Selección poética

6 febrero, 2022

KILÓMETRO CERO

El kilómetro cero no está en ninguna parte; como El Loco, se regodea
en movimientos concéntricos, dejándonos la ilusión óptica
de un punto inmóvil.

Hay gente que dice haber hollado
el kilómetro cero, y existen mojones
que así parecen indicarlo; gente que posa para la foto
                           alzando la cornamenta
de un alce abatido, o clavando una bandera
sobre la cima más alta
de un parque de atracciones.

Otros piensan que a lo mejor
el kilómetro cero es la zona
donde la vida regurgita
para comenzar de nuevo.

Pocos han conocido por cuenta propia
el kilómetro cero; si acaso el recién nacido a otro mundo,
al final del túnel cósmico; el que da un paso en falso, al filo
de la cornisa; el que cierra los ojos y se retira
                              discretamente de este mundo
mientras dura la danza extática.

El kilómetro cero es un delta, un jardín de senderos
que se bifurcan. Nadie ha registrado nunca
su desembocadura, ni ha regresado
para contarlo, una vez alcanzado el estuario
donde las aguas recorridas se mezclan
con el mar abierto.

EL OTRO COSTADO

Es el que más duele
sin saberlo.

El que más tiempo tarda en recuperarse
de los lanzazos.

El que no verás nunca
frente al espejo, con sus manchas autónomas navegando                        
en una vastedad
sin retorno.

Como un sarpullido intergaláctico
                                que brota desde una orilla
que no podemos apreciar a simple vista                                   
colocamos nuestras manos
sobre la nebulosa de un costillar invisible
tan solo para aliviar el tránsito.

El otro costado nunca sana
ni se conserva
                        más bien se expande
con sus manchas ambulantes
                               por matorrales y desaguaderos
asomando sus figuras arcaicas
entre sombras movedizas.

El otro costado es la huella fósil
que dejaremos bajo las mantas.

Costado de nadie.

Costado sin nadie.

SIMPÁTICO BARRIGÓN

El simpático barrigón, morado o anaranjado,
                                    con sus pasitos cortos
y aquella risotada tan contagiosa, 
ha llegado hasta aquí para iniciarnos
en el mágico mundo de los que no paran
de hablar de sí mismos.

Y dice que todos están locos menos él.
Y tráiganle una gaseosa porque necesita combustible.
Y tráiganle su máquina procesadora.
Y tráiganle su aspiradora eléctrica.
                        Y tráiganle también una tijera,
pues necesita cortar a otros muñecos
en tiritas bien menudas.

El barrigón simpático se mima el bigote,
mientras busca un cinturón más grande
en los almacenes de ropa usada.
                                     Y te puya con un tornillo
si te encuentra desprevenido en la avenida,
con sus pasitos cortos
y aquella risotada tan contagiosa.

El simpático barrigón no se cansa de vociferar
en su despacho, en los ascensores,
en las ferias del libro, las taquillas de pago,
el salón del manicurista, las cantinas,
los aeropuertos, en el funeral del último poeta.

Morado o anaranjado, con sus pasitos cortos
y aquella cabezota de fieltro que le está asfixiando,
se agita furioso y patalea
cuando no obtiene suficientes aplausos.

Morado o anaranjado, sudando goterones de nicotina,
con la cornucopia alzada y un séquito
de admiradores que gritan: ¡qué viva el barrigón simpático!
            ¡qué viva el barrigón simpático!

SOBRE LOS TRIUNFOS

A los triunfos hay que pulirlos con esmero 
para que no terminen oxidándose 
en sótanos o galpones abandonados.

Conviene evitar que acaben
en la repisa superior del acaparador, donde ya nadie
se atreve a mirar: penumbra en la que reina el polvo
y se asoman, con sepulcral indiferencia, las muñequitas de porcelana,
                               el payaso de yeso y la bailarina de cristal,
junto a una foto de grupo amarillenta
y el viejo diploma carcomido
de ya no se sabe quién.

A los triunfos hay que renovarles los laureles cada cierto tiempo
‒una vez que ya comiencen a marchitarse‒; y es recomendable
                                        mostrar sus hojas mustias
a una buena Pitonisa que, después de masticarlas, pueda vaticinar
cuánto tiempo de triunfo le queda al consultante.

Publicar los triunfos con entusiasmo, sí, para solaz de las visitas
y los seguidores; y alzarlos en procesiones y fiestas,
sin que decaigan.

Porque los triunfos se llevan a cuestas, como una piedra
o una baraja: si es piedra deberá ser acarreada de un lado a otro
para sentarse sobre ella, mientras se reciban
las ofrendas de rigor: monedas, chapas, diplomas;
si es baraja debe mantenerse en vertical,
sobre la mesa de juego, y cuidar que no la arrastre
la ventolera, ni que la derribe
el puñetazo envidioso del perdedor.

Un triunfador debe procurar
estar siempre en forma, de modo que irradie
                   optimismo en su camiseta
cuando le toque reventar la cinta,
al final de la carrera; y durante su triunfal alocución
tendrá que hablar claro y fuerte, y mirar
fijamente a la cámara, con los ojos puyúos,
si fuese necesario.

Debe recordarse que, sean pasajeros o medianamente
perdurables, los triunfos trazan huellas 
que no te dejarán ileso: un esguince en el brocal,
un diente de oro en la cuneta,
                             una cicatriz en la frente,
un suvenir de mal gusto.

BAJO EL ENFADO DEL SOL, A MEDIODÍA

La hormiga rezagada
cruza el ardiente pavimento, aporreada
por el sol del verano, el sonido y la furia
del sempiterno agosto.

Un largo camino le espera, si es que pretende alcanzar
                                   la otra orilla
en la que se vislumbra una parcela mínima
de yerba requemada.

En estas horas calcinantes
por las que casi nadie se atreve
transcurrir, solo las urracas celebran su dominio
en la periferia de la plaza.

La hormiga solitaria parece tomar ciertos atajos
entre las grietas del adoquinado, pero esos desvíos la alejan aún más
del ecuador de su travesía.

Un escupitajo fosilizado, una colilla y un envoltorio forman
            el triángulo de las Bermudas
donde se extravía la hormiga rezagada, atravesando
un océano de cemento ardiente, bajo el enfado del sol,
a mediodía.

MISERABLE MILAGRO

“Me sentía confundido, quebrantado, pero no me apartaba”.

Henry Michaux

Íbamos por la senda asignada; entonces el rezagado se detuvo
para anudar las trenzas de sus zapatos, y de reojo lo vio,
                                                            íngrimo y suelto,
aunque en ese instante no pudo procesar
que aquello que se posaba ‒a la altura de la suela roída‒,
era nada más y nada menos que apenas
un miserable milagro.

El rezagado se frotó los ojos, intentando
examinar con toda la paciencia posible
aquel milagro tan miserable, y sin saber a ciencia cierta
si en ese justo momento estaba
realmente presenciándolo.

Y nomás por seguir avanzando, con las minúsculas fuerzas
que sin querer lo empujaban hasta el suceso, el rezagado
tuvo que transar, en los umbrales de su consciencia,
              con una nasa mental
que pudiese sostener el inconsistente peso
de aquel miserable milagro.

                                    Y cuando al fin se abrieron
los portones invisibles de la quinta potencia, el aspirante
pudo apreciar en todo su esplendor
que efectivamente se trataba
de un miserable milagro, trabado
entre una cota de malla, una lata oxidada
y una página suelta ‒chamuscada en los márgenes‒
                      con cuarenta consejos
para alcanzar el amor planetario.

El miserable milagro movía sus patas traseras, como
intentando salirse de la cuneta, sin perder la compostura
que todo milagro debería tener; sin perder,
de lo súbito, su aliento, ni el oportuno gesto
que permita deshacer las amarras
que sincronizan las secuencias formales.

Y en un instante translúcido ‒ una repentina ráfaga
verde fosforescente‒, el rezagado llegó a pensar
que aquel suceso más bien se parecía
a un escarabajo egipcio, tan propicio a la crecida de las aguas
como al consultante que espera, sentado sobre una piedra,
frente a la cripta de la Pitonisa.  

Miserable milagro:
                               cuajo de vómito fosilizado
sobre un terraplén reseco; copa de cristal
que estalla en mil pedazos; remanente
de un sueño que, nomás al abrir los ojos,
se nos va por el sumidero.

SIMPATÍA POR LAS URRACAS

                 Aparcadas en parcelas
rotuladas, circunvalando parques y plazoletas abandonadas, 
a la orilla de las autovías, las urracas me reciben,
graznando.

Sus hábitos no han cambiado mucho desde los tiempos
en que Francisco de Goya las pintaba
a orillas del Manzanares, solo que ahora
ya no son tan carroñeras como antes, pues han logrado salvoconductos
que les permiten acceder al gran parque temático
de los desechos humanos.

Sentado en el banco de una plazoleta mustia
y desalmada, reconoces el paso de las urracas:
sus taimados movimientos saltatorios
para obtener una rápida recompensa, hasta que se enteran
que solo estás quemando un cigarro
y no tienes migas ni chapas en los bolsillos.

Para seres tan omnívoros
la temporada estival
nunca será un desafío.

Como se la pasan registrando, a ras del suelo,
                                   las urracas se han vuelto
compañeras de viaje ‒siempre atentas a las lombrices,
insectos, polluelos, semillas, burusas y otros restos que deja
la vida que pasa de prisa
por las periferias.

Nadie sabe dónde
esconden el botín.

                            A las urracas les fascina
todo lo que brille a simple vista: vidrios, anillos, zarcillos,
esquirlas de lata, centavos, chapas de metal; trozos rutilantes
que acarrean con sus picos ávidamente, mientras dan brinquitos decisivos
hacia sus guaridas secretas.

Las urracas.

Dicen que en los tiempos
en que Francisco de Goya las pintaba, merodeando
en torno a los manteles de las meriendas, a orillas
del Manzanares, había gentes que entrenaban a las urracas
para que imitaran la voz humana: una urraca bien entrenada
podría cantar, dar órdenes,
ocasionar un buen susto.

A otros viajeros les han recibido lestrigones,
cíclopes, ewapenomas, duendes, encantos, gnomos,
trasgos, flechas envenenadas.
A mí me han recibido
las urracas, y su incesante cháchara
a veces me resulta familiar, pues me recuerda 
a las urracas parlanchinas de la aldea natal
y la guerra fría por el monopolio del maíz.

Pero habría que decir también
que a las urracas les interesa hurgar
entre los estragos de la guerra: jirones de tela, metrallas,
hebillas, medallas caídas, cartuchos vacíos.

Y cuando muere un animal ‒un ciervo en el monte,
o un gato en la autovía‒, las primeras en reconocer el cadáver
son las urracas, como si fuesen peritos forenses,
y tras corroborar el beneficioso deceso, emiten, al unísono,
                                  estridentes graznidos                                                     
para que se vayan acercando
los cuervos, cuyos picos traspasarán
la piel del animal, hasta que vengan los alimoches
                                o los venerables buitres
y se encarguen de lo más importante de la faena, antes
que veamos merodeando a zamuros y moscas,
quienes dejarán, al final del banquete, apenas algunos pellejos,
                               cartílagos y huesos rotos
para consuelo de las urracas.

Las urracas carecen de la astucia del zorro, del gato montés
y de los azores; su cola es azul
o verde metálico, dependiendo de cómo incida la luz solar
sobre el descampado.

              A las urracas no les importan
las plazas mayores, ni los símbolos patrios; nunca defecan
sobre estatuas ecuestres.

Precavidas, pendencieras, copiosas,
las urracas ocupan un lugar privilegiado
en el ranking del desprecio colectivo
a lo más lumpen de la fauna urbana.
Las urracas reconocen mi paso, me dan
la bienvenida.

Comparte en:

Venezuela. Poeta y narrador.
Ha publicado: Cuando me da por caracol (1994), Cuerpo bajo lámpara (1996), Inútil registro (1998), Paso en falso (2004), Salvar a los elefantes (2006), Pasadizo (2009), Compañero paciente (2012), 40 consejos para un perro callejero (2018), Provisorio (2019) y Archeus (2020). Premio Fernando Paz Castillo (1996), Premio Adonais (1998), Medalla Internacional Vicente Gerbasi (2016). Es médico psiquiatra y psicoterapeuta.