Claribel-y-Cortázar

Julio, cronopio y patafísico

2 agosto, 2021

El 26 de agosto se cumplirá un año más del nacimiento de Julio Cortázar, uno de los escritores legendarios de la literatura hispanomericana. En Carátula celebramos los 107 años de nacimiento del «cronopio y patafísico», tal como lo describieran Claribel Alegría y Erick Flakoll en esta crónica aparecida en «Queremos tanto a Julio», recopilación de textos de escritores latinoamericanos que honran la vida y obra del autor de Rayuela.

Fue en México, en el año 52 o principios del 53, cuando Juan José Arreola llegó a casa borboteando entusiasmos sobre un cuentista casi desconocido que tenía la osadía de inventar un protagonista que de vez en cuando escupía conejos. Le pedimos prestado Bestiario y decidimos inmediatamente incorporar a Julio Cortázar a una antología de cuentistas y poetas jóvenes latinoamericanos que teníamos en proyecto. Arreola estaría representado allí junto a Rulfo, Tito Monterroso, Benedetti, Pepe Donoso, García Márquez y otros.

Ese mismo año nos mudamos a Santiago, Chile, pero a Julio se le había ocurrido instalarse en un París remoto. Tradujimos «Las puertas del cielo» al inglés, le mandamos la traducción y le pedimos el permiso correspondiente para publicarlo. Así empezó un intercambio epistolar intermitente, marcado por la convicción implícita de que nunca nos íbamos a encontrar personalmente y, mientras corrían los años, de que nunca se iba a publicar la maldita antología que fue aceptada en el año 56 y postergada indefinidamente por demasiado voluminosa.

En 1962 residíamos en Buenos Aires y una tarde, sorpresivamente, alrededor de las brasas de un asado porteño en El Tigre, nos encontramos con el cordial gigante Cortázar y su primera esposa, Aurora. Para ese entonces, Julio había terminado de escribir Rayuela, pero todavía no se había publicado y en toda una larga tarde de chorizos, chinchulines, mollejas y «asado con cuero» no la mencionó ni una sola vez. Nosotros, en cambio, nos apresuramos a informarle que finalmente estaba por aparecer nuestra antología, lamentablemente descuartizada por los editores, quienes en generalizada carnicería habían echado a la cesta un cuento de cuarenta páginas de García Márquez sobre un pueblo donde llovían pájaros.

La antología se publicó a fines del 62 (New voices of Híspanic America, Beacon Press, Boston), fecha que coincidió con nuestra decisión de poner fin a un wanderjahr latinoamericano que duró once años, y trasladarnos a Europa. A principios del 63 nos instalamos en París, le entregamos a Julio personalmente su copia de New voices y empezó así una amistad estrecha que se ha ido profundizando a través de los años

Para los escritores y artistas latinoamericanos, París, en las décadas de posguerra de los 50 y 60, era el equivalente de lo que había sido para los escritores norteamericanos en las décadas de los 20 y los 30, después de la Primera Guerra Mundial. Julio era el viejo residente, conocedor de todos los recovecos eternamente fascinantes de la «Ciudad Luz», una especie de decano introvertido para la ruidosa comunidad de escritores latinoamericanos que residían allí o estaban de paso. El núcleo estable lo componían, entre otros, Vargas Llosa, Ribeyro, Carlos Fuentes, Benedetti, Saúl Yurkievich, Rubén Bareiro y unos cuantos pintores. Era un grupo denominado por Fuentes «La Cosa Nostra Latina», que se visitaba o se encontraba en cafés para seguir un interminable diálogo sobre el quehacer literario, artístico y político de América Latina.

Antes de adentrarnos en esto último debemos recordar la carga de profundidad cuya explosión nos alcanzó y sacudió a todos en 1963 con la publicación de Rayuela. Entrar al laberinto mental de Oliveira y seguirlo paso a paso hacia el centro de la mandala para encontrarnos de pronto con el Minotauro en persona, de dos metros de alto, seriamente ocupado en un cuarto vacío tejiendo una telaraña cuatridimensional de piolines, significó una aventura insólita. La repentina yuxtaposición del Julio Cortázar que nosotros conocíamos, con el autor Dédalo de Rayuela, nos dislocaba el cerebro. Fue peor todavía cuando apartó su bola de cuerda, nos invitó a tomar un trago y dijo:

—Mira, Bud, Pantheon Books quiere publicar el libro. ¿Por qué no lo traducís vos? Claribel saltaba de alegría, pero Bud, todavía con la visión alucinante del Minotauro esperando en la casilla central de la rayuela, respondió:

—Déjame pensarlo.

Después de una noche de desvelo durante la cual pasó revista a los muchos motivos justificados de sentirse muy humilde frente a tan monumental tarea, y quizás adivinando la obra maestra que iba a producir Gregory Rebassa, le dijo:

—Mira, Julio, tenés cosas más importantes que hacer durante los próximos cinco años que presenciar la erosión lenta y segura de nuestra amistad bajo el peso de tal responsabilidad. Por favor, confiale a otro ese trabajo.

Fuera de la literatura, el teatro, las múltiples exposiciones de pintura que ofrecía París, el tema candente para nosotros en aquel entonces era la revolución cubana y su proyección para el futuro de América Latina. Julio venía de una Argentina postperonísta, Benedetti de un Uruguay que aún se jactaba de ser «la Suiza de América». El denominador común de todos nosotros hasta ese entonces había sido, o bien la apatía, o bien la frustración política con respecto a nuestros países.

La revolución cubana que había derrotado el asalto contrarrevolucionario de Playa Girón y que acababa de ser el foco de la «crisis de los cohetes» en octubre del 62, nos mostró que una transformación social era factible en el continente a pesar del papel hegemónico y neoimperialista de los Estados Unidos. Nos impuso la obligación de elegir entre dos posibles futuros para América Latina y a la vez nos planteó a nosotros, como escritores, otra disyuntiva más sutil y peliaguda: ¿en qué grado iba a influir en nuestra obra literaria esta posible visión de una América Latina renovada e independiente?

La mayoría de nuestro grupo parisino recibió invitaciones para ir a La Habana durante la década de los 60 y ver con nuestros propios ojos la transformación que se estaba produciendo. Julio hizo varias visitas a la isla. Desde el comienzo se proclamó abiertamente amigo de la revolución cubana, lo cual no impidió que se mantuviera fiel a su cosmovisión del mundo de las letras. Insistió tenazmente en el derecho inalienable de cada creador a seguir dialogando con sus propios demonios interiores por más que eso lo apartara de la «realidad social» de su época. Según nuestro entender, se produjo en él, no una escisión, pero sí una determinación de colocar «cada cosa en su lugar» y seguir adelante. En los años venideros, Julio Cortázar escritor siguió dándonos su visión única, inconfundible, de un mundo en el cual las fronteras entre la realidad convencional y lo fantástico se desplazaban progresivamente hacia esa «tierra de nadie» que él se había propuesto explorar. Al mismo tiempo, Julio Cortázar, latinoamericano, ciudadano del mundo y de su época, dedicó porciones cada vez más amplias de tiempo a solidarizarse con los movimientos liberadores de su continente, desde el Cono Sur hasta Centroamérica y el Caribe.

A pesar de toda esa carga, Julio nunca dejó de ser cronopio y patafísico. ¿A quién más se le habría ocurrido telefonearnos una tarde para proponernos que fuéramos a Londres al día siguiente con el propósito de presenciar al Marat-Sade de Peter Weiss dirigido por Peter Brook? Veinticuatro horas después nos encontrábamos a bordo de un packet boat, en medio del agitado canal de La Mancha, comiendo bocadillos de jamón y queso y tomando té. Julio fue el primero que tuvo que ir a dar un paseíto por la cubierta en medio de un viento frío y salado. Aurora lo siguió minutos después y finalmente fue Claribel quien salió precipitadamente del salón mientras Bud, el viejo marinero del equipo, terminaba con los bocadillos de todos y la mitad del té.

Fue en el Aldwych Theater, esa noche, que Julio comenzó su relación platónica, duradera y siempre a larga distancia con Glenda Jackson, que hacía el papel de una Charlotte Corday demente. A Julio le impresionó la escena en que Glenda empezó a flagelar, pausada y sensualmente con su largo cabello, la espalda desnuda del marqués de Sade. Bud, en cambio, perdió por completo la escena en la cual Sade le quita a Glenda la daga de goma con la cual va a asesinar a Marat, pone en sus manos un cuchillo de verdad y la empuja hacia él, que se mantenía medio sumergido en su tina. Lo que ocurrió fue que la vecina, a la izquierda de Bud, empezó en ese momento a dar alaridos y a reírse histéricamente, y a Bud y al otro vecino les costó casi un minuto calmarla.

En el año 66 abandonamos París para instalarnos en una vieja casa de piedra que poco a poco renovamos en Deyá, Mallorca. Dos veces por año visitábamos la Ciudad Luz para ver a los amigos y más tarde a las hijas y a una creciente cadena de nietos radicados allí. De vez en cuando Julio devolvía las visitas y pasábamos soleadas tardes en la playa o largas noches de invierno alrededor de la chimenea de Can Blau Vell, conversando o escuchando a Bessie Smith, a la joven Ella Fitzgerald, a Bix Beiderbecke, a Louis Armstrong. Las visitas se sellaban siempre con la pregunta grave: ”When shall we three meet again?”

Se disuelve la escena y la cámara de la memoria enfoca el 17 de julio de 1979. Julio y Carol desembarcan de un taxi frente a Can Blau. Un coro histriónico de: «¡Qué sorpresa! ¿Tú aquí?» Grandes abrazos de oso, maletas, propina al chofer y Carol asimilándolo todo entre burlona y tímida. Entonces la gran noticia: mientras ellos volaban de París a Mallorca, Tachito Somoza y el Chigüín habían salido de Managua en su Jet Lear rumbo a Miami y al exilio definitivo.

Pocos días antes, cuando el desenlace se perfiló inevitable, nosotros decidimos intempestivamente viajar a Nicaragua y escribir un libro sobre la revolución sandinista. Estábamos llenos de nuestro proyecto: William Walker, Zelaya, Zeledón, Moncada, Sandino, los marinos yanquis muriendo en las Segovias y luego la epopeya, literariamente irresistible, de la larga lucha del FSLN contra la dinastía de los Somoza. La noche terminó en la terraza entre estrellas, corchos, varios brindis a la nueva Nicaragua, botellas de champagne vacías y la decisión de Julio y Carol de visitarnos en Managua en el mes de noviembre, después de unas programadas vacaciones en Guadalupe.

Algunas semanas más tarde conocimos a Tomás Borge, que se encontraba momentánea e incómodamente instalado en lo que fue el búnker de Somoza. Cuando le mencionamos la próxima visita de Cortázar nos interrumpió con un decisivo: «Se hospedará en mi casa», y así fue.

Desde entonces los interludios cortazarianos/carolianos se entrelazan confusamente entre Nicaragua y Europa: Juntos en el «African Queen» de Humphrey Bogart y Lauren Bacall, navegando las anchas sinuosidades del río Escondido rumbo a Bluefields; juntos compartiendo un asado argentino preparado por Tomasello en la vieja fortaleza templaria de los Thiercelin, en el sur de Francia, la noche de bodas de Julio y Carol; juntos explorando León, Masaya y Granada mientras Carol fotografiaba incansablemente a sus amados niños sonrientes de la nueva Nicaragua; juntos de nuevo asoleándonos en El Velero, mientras Julio y Carol saltaban en las olas cogidos de la mano, como dos adolescentes.

¿Y después? No, todavía no.

Mientras tanto, nos encontrábamos cada vez más enraizados en Centroamérica, sumergidos en las «letras de emergencia» que la lucha revolucionaria de El Salvador y la defensa de la revolución nicaragüense exigen. De vez en cuando Claribel crea el espacio para escribir un nuevo poema o terminar una novela corta pendiente desde hace varios años y se regocija o se pone triste recordando las aventuras de Luisa en el país de la realidad, que a Carol tanto le divertían.

¿Y Julio? Siguen proliferando sus cuentos. En Deshoras, su libro más reciente, nuevamente tira una botella al mar dirigida a la inefable Glenda Jackson. También proliferan sus artículos que publica en El País, de Madrid y en otros muchos periódicos metropolitanos de lengua española, donde trata del quehacer cultural y político latinoamericano, siempre desde el ángulo particular que perciben sus ojos extrañamente espaciados.

¿Y después?

Después el repentino empeoramiento de Carol. Esa rara enfermedad que ella acunaba, negaba, presentía en su novela, Melanie dans le miroir. Nosotros, envueltos en túnicas blancas con mascarillas y pantuflas de papel, visitándola por última vez en el hospital de París. Sentados en un banco de madera escuchando a Julio nutrir en alta voz su esperanza y su desesperación. Y después Claribel, en los funerales, abrazando a Stephane, el hijo de Carol, mientras Julio, primero con aire distraído y luego con una rabia apenas contenida contra las injusticias cósmicas, arrojaba rosas rojas dentro de la fosa de Carol.

Pero no es la última imagen. Hace pocas semanas, de nuevo en Nicaragua, compartimos la semana de la Vigilia de Paz en Bismuna, cerca de la frontera hondureña, mientras del otro lado contingentes de los ejércitos hondureño y estadounidense, llevaban a cabo su Operación Pino Grande, ostensiblemente dirigida contra la revolución sandinista.

Otras imágenes de Julio: conversando en nuestra casa con el inolvidable comandante Marcial; conmovido, dando su discurso de agradecimiento por la Orden Rubén Darío. Días después un remanso en el paraíso de Corn Island, empañado por la visión de Julio errando por la playa, solitario una vez más, iluminado por los rayos del sol poniente. Esa fue nuestra última impresión del colosal Cortázar, pero no será la definitiva. Nos ha jurado que regresará a Managua a fines de este año.

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