Erick Blandón
Erick Blandón

Vuelo de Cuervos (fragmento)

21 enero, 2021

Erick Blandón Guevara

-La caravana se detuvo en medio de la calle principal. Las bocinas comenzaron a sonar y de los Toyotas Land Cruisser, bajaron presurosos los escoltas. Los policías lidiaban con la gente para que se alineara en la acera alta, junto a la pared del expendio.


Portada Vuelo de cuervos (Alfaguara)

La caravana se detuvo en medio de la calle principal. Las bocinas comenzaron a sonar y de los Toyotas Land Cruisser, bajaron presurosos los escoltas. Los policías lidiaban con la gente para que se alineara en la acera alta, junto a la pared del expendio. Unos muchachos se pegaban a los vidrios ahumados de los vehículos tratando de identificar a los ocupantes. Hubo forcejeos y empellones. Algunas señoras, de mala gana, obedecieron y comenzaron a subir la gradería que conducía a la acera alta.

—Digamos pues —reclamó una mujer canosa plantada en mitad de la calle— si siempre la fila la hemos hecho aquí abajo ¿por qué ahora nos quieren encaramar allá arriba?
—Para que le den paso a los vehículos — le explicó enérgicamente un policía.
—Para la mierda que uno viene a sacar, es mucha la jodedera —gritó la mujer del pelo cano poniendo las manos sobre las caderas.
—No sea relaja señora, coopere —le pidió un escolta—. Hágase a la acera que la van a atropellar.
—Eso era lo que me faltaba, que además me amenazaran con atropellarme —suspiró la mujer llevándose las manos al pecho.
—Nadie la está amenazando, señora —dijo un hombre que ya estaba haciendo cola en la acera— simplemente lo que ellos quieren es que le den paso a los vehículos.

Del tragaluz del expendio colgaba una pizarra negra que anunciaba la ración de productos que correspondían a cada familia esa semana: cinco libras de frijoles y cinco de arroz, dos tacos de jabón de lavar ropa, uno de lavar trastos, medio litro de aceite, dos libras de azúcar negra y dos pilas para radio. Sólo se atiende los martes, se leía al pie del aviso. El expendio informaba que abría a las siete, pero regularmente atendía después de las nueve de la mañana y a esa hora la multitud innumerable se disputaba un puesto en la fila.

—Bonito está, que uno tenga que incomodarse para darle paso a esos pendejos —ripostó la mujer del pelo blanco anudándose un pañuelo en la cabeza—. Lo que soy yo no me subo a ese barranco para no descachimbarme.
—Vela —intervino nuevamente el hombre que hacía fila en la acera— si además es una gran relaja la jodida vieja.
—Ej, —lo encaró alzando el brazo— vieja es la que te cuelga y sólo para mear te sirve.

La gente que la oyó se puso a reír; pero ella, haciéndose la indignada, peló los ojos y con un movimiento rápido levantó el fondillo y comenzó a subir las gradas de la acera, llevando en alto la cabeza con donaire.

—Bueno, compañeros, ya dejen de pelear y háganse a un lado, aunque no se suban a la acera— pidió un oficial de policía que se había abierto paso en el tumulto.

La mayoría obedeció, aunque de mala gana, pero fue haciéndose a la orilla para subir los escalones, alentada porque las puertas del expendio se abrieron milagrosamente y porque, además, vieron que la del pelo blanco ya estaba adentro, como quien no quiebra un plato, esperando su turno para que le midieran la ración de aceite.

Unas mujeres, con sus palanganas apoyadas contra la cintura, arremangaban a sus hijos para que no fueran atropellados por los vehículos; otras protestaban a los policías que las querían apartar de la ruta de la caravana; ellas decían que simplemente querían decirles adiós a los compañeros. Era sabido en el pueblo que en esos lujosos vehículos nuevos sólo viajaban los miembros del Comité.

—Ahí van los holandeses —gritó un hombre vestido con camisa de miliciano y pantalón jean desde su lugar, arriba, en la fila.
—Son los del Comité —protestó una muchacha que estaba abajo, en la calle.
—¿Por qué les decís holandeses? —preguntó otra que daba de mamar a un tierno.
—Porque o la andan cagando aquí o la andan cagando allá, —se rio el miliciano.

Los motores de los relucientes Toyota rugían insistentes. La fila de automóviles cubría dos cuadras de la calle y sus choferes expresaban la desesperación apretando el acelerador. A la gente de la fila ahora se agregaban los curiosos que desembocaban de otras calles para ver qué era lo que estaba pasando, porque el alboroto era cada vez mayor. Asomadas a las puertas de sus casas las familias vecinas sacaron sillas a las aceras y se pusieron a contemplar el espectáculo inusual de automóviles embotellados.

La caravana de Toyotas Land Cruisser desfiló lentamente frente al gentío. Los vidrios ahumados de las ventanillas permanecían subidos. En la punta de la caravana sólo viajaban los escoltas y los choferes. Al pasar frente al expendio los automóviles del medio lo hicieron lentamente con los vidrios bajos para saludar al pueblo. En el vehículo del coronel Pulido viajaban con él, Digna, Narciso Pavón, Orestes y Buenaventura. Cuando la gente de la fila los reconoció se armó un gran barullo.

—Vengan a hacer fila aquí para que sepan lo que se harta el pueblo —gritó un hombre de unos cincuenta años levantando en peso su ración semanal.

Olinto Pulido aceleró el vehículo y rápidamente se retiró del sitio. Detrás, en el Toyota de Juana de Arco, iban además de Homero, Pinedita, Pancho, la Inés del Monte, Boscán y Apolonia. Sin bajar su vidrio, y abrigada con un chal para protegerse del frío producido por el aire acondicionado, Juana de Arco exclamó:

—¡Me fascinan las filas!
—Claro, como vos nunca las hacés —la interrumpió Pinedita.
—Ahorrate tu sarcasmo, niño. Esperá a oír a la gente antes de clavarle tu colmillo —protestó airada Juana de Arco—. Si digo que me fascinan es porque si hay fila quiere decir que algo hay que distribuir.
—Pues amorcito, yo no le veo nada de fascinante al hecho de que la gente tenga que asolearse para pagar la miserable ración que le asignamos— le respondió Pinedita.
—Claro que hacemos fila, verdad Juanita —se burló Homero— que cada mes nos vemos en Managua en la diplotienda, donde compramos en dólares los productos gringos.

Enojada Juana de Arco apartó una mano del volante y subió el sonido del estéreo. Apolonia y Pancho, distraídos, miraban hacia donde alguna gente, con cara de pocos amigos veía el paso de la caravana y otros, con evidente simpatía, saludaban levantando las manos o sus palanganas. A Boscán le desagradaba el rumbo que había seguido la conversación y no pudo ocultar su enojo. Iba serio y en silencio. Inés del Monte hizo una mueca a Homero conminándolo a no hablar más; pero Pinedita leyó en voz alta la pinta que, en la pared opuesta al expendio, decía:

antes comíamos mierda
y ahora ni mierda comemos

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