“Vuelo de cuervos”: La revolución como absurdo
29 enero, 2021
La novela de Erick Blandón, Vuelo de cuervos es, por decir lo menos, una novela incómoda. Página tras página, algo al interior de uno se retuerce, resistiéndose a encarar las actitudes, las voces y los gestos de ese grupo de cuadros intermedios, militantes sandinistas urbanos, que están a cargo de reasentar a miles de miskitos lejos del Río Coco, allá a principios de los años 80.
Y es que a través de los protagonistas, Laborío, Inés del Monte, Juana de Arco, Olinto Pulido, Apolonia, Virgenza Fierro, Digna, Homero, Pinedita, uno reconoce a tantos como ellos pero peor aún, es capaz de reconocerse a uno mismo. La conciencia se detiene horrorizada al oír el eco lejano de la propia voz. La forma de argumentar, de pensar, de mirar e incluso, de sentir, lo devuelve con la fuerza de una ola marina a aquella playa desconocida que éramos nosotros mismos.
La ingenuidad, el fideísmo, las verdades políticas establecidas como la única brújula de la acción, los mandatos del deber ser, el sentido de la jerarquía, la obediencia debida y el autosacrificio constituyen con diversos matices la “mística participativa” como la llama Neumann, del grupo de protagonistas. Uno percibe su propia infancia política, su propia credulidad; la asunción de una identidad donde el yo salía plenamente aniquilado. “Mis compañeros se preocupan por mí, quieren que abandone mi espíritu individualista. Por eso me asignan las tareas que me ayuden a fortalecer mi conciencia revolucionaria, a olvidarme de mis debilidades ideológicas. Me mandaron a una escuela durante un año parra ver si así se me quita la manía de leer pura babosadas”, nos dice Laborío, el cronista.
Se ha dicho que Erick Blandón ha plasmado un gran fresco de la revolución. Yo diría más bien que ha plasmado un gran fresco de la ética y la conciencia autoritaria. Ética más o menos compartida por todos en esta sociedad. Como se sabe, para la conciencia autoritaria lo verdaderamente ético trasciende al ser humano y se fija en un “objetivo superior”, no importa qué abstracto sea, da igual si es Dios, la liberación del alma o -como en el caso que nos ocupa- la Revolución, así, con mayúsculas. El resultado de tal perspectiva suele ser el mismo: una conciencia que ve al mundo como un objeto y que no reconoce a los seres humanos como valiosos en sí mismos. De ahí que el camino al infierno esté empedrado de buenas intenciones y que Vuelo de cuervos sea la bitácora de semejante viaje.
Decía por eso que es una novela incómoda. Porque para que sucedan las cosas que se narran debía de haber una aquiescencia que hiciese comprensible o soportable las arbitrariedades impuestas por los mandos partidarios y/o militares, tanto dentro de las propias filas como hacia la población civil. Abusos que van desde el ridículo castigo impuesto a Pinedita “por su constante irrespeto a los compañeros dirigentes”, impidiéndole el acceso a la sede del Comité partidario y dirigirles la palabra a sus miembros por un mes, pasando por la reducción del salario de Laborío y la obligatoriedad para toda la brigada de romper con las relaciones de concubinato existentes. Ni qué decir que la tala de las palmeras que para los miskitos eran sagradas, la incomunicación y el desdén hacia las necesidades, deseos y costumbres de los miles de indígenas movilizados y la colección de orejas cortadas que mantenía en un frasco de alcohol como macabro trofeo de combate el subcomandante Mendiola, son todos aspectos de una sola y misma cosa: la idea fija de que había algo más importante y trascendente que la propia gente.
La novela se desarrolla desde la periferia del poder, en una zona remota y marginal del país con poblaciones históricamente excluidas, en la cual las peripecias de un grupo de personas perdidas en una selva preñada de peligros, de miedos y de hambres devienen el centro de la historia. En la marcha de estos hombres y mujeres se va desplegando -como los círculos concéntricos hechos por una piedra en un estanque- la lógica del poder que en espiral ascendente llega al primer nivel de la conducción revolucionaria y la muestra en toda su miseria personal y política.
Para una conciencia que mira al mundo como un objeto y las personas como cosas, sometida a la prueba de fuego del asedio, el bloqueo y la guerra, era de esperar que la tentación de manipular, actuar de manera omnipotente y abusiva fuese superior a sus propios recursos. Así, lo que comienza como una épica revolucionaria para Laborío, que iba “como el jibarito, loco de contento” con el encargo de escribir la memoria de la jornada, se convierte en una esperpéntica historia, en una burla atroz.
“Dentro de mi cargamento” dice el narrador, “llevaba el mensaje que el coronel Pulido le mandaba al subcomandante Mendiola. Todos los días revisaba la mochila para comprobar si siempre estaba allí, cosido en el doble fondo y protegido por un pedazo de plástico. Sabiéndome portador de un secreto militar jamás dejaba solas mis pertenencias. Aunque suponía su contenido, ignoraba por completo lo que decía el recado; pero el hecho de llevarlo conmigo me confería una importancia íntima que a ratos me convertía en el hombre más comprensivo de cada uno de los movimientos que ordenaba el mando… Escribir la crónica me parecía importante; pero más excitante era llevar una correspondencia que debía defender con la vida.”
Sólo en la última página al final de la historia nos enteramos junto con Laborío de lo que decía el mensaje. La revelación cae como una bofetada en pleno rostro: “Ni verga de memoria querían los cabrones. El papel que Olinto Pulido había enviado conmigo andaba de mano en mano. Lo recuperó Homero y me lo dio a leer: El portador es un vago de mierda que aquí sólo para estorbo sirve, él cree que este es un mensaje altamente confidencial y espera que usted le dé orientaciones de cómo escribir la memoria de esta misión. Hágale sentir la rudeza de la vida militar a ver si así salimos de él. Póngalo a hacer cualquier cosa y que no se aparezca en mucho tiempo por aquí. Que siga creyendo que su misión es de suma importancia”.
Pero si de burlas se trata, amarga y macabra es la sufrida por Juana de Arco que tiene que llevar el cadáver de su amante, el teniente Zarco, a sus desconocidos pariente en Cosigüina. “Juana con el pelo alborotado, ojerosa y sin consuelo lucía fuera de sí en su largo viaje desde el cabo más nororiental de Nicaragua hasta la punta más noroccidental. Aferrada a la urna funeraria de su amado podía encarnar a una de las viudas del Renacimiento, que sin consuelo cruzara un reino con el cadáver putrefacto de su príncipe”.
Juana ya tiene lo suyo enfrentando a los familiares desconocidos de su amado que la rechazan en la cargada atmósfera de un pueblo políticamente hostil. Pero la apertura del ataúd para que la madre vea el cadáver por última vez tiene un golpe de efecto devastador: en su interior, en vez del cuerpo del teniente Zarco, estaban apilados unos trozos de cepas de guineo. La reacción de la muchedumbre enfurecida no se hace esperar y Juana de Arco junto con la escolta militar que la acompaña se ven obligados a una turbulenta retirada del pueblo. Lo que Erick no nos dice es lo que sucede dentro de Juana; los sentimientos que la trasuntan. ¿Qué brutal epifanía estremeció su mente en esos momentos?
Tal pareciera que el autor nos deja en el limbo a propósito, porque su labor como cronista es fundamentalmente descriptiva y nos deja a los lectores-actores de esta historia común el reto y la tarea de interactuar con el texto poniendo nosotros las reflexiones y los monólogos interiores; las reacciones emotivas, los calificativos.
La heroica saga revolucionaria en la medida en que se pierde en el verde laberinto de la metafórica selva, deviene una tragicomedia. Sin la brújula de una ética humanista, la búsqueda de la felicidad y el bien común que fue la razón fundamental en que tantos nos embarcamos en la revolución, se convierte en desorientación del espíritu, en incertidumbre vital, en ley del más fuerte, en actitud predatoria. El compromiso se convierte en pesada obligación, la participación política en un sistema de meritocracia, los sacrificios en coartadas para la propia recompensa. El poder, como facultad y capacidad de hacer, se pervierte como ejercicio de dominación a los “otros”, a aquellos que no son como yo y no son conmigo, o a los subalternos.
Los héroes populares, los reformadores sociales van mudando de valores en el camino: la proclamada modestia revolucionaria deviene en Narciso Pavón arrogancia pontificia; el coronel Olinto Pulido justifica sus derroches y su lujoso estilo de vida como el merecido reposo del guerrero; Buenaventura, Digna y Juana de Arco no escatimarán sacrificios para ascender peldaños en el aparato político; Homero por su parte aprenderá que diez años de militancia clandestina, desde el movimiento estudiantil hasta la guerrilla urbana no sirven de nada cuando se olvida que frente al ejército y al partido los méritos históricos no cuentan para todos; y que los jefes, aunque hayan surgido de la nada, nunca se equivocan mientras sean jefes”.
Las figuras de un general que se llama Nabucodonosor, de un dirigente de voz engolada y tonante retórica llamado Artero; de Desiderio, el más igual entre los iguales con su intrigante sombra, la Virgenza Fierro; Afrodisio y Lalo Chanel, entre otros personajes, forman el resto del cuadro de la revolución como un absurdo; teniendo como telón de fondo el tableteo de metrallas, el ensordecedor estampido del Pájaro Negro; la algarabía de las voces del pueblo mentando la madre en las filas de los expendios y el desfile de figuras internacionales. Los mitos y canciones populares trasuntan toda la narración y al final, una muestra de teatro callejero en los confines del mundo y un pueblo miskito disfrazado de zopilote como parte de una jornada político-cultural más propia de un kindergarten crea un patético aire de tableaux a la Hieronimus Bosch, en un jardín de las delicias muy nicaragüense.
En Vuelo de cuervos desfilan los pecados capitales que derivan de un entender el poder no como un medio, sino como un fin en sí mismo y de utilizar a las personas como cosas. La revolución sandinista fue un acto de emancipación política de una dictadura que duró 50 años, pero ciertamente como nos revela esta novela no fue la emancipación de una conciencia autoritaria heredada, puesto que toda la generación que se rebeló y derrocó a la dictadura fue socializada políticamente por ésta y éticamente por la Iglesia católica.
El poder político y el religioso se basan en una autoridad irracional fundada en la coacción y el miedo. Si por un lado nuestra infancia transcurrió con el lema de las tres P del somocismo (Plata para los amigos, Palo para los rebeldes y Plomo para los enemigos) y la amenaza de muerte ante la crítica y desobediencia a la autoridad establecida de facto; por el otro, crecimos con el temor a la autoridad divina de Dios que castigaba también la desobediencia con el fuego del infierno y que mandaba a mortificar el cuerpo para salvar el alma.
Criados en esa confluencia, en ese sistema de valores, mal podría tal generación encontrar dentro de sí mismo y en su entorno la posición humanista que sostiene que no hay nada más alto y más digno que la existencia humana y por consiguiente observar su intrínseco respeto. Mal podía desarrollar una ética de la justicia, entendida como una moralidad basada en el respeto a los derechos individuales y en la promoción de la autonomía de las personas, que es lo que garantiza el desarrollo humano.
La idea del poder como algo trascendente conlleva una perspectiva de control y dominio, y es antitética a la autonomía, o sea, la capacidad humana para el discernimiento y el pensamiento independiente, la capacidad de desarrollar poder sobre sí mismo y de decidir sobre la propia vida. Nada podía ser más ajeno a las ideas, organizaciones y métodos y estilo de trabajo y de vida de una generación entrenada para obedecer o mandar, no para auto conducirse.
Las subordinaciones y sometimientos ante pequeñas y grandes indignidades que observamos a través de las páginas de Vuelo de cuervos; las actitudes oprimentes y despectivas de quienes aparecen como dirigentes sólo podía ser sostenible en la medida en que la idea de poder como dominio era consustancial a la idea de “revolución”. La base del poder social se sostuvo mientras la idea de revolución tuvo prestigio, es decir, mientras buena parte de la gente le dio “honor social” o “valor social” a la idea de revolución. El autoritarismo se encargó de mandar este prestigio al traste. La revolución pues, no fue -y no podía serlo tal vez- una ruptura con la vieja ética, con la vieja conciencia autoritaria que se basa en la autonegación, la obediencia irracional y la supresión de la individualidad y ni tampoco con los viejos vicios del ancién regime. Fue solamente una ruptura política.
Pero la asunción racional de valores proclamados, tales como la solidaridad, la igualdad de los sujetos, la hermandad, la equidad, la honestidad crearon un desasosiego cognitivo, una disonancia con los viejos valores interiorizados que permitieron una maduración de la conciencia y el paso a una perspectiva crítica tanto en las filas sandinistas como en amplios sectores del pueblo. La revolución apareció entonces como un absurdo, palabra que deriva de surdus, sordo, alguien que no escucha; lo visto como bueno, como positivo, como un bien social necesario, devino ante el divorcio entre el discurso y la praxis, un disparate, un desatino, un evento contrario a la razón. El sinsentido ético está en la base de su derrumbe, pero también el anhelo humano de la felicidad, en tanto esta es un proyecto de inconformismo.
Así parece expresarlo Apolonia cuando musita reflexivamente a sus compañeros: “Es que yo, un día a los quince años ingresé a una organización revolucionaria y ahora que tengo cuarenta amanezco en otra, en la que los principios se volvieron anticuados”.
Desde mi punto de vista, la novela de Erick Blandón es una gran metáfora de la época revolucionaria, escrita con gran desenvoltura y dominio de la prosa; polivocal y multitudinaria; reconstructiva del lenguaje oral y onomatopéyico del nicaragüense. Esta escrita con sarcasmo; con una amarga ironía con la que ridiculiza la época revolucionaria y a sus protagonistas, incluyéndose a sí mismo. Es un texto duro, doloroso, que nos arranca carcajadas tal vez donde deberíamos llorar, lo que sin embargo es síntoma de la sanidad mental del lector, de su toma de distancia y la capacidad de mirarse las cicatrices y comprender su origen.
Es también un exorcismo necesario, por cuanto nos obliga a mirar sin concesiones ni atenuantes, ni excusas todos los demonios de una cultura política que nos constituye y que deben ser desterrados para siempre si es que alguna vez la palabra “izquierda” o “revolucionario” va a recuperar su valor social. Creo que Vuelo de cuervos es indicativo de una madurez síquica y política de buena parte de la generación que se involucró en el desafío de intentar democratizar este país y refleja el itinerario de la búsqueda colectiva, pero también personal, en que cada quien se embarcó. Vista como fábula, la moraleja advierte que no bastan las buenas intenciones para hacer política y llevar a cabo un cambio social. La otra gran moraleja es que no hay que vulgarear al cronista. Por la interpósita mano del autor, el pueblo burlado se burla de sus burladores.
(El Nuevo Diario, 8 de octubre de 1997)