Poesía: Igor Barreto

2 agosto, 2021

A continuación presentamos un poema del libro «La sombra del apostador» (Visor, 2021), del poeta venezolano Igor Barreto. Actualmente Barreto es una de las voces más destacadas de la poesía iberoamericana, pues su obra comprende, a través de un ir y venir de la tradición a la novedad, la potencia del castellano. En «Al inframundo por un gallo blanco» el poeta se sirve de la tradición órfica de Dante Aligheri y hace partícipe a la literatura hispanoamericana a través de la imagen del gallo. El inframundo que propone Barreto no es el habitado por los horrores del alma europea, sino uno más cercano que pone como centro las peleas de gallo, las cuales se remontan al pasado prehispánico y están fuertemente vinculadas al folclore americano. El poema, además, viene acompañado por una serie de imágenes a blanco y negro tomadas por el ojo poético del fotógrafo venezolano Ricardo Jiménez.

Al inframundo por un gallo blanco

De donde, por tu bien, pienso y discierno
que me sigas y yo seré tu guía,
y he de llevarte hasta el lugar eterno
donde oirás espantosa gritería,
verás almas antiguas dolorosas:
segunda muerte lloran a porfía;
verás gentes también que son dichosas
en el fuego, que esperan convivir
un día con las almas venturosas.

Dante Alighieri: La Divina Comedia.
Canto I. Infierno.

      Era viernes 
y al abrir las puertas del escaparate
descubrí rostros en la madera caoba 
repulida por la sombra del uso.

Tras las camisas y pantalones diarios
      había un primer escalón 

      allí pude leer 
      estas palabras

Una escalera que nace en otra escalera 
      siempre será la misma 
y conseguirás por ella descender al Inframundo.

Frente a mí se abría una caverna 
      por donde ascendía el canto
      de mi gallo blanco,  
ese que agonizó en el centro 
      de una espiral nubosa 
sobre el piso del galpón trasero de la casa.

      Fuego y sollozos 
      ocasionaron la desnudez 
      de aquella muerte.

Seguí descendiendo por la escalera
      hasta llegar a un plano
en el que posaban
incontables jaulas superpuestas 
      como altos edificios:
aposentos de gallos inmóviles   
cuyos nombres no podré olvidar:

El Zurdo, Rompe Línea, Negro Antonio,
Ají Seco, Matasiete, Punto y Aparte, 
Media Vuelta, Mala Noche  

y cientos de miles que en vida mataron
de una sola estocada a su contrario.

Al pie de esas torres 
un ángel dormía en una silla,
      no tenía sus dos alas
sino unas puntas de clavos oxidados.

El ángel permanecía rendido 
      en medio de tantos cantos
que insinuaban un silencio profundo.

Escuché el viento
       rozando 
los muros rocosos 
del laberinto descendente
y ya no hubo oportunidad 
para el arrepentimiento 
       pues seguí bajando:

      seguí bajando,
      seguí bajando,

Es posible que falten cinco minutos
para la medianoche
qué buena suerte, porque
luego de tres descansos,
en el cono de luz 
de un farol sin bombillo
vi a dos ciegos
      cargar el enorme reloj
       de esfera blanca
de la Catedral de San Fernando.

En el momento de mi llegada
las manecillas de bronce se acoplaron. 

Ellos intentaban 
apoyar el reloj de la Catedral
      contra la pared 
      para santiguarse
pero la esfera trastabilló al tocar el suelo
       rodando escaleras abajo,
redonda como luna llena
      que iluminaba cada tramo
      hasta perderse.

Los ciegos permanecían risueños.

     ¿Pero cómo iban a llorar
      si eran ciegos?

Pasé sigilosamente 
mientras se abrazaban
      en un rincón hondo.

Escuché de nuevo el canto de mi gallo blanco

      y seguí: 

      descendiendo,
      descendiendo.

En el camino vi una rata
      que acariciaba su cara 
      con sus dos patas delanteras
      como si fueran manos muy humanas

y una mesa de Damasco 
       ¡tan limpia!
junto a un niño que jugaba
con una cansona y sosa perinola.

      Traté de acercármele
       pero me dio la espalda. 

Reanudé mi rumbo.
No sé si transcurrieron días o semanas.
      Sentí gran sosiego,
encendí un cigarro de bocanadas secas,
recordé el sitio de Pozo Blanco,
      recordé una piedra,
      cuando alguien preguntó:
—¿Cuántas piedras harían falta apilar
       para construir una montaña?

—Si la piedra fuera del tamaño de la montaña,
       una sola. 

Lo creo porque es absurdo
–diría Tertuliano–.

Total, existir es una suma de escalones
      y al final de cada uno 
habrá invariablemente una coma,
       tras otra coma.
La coma podría ser una diminuta interrogación.

Al término de infinitas comas
espera mi gallo blanco.

Es una espera dramatizada,
sometida a un cierto retardamiento,
y así la significación y el símbolo 
      se ensanchan 
y la vida resulta más humana.

      Apagué el cigarro
contra la punta de basalto
      de una roca.

La verdad es que prefiero: 

      seguir de largo,
      seguir de largo

mientras mis rodillas traquetean.

Entonces me encontré 
frente a la fachada de un cine,
con una multitud de peregrinos
      que merodeaban su entrada.

Entre la concurrencia
un caballero sostenía por el tallo
envuelto en papel celofán
una rosa roja de plástico: 
para Felicia o Georgina,
que vivieron en una casa
—pero ahora no—.

Tenían un biombo al final 
      de un zaguán
       con la imagen de un cerezo
      labrado en nácar.

Pero el biombo fue vendido 
      a una tienda
      de muebles usados 
 y apenas podemos ver el cerezo
 tras los cristales del aparador. 

Sobre las cabezas de los que rondaban el cine  
       pendía una marquesina
      con el título impreso 
de la película:

LA TUMBA DE NEÓN

que fue el perro de un albañil
que lo encerró en un cubo 
      de ladrillos rojos.

Cuando hubo terminado
y el perro se vio dentro,
      el perro ladró:

      ladró,
      ladró

cien veces a su sombra:
él era su propia sombra.

El albañil durante un viaje
      escuchaba aquel ladrido
sin pensar siquiera en detenerse.

Es una historia que puede ser entendida
       de miles de formas
y los que aquí moran
se les va el tiempo en discutir 
       tales posibilidades,
      eso es la muerte:

      pensar,
      pensar

y hablar de los hechos con el otro muerto, 
      de cada detalle,
del suceso que ocurrió:

      contar,
      contar

mientras los hechos dan vueltas 
      y se revuelcan 
       en las cabezas 
de los que fallecieron.

      Entretenidos están,
      entretenidos

todos discutiendo:
       los que salían del cine, 
los que llegaban al estreno.

Siempre es nuevo lo nuevo.

Es por la discusión
      de las sinrazones,
       más los detalles 
de lo posiblemente ocurrido:

es por eso 

que no quieren los muertos
       hablarnos a los vivos:

NO TIENEN TIEMPO

Yo que poseo en este Mundo
conciencia de la soledad, 
      ahora      nadie me ve, 
      ni me habla.

Extraviado estoy en la herrumbre de un caos
de imágenes y sueños

      pero… 

      sigo, 
      sigo

sigo de largo sin detenerme

saltando de a dos escalones, 
      hasta de a tres, 
y en un descanso 
de pronto hallé un espacio
       rectangular,
con una luz cenital, 
como si fuese a iniciarse
una pieza expresionista 
       del Ichi-Drama.

      Allí, retraído
      continuaba
el músico Amadeo Garbi
       sosteniendo un clarinete
con clavijas de bronce
incrustadas en palo de rosa.

En breves segundos 
prometía interpretar su partitura 
       intitulada: Uno y catorce.

Pero sobrevino un intenso negror

      tanto, que descubrí 
      los destellos de un río
       fluyendo a un costado 
       de las escaleras,
es curioso, no había reparado en él:
      ¿será el Aqueronte?

En todo caso el poeta más dotado
es el capaz de observar semejanzas.

Haré un verso de la pura nada
dijo Guillaume de Aquitania.

Yo en cambio
expresaré relaciones a ras de mundo, 
asociando tantas cosas sin tener: 

      nada, 
      nada 

más que esta pobreza promisoria
de unas palabras que deseo reescribir.

Lo que puedo agregar
es que muy cerca de la escalera
      se orillaba una piragua
como una hoja lanceolada.

En el centro estaba de pie
el Dr. Diego Eugenio Chacón
—eminente políglota— : 

      esperando,
      esperando

a que la embarcación navegue. 

Y más allá pude ver
al vaquero María Nieves
montar un potrón alazano y criollo.

Condujo rebaños 
que atravesaron otros ríos
      plagados de caimanes
a los cuales reprendía
       utilizando un mandador
adornado con monedas de cobre.

María Nieves trabajaba 
para la policía estatal,
      y así como apaleó caimanes
en el turbión de remolinos
y volcanes de agua,
       con idéntica severidad
lo hizo con los presos de la Cárcel Pública.

Arrimados en aquella orilla
del puerto improvisado de chalupas 
       del Río Triste

que nos remoja

enlodando los párpados
en esa orilla 
estaban otros viajeros
sentados en una canoa,
aguardando su jornada.

Solitarios, muy quietos, perduraban 
guarecidos bajo unas mantas
      azules y rojas:

      mientras llovía,
      mientras llovía.

Entre ellos reconocí al profesor Amundaraín
que en sus brazos acunaba un gallo suyo
       llamado: Infarto.

Amundaraín pensaba surcar el Aqueronte 
      rumbo a una ciénaga
       y lo saludé gritándole:

—Oye, Amundaraín ¿Pero tú vuelves?

No respondió nada…

En otro poema
de otro libro
leí que la lengua
es lo primero que se pudre.

de 500 pesos.

Seguro algún peregrino lo dejó caer.

Comería un plato de lentejas 
      con trozos de queso
y una taza de café negro

o los apostaría en una gallera
a la doble muerte de un ave de plumaje fino.

Ya estoy cerca del pueblo llamado Pérgamo:
       ¡Oh Pérgamo!
Dicen que en tu gallera un gallo habló 
      de esta manera:

Campos de horizonte abierto
con tus recuerdos yo muero…

 Tan sorprendido se hallaba el dueño:
—¡Este es mi gallo!

A lo lejos veía el humo de unas chimeneas.

Y fue más tarde… 
al retomar el camino descendente 
que se iluminó toda la comba de la caverna 
       porque bajaba
la esfera del reloj de la Catedral de San Fernando.

Con plateada velocidad

      y a toda prisa
       me rozó con ardor:

      quemándome, 
      quemándome.

      En el celaje pude ver
       sus números romanos

giraban escaleras abajo.
Era la luna humilde de los años bisiestos:

Vi el número: XII : ¡OHHHHHHH!
Vi el número: VII : ¡OHHHHHHH!
Vi el número: III  : ¡OHHHHHHH!

En el secreto de estos números está el control.   

      Luego:

      caminé,
      caminé

caminé de largo 
por la calle principal de Pérgamo.
      Permanecían cerrados: 

      la farmacia,
      el estanco, 
      la floristería,
      la panadería,
      el botiquín,
      la talabartería,
      la marquetería,
      la herrería,
      la carnicería.

Solo vi a alguien que a paso lento
con un garrafón de vino jerezano,
     entró a un lugar que se anunciaba
por las voces de dolor y de placer.

Había llegado a la gallera de Pérgamo:

      qué alegría,
      qué alegría.

Salgan sin duelo, lágrimas, corriendo

porque en las pizarras mayores 
ya se anotaban —treinta peleas.

Al fondo, muy cerca de los urinarios,
       las ramas de un flamboyán
      ardían sin flores en madera blanda.

Los parroquianos desbordaban las tribunas
      con elevadas postas.

Acodados en torno a una valla circular
que rodeaba el foso con piso  
      de arena y aserrín
se encontraban: 

Don José Sigala, Juancho Smith, Zenón Díaz,
Raúl Orizondo, Chico Moreno, Mira Poquito, 
El Lagartijo (que se la pasaba con Belmonte), 
Baldomero Ortega, Gíldaro Antezana (el pintor de gallos 
de Cochabamba). Y a su lado sentados: José García de la Flor, Alejandro Moreno (que era buen flamenco),
Manuel Barea Figueroa (El Caballero del Embrujo), Ojo de Perdiz, Pepito Quiniela, 
Rafael Domínguez (El Niño del Mambo), 
Manolo Lechugas (El Niño de El Puerto de Santa María),
Diego Pabón (que tenía un expendio de habichuelas),
y otros tantos que se me escapan del meollo. 

Existía tal grado de atención en el silencio más ruidoso.

Ya no se puede hablar de la naturaleza:
       el ícono sagrado, la medalla,
sin anteponer el esplendor de la palabra muerte

porque el mito ha sido puesto en cuestión
       y para recuperarlo, 
      la realidad debe moverse trágicamente.

En estos tiempos no sólo ha ocurrido un desarreglo
      sintáctico
sino una insuficiencia metafísica.

No hablo solo de la confitería del poema.

El pesaje de los gallos para que fuesen a la par
ocurrió a las once, y las peleas comenzaron a la una.

Juancho Smith entró al ruedo
       con su célebre gallino rosado
que le trajo de España José García de la Flor.

      El otro era un retinto 
que pertenecía a Bernardo Orellana.

El de José García de la Flor 
le puso cuidado al pleito.

Tanto clamor, tanta bulla
       y en un instante
—cola de fuego, pico de hielo—
el de Orellana tenía un par de heridas
en la garganta, que manaban sangre
como quien voltea una jarra.

Luego vino la pelea del giro carey 
      de Pancho El Músico,
quien dirigía la orquesta municipal de Tenerife
enfrentado a un gallito muy mal vestido 
      y pálido cual magnolia
      que lo apodaban La Guitarrita.

Este pertenecía a un gallero de ultramar, 
      un tal Valerio Jiménez,
que había tomado el camino 
      del ausentismo eterno
hace más de diez años.

Con el afán de lo extinto se enfrentaron las aves 
       esa noche
      permanecieron hoooooooras
       clavadas en tierra 
      observándose.

Pero al final del combate,
      al catire Valerio
       le mataron su Guitarrita,
y un sombrerito de pachuquín voló por el ruedo:

      Guitarrita de casaca 
      rayada
       eras de buen augurio:
       un gallo de vitola 
      y fiera acometida.
      Remuerto estás 
       aunque no tengas canas.

Desde las gradas
dos voces socarronas 
       se burlaron 
del lamento del amigo Valerio:

—¡Murió chiquito! 
—¡Era pequeño!

Y es que el Gallo de Combate 
puede ser la más humana 
      de todas las aves.

Luego vino el desafío 
de Raúl Orizondo
contra Zenón Díaz.

Orizondo tenía la virtud
      de reconocer 
cuando un gallo sentía miedo.

Eran galleros de la vieja guardia
con aves de abuso y de saqueo
que si los ponías frente a un espejo
se mataban contra el grabado
      de su propia lámina.

Pero de pronto se hizo —otra vez— 
       una luz 
       resplandeciente
que huía por los tejados sin llegar a los aleros:

—¡Miren! Es de nuevo el reloj de la Catedral de San Fernando.

Una luna de chispazos inofensivos:
      La llave de todas las formas.

Desde los jaulones los gallos voltearon a ver
el abrillantado cuarzo
       que gobernaba sus vidas
      y dijeron: 

    —Si fuera luna llena ganarían los pintos 
        que tengan una pluma blanca en la cola
        o los gallos oscuros, o los blancos 
        hasta las 3 de la tarde.
          ……………………..
        Si fuese cuartomenguante ganarían
        los de cola negra, los cenizos, los zambos
        de lomo negro y los gallinos negros
          …………………………….. 
        Si estuviésemos en cuarto creciente
        vencerían los giros o los gallos 
        color tabaco, o el gallino que fuera blanco,
        o puro azul, y aquellas aves de alas amarillas
          ………………………………………
        Y cuando llegue la luna nuevale tocará por fin 
        el turno a los zambos retintos, a los marañones (rojiazules), 
        y a todos los que tengan una cola con plumas 
        de variados colores.

La luna es inmortal
sin que ella lo sepa

Abandoné Pérgamo cuando se hizo
alta la noche, 
tomé otra vez el rumbo 
de las escaleras descendentes
       como esos pájaros que pasan 
y no saben el nombre del árbol
     en que dormirán.

     No había un rincón cercano 
      donde poner lágrimas a mi pena.

Aquello que creía, ya no lo creo.

Y me preguntaba: ¿Esto existe?…
       pero ya no existe.
¿Esto desapareció…
      se olvidó, se extinguió?

¿Podré encontrar una aguja en el pajar de la noche?

Sólo hay un consuelo como una flor de hibisco:

la poesía revive circunstancias muertas.

El recuerdo de Pérgamo
aploma las hojas blancas de mi libreta,
humedece la pluma con tinta negra
y las palabras se agrupan en líneas horizontales
aunque surjan espacios baldíos 
      que con tropiezo afronto.

…………………………………………………….

Conté cincuenta escalones

y vi la silueta del mayoral
Juan Sardina
parado sobre una lápida oblonga.

Había ido a Pérgamo
a buscar un poco de azul de metileno
con permanganato  
para curarse de otras flores 
que le contagiaron unas damas,
y le escuché decir: 

—Estos remedios me costaron menos que una perra chica. 

En vida, 
Juan Sardina atravesó un pueblo 

llamado Turmero
      que ahora no existe

punteando un atajo de toros de casta 
enviados por el diestro Belmonte,
para fundar la ganadería de Guayabita
      en Venezuela.

Al cruzar frente a la iglesia
se detuvieron los bueyes 
que amadrinaban a los toros 
e hicieron una reverencia
a la cruz
del campanario mayor, 
doblando el codillo 
de sus patas delanteras.

Juan Sardina no pudo verme, ni hablarme.

Yo seguí de largo.

Son —tal y como dije— 
infinitas las comas 
de estos relatos:

        fastos,
       crónicas,
       sucesos

donde el mundo se vuelca 
sobre sí mismo

como si se colocara una camisa sobre otra camisa:

      sobre otra camisa,
      sobre otra camisa  

y así ocurre una gran implicación
a un extremo impensable:
que si juntaras las manos
para sostener un simple sustantivo

sería tal la concentración
      y el sustantivo estaría tan pesado,
       tan pesado

que la fuerza de gravedad
lo haría caer como una roca

      hoyando el suelo.

Pero ya no quiero hablar,
     no quiero hablar,
       ya es suficiente:

      porque
      cincuenta escalones más abajo

estaban dos poetas:
uno carecía de oído para el destino
y al otro le faltaba vista 
para lo lejano:

—Si ustedes me dicen una mentira les perdonaré.

Lo cierto es que
al pasar frente a ellos
sonrieron
y sus bocas tomaron la forma
de la media moneda 
con que tasaron sus versos,
mientras decían tontamente: 

—¡Bienvenido! ¡Bienvenido! (Dijo el primero)
—Tengan ustedes buenas noches. (Les respondí)
—¡Bienvenido! ¡Bienvenido! (Dijo el segundo)
—Que tenga ustedes buenas noches.(Les respondí)
—¡Bienvenido! ¡Bienvenido! (Corearon ambos).

No tenían que compartir, ni bendecir.
Al parecer luego de cien años abrieron los ojos,
pero el poema no existía…

Estos fueron los remotos trancos de un viaje
      al Inframundo. 

En el último descanso —recuerdo— 
encontré los resortes
y la porcelana blanca del reloj  
de la Catedral de San Fernando: 
se habían desecho contra un muro 
que tenía una puerta 
a las que apuntaban 
las manecillas de bronce. 

      Aquel portillo
       chicorrotico

daba al claro de un patio muy limpio 
      y en su centro
estaba la Virgen María
junto a un árbol de manzanas
a cuyo tronco se hallaba atado
      mi gallo blanco.

El ave me reconoció, 
y sacudió fuertemente sus alas,
cantando en mi honor dos veces:

como el gallo del evangelio de San Marcos.

Mientras la Virgen Purísima,
abogada nuestra, 
abría sus brazos, acercándose a mí
       con estas palabras:

       Como poeta eres, te quiero decir
       que la verdad no es lo que espero…
       yo de ti:
       y antes de partir te advierto,
       que cuando busques algo 
       lo encontrarás
       en el lugar más visible de la casa. 
       Y cuando regreses a lo terreno
       al cruzar las puertas del escaparate
       por las cuales entraste a este laberinto
       sólo deberás cerrar los ojos
       y contar diez pasos:
       De     aquí     diez     pasos.
       Porque en diez años nos volveremos a ver
       ………………………………….
      habrá tristeza y contento.

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San Fernando de Apure, Venezuela, 1952. Poeta. Profesor del Departamento de Talleres Literarios de la Escuela de Letras de la Universidad Central. Ha publicado más de diez libros de poesía; sus últimos dos títulos son los siguientes: El muro de Mandelshtam (Editorial Bartleby, 2017, España) y La sombra del apostador (Editorial Visor, 2021, España). En el año 2008 gana la beca Guggenhein. Ha publicado diversas antologías: Tierranegra (Ediciones Idea ,2008, Tenerife-España); Terranera (Raffaelli Editore, 2010, Italia); El campo / El ascensor (Obra completa. Editorial Pre-textos, 2014, España). En el año 2019 aparece una selección extensa de su obra en USA, traducida por Rowena Hill, editada por Tavern Books, y prologada por el poeta Curtis Bauer. Ha sido traducido parcialmente a otros idiomas.