Rodrigo Peñalba

Peñalba: Fundador del arte plástico nicaragüense

6 febrero, 2022

Julio Valle-Castillo, reflexiona desde una perspectiva crítica sobre la herencia y la plástica del pintor nicaragüense Rodrigo Peñalba.


Rodrigo Peñalba Martínez, nacido en León, en 1908, se trasladó a Granada y Managua en 1924, logrando a sus 16 años publicar sus primeras caricaturas en La Noticia Ilustrada, el suplemento semanal de La Noticia. Una de sus primeras caricaturas que le dio fama fue la del presidente don Bartolomé Martínez, que ejerció entre 1923 y 1925, cuya cara era la de un ídolo, y la de Monseñor Cipriano Vélez, a quien transformó en un mono virtuoso.

Después, Peñalba creó a don Anacleto, tira cómica de factura norteamericana a lo Benitín y Eneas, para criticar los desaciertos políticos del entonces nuevo presidente don Carlos Solórzano, que ejerció de 1925 a 1926. Así fue que, durante su primera época en la capital, se vieron páginas dominicales de La Noticia con sus cartones críticos a dichos gobiernos.

Naturaleza muerta. Rodrigo Peñalba.

Este Peñalba inicial es muy apreciable en el contexto, donde se destacaban otros caricaturistas de más edad, pero él hacía sentir su presencia, a tal punto que se le encomendaba una sección, se le elogiaba y, ya ausente, se le echaba de menos. Pionero de la burla política y la galantería humorística, se servía tanto de la exageración como de la economía de trazos para interpretar o identificar  eficazmente al personaje. La desacralización del oficio, al ponerse al servicio de los medios de comunicación masiva, evidencia su identidad moderna.

No fueron las urbes, las ciudades, las capitales del mundo, las que hicieron moderno a Peñalba, sino las crisis de la sociedad nicaragüense, de la cual formaba parte y en la cual se formó de primera instancia. 

A sus 19 años ya era un nombre. Después de haber estado algunos años en Estados Unidos y México, partió a realizar estudios de pintura a la Escuela de San Fernando en España y a la Regia Scuola di Belle Arti de Italia.

El primer Peñalba es caricaturista precoz y prefigura al Peñalba retratista, porque ante todo su obra es una galería de retratos; aún más, una galería de arquetipos de los “alegres años 20” -aquellos personajes del mundillo social y oficial capitalino, que se estrenaban y desgastaban hacia los patrones de la refinada barbarie yankee, el american way of life: candidatas de certámenes de belleza, cónsules europeos, politiqueros y caballeretes. Adviértase, entre sus modelos, la coincidencia de que Mélida de la Selva será después modelo de dos pintores mexicanos, Diego Rivera y Fernando Leal en Panamá. Peñalba logró dar con la línea, el negro y los grises de la belleza áurea del rostro y los ojos felinos de esta mujer que se tuvo a su hora como una beldad nicaragüense. Los modelos de Peñalba los constituyen la familia: la familia campesina y su propia familia, en la que destaca su mujer, que es un himno a la fecundidad; su prole numerosa, hija, nietos, hijos. Su último dibujo, de mayo 1979, fue una aguada de su hijo Franco. Otra familia nicaragüense que Peñalba dibujó fue la de sus poetas: Alfonso Cortés, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Eduardo Zepeda Enríquez, Francisco Pérez Estrada y Juan de Dios Vanegas.

Desnudo. Rodrigo Peñalba.

La Escuela Nacional de Bellas Artes se funda como institución hasta 1941, muy tardíamente respecto a todas las Academias y Escuelas de Arte de América, cuando ya muchas llevaban en el continente y el Caribe más de uno o dos siglos, como las de San Carlos de México o San Alejandro de Cuba.

Es hasta que Peñalba llega como director a La Escuela Nacional de Bellas Artes de Nicaragua en 1948, que esta inicia su renovación. Por recomendaciones de María Teresa Sánchez, Peñalba invitó a Fernando Saravia a integrarse como profesor para emprender la empresa reconstructora y fundadora. Catorce años mayor que Saravia, Peñalba puso al corriente del arte moderno al escultor, que pasado el tiempo terminó siendo su discípulo, compañero y colega, y entre ambos lograron impulsar la segunda época de la Escuela, haciendo de ella una especie de “Academia en libertad”, fundando en nuestro medio la pintura moderna y buscando la nicaraguanidad.

Armando Morales, uno de los mejores pintores de América, ha escrito que desde que se presentó Peñalba en aquella institución zozobrante, el alumnado supo que llegaba un maestro con toda la barba. De aquí que la temática fuera mucho más allá del color, el contraste y la composición; si ahora pintó el paisaje provinciano nicaragüense, también pintó Roma y Anticoli principalmente.

Se transformó la Escuela de Bellas Artes en un centro de cultura, del cual carecía Managua, con cursos y programas de teatro, conciertos de orquesta, conferencias, lectura y recitales de poesía, exposiciones extranjeras y muestras anuales, además de que superando aquel impresionismo y postimpresionismo inicial, se abrió a las otras escuelas plásticas e introdujo y experimentaron otras técnicas: el surrealismo francés y su perspectiva de aparecer y reaparecer;  el muralismo muy marcado por la escuela mexicana, tanto en pintura como en escultura; el clasicismo italiano; el expresionismo alemán; la deformación, la estilización, el reciclaje; un temeroso abstraccionismo, al tiempo que se hacían réplicas de los clásicos renacentistas y modernos.

En su vida Peñalba padeció tragedias e ingratitudes, que incentivaron su acercamiento a Cristo, lo cual lo convirtió en su madurez en un artista sacro y religioso. Caben destacar sus Vírgenes,  Cristos, Últimas Cenas, Natividades, Epifanías y las visiones de San Juan de la Cruz. También los murales de San Sebastián en Diriamba, la Virgen del Carmen en la iglesia del mismo nombre y el Altar Mayor de la Iglesia de Santo Domingo, ambos en Managua, con un Cristo resucitado como centro del universo. Hay que advertir que Peñalba es un artista esencialmente religioso en medio de su diversidad. Con él  aparecen también los empastes, las texturas táctiles que aprovecharían años después los del Grupo Praxis, dirigidos por Alejandro Aróstegui; el simplismo brancusiano de Ernesto Cardenal y el dibujo picassiano de Omar D’Leon.

Rostro de Cristo. Rodrigo Peñalba.

En este contexto, Peñalba y Enrique Fernández Morales, viejo en estas andanzas, alentaron e iniciaron a la abuela bordadora Doña Asilia Guillén, la óptima primitivista de Nicaragua, que daría pie a la escuela primitivista de Solentiname en la década de los 70 y en la década de los 80 en toda Nicaragua.

Desde entonces, el movimiento plástico de Nicaragua con sucesivas generaciones de pintores y escultores, resultó muy antiguo y muy moderno, arcaico y vanguardista, reelaborando la estatuaria indígena, el arte colonial y el retrato burgués, que abordó desde ángulos y perspectivas inéditas.

El paisaje nicaragüense, volcánico, lacustre y solar, revelaba la conciencia, pues se hacía lenguaje plástico, se hacía plástica.

De modo que aquel decir, que “pueblos poetas, no son plásticos”, se refuta otra vez y ahora con Nicaragua. El país de la poesía solar de América, es asimismo el de un nuevo y formidable movimiento pictórico. En efecto, la pintura nicaragüense arranca tarde, pero con fuerza y diversidad; como una deliberada empresa,  La Escuela de Bellas Artes fue simultáneamente una estética y una academia, una formación y una creación, profesadas y difundidas a través de sus promociones.

Aquel academicismo opresivo, aquel mimetismo de colonizados que antaño sometía la creatividad, se convirtió en profesión, rigor y vínculo directo con las academias y escenarios metropolitanos. Ahora se contraponen, debaten y sintetizan las concepciones clásicas y románticas y, por consiguiente, modernas, de que, si el arte es imitación de la naturaleza, al mismo tiempo es creación de otra naturaleza: revelación del yo, y, por ende, expresión confesional, subjetiva; un sostenido autorretrato, libérrima modernidad igual a diversidad, o versatilidad.

Todos estos empeños, concepciones, índoles y motivos perviven de veras en Bellas Artes por Peñalba; más exactamente, viven por vez primera, pues no vivieron antes. Él es lo mejor del pasado, su rescate e invención, y fue el comienzo del futuro de la pintura nicaragüense. Si la herencia colonial sacra, si los retratistas del siglo XIX, si don Pastor Peñalba Argüello, su padre (quien era pintor, grabador y optometrista) y sus contemporáneos de principios del siglo XX, como Juan Bautista Cuadra (1887-1952) y el Círculo de Bellas Artes de Managua, ofrecen algún interés, es porque la luz de Peñalba se proyecta sobre ellos iluminándolos retrospectivamente. Si Peñalba importa es porque tiene obra y como maestro tuvo discípulos, es decir, porque alumbra el porvenir.  Es puerto de llegada y punto de partida, especialmente en su encuentro con el gran pintor Giorgio Morandi (1890-1964) y sus pinturas y naturalezas muertas. Además, asume esta empresa personal y colectiva con conciencia fundacional de artista americano. Esta conciencia lo dotó de existencia. Antes se carecía de ella. La pintura era sólo afición, pasatiempo o acierto aislado; no existía una pintura como movimiento nacional. Consciente del vacío plástico, esta empresa fue más ardua y solitaria que la de los vanguardistas literarios en los años treinta.

San Sebastián. Rodrigo Peñalba.

La Vanguardia encontró nada menos que a Rubén Darío (1867-1916), un hombre y un nombre, una época, un lenguaje, todo un universo y una generación, a las cuales oponerse y respetar, profanar y heredar. Peñalba y todos los aficionados, por el contrario, no hallaron más indicios que los cuencos, tinajas, incensarios e ídolos indígenas, populares y coloniales, y atisbos en las xilografías de Joaquín Zavala Urtecho (1910-1971). Tenían que crearlo todo de la nada. Crear su pintura y procrear pintores, lo que requería introducir las escuelas modernas y organizar un movimiento plástico en aquel precario contexto. Su mayor mérito radica en haber resuelto su humanidad y su americanidad en lenguaje artístico y plástico, sin precipitarse en la antropología o el folklore.

No obstante, cierta crítica nacional, que ha incidido y hasta decidido la crítica internacional, sólo valora la dilatada labor docente de Peñalba y su Escuela, y descuida, por no decir subestima, su pintura, la dimensión individual de su obra; actitud acaso originada por él mismo en su modestia o humildad, en su renuencia a promocionarse o en su renuncia religiosa a las posibles pompas del mundo. Se concede que fue un buen pintor, para subrayar de inmediato: mejor maestro (léase: profesor). Óptimo profesor, se dice hiperbólicamente, para disminuirlo al instante con los nombres cimeros de sus discípulos, llegando incluso hasta ignorar su nombre en los aún pocos estudios de la plástica continental y prescindir de sus obras en cualquier muestra, máxime si es internacional.

 “Peñalba nos enseñó a pintar y dibujar” reconoce Orlando Sobalvarro, uno de sus discípulos que llegó a ser un espléndido pintor, “lo mismo que a observar la naturaleza y sus diferentes tonalidades, conduciéndonos en el quehacer artístico, mostrándonos diferentes escuelas y técnicas: impresionismo, expresionismo, texturas elaboradas con espátulas o pinceles”.

Aquel academicismo elemental, trasnochado y opresivo, aquella carencia de libros de artes, catálogos y láminas de la pintura occidental de todos los tiempos, impedía el desarrollo de sensibilidades y vocaciones. El mimetismo de colonizados, que sometía la creatividad con el maestro español Augusto Fernández, se convertiría en escuela, profesión, rigor y vínculo directo con las academias y escenarios metropolitanos con Peñalba, su nuevo director  En la época de Peñalba, muchos alumnos de la Escuela fueron becados para estudiar arte en Estados Unidos y Europa.

Sin la labor formativa de Bellas Artes no se hubiera consolidado el Grupo Praxis; tampoco se hubiera proyectado en el área centroamericana y más allá de ella, realizándose en las futuras décadas de los 70, 80, 90 y 2000, en cuanto grupo artístico y como personalidades individuales.

El nombre de Rodrigo Peñalba Martínez es la partida de nacimiento de las artes visuales nicaragüenses.

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Masaya, Nicaragua, 1952.
Poeta, ensayista y crítico de artes plásticas y literatura. Hizo estudios de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y se licenció en Artes y Letras en la Universidad Centroamericana de los jesuitas de Managua. Es miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Entre sus numerosas publicaciones, ha reunido su poesía en Con sus pasos cantados (Centro Nicaragüense de Escritores 1998); Balada del campanero ciego (Premio Internacional de Poesía Pablo Antonio Cuadra, 2012). Autor de la novela Réquiem en Castilla del oro (1997). Fue director del Área de Literatura y Publicaciones del Ministerio de Cultura y miembro del Consejo Editorial de Nuevo Amanecer Cultural.