Ficción: La experiencia formativa

1 abril, 2021

Luego de nuestra experiencia formativa, y luego de la desaparición de Jorge, con Raquel decidimos casarnos. Su mamá estaba contenta, incluso lloró, nos dijo que íbamos a ser felices, la mejor decisión, sin duda; el padre, en cambio, nos felicitó de manera más reservada y a los pocos minutos se encerró en su pieza.

El viejo era así. Parco y silencioso.

Se encerraba con sus libros, sus planos, los cuadernos formativos. Casi nunca hablaba con su esposa, menos con Raquel. Porque a ver, es verdad: en ese entonces los papás de Raquel no se decían mucho, pero yo tampoco entendía que había algo debajo de ese silencio. Yo tenía dieciocho años, había regresado de mi experiencia formativa, y me costó darme cuenta, durante mis primeros días como esposo de Raquel, de que el silencio entre sus padres era el mismo silencio que envolvía a toda la comunidad.

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Pero esto no era Colonia Dignidad. Era simplemente una comunidad hippie. Y hippie a la chilena, que no es lo mismo que los hippies gringos o europeos. Para los milicos estábamos dentro de la misma categoría que esos grupos de alemanes perdidos en el sur, y por eso, cuando nos descubrieron en los ochenta, cuando la comunidad llevaba casi diez años funcionando, pactaron. ¿Por qué no nos metieron a todos presos?, ¿por qué no nos mandaron al Estadio Nacional o a la Isla Dawson? No sé. A veces también me lo pregunto. Regreso a algunas fotos, esas en que los padres fundadores aparecen con el pelo largo, ropa sucia, con chalas y morrales, aunque luego se hayan puesto más serios, y me lo pregunto.

Y en verdad no sé.

Yo era chico pero no tanto. Y mi madre era una de las fundadoras, aunque tampoco recuerdo demasiado de ella, ahora que intento reconstruir esta historia. De mi padre sé menos, porque fue uno de los primeros desertores.

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La experiencia formativa, sí, ahora voy a eso.

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A los diecisiete años, luego de una ceremonia, a todos los hijos de los fundadores de la comunidad nos tocaba un año libre. Íbamos a las sesiones preparativas. Pasábamos más tiempo de lo normal con nuestras familias. Nos liberaban de los trabajos vespertinos. Y teníamos dos horas para llenar nuestros cuadernos formativos. ¿Qué anotábamos? Todo. Todo lo que pasaba por nuestras cabezas; todo acto o evento que consideráramos importante para nuestro desarrollo humano.

Hasta que llegaba el día.

Eso sí, no había claridad de cuándo sucedería porque era sorpresa. Tocaban la puerta, uno de los padres fundadores nos acompañaba hasta el portón de madera –generalmente el papá de Raquel, lo más cercano a un líder en la comunidad– y nos despedíamos y quedábamos ahí, afuera, en la intemperie. Caminábamos por la bajada de tierra. Era un camino pedregoso de casi dos horas y media hasta llegar a una caseta de madera donde alguien nos esperaba. Nunca supimos quién, aunque probablemente era un milico vestido de civil, el delegado por Pinocho para asegurarse que la comunidad siguiera aislada. Ese era el encargado de llevarnos a la ciudad en una camioneta que, luego entendí, era el mismo tipo de transporte que se usa para ir a buscar y dejar a los niños al colegio. Todo terminaba en una casona en el centro de la ciudad. Y ahí comenzaba la experiencia formativa. Un año para hacer lo que quisiéramos. Algo de dinero para los primeros meses. Y al final una decisión: o volvíamos o dejábamos la comunidad para siempre.

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Hubo varias señales. Como que un poco antes de mi experiencia formativa mi madre muriera. O que aparecieran los primeros conejos, aunque al principio no los tomamos en cuenta.

Cuando murió mi madre me mandaron a vivir con Raquel y sus papás. Yo tenía dieciséis, o sea un año antes de mi experiencia formativa. Lo que nunca entendí es por qué no me dejaron verla antes de morir; por qué no pude decirle chao viejito, te voy a extrañar, gracias por todo; por qué no me dejaron cerrarle los ojos con mis manos, mis propias manos. El padre de Raquel me negó todo eso, igual que, años después, no dejaría que Raquel viera el cuerpo de su madre. Decía que era parte de nuestra educación.

Que así seríamos mejores.

Seres integrales en lo físico y espiritual. Recuerdo que para la ceremonia –la ceremonia fúnebre que se celebraba cuando alguien moría en la comunidad– mi madre ya estaba enterrada y nos juntaron a todos para orar. Luego los padres fundadores rememoraron algo sobre el reciente difunto. Entonces nos tomamos de las manos y nos quedamos en silencio por unos minutos. No tuve ganas de llorar. Creo que por primera vez sentí rabia; rabia de no saber quién controlaba mi vida. El padre de Raquel finalizó la ceremonia. Esa mañana –era domingo, creo– Raquel se acercó, me tomó la mano y me dijo que íbamos a vivir juntos. Le sonreí aunque sin ganas. Le di un beso. Ya éramos pololos por esa época. En la comunidad los hijos de los padres fundadores se relacionaban desde chicos. Y eso a los padres fundadores les gustaba, claro; era la única manera de seguir poblándonos sin relacionarnos con el exterior.

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No me costó adaptarme a la familia de Raquel. En parte porque murió mi vieja y me convertí en un ser silencioso, muy distinto a lo que soy ahora. No tenía consciencia de mí, ni de lo que pasaba a mi alrededor. Iba al colegio de la comunidad por las mañanas; iba al campo a trabajar mi turno vespertino; iba a todas las actividades obligatorias para los hijos de los fundadores. Pero realmente no estaba ahí. Me adapté a la casa de Raquel porque era funcional y silencioso; y, finalmente, la gente funcional, la que hasta hoy no se arrepiente de nada, fue la que nunca abrió la boca. Yo también era funcional entonces; creía en la comunidad y seguía paso a paso lo que se me pidiera. Pero la muerte de mi madre partió mi vida en dos; un pasado feliz y obediente y un presente incierto, plano y rutinario como las actividades en la comunidad. Como los discursos que los padres fundadores nos obligaban a memorizar, sí, como el legado que supuestamente heredaríamos.

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Raquel lavaba los platos y yo los secaba. Era de noche, ya habíamos cenado. Teníamos un juego: contarnos la diferencia entre lo que recordábamos y lo que creíamos recordar de nuestras infancias. Raquel hablaba sobre una imagen que tenía de su padre, cuando este era vocalista de una banda de música. En verdad, me dijo mientras pasaba los cubiertos de madera por agua, en verdad lo que recuerdo es una canción. ¿Qué canción?, le pregunté. Quise saber si recordaba la canción o si era más bien el recuerdo de alguien que le habló sobre esa canción. No respondió. Todavía quedaban platos con restos de polenta y espinaca. Le hice la pregunta una vez más. ¿Qué canción, Raque? No me respondió. Mira, me dijo. Y apuntó la ventana. Miré. A través del ventanal noté dos puntos rojos y luego, en otra parte del patio, dos puntos más. Y otros dos. Y dos. Y así hasta que sentí algo de miedo. Raquel soltó el paño y el cuchillo que lavaba, y permaneció quieta unos segundos. De esa noche recuerdo que por la escalera se colaba el sonido de su padre trabajando; el sonido de la máquina de escribir, uno de los pocos artículos que a cada familia de la comunidad se le permitía tener. Raquel seguía paralizada. ¿Raquel?, le pregunté. No respondió. ¿Raquel?, repetí, esta vez con más fuerza. Raquel salió por la puerta de la cocina. La seguí. Intentamos buscar los puntos rojos, aunque no se veía nada. La oscuridad del patio –ahí estaba el columpio de madera que ya nadie ocupaba y el foso empedrado para el compost– no era más que un fondo negro y espeso. Como en cada casa de la comunidad, lo único que iluminaba era un farol de madera con vela. Entonces apareció el primero de los muchos conejos que veríamos durante esos años. Tiritaba y su pelaje estaba sucio. Nos miró y desapareció. Era grande.

Esa noche Raquel fue donde su padre y le contó. Temblaba. Yo me quedé arriba terminando de lavar los platos. Esa noche, antes de los conejos, la madre de Raquel dijo sentirse mal y se acostó temprano. El padre cenó con nosotros rápidamente, se disculpó y bajó a su estudio. Alguna vez pensé que trabajaba en sus memorias. O en un manifiesto. Ahora sé que todo eso es mentira. Esa noche escuché los gritos de Raquel. No hice nada, seguí con la loza. El padre la retó por interrumpirlo. Aunque los gritos aumentaban, yo hacía el esfuerzo por pensar en algo más. Y pese a que una voz interior me llamaba a defender a Raquel, también debía seguir las reglas de la comunidad. No podía olvidar que era parte de un grupo humano. Y que debíamos respetar lo que nos mantenía unidos. Terminé de lavar los cubiertos, subí a la pieza, me acosté, cerré los ojos y fingí dormir.

A la mañana siguiente el patio estaba destrozado. No solo a nosotros nos afectó; el resto de la comunidad también sufrió daños. Los bordes de algunas casas estaban roídos, con claras marcas de dientes y rasguños. Al principio algunos dudaron de que efectivamente fueran conejos. Además estaba el ruido por las noches. Era difícil dormir con ese ruido. Aún lo recuerdo: pequeños gemidos, chillidos, los conejos moviéndose rápidamente por el borde de la casa como ratones. Y su caca: bolitas negras que se multiplicaron en el patio. Se convirtió en otra tarea de los hijos de la comunidad. Nos hicieron recogerlas y tirarlas en el foso empedrado.

En un momento se pensó que era otro animal; el chupacabras, dijo alguien, o unos pumas salvajes, o unos pudúes con rabia, vaya uno a saber qué. Incluso, se pensó que la plaga era una maniobra para desestabilizar la comunidad. Que un grupo de frentistas y comunistas quería echarnos. O hasta los milicos que ya iban en retirada. Esto porque adentro pocos sabían lo que sucedía en el país; que era 1988, que la izquierda se estaba reformulando, que los milicos estaban por dejar el poder. Hasta que un día el padre de Raquel entró a la casa. En una mano llevaba el rifle y en la otra, agarrándolo desde las orejas, uno de los conejos. Temblaba. Lo puso sobre una tabla de cortar de madera. Parecía casi muerto. El padre de Raquel sacó el uslero de un cajón. Me miró y alzó la mano. Le dio un golpe rápido detrás de las orejas.

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Mi experiencia formativa fue una terapia. Solo una vez salí de la comunidad me sentí libre. Sucedió el día en que, junto a Raquel y Jorge –el otro hijo de los fundadores al que le tocaba su experiencia formativa– nos subieron a la camioneta y nos condujeron hacia la ciudad. Recuerdo al milico que manejaba (y que no sabíamos que era milico, que llevaba el pelo canoso y hablaba con voz de pito). Jorge le hacía preguntas. El milico se reía y lo molestaba. Jorge insistía con las preguntas. El milico le decía que si seguía así lo devolvía donde los jipientos. Jorge le dijo que no podía hacer eso porque tenía que pasar un año en la ciudad. Le dijo: Podemos volver o quedarnos afuera. Y el milico rio. Afuera, dijo. ¿Estai seguro que querís estar afuera?

Yo iba atrás con Raquel, tomados de la mano. En mi bolsillo llevaba una pata de conejo para la buena suerte. Me la había fabricado yo mismo, la semana anterior, cuando los padres de Raquel estaban en el anfiteatro durante una de las tantas reuniones semanales. Raquel andaba cansada y se acostó temprano. Tal vez por los nervios. Presentíamos que esa semana nos iba a tocar. Habíamos escuchado mucho sobre la experiencia formativa, pero no era posible anticiparse. De todas maneras, algo me decía que esa semana estaríamos afuera. Sin poder dormir, aquella noche me decidí y bajé a la sala de estar. Caminé en círculos por un rato. No lo pensé mucho: fui al estudio del papá de Raquel. Sabía dónde encontrarlo, en uno de los cajones, entremedio de los paños de lino, toallas y piedras pómez.

Lo tomé y salí al patio.

Se escuchaban los gruñidos. Vi un par de puntos rojos. Caminé en la oscuridad. Salté el cerco. Apenas sentí el primer ruido apunté. Fueron tres disparos; con el primero casi me caigo por el impulso; los otros dos los aguanté mejor. La mano me pesaba. Recién entonces lo inspeccioné con detalle; la culata era de madera, el barniz reflejaba la luz de la luna, y tenía un gatillo duro y frío como un bloque de hielo que quema al tocarlo. Además pesaba. Apoyé el rifle contra una de las cercas del patio. Hasta hoy recuerdo la imagen del cráneo explotando en varios pedazos; algunos de ellos tan pequeños que se perdieron en el pasto. Era de noche y disfruté mi pequeña catarsis. Mi vieja estaba muerta, yo solo en el mundo, pero algo había cambiado. Me dieron ganas de ir al anfiteatro y matar a todos los padres fundadores, escapar de la comunidad y también cruzar la cordillera. Dejar ese país que ni siquiera era mi país porque siempre viví encerrado en un territorio de caras familiares. Demasiado familiares.

Pensé en Raquel.

Reuní aquellos pedazos de cráneo que alcancé a distinguir en la oscuridad. Saqué el cuchillo, corté una de las patas traseras del conejo, la envolví en un paño y la guardé en mi bolsillo izquierdo. Luego tomé el cuerpo descabezado y caminé rumbo al foso empedrado para tirarlo con el resto de los conejos.

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Parte de la experiencia formativa consistía en llevar un cuaderno con pensamientos, ideas, dibujos; lo que pasara por nuestras mentes. Al final, si volvíamos, había que entregar los cuadernos formativos para que los revisaran. El papá de Raquel era el encargado.

Ya dije que éramos Jorge, Raquel y yo. Ahora, ¿qué fue de Jorge?, ¿y quién era Jorge? Como todos, no tenía apellido. Jorge era Jorge, simplemente Jorge y ahora lo recuerdo como una persona extrovertida; rara vez lo vi en silencio y sus padres eran de esos volátiles dentro de la comunidad; gente que nunca se comprometió del todo con esta idea utópica, pero que preferían estar ahí antes que afuera con los milicos. Era raro. Por ejemplo, no iban a las reuniones en el anfiteatro, y en vez de eso preparaban el pan, la leche y el queso. O se preocupaban de los animales. Lo extraño es que Jorge era lo contrario: iba a todas las actividades, feliz, siempre con una actitud positiva y poniéndole empeño. Era el hijo perfecto con su sonrisa de dientes chuecos y cejas anchas. Por eso el padre de Raquel le tenía cariño, mucho más que a mí. Jorge era el cómplice ideal que al principio desconocía lo que realmente sucedía en la comunidad. Y que luego, al enterarse por accidente, se quedó callado.

Entonces, esa tarde, llegamos a la ciudad y estuvimos encerrados por lo menos dos meses. Y no te voy a negar que con Raquel pasamos momentos hermosos, sin entender las calles de la capital, culeando todas las mañanas y las tardes como los conejos que durante ese año se multiplicaron en la comunidad. Porque alguien quería que se multiplicaran. Sin embargo, nosotros no sabíamos nada de eso. En la casa había un manual con indicaciones y consejos para entender la sociedad durante la experiencia formativa. Cómo y qué comprar en el supermercado, el toque de queda, quién era Pinochet, quién había sido Allende. Es cierto que en la comunidad teníamos clases de historia nacional, pero de todas maneras no querían correr ningún riesgo. Ese año que pasamos en la ciudad era para reforzar o debilitar nuestra lealtad. Esa era la prueba.

Jorge también se encerraba en su pieza. Más que nada escribía en su cuaderno formativo. Escribía y de vez en cuando salía para comer con nosotros. Yo le hacía preguntas y él me respondía con lo que había aprendido en las clases de la comunidad sobre nuestra vida interior, los temperamentos, etc. Aunque lo empecé a notar con menos energía. Lo vi languidecer en esos meses. Y yo, al revés, me sentía diferente, como si le hubiera robado el entusiasmo a Jorge.

Hasta que un día le tocaba a él hacer las compras y con Raquel aprovechamos de revisar su cuaderno. Al principio no había nada. Puras menciones sobre la ciudad, el sabor del chocolate, la señora que se aseguraba que todo estuviera en orden, la primera vez que vio tele. Pero entonces, Raquel encontró una entrada distinta. En tercera persona. Parecía un cuento. Era la historia de un niño de la comunidad que se escondía debajo del escenario del anfiteatro. Era un niño de madera. El Niño Árbol, escribía Jorge: el Niño Árbol hace esto, el Niño Árbol hace esto otro. Era como un cuento infantil y levemente oscuro. Con un tono ingenuo. Hojas y hojas con lo que le sucedía al Niño Árbol. Nada tan interesante en verdad, hasta que el Niño Árbol volvía a esconderse debajo del anfiteatro y aparecían los padres fundadores. Hablaban sobre una reunión extraordinaria. Sobre el desertor. Sobre limpiar la comunidad. Y luego el desertor, al parecer, era llevado al escenario. Lo tenían amarrado. Amordazado. Desde abajo el Niño Árbol escuchaba atentamente. Al principio un poco asustado por los golpes y luego sorprendido al oír un canto acompañado por una guitarra y alguien que gritaba más y un chillido, justo al final de la canción, que subía de tono hasta convertirse en un lamento de muerte.

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Jorge desapareció un mes antes de volver a la comunidad. Con Raquel sabíamos que no iba a regresar. Pero igual fue extraño. Encontramos su ropa, sus cosas, casi todos sus cuadernos. Los volvimos a leer. Hacía un tiempo que había parado de escribir las entradas del diario. Ahora sólo repetía y repetía el mismo relato del niño que se metía al anfiteatro de la comunidad y escuchaba esos ruidos. Lo que cambiaba era el tono de la narración, cada vez más oscuro, cada vez menos infantil. Hoy me arrepiento, pero mi último día de la experiencia formativa tiré esos cuadernos a la basura.

Nosotros regresamos a la comunidad. Con Raquel ni siquiera hablamos la posibilidad de quedarnos en la ciudad. Fuimos felices afuera, es cierto, pero solo porque nuestro tiempo en la ciudad tenía fecha de vencimiento. Si algo reforzó la experiencia formativa es que nos amábamos. Y que adentro, en la comunidad, teníamos comida, casa y un refugio espiritual. Los tres elementos que cualquier ser humano necesita.

Al regresar se celebró la ceremonia de juramento, y a los papás de Raquel y los otros padres fundadores les contamos sobre Jorge. Nos casamos. Fueron dos ceremonias en dos semanas. El juramento y nuestra unión. Los dos de blanco, Raquel con unas sandalias de cuero, yo con unos zapatos café. Ese día pensé mucho en mi madre. No sé si le habría gustado que me casara tan joven. Pero sentía que a Raquel le debía mucho.

No tengo claridad de cuándo comenzaron las peleas entre los padres de Raquel. Tal vez nosotros fuimos los causantes; nuestra unión, digo. O tal vez antes, porque la mamá de Raquel abandonó la comunidad cuando ya estaba muy mal, y era evidente que aunque se reunieran los doctores de la comunidad, y aunque se recurriera a toda la medicina homeopática almacenada, había que llevarla al centro médico.

La madre de Raquel empezó a pasar sus mañanas en cama. Ya no trabajaba. No importaba. Ella era de los padres fundadores, del grupo original. Y no tenía que estar produciendo en el campo como yo, Raquel y los demás. Solo si alguien estaba muy enfermo podía salir de la comunidad. Solo entonces aquella persona era transportada a un centro médico con el que existía un acuerdo; uno de esos acuerdos que nosotros, hijos de la comunidad, nunca supimos. Unos años antes, me llevaron a ese mismo centro médico, de hecho, cuando se me reventó el apéndice. Creo que tenía catorce años y mi madre todavía estaba viva. El dolor era tanto que alucinaba, y en verdad, no recuerdo mucho del momento en que me sacaron de la comunidad. Me desmayé en el campo mientras recolectaba zanahorias. Vi luces y tuve un sueño en el que, no sé por qué, trabajaba limpiando piscinas, aunque no sabía lo que era una piscina porque nunca había visto una. O eso creía porque luego mi madre me contó que al nacer, un par de años antes de ingresar a la comunidad, lo primero que hicieron con mi padre fue tirarme al agua, así aprendía a nadar.

Cuando desperté en el centro médico llevaba una bata blanca. Pensé que había muerto hasta que se me acercó mi mamá con una de las enfermeras. Vi luces y dos siluetas. Mis uñas aún con tierra. Me dolía la cabeza. Recién ahí me di cuenta de su pelo blanco, de las muchas canas que le aparecieron en esos dos días; mi madre había envejecido durante el tiempo en que estuve hospitalizado. Me saludó. Me dijo que todo iba a estar bien. Me dijo que en unos días me daban de alta. Sonrió. Sentí un paño helado en la frente. Fue una de las últimas veces que la vi alegre. Tenía los ojos negros y sus cejas, también canosas, estaban casi unidas.

Esa noche y la siguiente me cuidó una enfermera que llevaba una pata de conejo en uno de los bolsillos de su cotona, y que antes de entrar a una operación, noté a través de la puerta de un pasillo, sacó y frotó con sus manos. No sé por qué me esforcé en no olvidar aquella imagen. Parecía proyectar cierta energía sanadora al frotar eso con sus manos. Desde entonces me quedó la idea de que una pata de conejo significaba algo. Y hasta hoy tengo una conmigo.

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Yo no lo creo, pero dicen que esa misma enfermera estaba cuando la madre de Raquel se fugó. Me pregunto si la madre de Raquel lo hizo porque tenía cáncer y sabía que iba a morir. O porque siempre había querido fugarse de la comunidad. Durante los años posteriores sólo escuché dos o tres veces el tema. Raquel era callada y dentro de la comunidad se manejaba poca información. Se sabía que fue rápido; una de las noches que pasó hospitalizada, la madre de Raquel se desconectó de los tubos y escapó por los pasillos. Afuera, al final del estacionamiento, un hombre la esperaba con el auto encendido. No era cualquier auto; era la camioneta con que nos llevaron hacia la experiencia formativa. Luego murió. No sabemos dónde, en qué cama, al lado de quién. Y eso todavía le duele a Raquel. Y a mí. Por eso me he encargado de responderle a cada persona que quiera saber sobre la comunidad. Igual, como te dije, en este caso no hay verdades concretas. Para contarte esto necesito manosear algunos detalles del pasado. Ajustarlos. Sino lo que queda son hechos aislados; tan aislados como todos nosotros en medio de la cordillera.

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No pasó mucho tiempo hasta que vi a Raquel con la autoestima baja, creo que por las peleas con su papá, o porque intentábamos tener un hijo pero algo fallaba, no sé. Raquel estaba en esa etapa de odio hacia los padres fundadores. Tarde o temprano sucedía. En una clase nos enseñaron eso: que en algún momento de nuestro desarrollo espiritual pasaríamos por momentos de odio y cuestionamiento. La fase colérica. Raquel estaba en esa fase. Le sacaba todo en cara a su padre; que no nos dejaran conocer el mundo; que nos tuvieran atrapados; que eran un grupo de viejos dispuestos a sacrificar todo, incluyendo a sus familias, con tal de no encarar lo que sucedía afuera, en el país.

Como yo no tenía madre, y mi padre fue de los que desertó tempranamente, nunca pasé por esa fase. Siempre me guardé el odio. Tal vez ahora lo estoy sacando. De a poco.

Qué chucha hacemos acá, le preguntó una vez Raquel a su papá. Y él la tomó de las manos, con fuerza, y le dijo que se calmara, que no podía lidiar con una hija histérica ya que estaba en cosas más importantes, como salvar a la comunidad. Esto es todo lo que tenemos, le respondió su papá. Si perdemos esto también nos perdemos nosotros.

A la mañana siguiente vi a Raquel en el baño llorando y le dije: Nos vamos. Ella me miró sin entender. Con mi mano le sequé las lágrimas. Arregla tus cosas. Nos vamos, repetí. Raquel movió la cabeza lentamente. No, dijo. Me preguntó si estaba seguro, si no nos pasaría algo grave afuera ahora que el país, al parecer, estaba cambiando. La tomé de las manos con fuerza, para que le doliera, para que sintiera que la amaba, y le dije que desde entonces mejor me hiciera caso.

Yo te voy a cuidar, le dije.

Caminamos doce horas. Bajamos en círculos por el cerro hasta toparnos con la carretera. Para calmarla le pedía a Raquel que me hablara de esa canción de su padre, aquella de cuando este era vocalista de una banda de música. Ella narraba ese recuerdo. Una y otra vez. Y de tanto esforzarse recordó una línea de la canción: “Toda la gente huacha”.

Fue una caminata larga. No estaba la caseta en el camino. Ni el tipo que probablemente era milico, de pelo canoso y con voz de pito; ahora no había nadie. Al parecer algo había cambiado. Raquel temblaba y le dije que se calmara, ahora sin un grito pero con una mirada seria. Te amo, le dije. Entendió que conmigo estaría protegida y me tomó la mano.

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Casi tres años desde nuestra experiencia formativa y la ciudad estaba casi igual, tal vez con menos milicos. Pasamos unos días en la calle. Luego conseguimos donde dormir y un trabajo, lo que fuera, lo que nos mantuviera con comida y casa, y recién entonces, al tener ambas cosas, Raquel se calmó. De todas maneras seguí dándole órdenes y repitiéndole que la amaba. Cada vez que le hablaba aumentaba mi voz, le tomaba las manos con fuerza, igual que su padre.

Dormíamos en una pensión en el centro, al lado de la estación de buses. Tuvimos algo parecido a una vida, aunque de vez en cuando –yendo y viniendo– las imágenes de la comunidad, de los padres fundadores, del escape de la madre de Raquel y todo eso, aparecían. Continuamos trabajando, intentando pasar desapercibidos, aunque era difícil. Queríamos olvidar y también ser olvidados. Reinventarnos. Un día fuimos al registro civil. Necesitábamos carné para trabajar. Tomamos un número. Hicimos la fila. Esperamos. Vimos gente pasar a una ventanilla. Y entonces llegó nuestro turno. Dijimos que no teníamos papeles. Nos robaron, dijimos. Un carabinero se acercó para pedirnos nuestros datos. Hicieron preguntas sobre el robo, sobre nosotros, y luego, sobre la comunidad. Respondimos con verdades. Verdades distorsionadas como las que te estoy contando. Sí, la comunidad, dijimos. No, no sabemos del paradero de nuestros padres. Sí, años atrás hicimos nuestra experiencia formativa en la ciudad. No, no sabíamos de eso. Pasamos la tarde en un espacio amplio y frío. Había un camarote pegado a la pared. El registro civil cerró y prendieron las luces. Eran luces bajas. Nos trajeron una tele y en la pantalla apareció un animador al lado de un hombre con una capucha negra. El de la capucha tocaba la trompeta. El animador gritaba y sudaba. Le decían Don Francisco. Raquel se calmó. Yo también. Vimos el mismo canal toda la tarde. Nunca se nos ocurrió preguntar qué estábamos haciendo, cuándo nos iban a liberar, hasta que nos dijeron que era hora de cenar y apareció el papá de Raquel. Parecía igual que siempre.

Silencioso y parco.

Los carabineros se fueron. Nos dejaron solos. Ahora la habitación me pareció gigante. Inescapable. El papá de Raquel llevaba dos bandejas de plástico rojas. En cada una había un plato con papas doradas, lechuga, tomate y un trozo de carne ligeramente rosada y de consistencia suave, que nos obligó a comer.

Niños, dijo. La cena.

Y apuntó el conejo al vapor.

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No te voy a aburrir con el resto. En verdad no pasó mucho hasta que empezó el culto. Todos esos huevones que comenzaron a investigar sobre lo que sucedió a fines de los setenta y descubrieron la comunidad y el pacto con los milicos. Periodistas, académicos, políticos, escritores. A todos los mando a la cresta. Como si ya no tuviéramos suficiente trauma y nostalgia innecesaria por el pasado; como si la memoria nacional ya no estuviera lo bastante manoseada. Para qué meter el dedo en la herida si ya estaba sanando. Solo a personas como tú, con poder, les cuento todo.

La última vez que vi al papá de Raquel fue para los juicios. Fue la misma semana en que alguien quemó el anfiteatro de la comunidad. Fue cuando se descubrió que ahí se torturaba gente y que luego los cuerpos terminaban en el foso empedrado, junto con los conejos, aquellos conejos que junto con la democracia acabaron con la comunidad, una plaga causada por el papá de Raquel y los mismos milicos.

Esa semana aparecimos en la tele. Sucedieron los juicios. Y como yo no era hijo de ninguno de los padres fundadores me dejaron libre. Solo tuve que testificar. Pero Raquel.

No sé qué pasó con ella.

Solo que en uno de los juicios me acusó de traición.

Dos días después recibí mi carné. Y me cambié el nombre. Casi me voy del país.

Preferí quedarme.

Ahora trabajo en lo que soñé esa noche del hospital, cuando aluciné y vi a mi madre por última vez. Tengo un mameluco azul que me pongo todos los días. Llevo varios años en esto. Me subo a micros que van a Las Condes, Vitacura, Lo Curro. No tan lejos de la comunidad. Una vez, de hecho, limpié la piscina de una casa que reconocí. Estaba seguro de haberla visto el día en que comenzó nuestra experiencia formativa, cuando íbamos en la camioneta, yo y Raquel de la mano. Manos sudorosas. Nerviosos. Felices. Jorge y el milico adelante.

A veces aprovecho que no hay nadie y me meto a las piscinas. O hablo con las nanas. Algunas incluso me invitan a almorzar y hasta me dejan usar el computador. Ayer, por ejemplo, vi que el papá de Raquel tiene dos entradas en wikipedia. La verdad es que desde hace un tiempo que estoy obsesionado con wikipedia. Edito todo lo relacionado con ese pasado que me gustaría controlar. Por eso reescribí algunas de las entradas; por eso el viejo aparece como el Charles Manson chileno, el líder de la comunidad cordillerana; y en la otra como el vocalista de los High Alpacas, una banda de rock de los sesenta que tocó en Piedra Roja y que hoy se le recuerda por una sola canción. El cover de “Eleanor Rigby” de los Beatles, “Toda la gente huacha”, por esa línea que dice “all the lonely people”. Esa es la canción que Raquel recordó, o creyó recordar, la noche en que comenzó la plaga de conejos. Y esa es la canción que tarareo cuando limpio piscinas, cuando intento dormir, cuando pienso que tampoco estábamos tan mal; adentro teníamos comida, casa y un refugio espiritual, los tres elementos que todo ser humano necesita.

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Temuco, Chile
Escritor y editor. Es autor de cuatro libros, entre los que destacan los volúmenes de cuentos La experiencia formativa (2016) y La experiencia deformativa (2020), ambos también publicados en el volumen Las Experiencias. Actualmente prepara para Alfaguara un volumen con los mejores cuentos del escritor ecuatoriano Marcelo Chiriboga. Su Twitter es @TheAntonioAdo

Fotografía de Carla McKay