducción al español colabora junto con su colega mexicano, J. M. González de Mendoza.

Esta traducción no sería publicada sino en 1965 en Buenos Aires, por la editorial Losada, mientras que la de Adrián Recinos, compatriota suyo, aparecida en 1947, al año siguiente de la publicación de El señor presidente, se había vuelto la más difundida. La de Recinos se basa en el original bilingüe, español y quiché, de fray Francisco de Ximénez, concluido en 1722.

Es desde París, entonces, que Asturias empieza su viaje exploratorio hacia la riqueza arcaica del mundo indígena de Guatemala, y la magia de sus tradiciones y creencias.

Ese mundo ya estaba ya en su cabeza desde sus años juveniles, es cierto, pero bajo una perspectiva completamente diferente. Su tan discutida tesis de grado para obtener la licenciatura en derecho, presentada en 1923 en la Universidad de San Carlos, El problema social del indio, tiene como propuesta central la integración de los pueblos indígenas mediante una política de inmigraciones hacia sus territorios ancestrales. Es decir, borrando su identidad y volviéndolos mestizos, a ellos, que son la mayoría. Una mayoría segregada. Es la misma panacea positivista de los gobernantes liberales del siglo diecinueve para promover el desarrollo y la modernización de un país que no se conoce a sí mismo, ni aprecia su diversidad de culturas y lenguas como una riqueza, sino que la ve como una rémora para el progreso.

Y fue, curiosamente, un doble descubrimiento el que hizo en Francia: el de la herencia mágica del universo indígena, un mundo que antes había tratado de auscultar desde una visión sociológica decimonónica; y el del surrealismo, entonces en la vanguardia de los experimentos estéticos europeos, entre ellos los que representaban Joyce y Virginia Woolf, y de los que El señor presidente es contemporáneo.

Hasta el final de su carrera como narrador, Asturias arrastra esa doble cauda, como el alquimista que envejece recordando sus primeras cábalas y sus primeros asombros. Vuelve de manera recurrente a sus instrumentos primeros de Leyendas de Guatemala, celebrada por Paul Valéry; a partir de entonces, la visión europea de Centroamérica, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño libro que expresa el sentido de lo real maravilloso que entra también de lleno en las aguas de El señor presidente.

La magia de lo insólito, el atractivo del contraste entre el pasado que sigue vive y choca con la visión de lo contemporáneo. De la separación, o contradicción, entre nuestra idea de modernidad y el peso del mundo rural, e indígena en el caso de Guatemala, es que surge la fascinación por lo arcaico.

6.

Dentro de la visión que exalta lo arcaico como algo aún vivo, se inscribe el dictador que se momifica en la soledad del poder pensado para siempre, mítico porque nadie lo ve, como el señor presidente de Asturias, y porque su “domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez, cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora, porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca”.

Estrada Cabrera, el señor presidente, es el tirano enlutado, el expósito resentido, el leguleyo de provincias que se vuelve todopoderoso despiadado, el que no tiene amigos sino cómplices, el que utiliza el miedo como principal instrumento de sometimiento. Y siniestro tanto él como los secuaces de su cohorte, policías secretos, jueces venales, auditores de guerra fieles y medrosos, ministros que temen siempre su caída en desgracia, militares serviles, verdugos, carceleros, sicarios.

Y entre ellos, esa figura que Asturias sitúa en el centro de la trama, la del favorito, misterioso, y de alguna manera irreal, Miguel Cara de Ángel, “bello y malo como Satán”. Nunca conocemos sus antecedentes, ni tampoco su papel en el entramado de la dictadura. Un atardecer se topa en un botadero de basura con un leñador, y este encuentro prosaico se convierte en una aparición sobrenatural, suficiente para que el jornalero vuelva a su casa, aún transido por el misterio, y exclame delante de su mujer que calienta las tortillas a la lumbre del fuego: “en el basurero encontré un ángel”.

Cara de Ángel, termina redimido por el amor, como en las piezas teatrales de Ibsen, pero su relación con Camila, la heroína desgraciada, se vuelve opresiva desde el principio bajo la omnipresencia del dictador, que todo lo envenena y corrompe. Ambos vendrán a ser personajes malditos. “El haber muerto uno, y el otro, Camila, sin saber si en verdad Cara de Angel la había abandonado, y Cara de Angel sin verdad Camila se había dejado seducir por el señor Presidente…”, encarna, en las palabras mismas de Asturias, esa maldición.

La atmósfera en que se mueven todos esos personajes es siempre opresiva, y surge de los recuerdos visuales de la infancia de Asturias bajo la dictadura de Estrada Cabrera, cabildos, plazas, iglesias, portales, cuarteles militares, estaciones de policía, presidios, cantinas: de Salamá, en Baja Verapaz, adonde la familia busca refugio, el padre perseguido por el tirano, al barrio de la Parroquia Vieja, donde se asientan al volver a la capital.

Luis Cardoza y Aragón, en su libro Miguel Ángel Asturias, casi novela, dice, en efecto, que “el timbre peculiar de Asturias nace de París y de Chichicastenango y de la infancia en el barrio de la Parroquia en la capital de Guatemala, en su hogar, en la tienda de granos, en las historias de los arrieros….”

Y él mismo, en su conferencia de Estocolmo tras la ceremonia de entrega del premio Nobel en 1967, agrega a este inventario: “cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases…hay una aventura verbal del novelista, un instintivo uso de palabras. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes…”

Cuando se expresa sobre los motivos de su literatura, como en la conferencia de Estocolmo, hace énfasis en la denuncia de la explotación y de la dominación, y del compromiso social con los oprimidos. Son los acentos deliberados que están en sus novelas de la trilogía, El papa verde, Los ojos de los enterrados, y Viento Fuerte.

Pero no es allí donde se encuentra su fortaleza narrativa, y su trascendencia como novelista, sino cuando sus personajes ganan complejidad, y dualidad, para mostrarnos la naturaleza humana de víctimas y victimarios, como en El señor presidente; y cuando su escritura entra tanto debajo de la piel de los mestizos como de los indígenas enfrentados por la tierra, como en Hombres de maíz. Asturias se enfrenta a esa dualidad, que está en la compleja sustancia de su país, y la asume con toda pasión. Sin ella su escritura no tendría razón de ser.

En El señor presidente, el mundo rural, mestizo e indígena, es un mundo derrotado pero vivo, con todos sus rasgos del pasado que van acumulándose hasta dejarle encima una pátina de antigüedad, y el mundo urbano aún no acaba de hacerse y sigue atrapado en lo provinciano, mientras sobre ambos se impregna la sangre de los muertos en las ergástulas. Y el dictador surge de esas sombras como un fruto arcaico, pero letal, en medio de una vasta realidad de desamparo, atraso y miseria seculares, segregación, crueldad y opresión.

Un escritor que busca entrar en este mundo para vivir en él, es por fuerza un mago callejero que bajo el sol crudo de la plaza en feria va sacando sorpresas del sombrero, una tras otra, sin amago ni pausas. Sorpresas siniestras, desconcertantes. La corte de los milagros. Mendigos mutilados, ciegos, idiotas, esperpentos como los de Valle Inclán, o los de Viridiana de Luis Buñuel. Prostitutas, cantineras, sacristanes, prisioneros, torturadores, soplones, sicarios.

En la carta que Paul Valéry escribe en 1931 a Francis de Miomandre, el traductor de Leyendas de Guatemala, le dice: “¡Qué mezcla esta mezcla de naturaleza tórrida, de botánica confusa, de magia indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los frailes, el Hombre-Adormidera, el Mercader de joyas sin precio, las ‘bandas de pericos dominicales’, los maestros magos que van a las aldeas a enseñar la fabricación de los tejidos y el valor del Cero, componen el más delirante de los sueños!”

En El señor presidente, a ese mundo de esplendores mágicos, le salen garras y un pico afilado, como los del zopilote que en el basurero quiere desgarrar al Pelele, el mendigo fugitivo que ha dado muerte al Hombre de la mulita, el esbirro que abre siempre paso al cortejo del tirano.

Pero Valéry da luego un consejo paternal a Asturias: “No se quede en Francia; su lógica es diferente de la nuestra. Nosotros los franceses estamos encerrados en nuestro cartesianismo, en nuestro helenismo, como en una cárcel. Usted ya se escapó: quédese libre en sus selvas”.

Es como si la magia del país natal sólo tuviera una dimensión, útil nada más para ser contemplado y admirado desde lejos, algo exótico; y como si entre la cultura europea, cartesiana. como Valéry la llama, y la cultura latinoamericana, relegada a lo mágico, no pudiera tenderse el puente de lo universal, que pertenece siempre a la metrópoli. Quedarse libre en las selvas, que son el medio natural de un escritor que llega de lejos, a buscar lo europeo, es devolverlo a su estado natural roussoniano, que es su color local.

Pero Asturias, tanto como Darío antes, como Vallejo después, y más tarde Julio Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, Bryce Echenique, probarían que su viaje era de ida y regreso, y que lo universal, tan mágico y a la vez tan real, es siempre el fruto de una aventura híbrida que resulta triunfante porque se atreve con las formas y descoyunta y renueva las palabras.

(Prólogo a la edición conmemorativa de El señor presidente, de la Real Academia de la Lengua y la Asociación de Academias de la Lengua Española, 2020)

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.