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Judit y el puritano

10 septiembre, 2020

Mariano Fiallos Gil

-En el ámbito narrativo, hemos seleccionado dos cuentos que aún conservan especial interés por estar relacionados con la lucha de Sandino.


El tren de oriente se venía ya preparando para entrar a León. El mediodía era redondo y la máquina jadeaba. Los penachos negros de la chimenea y los resoplidos de vapor trataban de disimular su fatiga de museo. Con gesto de pavo doméstico procuraba dominar la impaciencia de los vagones que la empujaban dando quejidos con sus frenos de aire. Pasaba por una tierra reseca, talada y amarillenta, por un marzo envuelto en polvo con fantasías de niebla.

En la ciudad la Semana Santa se acercaba con sus soles calcinantes y sus canónigos de pesadas colas negras, torciéndose por el sudor que les goteaba por dentro haciéndoles cosquillas desde las axilas. Era un sudor con recuerdos de marismas, que despertaba olores dormidos de otros canónigos que antaño formaron procesiones sobre los mismos empedrados.

Las gentes del pueblo y los muchachos eran los que disfrutaban de estas celebraciones. Una combinación afortunada de paganismo y devoción cristiana. El Hijo del Hombre, yacente el Viernes Santo, entre ruidos de matracas y marchas fúnebres, desde su sepulcro dorado, resucitaría al día siguiente. Los que sufrían de angustias o remordimientos, rememoraban, compungidos, el dolor del mundo y los tormentos del Señor. Los otros andarían por allí apretujados en las iglesias o tirando serpentinas en las calles, mezclados con la chusma de agrios olores, entre humo de incienso, flores marchitas, cera quemada y pólvora de triquitraques.

«Era esto cristianismo?»

El obispo protestante que se hacía esta pregunta, enemigo de las imágenes y de las cosas inocentes, gratas a los sentidos, era tan duro que hubiera podido seguir arrojando piedras puritanas a la mujer adúltera, porque se tenía sin pecado.

«Era esto cristianismo?», repetía otra vez con voces indignadas en un inglés de Nueva Inglaterra dirigiéndose a su esposa que le acompañaba y que no dejaba de inquietarse por la vehemencia de su marido.

¬-No hables tan alto –¬¬aconsejaba-¬ que pueden entender el inglés.

El vagón donde venían, lleno de bullicio, de voces altas, ajetreos, colorido y afanes de llegar más pronto que el tren mismo, no hacía caso del pobre gringo enrojecido de sofocación. Y mucho menos un cura que allí venía dormitando plácidamente al lado de una joven resplandeciente, como rosa de los vientos, que parecía velar cuidadosamente su beatitud.

¬-Esto es pecaminoso e infernal -¬continuaba el gringo con entonación de profeta mayor¬- estos salvajes han sido corrompidos por los diabólicos papistas …

Se llamaba Mr. Dull y había llegado al país un par de años antes. Había aprendido en no se sabe qué informes, estadísticas y gráficas, cómo es que debía tratarse a estos nativos. Por supuesto que esas recetas le sirvieron más bien para confundirlo, pero así eran estos yankis con sus conocimientos enlatados.

El cura seguía con su beatífica siesta. Seguramente esperaba a que el tren terminara de llegar a la estación y depusiera sus jactancias y resuellos. La muchacha sonreía ligeramente. Era un hermoso ejemplar de poderosos contornos…

¬-¿Miras a ese servidor del diablo? ¬continuaba Mr. Dull. ¡Qué diferencia! Mientras nosotros santificamos la unión con el matrimonio ellos permanecen solteros, o sueltos mejor dicho, para poder agarrar a cualquier mujer que pasa…

La esposa del protestante se ruborizó un poco. Tal vez pensaba en el fondo en su terrible escualidez y en las mal disimuladas comparaciones sugeridas por su marido.

La pobre señora bajó los ojos con resignación, mientras el convoy se mecía de uno a otro lado tratando de detenerse, de acomodarse en la estación, con estudiada dignidad. No acababa de conseguirlo, por supuesto, sino hasta después de haber ensayado varias veces. Pero al fin se detuvo, y en ese momento fue cuando comenzaron a bajar unos y a subir otros, forcejeando como novillos, con gritos, encontronazos y bullicios de toda clase, de vendedoras ofreciendo refrescos y golosinas, de muchachos pregonando periódicos, loterías, cigarrillos … gritos de niños, protestas de señoras, voces alteradas de policías, choferes, lustradores, carretoneros, y en fin, todo ese enjambre que se aglomera en los andenes de las estaciones con desesperación selvática.

Mr. Dull, que ya conocía estos apretujamientos, logró salir adelante con su mujer. Su estatura elevada hacía sobresalir su pequeña cabeza de ganso entre aquella multitud. Esto le daba aires de periscopio emergiendo de un mar de gentes. Y bien que le servía, pues al poco rato divisó a un grupo de oficiales gringos que se hallaban aislados, en un aparte, con sus uniformes kakis bien aplanchados.

Así pudo abrirse paso y llegar, todavía sofocado, hasta donde sus compatriotas. Su rostro más rojo aún, cubierto de sudor, tuvo, sin embargo, un rasgo de dulzura … pues se dirigía, en actitud de ruego al que parecía de mayor rango, un Capitán de infantería de Marina.

-¬Señor Capitán –¬dijo-¬ soy el obispo Dull, de la Iglesia Jordanita …y esta es mi esposa…

¬-Me place conocerlos reverendo….me llamo Fiery de la misión militar americana…

Y a continuación procedió a presentarle a los otros oficiales que miraron con cierto irónico recelo a los recién llegados.

-El Embajador me ha recomendado presentarme a Ud.¬ -continuó el pastor-¬ y me encuentro muy feliz de hallarlo en el momento de mi llegada.

¬-Estoy a las órdenes de Ud. y de su esposa, ¬¬caballero¬, respondió el capitán… no sin antes mirar a la hermosa muchacha que en ese momento, acompañada del cura, pasaba airosa delante del grupo, a toda vela, rompiendo el mar de miradas que la circundaban.

El buen puritano no dejó de observar semejante escándalo y la escuálida esposa flaca, nudosa, fibrosa, tuvo que mostrarse impasible ante sus tristes analogías …

-Me parece oportuno aconsejarle – continuó el capitán – que se alojen en nuestro mismo hotel. Esta época es peligrosa y más con los sandinistas que andan cerca de la población …

-Muchas gracias por su amabilidad capitán… Cree Ud. peligrosas a estas gentes?…

El oficial, por toda respuesta, los invitó a subir a su automóvil. Las maletas las recogerían después.

El capitán y sus compañeros pertenecían a la misión yanki que estaba organizando la Guardia Nacional, una combinación de ejército y policía compuesta de reclutas «nativos» adiestrados en ejercicios militares y manejos de armas. Era una manera hábil de ir desocupando el país pero manteniendo la hegemonía política, sin las molestias de una responsabilidad directa.

Fiery era un sargento de Infantería de Marina que entró a la Guardia saltando hasta el rango de capitán. Había permanecido en este sector de occidente desde hacía un año. Era hombre duro y caprichoso, sobre todo cuando se emborrachaba. Su inteligencia era despierta y llena de recursos como todo aventurero. Conocía perfectamente el papel que desempeñaba así como el de los pastores protestantes que formaban parte de la estrategia colonial en estas tierras católicas. Se prestó, pues, gustoso, a conducir al hotel a sus compatriotas, consiguiéndoles un cuarto del segundo piso con vistas a la calle … En el trayecto había podido cambiar algunas impresiones, y por ellas Mr. Dull se dio cuenta de que Fiery se hallaba descontento y como amargado de las gentes del lugar, orgullosas e impermeables.

El hotel tenía escasa clientela debido, seguramente, a sus aires de cuartel, pero los yankis pagaban buena moneda y la dueña estaba contenta. Sus nuevos huéspedes le gustaban más aún, porque tal vez su presencia evitaría esas verbenas que tenientes y capitanes armaban dos o tres veces por semana. en compañía de féminas de mala muerte que gustaban de la buena vida.

El pastor, por supuesto, no sospechaba ninguna de estas ocurrencias, y por ello, después de echar tranquilamente la siesta, bajó al comedor seguido de su esposa. A los escasos comensales que allí había, aquel espectáculo de un hombre bajando las escaleras, seguido de una mujer con tales trazas, les pareció, de pronto, el anuncio del conocido pescador de Bristol llevando a sus espaldas un bacalao ya seco.

La hora era la del crepúsculo, cuando la noche, en el trópico, comienza a venirse en picada como el telón de los teatros de pueblo que tienen gastadas sus maromas…

Entre los clientes tempraneros que había en el comedor se encontraban, con desagradable sorpresa para los recién llegados, la abominable pareja del cura y la joven vampiresa. Esta vez ambos conversaban con animación, no sin que se notara que el sacerdote, muy discretamente, buscara cómo ocultar su rostro entre las páginas de un devocionario.

EL pastor y su mujer, tiesos de indignación puritana se alejaron lo más posible hacia una mesa del extremo, huyendo del diabólico binomio. El criado fue a atenderlos, y mientras escogían del menú viandas que tuvieran menos riesgos de contaminación microbiana y echaban pastillas de cloro al agua que les servía, quedaron en silencio uno frente al otro.

Pero no había transcurrido aún diez minutos cuando, saliendo de la cantina del hotel, apareció el Capitán Fiery con notorias muestras de achispamiento. El rostro se le había transfigurado y la compostura del mediodía, había desaparecido. En viendo a sus nuevos amigos se dirigió a ellos con cierto cinismo…

-Oh reverendo… amigo mío. Ya veo que sigue Ud. usando pastillas sanitarias… Excelente, pero resulta mejor este líquido llamado «wiskirín»…¿quiere probar?

Y en seguida sacó de su bolsillo una pacha de licor que comenzó a verter dentro del vaso del obispo.

El pastor se quedó de una pieza y no sabía qué hacer. La mujer dejó la vista descansar en la pared, pero aquel, recuperándose, trató de aconsejar a su visitante:

– Mire- Capitán… ¿no se da cuenta de lo que hace?, ¿no sabe cuántos perjuicios causa el licor en el organismo?… además, las Sagradas Escrituras…

-No recuerdo lo que dicen, señor, exactamente, pero ¿acaso la Biblia no es el libro más licencioso del mundo? ¿No hay allí borracheras y tantas otras cosas terribles?…

Aquello era un verdadero escándalo, y más, cuando el Capitán con manifiesto cinismo levantó los ojos de la mesa y los enfocó, vacilantes, en la muchacha que acampanaba al cura…

El pastor, lleno de ira, iba a estallar, cuando afortunadamente apareció uno de los oficiales subalternos, bajito, de aspecto enfermizo y sobrio.

-Já… aquí viene nuestro Teniente Sickly… lo ven Uds.? desmedrado, palúdico… já … le hace falta la verdadera medicina… Siéntese teniente, siéntese – continuó – quédese con estas santas personas, hágales compañía que tengo que ocuparme de otra cosa…

E incorporándose con aires marciales se dirigió derecho, pero lentamente, como el que está seguro de su presa hacia donde se hallaba la muchacha… Esta no se inmutó y más bien parecía agradarle aquella atención, pues irguiendo el busto, sonrió con promesas de frutas maduras… El cura, entre las hojas de su breviario, aparentaba no darse cuenta de lo que sucedía…

El Capitán se animó con aquel recibimiento…Se sentó sin pedir permiso y comenzó a hablar en un español de fusil de chispa. Quién sabe qué decía, pero aquella actitud despertó aún más la indignación de sus compatriotas.

-¡Qué cinismo… qué cinismo!…y lo consiente ese inmundo cura protestó el obispo, sin poder ocultar cierto sentimiento de celos que le comenzaba a engendrar.

El Teniente Sikly se consideró obligado a defender a su comandante: – Señor reverendo – dijo- Ud. sabe, a nosotros se nos hace difícil la vida aquí…estos nativos nos malquieren de todos modos: son hostiles, señor… Las muchachas de buena condición nos rechazan, no quieren trato con nosotros… los hombres tampoco…¿qué podemos hacer?

-Vea Teniente, las armas no bastan para la conquista del corazón…se requiere la persuasión, la enseñanza de la verdadera religión, extirparles el paganismo pecaminoso que la Iglesia romana les ha infiltrado en el alma…hay que salvarlos primero…salvarlos …

-Quién sabe, no es tan fácil como decirlo, tienen muchos siglos de tradición y son muy orgullosos… aman, sin darse cuenta, todo lo suyo, su lengua, sus costumbres…Además, nosotros los militares estamos en la peor condición puesto que nuestro oficio nos obliga a ser inflexibles y duros…Ahí tiene Ud. ¡cuántos de nosotros han muerto a manos de los forajidos de Sandino!…Nada hemos podido hacer pese a nuestra potencia, a nuestra capacidad…¿Sabe lo que nos ocurrió hace un par de meses?

Y sin dejarlo responder, prosiguió:

-Hace un par de meses cinco de nuestros oficiales, al mando de una patrulla de guardias del país perecieron en una emboscada. Uno de nuestros espías nativos en quien teníamos gran confianza vino a informarnos de la existencia de un grupo de sandinistas que andaban merodeando cerca de aquí. Inmediatamente enviamos a la patrulla en su persecución…pero nada encontramos, sino la muerte, pues era un engaño, una emboscada señor …La estaban esperando en un sitio apropiado, entre dos paredones del camino y allí la barrieron con sus ametralladoras. Ninguno de los nuestros salió vivo…

Impresionado, con nudo en la garganta, el obispo interrogó:

-¿Y Uds. qué hicieron?

– El propio Capitán Fiery se dirigió personalmente a buscarlos con soldados americanos. Nadie había en el lugar…y entonces, colérico, infringió un terrible castigo a los del pueblo vecino…¬

-¿Qué hizo?

-Los formó a todos en fila: hombres, ancianos, mujeres y niños…para averiguar el paradero de los sandinistas, sospechando, con razón, que entre los del lugar se encontraban muchos de ellos… y por eso les dio severa lección, los fusiló a todos sin juicio alguno… quemó las casas y ahuyentó el ganado … No han aparecido más grupos… pero desde entonces el Capitán nos ha parado de beber.

-Me parece una crueldad innecesaria… Esto causa horror a los ojos del Señor… a menos que se haga en su servicio…

La virtuosa señora hizo una señal afirmativa…

A todo esto el capitán, el cura y la muchacha habían desaparecido.

Las luces amarillentas de bombillos maláricos seguían empalideciéndose a medida que la noche avanzaba… Sólo los tres quedaban en el comedor… Un silencio pesaba sobre las cosas. Ruidos apagados de vasos salían de la cantina mientras un fonógrafo le daba vueltas y vueltas a unas canciones negras de Nueva Orleans…

-Qué terrible cosa…qué terrible cosa… murmuró el protestante después de una pausa…

Y se levantó lentamente. La mujer hizo lo mismo y el militar, cortésmente se incorporó también… casi musitando se dijeron buenas noches.

Ya en su cuarto, el fresco de la noche y la Biblia los fueron calmando. Todo se hallaba quieto. El viento nocturno ululaba en los campanarios mientras la ciudad dormía bajo los tejados rojos. Los relojes de las torres repetían sus horas personalmente. Una que otra carreta pasaba brincando sobre los empedrados…

La medianoche estaba ya cerca. Se acercaba en puntillas. Todo el hotel era silencio… Pero este silencio duró apenas un rato. Alguien caminaba con pasos precipitados, como vacilando… el pastor se asustó. La mujer, lo mismo. Sin embargo había que averiguar lo que pasaba… Y abrieron la puerta… A la luz incierta de un reflejo, vieron a un oficial americano que al divisarlos se dirigió a ellos. Era el Teniente Sickly…

-¿Han visto Uds. al cura? ¿El cura que estaba en el comedor? Al cura del tren, ¿lo vieron Uds.? -preguntó con voz sofocada… ¿Lo vieron?

-Sí, teniente, ¿qué pasa?

-Es Ordóñez, el General Ordóñez, un sandinista terrible que anda disfrazado de cura y la mujer es su campañera, ¿los han visto?

-Sí, sí… cuando subíamos, hace dos horas por lo menos…

-Bueno, quién sabe qué habrá pasado, vamos… estaba con el Comandante… sí, esa mujer… entremos a su cuarto…

Y empujaron la puerta.

Un espectáculo macabro se mostró a sus ojos.

Recostado en el lecho, con la garganta abierta por un tajo, el cuerpo del Comandante colgaba como borracho…

-¡Qué horror, qué horror! -balbuceó la misionera…

Afuera, el pesado silencio de la noche era como mano amorosa posando sobre los tejados.

León, Nicaragua, 1959

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