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Interruptor

11 octubre, 2021

Compartimos en esta edición un cuento de Esbirros, el más reciente libro del escritor mexicano Antonio Ortuño, cortesía de la editorial española Páginas de Espuma.


Soy Veintitrés, dijo Veintitrés, y el escáner de reconocimiento vocal la respaldó. Pulsé el botón apropiado, la compuerta del vehículo se deslizó y ella subió a bordo con la bolsa del desayuno que insistió en pagar para los dos. Su actitud era mejor desde que la salvé de la asaltante de cajeros automáticos. Mi intervención representó una falta al Código, porque la agente armada es Veintitrés y yo, que padezco la desventaja de haber nacido varón, solamente soy un mediador. Mi trabajo es tomar conocimiento de los problemas entre ciudadanos y coordinar su resolución pacífica. Si fallo, Veintitrés está capacitada para utilizar el paralizador o incluso, si lo considera validado por el Código y ante una emergencia indudable, el pulverizador. El interruptor de testosterona que llevo en la médula dificulta cualquier acción violenta de supervivencia y no se diga de agresión pero, en cambio, potencia la capacidad para el diálogo. Ella, por su lado, tiene autorización para utilizar fuerza letal si lo considera prudente (curiosa frase, que une el asesinato con el buen juicio)

Comimos en silencio la ración de huevo con salchicha. La asaltante había sorprendido a Veintitrés un par de jornadas atrás. Era más joven de lo que el reporte dejaba adivinar (es difícil que un reporte ofrezca exactitud, pues existen numerosas palabras prohibidas por el Código, por lo que, por ejemplo, no puede darse cabal cuenta del volumen corporal, el tono de piel o cabello o la edad aparente de una infractora) y mucho más ágil de lo que la coraza preventiva le permitía ser a mi compañera. Fingió rendirse cuando le cerramos el paso a su rueda personal, a un par de esquinas de distancia de su último atraco. La mujer extendió las manos para ser apresada pero, justo entonces, con una cabriola, despojó a Veintitrés del pulverizador y a punto estuvo de accionárselo contra la coraza. Pero los vehículos artillados que tripulamos se llaman así por una evidente razón. Pulsé el botón apropiado y la asaltante se convirtió en mermelada de vísceras antes de desvanecer a mi compañera en los aires. Para su mala fortuna, el interruptor de testosterona envió a mi sistema nervioso la descarga que me derrumbó un segundo tarde. 

Hasta ese día, mi relación con Veintitrés había sido tan mala como suele ser la que une a cada agente armada con su mediador respectivo. Tenía que soportar comentarios hirientes sobre mi papel en los conflictos diarios y las humillantes miradas que le dedicaba en las regaderas compartidas de la comisaría a mi anatomía amansada por el interruptor. Alguna vez, incluso, me pareció escuchar su voz en el comedor general, en mitad de una mesa repleta de agentes, quejándose de que le habían asignado al compañero menos hirsuto de todo el sector. Me lastimó. 

Todo había cambiado luego de que mi disparo desde el vehículo artillado eliminara de la bitácora y del mundo material su error de protocolo (ser tomada por sorpresa por una agresora era una falta disciplinaria grave que, en caso de supervivencia, se castigaba con pérdida de derechos y baja de notas anuales) y borrara, de paso, a la única testigo. Aunque no hubo un agradecimiento formal (Veintitrés, sudorosa, sin expresión bajo el visor digital, se encaramó en su sitial, revisó mi interruptor, se dio cuenta que tenía un cable flojo, lo ajustó, y, satisfecha, puso en marcha el artillado antes de que pudiera yo accionar mi botón de aseguramiento, por lo que reboté contra el tablero informativo y me golpeé la cabeza), su trato hacia mí se dulcificó en las jornadas subsecuentes. 

No solo comenzó a cederme el paso en la comandancia sino que me arregló la puerta del armario en que guardaba cada noche mi uniforme y que solía trabarse. Aquel desayuno, pues, podía considerarse un nuevo paso en el reconocimiento de Veintitrés de que, incluso tan manso como era, la había salvado. Me pareció satisfactorio, aunque procuré hacerme el difícil. Demasiadas historias había escuchado sobre mediadores dominados y usados como juguetes por su compañera como para confiar. 

El resto del día transcurrió sin reportes de consideración. Como siempre, alguna anciana neurótica consignó a un hipotético varón sin interruptor suelto en los parques cercanos a su propiedad y, como siempre, resultó ser un perro escapado de un jardín. No hay en la ciudad, hasta donde sé, un solo varón remiso. Los hay en el mundo, sí, pero lejos, al otro lado del desierto, en poblados de casuchas gobernados por fanáticos. Pero en esta ciudad rige el Código y cada varón lleva su pertinente interruptor. Gracias a ello la violencia se ha mantenido en niveles aceptables durante decenios. 

Estaba de frente al chorro tibio y constante de la ducha cuando sentí las manos de Veintitrés en mi torso y mi trasero. No las esperaba. Ella previó mi reacción y me tapó la boca antes de que consiguiera emitir un grito. La mayoría de las vigilantes del cuartel se hacen las sordas cuando un mediador es tomado por su agente, según había oído, pero era probable que un buen berrido hubiera conseguido alertarlas de mi situación. Veintitrés era una mujer muy fuerte y estéticamente admirable: labios pequeños, nariz menuda, ojos de color miel, melenita y piel cubierta por un finísimo vello que sentí tallarse contra mi espalda. A ver si eres tan manso, gruñó en mi oído. Me sentía ahogar con el agua golpeándome y escurriendo y mi boca y nariz cubiertas por su mano. Pensé en refugiarme en el desmayo. Ya me ocuparía después de cubrirme los moretones y rasguños y de remediar las predecibles lastimaduras. 

Veintitrés tenía otra idea. Acariciándome la base del cuello con suavidad, desconectó el interruptor de mi médula. Aquello no era sencillo: había que conocer el mecanismo para conseguir que el microcable perdiera contacto con la base sin desprenderse. Fui empujado hacia el muro de la regadera. El agua, sentí, había subido de temperatura. El vapor comenzó a envolvernos. No eres tan dócil, rio Veintitrés, deslizando su mano con violencia por mi vientre. Querías esto, lo sé, me aseguró. Mis rodillas, a la larga, dejaron de temblar. 

***

Regresé a la comisaría por la madrugada y la encontré al pie del vehículo artillado. Desencajada, con el visor digital en las rodillas, Veintitrés observaba los reportes que se acumulaban en la pantalla de su comunicador. Sus pupilas se agigantaron cuando me vio. Aplasté a los putos bichos. Pobres bestias truncas. Los aplasté. Eso le dije. 

Le tendí el pulverizador. Lo recuperó con mano incierta y lo introdujo en su funda. Eso le devolvió el valor. Se puso de pie, enfrentándome. Me envolvió como para abrazarme. Lo que hizo fue devolver a su lugar el cable del interruptor. No sentí nada: la oleada había pasado. Veintitrés me golpeó el rostro cinco o seis veces. Luego me disparó. Caí. El paralizador detiene las funciones motrices pero no suspende la conciencia. Sentí que me retiraba la coraza y el visor digital de repuesto (suyos, claro) y borraba la memoria de ambas piezas. Entonces, con severidad, se encargó de pulverizarme los dedos de la mano izquierda. 

¡Mi mediador llegó herido! Eso le bramó, mentirosa, a la pantalla del comunicador. Sí, estamos colapsadas de reportes, le respondieron. Un agresor no identificado entró a la barraca de mediadores y disparó. Pulverizó a unos y dejó mutilados muchos más. Al mío le volaron unos dedos. Llévalo a Sanidad. Al menos podrás seguir utilizándolo. 

Veintitrés me arrastró al vehículo artillado y, auxiliada por el sistema de grúa de urgencia, logró elevarme a mi sitial. Nunca creí que mi compañera fuera de la clase de persona que llora, pero unas lágrimas frías le bajaban del rostro. Tuve que volarte esos dedos o habrían sospechado. A mí, sinceramente, no me importaba. La interrupción había devuelto a mi organismo su habitual serenidad y consideraba la amputación una consecuencia de los azares de la jornada de trabajo. Me gusta mi nombre, confesé con labios inmóviles. Era cierto. Uno-Cero-Cuatro, me había llamado ella mientras la tomaba en el suelo de la regadera, en vez de cerdo, bicho, bocón, esas cosas que nos dicen a los mediadores. 

En Sanidad me recubrieron las heridas con gel y programaron mi cirugía de adaptación de prótesis. En mi calidad de víctima tuve que rendir testimonio ante un recopilador de datos, un tipo mínimo, indiferente, desdeñoso, al que era de esperar que ni siquiera hubieran debido instalarle un interruptor para convertirlo en eunuco. Veintitrés me esperaba junto a las compuertas de nuestro vehículo artillado. Todo bien, le dije, la grabación del asaltante muestra a un tipo indistinto, con piezas de ataque y defensa robados a alguna agente, que masacra a unos mediadores en pijama. Si no regresa esta noche van a desactivar la alerta. 

Iniciamos la ronda matinal. ¿Uno-Cero-Cuatro?, carraspeó ella un par de horas después. Me volví hacia su voz. Ella no me miraba. La próxima vez que te retire el interruptor para mi uso personal, vas a tener un pulverizador apuntándote a la cabeza y te la arrancaré al menor gesto. Como quieras. ¿Lo estás entendiendo? Como quieras. Si hubieras disparado contra cualquier otro, mujer, perro, ardilla, rata, te estarían cazando en este momento. No vas a hacer algo así nunca. Nunca. ¿Lo entiendes? Nunca más. 

Quise sonreír pero el interruptor hizo su trabajo. 

Me sumergí en la paz.

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Nació en Zapopan, Jalisco (México), en 1976. Ha publicado cuatro libros de relatos: El jardín japonés (2007), La Señora Rojo (2010), la antología personal Agua corriente (2015), La vaga ambición (2017), con el que obtuvo el V Premio Ribera del Duero y el Premio Bellas Artes Hispanoamericano Nellie Campobello, y Esbirros (2021). También es autor de las novelas El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (2007), Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014, con el seudónimo «A. del Val»), Méjico (2015), El rastro (2016), El Ojo de Vidrio (2018) y Olinka (2019). Fue ganador del Premio de la Fundación Cuatrogatos, de Miami, al mejor libro juvenil por El rastro (2017) y finalista del premio Herralde de novela (Barcelona, 2007) por Recursos humanos. Ha sido traducido a diez idiomas. Actualmente es columnista de la edición americana del periódico El País.