4 poemas de Ángel Vargas
1 octubre, 2024
Presentamos cuatro poemas del poeta mexicano Ángel Vargas pertenecientes a El estómago de las ballenas. Cabe destacar que con este poemario, el autor obtuvo el prestigioso Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes. En este libro, que bebe abiertamente de la ecopoesía, la ballena de Jonás se vuelve la metáfora perfecta para analizar la situación crítica en la que se encuentra la naturaleza en estos momentos. Así, el plástico excesivo en los mares, el destino fatalista del que se cree portador el ser humano, y el capitalismo que lo devora todo a su paso, son algunos de los temas que podemos encontrar en este libro. La poesía, entonces, no sólo es materia para catalizar los grandes temas humanos, también se vuelve crítica y llamado para reflexionar la relación del ser humano con el planeta que habita.
VERSIÓN DEL ÁRTICO
Escucho el deshielo:
agua cretácica en el agua reciente,
mamíferos enormes con hierba fresca en las mandíbulas
se deshielan, hielo monástico suspendido
en los casquetes polares donde nadie
ha escuchado su reverberación, jugo gástrico
accionando el bolo de los grandes reptiles, ya extintos.
Siento una era geológica corriendo por mi cuerpo,
siento las alas y sus plumas y con ellas un aire fósil
recorriéndome el rostro y miro el mundo
sin que mi corazón se espese por el miedo,
siento las escamas y el fondo marino con sus formas de vida
muy cercanas a la naturaleza amniótica. He sido otros
a causa de la reconversión de la memoria.
Algo que entre los dientes de un dios se desmorona.
Bajas temperaturas resguardando el nacimiento de un iceberg,
una cicatriz como un bloque de hielo y sin descongelarse
y el sol redundando sobre nuestras cabezas, un hielo transitorio
como un día de mil años, mínimo, estatuario, marmóreo.
Tengo una cicatriz de la que nadie
ha sabido decirme el origen,
creo en la incrustación
de los recuerdos y en las vidas futuras:
todos los niños sufren o sufrirán enfermedades respiratorias,
una bandada se congela al volar encima de los mil pies de altura;
paro respiratorio, aves con el corazón congelado
se precipitan sobre el océano.
Las aves y los reptiles emparentados
aunque la temperatura de su sangre sea distinta.
La sangre también puede quebrarse.
Es difícil imaginar a un caimán precipitándose
con el corazón congelado sobre el océano Ártico.
Las aves fueron hechas para el descenso.
Los reptiles fueron hechos para el descenso.
En muchos años aceptaremos que el vuelo
ha sido la excusa para nuestra caída,
en muchos años llegarán cocodrilos al Ártico.
Sigo esperando que todas mis cicatrices tengan una explicación.
Los científicos temen el regreso de enfermedades antiguas,
las madres temen que el frío inocule bacterias
en los pulmones de sus hijos, mi madre sigue temiendo
a las mandíbulas de los caimanes,
dejo que a mi carne la desgarren otras eras geológicas,
yo temo a las heridas comunes,
dejo que la memoria se desate con sus escamas,
ovillos de agua fósil por donde entra la luz a punto de morirse,
espero que la memoria se sacuda las plumas
como un ave que se sacude el sol
porque prefiere ser nocturna. En algún momento un niño
suelta la mano de su madre y corre directamente a la orilla del lago.
En la sangre de los caimanes deambulan témpanos con sus botellas de auxilio,
a la deriva quiere decir sin voluntad, la sangre de los reptiles
a la deriva, bestias congeladas sin voluntad como coágulos
en las arterias del océano. La sangre también puede quebrarnos,
hay otra glaciación ocurriendo en mis arterias. Desde ahí
puedo escuchar la fractura de los casquetes árticos.
Huesos pequeñísimos y transparentes por donde entran las auroras boreales,
partículas cargadas chocando en la atmósfera del ojo
y las escamas translúcidas a la deriva, donde la carne cedió
el paso a la materia fósil: huesitos. Agua muy limpia,
como el agua que acaba de ser agua. Decía mi padre
se abrirán las ventanas, la garganta del agua, los caminos del agua,
orillas limpias por donde deambular, no se queden aquí,
al rato se hará tarde, el miedo de mi padre es
que nadie lo escuche o que su voz se quede como una campanada
con el corazón hecho un plomo hasta precipitarse,
la voz de mi padre haciéndose una perla en el baúl de una ostra,
la vibración de sus cuerdas vocales ramificándose hasta tocar el corazón,
un recuerdo golpeteando a mi padre, la carne desgarrada,
en un segundo una madre pierde de vista a sus hijos.
Los huesos de los niños se rompen. Todas las madres
tienen miedo de los bronquios de sus hijos.
Todos los niños han sufrido algún accidente respiratorio,
el miedo es una cicatriz calcárea. Hay un cementerio
de huesos infantiles anidando en el Ártico.
Yo no recuerdo haber estado muriendo.
Yo no recuerdo haber estado a punto de morirme.
Los bronquios no son huesos, pero casi,
ductos cartilaginosos por donde entran varias formas de hielo,
témpanos abriéndose en los pulmones,
aire muy viejo desgajándose en los bronquios,
tal vez no sea imposible que los reptiles incuben el feto
de algún iceberg, tal vez no sea imposible
que la voz de mi madre esté fosilizada,
tal vez exista algo que nos regrese el cuerpo
a menos cero.
AÑO 2000
Fue la primera vez
que escuché sobre el fin del mundo.
Cuando inició la cuenta regresiva,
nos tomamos las manos
y cerramos los ojos,
muy fuerte
apreté la mandíbula
y esperé.
Se escucharon estruendos,
fuegos artificiales
abriéndose
sobre la bahía.
Fue la primera vez
que vi a mis padres tener miedo.
En la televisión,
otras ciudades
celebrando el milenio
apenas desovado.
Desde entonces
se anunciaron
otros fines
del mundo;
pero yo creo que sigo
con los ojos cerrados,
la mandíbula hermética,
esperando que algo
finalmente
nos estalle
en la cara.
NO RETORNO
Aquel año hubo un gran estallido
que iluminó la costa;
luego vino la caída masiva
de gorriones: el corazón
de millones de aves
se detuvo y se hizo el silencio
justo antes de estampar el concreto.
Millones de corazones muertos
sobre las autopistas del mundo.
Discutieron la causa muchos meses. Dijeron
que era un arma de guerra,
se especuló si el corazón de los gorriones
tuvo algo que ver
con el cambio en el eje de los polos,
se sabía muy poco sobre la espiritualidad
de los gorriones,
sus corazones dejaron de usarse
en rituales de magia
y santería. A la caída masiva
sucedieron
los actos de rapiña, el miedo
a que algo más colapsara
en el aire. Hay una pieza conmemorativa
en un museo de Nueva York
que simula el sonido de millones
de aves, sus latidos, alimentado
por un reactor nuclear en miniatura.
La obra está valuada
en millones de dólares.
El mundo no volvió
a ser el mismo. Qué grande
puede ser
el corazón del hombre.
ASUETO EN LA SALA DE MI CASA
encontré una piedra gris
y le dije:
tenemos que resucitar
Juan Eduardo Cirlot
Existe una probabilidad altísima
de que nunca nos pasen cosas extraordinarias.
Una vida común,
sin clavos ni días para resucitar.
Nos incrustamos en el sillón
como piedras sucias,
inestables, con la memoria
de algún desgajamiento,
horas martirizadas con latones
que expende el refrigerador
hasta nublarnos, giramos
el cuerpo a medias
que siempre va adelante
con su torpeza, decir
no hay caídas
pequeñas, todas las ruinas
tuvieron un imperio,
o no, mejor aún,
no todo desciende de grandezas,
hay ruinas de lo mínimo,
escombros de algún día
donde no pasó nada
o piedras que taparon sepulcros
para darnos alguna idea de Dios,
indigerible y grueso como el trago
de esta cerveza oscura,
una vida común postrados en la sala,
esperando a que el tiempo lo disolviera todo
hasta dejarnos en una cruz de huesos,
con el ventilador oreándonos
el nido de unicel y de colillas,
mientras afuera ardían catedrales antiguas
y se apagaban dos o tres certezas.
Enorme probabilidad
de que nunca seamos relevantes,
el cielo prototípico, empacado al vacío,
caducidad que entra a la ventana
con sus formas de luz distorsionada
por los cristales rotos, vidrios
por donde el Dios de la Semana Santa
nos dijo que era tarde
y cerrarían el Seven.
Altísimo el estruendo de la risa
hablando de la música sacra
inserta en reguetones de moda,
reír de lo perecedero
y Dios asomándose siempre,
metiche estrafalario,
vestido con un saco de púas para rasgar
el aire y los abrazos
que no son para él
porque nos hiere. Dios,
con sus ojos de huérfano,
jugando a que se cae
y le aplaudimos.
Altísimo el sonido de las bocinas
al tocarnos como estrujando latas de cerveza,
metales que en el tacto dicen
su vocación real, su verdadero imperio
minúsculo, que algún recolector
nunca va a despreciar.
Existe la probabilidad
de que las cosas extraordinarias
les ocurran a otros,
mientras nos preguntamos
si el día de la resurrección,
al juntar nuestras latas,
obtendremos un kilo de aluminio.
Acapulco, México, 1989.
Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado los libros de poesía A pesar de la voz (2016), Límulo (2016), El viaje y lo doméstico (2017), Búnker (2019), Antibiótica (2019), [nada de cruces] (2022) y El estómago de las ballenas (2024); además del libro para infancias El verdadero nombre de los huracanes (ilustrado por Enrique Torralba, 2023).
Recientemente obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes; ganó el Certamen Nacional de Literatura “Laura Méndez de Cuenca” 2021 en el área de poesía, el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino en 2019, el Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo en 2015, entre otros. Ha sido becario del PECDA Guerrero (2013), del Programa de Jóvenes Creadores del FONCA (2014-2015; 2019-2020) y de la Fundación para las Letras Mexicanas (2017-2019).