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Agosto 2016. Visita a Beba Piglia

25 julio, 2019

El 6 de enero de 2017, informa El País, murió Ricardo Piglia. Se le rompió el corazón en su casa de Palermo donde yo los fui a visitar, a él y a su esposa Beba, en agosto del año pasado. Todos los obituarios mencionan su magnífica obra y lo sitúan entre los tres más sobresalientes de Argentina, Borges, Saer y Piglia.


Ricardo Piglia

El 6 de enero de 2017, informa El País, murió Ricardo Piglia. Se le rompió el corazón en su casa de Palermo donde yo los fui a visitar, a él y a su esposa Beba, en agosto del año pasado. Todos los obituarios mencionan su magnífica obra y lo sitúan entre los tres más sobresalientes de Argentina, Borges, Saer y Piglia. El elogio de la sombra del escritor que fue último en morir de los tres arriba mencionados, nombra todas las novelas, cuentos, ensayos que él escribió, los premios que recibió, los centros donde enseñó. Menciona con admiración Los diarios de Emilio Renzi, tres en total, que él escribió con sus mismas pupilas, buscando con cuidado cómo ponerlas justamente en la letra indicada, durante su largo y penoso tránsito a la muerte. También se dice dónde nació, en Adrogué, Buenos Aires; se cuenta cómo empezó de niño a leer poniendo el libro boca abajo y cómo de ahí en adelante leyó al revés o en transversal; se comentan sus metáforas sobresalientes, respiración artificial y el escritor como máquina de contar historias que iban a mostrarse premonitorias. Se dice que era un tipo de una humildad y una sencillez absoluta, un ser humano extraordinario. Pero ninguno de los obituarios menciona cómo vivió Piglia sus últimos años en Buenos Aires y quién lo atendió cuando ya estaba postrado por la Esclerosis Lateral Amniotrófica (ELA), esa enfermedad que hace morir músculo por músculo, a pedacitos, hasta lograr la asfixia. Sí mencionan, un poco con afán heroico, su enorme lucidez y aun cuentan anécdotas: siempre había pedido tiempo para escribir y ahora lo tendría padeciendo un mal que lo dejaba inmóvil; decía que esa enfermedad era experimentar la injusticia absoluta y sin apelación; o que el enfermo no era él sino otro. Yo aprovecho la ocasión para recordar a Beba, su mujer, que lo atendió con una determinación fiera durante sus últimos años y que hizo hasta lo imposible por mantenerlo vivo, productivo, bien cuidado porque sin él, ella no podía vivir. Voy a hablar de esa enfermedad que los obituarios glosan y testimoniar que acompañar a un paciente de ELA es situarse ante las mismas puertas del infierno.

Supe de la enfermedad de Ricardo Piglia por una colega que me avisó un día que Piglia sufría la misma enfermedad de Roberto, mi marido. No sé si me lo dijo antes que Roberto muriera o después pero creo que me lo dijo después. Me parecía una cruel coincidencia que Beba, mi amiga de juventud, y yo, pasáramos por las mismas circunstancias de la vida; y me prometí viajar a Buenos Aires a visitarla. Sentía un doble deber, el de hacerme presente frente a mi amiga, y el de acompañar a aquellos que caminan a la par de los enfermos de ELA.

El ELA es una enfermedad neurológica degenerativa. Hay una desconexión paulatina entre el sistema nervioso y sus terminaciones musculares y el paciente va perdiendo poco a poco toda su capacidad motora hasta convertir el cuerpo en muñeco de trapo. El diagnóstico corta la esperanza de tajo: “la enfermedad no tiene cura.” “Un año y por asfixia,” me dijo a mí el doctor en frío, con la cabeza hundida en el ordenador, al darme el diagnóstico de Roberto. La esperanza de vida, de entre 5 y a lo más 10 años, es quimérica. No conozco o sé de nadie que durara tanto después de ser diagnosticado. Salvo el caso de Stephen Hawking, Piglia es el que más ha aguantado. Puede ser que el período de incubación ocupe esa fingida decena que auguran los médicos y que la enfermedad dé sus señales antes sin que uno no se percate de ello porque las explica de otra manera: cansancio, exceso de trabajo, vejez. El diagnóstico es la antesala de la muerte. De ahí en adelante todo es vigilia. La energía del que sufre el mal y del que lo acompaña se reduce a la metafísica de la observación, a la pragmática del cuidado, a la hermenéutica de los síntomas: caminar al lado o tras el enfermo, mientras todavía puede hacer uso de sus piernas; levantarlo, acostarlo, voltearlo en la cama, bañarlo, y limpiarle el cuerpo cuando ya perdió la movilidad, hundirse en sus humores y olores más íntimos, hacerlos nuestros; oír la carraspera constante del que se esfuerza por tragar su propia saliva que lo ahoga; empezar a comunicarse por señas ante la pérdida del habla. El ELA nos pone en presencia de lo inefable y todo poderoso. Nos hace percatarnos del límite absoluto: no podemos ni respirar ni tragar por el enfermo.

ELA Erinia, furia, enfermedad huérfana, sin suficiente investigación, que ataca a aquellos que viven intensidades. En Estados Unidos lleva nombre de beisbolista: Lou Gherig Desease. Lou Gherig, jonronero de los Yankees, llamado Caballo de Hierro, sucumbió a esa enfermedad degenerativa. Lou, que había jugado nada menos que con Babe Ruth, el Bambino, y luego con Joe DiMaggio; Lou, que había sido opacado en la fama por ambos, dio su nombre perdurable a esa terrible maladie. El más famoso de los sufrientes de dicha enfermedad es Stephen Hawking, sabio físico que pasó los 75 años de vida, edad en que muere Piglia, pero también la padeció el crítico y novelista Oscar Collazos y el ex guerrillero y crítico de las izquierdas Héctor Ricardo Leis. No ataca a quienes viven la vida con intensidad sino a los que viven la intensidad de la vida—escritores, guerrilleros, físicos nucleares. De ahí la idea de que esa enfermedad le hace a uno descubrir la experiencia de la injusticia absoluta, como decía Piglia.

Llegué a Buenos Aires en agosto del 2016 a un encuentro organizado por una colega y me dispuse ir a hacer la visita a Beba. Ya antes habíamos estado al habla por email y sabíamos lo sucedido. Llegué al apartamento que yo ya conocía y que quedaba al fondo de un largo corredor. El lugar era el mismo que había visitado años, años atrás, más de cuarenta por cierto, pero ya había perdido el encanto del jardincito al fondo y de la escalera que llevaba al estudio de Beba. Todo había sido transformado. Ahora ahí imperaba el desorden y amontonamiento propio de los espacios que habitan enfermos de gravedad y donde todo el lugar habla de las necesidades de esa persona.

Encontré a Beba en estado de excitación contenida. No esperaba menos. La acompañaban un enfermero y una joven. Me dio gusto no encontrarla sola. Me ofreció torta, té. La misma Beba de siempre, tan linda, tan ella misma, tan comunicativa. Cundía en el ambiente un fuerte olor a gasolina. Se sentía desde la entrada al pasillo. Con toda confianza le pregunté qué era ese olor tan penetrante y ella me contestó que era de un motor que había comprado porque si se iba la luz no podrían aspirar a Ricardo. El aparato había resultado defectuoso. ¡La angustia de la asfixia! ¡La angustia de que se vaya la luz! ¡La angustia de que el aparato no funcione! ¡La angustia de lo inevitable que se aproxima! Le pedí que abrieran puertas y ventanas de par en par porque, aun si hacía frío, ese olor nos haría daño a todos. Pensaba en Ricardo, si, porque el ELA exacerba todos los olores y no deja respirar a los que la padecen. Esa fue mi entrada al estado de Ricardo. Beba haciendo todo lo posible para poder aspirar a un enfermo de ELA, para aprender esa tarea que es de profesionales; estar listas ante todo: ponerle cortapizas al sufrimiento, obstaculizar la muerte—todo y cualquier cosa, como yo. Las máquinas servían para eso, para el consuelo.

Tenía años de no ver a Beba. Le admiraba ser mujer de puerta abierta; poder compartir su angustia con todos, no tenerle miedo a la expresión de sus sentimientos, aunque sabía bien que en el ELA la compañía y la asistencia es indispensable. Uno necesita gente que le ayude físicamente a cargar al enfermo. A mí me acompañaron dos personas a permanencia pero ni a Roberto ni a mí nos gustaba recibir visitas. Siempre hay un morbo ante la contemplación del dolor del otro; un deseo por saber y ver cómo el enfermo maneja su situación; unas preguntas y comentarios impertinentes. Nosotros evitamos eso. Pero el caso de Piglia era diferente. Había mucha gente que le ayudaba directamente. Le leían, le cambiaban la línea de la escritura en la máquina cuando esta había llegado a su fin, le ajustaban la letra a la pupila, lo acostaban, lo levantaban, lo aspiraban—todo eso y más: el escritor como máquina de contar cuentos. De ese equipo yo solo conocí a dos jóvenes y a un enfermero pero supe de más. Beba estaba muy agradecida de la compañía. Ya me lo había dicho en sus correos. El acompañamiento les venía bien a Ricardo y a ella. Los dos vivían rodeados de asistentes, enfermeros, lectoras—el cuerpo de Ricardo.

El día que yo la visité no sabía si podría verlo. Ni pregunté y oí con atención absoluta el último incidente que Beba había pasado en una oficina de gobierno donde, perdida ya toda compostura, toda cordura y auto-contención, me contó que se había puesto a gritar a pleno pulmón frente a la gente, quejándose del trato que les daban, y de cómo todo el mundo la acuerpó. Yo llegué a Buenos Aires justo durante el cambio de gobierno de Cristina a Macri y toda la ciudad estaba exacerbada y como en estado de shock o duelo. “Estás al límite de tus fuerzas,” observé queriendo que me oyera. Estaba exhausta, física y emocionalmente gastada. No sabía cuánto iba a durar esa situación. Ricardo tenía ya una respiración artificial, le habían abierto la tráquea y supongo que lo alimentaban por el estómago también. Eso fue lo que le prolongó la vida. Beba admitía: “ya no puedo más.” Y yo no sabía cómo consolarla. Nada que le dijera aliviaría su angustia pero aún así y para distraerla le conté un poquito sobre mi experiencia con Roberto, seleccionando entre lo más útil y lo menos, cosas que ella ya sabía. Evitamos hablar de cómo la enfermedad empeoraría; de cómo un día llegaría la muerte. Ella no quería oír hablar de eso: “no puedo imaginarme un mundo sin Ricardo,” decía. Ricardo le daba fuerza. Ricardo la sostenía. Ricardo quería vivir. Es increíble el grado de serenidad que uno puede alcanzar en presencia del dolor ajeno, de esa intensidad del dolor de una esperanza desesperanzada, como si uno pudiese lograr lo imposible mediante un simple acto de voluntad. Yo no quería llorar frente a ella pero me emocioné hablándole del amor de Roberto y viendo su amor por Ricardo. Dos mujeres viéndose frente a frente; pasado y presente la una de la otra.

Conozco a Beba desde muchos, muchos años, desde que vino con David Viñas a Minneapolis y compartimos muy de cerca durante 10 semanas, cuando éramos jóvenes de ideas descabelladas y cabellos largos, hippies, contestatarias y atrevidas, desgarbadas. Bromeábamos pensando que sería bueno que cada una de nosotras iniciara al hijo de la otra en las artes amatorias. Todavía guardo la fotografía cuando la fuimos a despedir con Francine Maciello al aeropuerto. Beba se llevó todo el sueldo de David en una bolsa de tela, como esas de los pordioseros y yo le pregunté cómo se atrevía a hacer eso y ella me contestó que quién se iba a imaginar que llevaba tanto dinero en esa bolsa sucia, vieja y jalada con un mecatito que ella se colgaba al hombro. Eran diez mil dólares. ¡Toda una fortuna en esa época! Luego se fue a España. La dejé de ver. Supe un poco acerca de ella por los amigos, y luego la vi ya de nuevo en Buenos Aires con su Ricardo. Se habían reencontrado por casualidad en un metro de Madrid.

Cuando me lo presentó fuimos a cenar con un amigo de quien Ricardo me dijo era el mejor poeta argentino de esos días y la casualidad es que un libro sobre dicho poeta fue presentado en Buenos Aires en la tarde, en la misma sala donde yo había hablado en la mañana. No recuerdo el nombre. Beba tenía cartas personales de él. De esa vez se me quedó grabada de Piglia una naturalidad muy suya y la palabra intensidad, que era de sus favoritas; también me encantó cómo le ponía el brazo sobre el hombro a Beba a medida que caminábamos gozosos por unas calles repletas de gente de Buenos Aires y el afecto con el que trataba a su amigo, el poeta, y a mí. Teníamos el sentido de andar acompañados, de estar juntos. Era un hombre feliz con su Beba. Esa fue una escena de bienaventuranza, acompañando esos amores que lo hacen sentir a uno copartícipe. Beba fue una mujer muy bien amada. No sé si ese encuentro ocurrió antes de recibir una invitación a enseñar en Princeton o si ya era la segunda vez y yo le aconsejaba que tenían que aprender a cobrar. Vos sos como un actor de cine codiciado, le dije; cobrá como Julia Roberts—¡absurdo símil!

Al rato de estar en casa de Beba y de sentirme ya parte de esa familia, de ese instante, de esa circunstancia, Beba me dijo que fuera a saludar a Ricardo. Entré en el cuarto donde lo encontré sentado frente a la computadora. Ya estaba completamente inerme. La silla tenía un sostén para la cabeza debajo de la barbilla—los ojos siempre vivos, su pelo rizado, perfecto para hacerle caricaturas. Lo vi con los ojos que le veía a Roberto, neutros, como si nada ocurriera, pero ojos que decían aquí estoy con vos completa. Empezó a ver la computadora. Había que ajustarle la pantalla para que la pupila encontrara la justa clave que quería tocar: “Te conocí en La Jolla. Todos te querían” escribió. Me estremecí al verlo y leerlo tan tranquilo, tan amoroso—la comparación con Roberto y mi experiencia personal siempre presente en el encuentro. Me percaté de mi familiaridad con la enfermedad, el acompañamiento, el cuerpo. “¿Puedo darle un beso?” pregunté a Beba. Asintió. Lo besé en la frente. Quería estrecharlo entre mis brazos, como quise hacerlo también con Roberto, pero igual no lo hice. Beba me indicó que habíamos de salir y nos fuimos de nuevo a la sala.

Ya en compañía de todos, todos de nuevo mi familia, el enfermero me dijo que él tenía un hermano gemelo que padecía la misma enfermedad de Ricardo y que él sabía cuándo su hermano estaba mal porque sentía todos los síntomas: no podía respirar cuando su hermano no podía respirar. La chica que le estaba leyendo a Ricardo salió y entró una nueva. Momentos después la nueva chica salió y dijo que necesitaban entrar a aspirar a Ricardo. Beba quería aprender a hacerlo porque ¿qué tal si el enfermero no estaba o estaba dormido cuando necesitaban aspirarlo? Se aspira al enfermo cuando este se está ahogando y solo lo puede hacer un especialista. Alguien que no sabe puede desgarrar al enfermo internamente. No se lo dije. En una de esas que Beba se ausentó le pregunté al enfermero cuál era el estado de Ricardo. Me dijo: “etapa 3.”“¿Cuántas son?” pregunté. “Tres” me dijo, “esta es la última.” “Cuánto tiempo dura la etapa?” “Un año a lo sumo,” contestó.

Ricardo y Roberto fueron diagnosticados el mismo año, 2013. Roberto murió 6 meses después, en abril de 2014. Después del cuarto mes del diagnóstico se empezó a ahogar con la comida y con la saliva. Quise comprar la máquina para aspirarlo, quise aprender a aspirarlo como Beba quería hacerlo con Ricardo, pero el médico me contestó que eso era cosa de especialistas. Me advirtió que ese era el principio del fin. Por eso sabía que Beba no lo podría aspirar. Además, después de dos años, ella estaba muchísimo más cansada que yo. Roberto había decidido no tener lo que se llama medidas ‘heroicas,’ tales como apertura de la tráquea para poder respirar, y apertura del estómago para alimentarlo. A finales del quinto mes, Roberto decidió dejar de comer. Trece días después murió. Dicen que reconciliarse con la idea de la muerte, aceptarla, toma tiempo. Quince días después de dejar de comer, dicen, ocurre un paro renal; si se deja de beber éste ocurre más rápido. Roberto se quería morir y yo le había prometido acuerparlo hasta en lo imposible.

El caso de Ricardo fue diferente. Beba le consiguió todo a punto de gestión y energía. Le consiguió la computadora que manejaría con los ojos, eye tracking se llama; línea de vida que le permitió escribir los tres volúmenes de Los diarios de Emilio Renzi, apuntando con la pupila. Logró darle el tratamiento con una medicina que no estaba en el mercado en Norteamérica pero que con protocolos médicos se podían usar en otras partes del mundo. Ella consiguió el protocolo, vendió un inmueble que tenía y lo usó íntegro para comprar una medicina que era en extremo cara pero que, según dijo ella, empezó a surtir efecto aun si leve. Pero luego se terminó el dinero. Conseguir un buen enfermero, uno que no sólo sepa cómo tratar a un paciente de esa enfermedad con uso específico de máquinas, sino uno en el cual uno puede confiar es de las cosas más difíciles. Beba lo había logrado cuando yo la visité.

Antes de ir a verla pensé en llevarle un regalo, algo especial para una persona en esas condiciones, a sabiendas que nada le importaría. Pensé en comprarle un jabón de olor lindo pero el olor podía ofender a Ricardo. Desorientada le compré unos calzones en Victoria Secret pensando en la frivolidad pero también bajo la certeza de que durante esos años ella se había descuidado por completo. Al caer la noche me empecé a despedir. Le dije que necesitaba que alguien me acompañara a tomar un taxi para regresar a casa de Mónica. Ella le pidió a la chica que estaba atendiendo a Ricardo que me llevara. Le pregunté si había algo en lo que ella encontraría consuelo. Me dijo que era Ricardo quien la sostenía. No había nada más que decir. Aceptación era la única palabra que tenía en mente y eso hubiese sido un insulto, una obscenidad, ante las circunstancias. La miré. La abracé. Me levanté y salí de la casa desordenada, llena de cosas necesarias o innecesarias para un enfermo, dejé la torta en la cocina, el olor a gasolina, a Beba y a Ricardo, y salí del brazo de la chica que con un cariño inusitado me llevó a la calle a tomar el taxi, le dio la dirección donde me llevaría y me recomendó al taxista con mucho cuidado. Anochecía.

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Jinotepe, Nicaragua. Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. BA. Philosophy and Ph.D. en Literatura Hispánica de la Universidad de California, San Diego La Jolla, California,es profesora en The Ohio State University donde ejerce como Humanities Distinguished Professor of Spanish. Sus áreas de especialización son la Literatura y Cultura Latinoamericana, la Teoría Postcolonial, los Estudios Feministas y Subalternos con énfasis en Literatura Centroamericana y del Caribe.
Su último libro publicado se titula Hombres de empresa, saber y poder en Centroamérica: Identidades regionales/Modernidades periféricas: Managua: IHNCA, 2011. Títulos anteriores son:Debates Culturales y Agendas de Campo: Estudios Culturales, Postcoloniales, Subalternos, Transatlánticos, Transoceánicos(Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2011).
Es autora de Liberalism at its Limits: Illegitimacy and Criminality at the Heart of the Latin American Cultural Text.(University of Pittsburgh Press, 2009); Transatlantic Topographies: Island, Highlands, Jungle. (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 2005); Women, Guerrillas, and Love: Understanding War in Central America (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 1996);House/Garden/Nation: Space, Gender, and Ethnicity in Post-Colonia Latin American Literatures by Women (Durham: London: Duke University Press 1994); Registradas en la historia: 10 años del quehacer feminista en Nicaragua (Managua: Editorial Vanguardia, 1990); Primer inventario del invasor (Managua: Editorial Nueva Nicaragua, 1984).
Ha editado los volúmenesEstudios Transatlánticos: Narrativas Comando/ Sistemas Mundos: Colonialidad/ Modernidad. With Josebe Martínez. (Barcelona: Anthropos, 2010); Convergencia de tiempos: Estudios Subalternos/Contextos Latinoamericanos—Estado, Cultura, Subalternidad(Amsterdam: Rodopi, 2001); Latin American Subaltern Studies Reader ( Durham: Duke University Press, 2001); Cánones literarios masculinos y relecturas transculturales. Lo trans-femenino/masculino/queer (Barcelona: Anthropos, 2001); Process of Unity in Caribbean Society: Ideologies and Literature (con Marc Zimmerman. Minneapolis: Institute for the Study of Ideologies and Literature, 1983); Nicaragua in Revolution: The Poets Speak. Nicaragua en Revolución: Los poetas hablan (con Bridget Aldaraca, Edward Baker, and Marc Zimmerman. 2nd ed. Minneapolis: Marxist Educational Press, 1981); Marxism and New Left Ideology (con William L. Rowe, Studies in Marxism. 1 Minneapolis: Marxist Educational Press, 1977). En la actualidad trabaja sobre abuso—en particular incesto, pedofilia y violación—tal como estos casos son reportados en los medios de comunicación.