Coronel Lágrimas (nueva novela)

30 marzo, 2015

– El escritor costarricense Carlos Fonseca (1987), actualmente residente en Londres, debuta con buen pie en el panorama literario con Coronel Lágrimas, una novela elogiada por el gran narrador argentino Ricardo Piglia, quien le califica como su alumno más brillante en la Universidad de Princeton, donde obtuvo un doctorado en literatura latinoamericana. Sobre su ópera prima, Fonseca confiesa: “tiene que ver con el matemático Alexander Grothedieck, uno de los grandes genios de la segunda parte del siglo XX quien, politizado alrededor del mayo francés y, como parte de su acción en contra de la Guerra de Vietnam, fue a Hanoi a protestar: llevó a su grupo de estudiantes graduados y en plena guerra impartía clase de matemáticas avanzadas mientras a su alrededor caían bombas. Una historia alucinante que atraviesa, a modo de picaresca, toda la historia política del Siglo XX, de la Revolución de Octubre hasta el Mayo Francés, pasando por el Holocausto y la Guerra Civil Española. La novela surge como una ficcionalización de la vida de este extraño hombre, pero con desvíos políticos hacia América Latina.”


Si él se exalta yo me rebajo; si él se rebaja yo me exalto. Lo contradigo siempre, hasta que él comprenda que es un monstruo incomprensible. Pascal

Al coronel hay que mirarlo muy de cerca. Acercarse hasta el punto de la molestia, hasta verlo pestañear en cámara lenta con ese rostro juvenil pero cansado que ahora vuelve a arrojar sobre la página. Entonces lo veremos en su verdadera pasión, meticuloso sobre el papel que parece tocar con la delicadeza de un monje, como si no se tratase de un escrito sino de algo sagrado. Pero eso no basta. Hay que acercarse más hasta ver su imagen disuelta en pequeños puntos. Pixeles de una locura latente. Matices de un crema pálido sobre los cuales de repente, ahora que volvemos a enfocar, surge ese rostro que conocemos tan bien: la cabellera riza cayendo en cascada, la parte frontal calva y los ojos encendidos por una pasión que desconocemos. Es ésta la pasión mortal que perseguimos en todos sus gestos, en todos sus movimientos, hasta verlo descompuesto en una serie de sucesivos cuadros fotográficos: aquí las manos en gesto de escritura, aquí las manos relajadas, aquí las manos en suspensión, aquí las manos sobre el café. Sí. El coronel bebe café porque escribe. En una blanca mañana de invierno el coronel se sienta a escribir su vida.

Español: Pirineos; francés: Pyrénées; catalán: Pirineus; occitano: Pirenèus; aragonés: Pireneus; euskera: Pirinioak. Habría que trazar un mapa y narrar una historia. Pero no hay tiempo. Al coronel le queda poco tiempo. Por eso basta con decir: el coronel vive en los Pirineos y es por eso que ahora que se quita los lentes, redondos y adorables, la mañana se vuelve a desdibujar hasta hacerse plenamente blanca. Y aun ahí, con la mirada volcada sobre el horizonte blanco, sentado en calma, notamos las huellas de una pasión que no se apaga. Él no lo sabe pero le queda poco tiempo. Por eso basta esbozar las escenas con pinceladas orientales. Acercarse hasta más no poder y verlo disuelto en su propia pasión. En una mañana cualquiera el coronel se sienta a contar tres historias.

No sabemos por qué lo llamamos el coronel. Tal vez porque hay en su rostro huellas de un hombre en misión, de una aristocracia marcial que lo mide todo. Tal vez porque en plena guerra apostó por la huelga y por el conocimiento. Sí, el coronel fue matemático pero ya no lo es. El coronel vio la guerra desde el campo, pero sin armas. El coronel fue famoso pero decidió dejar de serlo.

Ahora que lo vemos sentado ante la blanca mañana no podríamos imaginarlo en las montañas de Hanói, rapado al estilo gonzo, escribiendo indescifrables ecuaciones que sólo un puñado de gente entendía, dictando clase mientras a su alrededor un festival de detonaciones servía como música de fondo. Vietnam fue para él una sinfonía dodecafónica escrita en símbolos sobre una pizarra negra. Nunca le gustaron los aplausos. Tal vez por esa rectitud marcial hay que llamarlo coronel y no profesor. Así, con los rizos cayendo en cascada sobre una imponente calva, tiene algo de héroe griego, de Aquiles socrático, de maestro solitario. Hace años que prefiere las montañas verdes y blancas al bullicio citadino. Hace veinte años que tomó la decisión: la muerte lo encontraría en paz. Ahora que le queda poco tiempo, nuestro pequeño aristócrata monástico deja el café sobre la mesa, mira una fotografía de un desierto blanco y toma la pluma en mano. Pluma fuente, como las que siempre usó, con buena tinta y su nombre tallado sobre el dorso. Podríamos acercarnos un poco y ver su nombre pero preferimos no hacerlo: al coronel no le gusta su nombre. Toma la jeringa, rellena el cartucho con tinta y lo inserta. Está listo para escribir. Entonces, desesperados, corremos a ver qué escribe pero se nos hace difícil. El coronel escribe con la espalda muy encorvada, lo cual no deja espacio para el espionaje. Vamos por un lado, vamos por el otro, pero no hay forma. La espalda encorvada del coronel recuerda las garzas sobre los pastos verdes de Andorra.

El título toma media línea: Acqua Vitae.

El subtítulo le sigue: Retratos de Tres Divas Alquímicas.

Ignoramos en qué momento y por qué este hombre decidió dejar su trabajo serio, su trabajo respetable y honorable, su trabajo profesional como matemático. En fin: su trabajo bien pagado. Lo que sí sabemos es que desde entonces emprendió un alocado proyecto autobiográfico mediante la escritura de un catálogo megalomaníaco de vidas ajenas. La vida escrita en espejos, la vida vuelta ajena, la vida vuelta múltiples vidas. Sí: el coronel tiene muchas vidas que esconde día a día en un mueble de muchísimas gavetas pequeñitas, entre un desorden de libros y tabaco. Sí: el coronel siempre fuma mientras escribe. El tabaco lo ha acompañado durante esta larga travesía autobiográfica que también ha sido una especie de monasterio espiritual. Ahora que nos acercamos nuevamente, lo vemos escribiendo con un ritmo frenético, con una puntuación casi aleatoria, con la pipa suspendida en el aire y los ojos clavados en el papel. Lo más extraño de todo es que la autobiografía ajena –como la llamó en algún momento– no la escribe en voz propia y ni siquiera en voz masculina, sino en una voz muy objetiva que retrata vidas femeninas. Hoy regresa a uno de sus temas favoritos: la alquimia. Y como siempre, a las divas.

A veces se pasea por la casa con el rostro pensativo en una especie de arqueología de la memoria. Camina por esa casa que por momentos le queda grande, solo como está, pero que llena con su presencia calmada pero expansiva, como si se tratase de un yogui oriental. Viste una especie de toga color crema que parece acentuar su excentricidad. Entonces nos podemos acercar hasta su escritorio de trabajo, excavar un poco entre los papeles y ver lo que ha escrito hasta ahora. Podemos ver su método: la forma en que organiza alfabéticamente las entradas, en ese orden arbitrario y falso de las enciclopedias que sin embargo sosiega nuestro afán de rectitud. Podemos ver, de cerca y con paciencia, la forma en que la nueva entrada ha sido ubicada entre los papeles correspondientes a la letra A y más específicamente a la Alquimia. Nombre de mujer, decimos, le debe gustar. Y si fuésemos más lejos y nos atreviéramos a abrir todas las gavetas, encontraríamos lo que parece ser una historia universal de las ciencias falsas: la alquimia y la fisiognomía, el mesmerismo y el humorismo, la magia y la astrología. Veríamos, entre los papeles con su idiosincrática caligrafía, desplegarse una protohistoria de la ciencia, una historia subterránea de los principios olvidados narrada a través de una serie de figuras femeninas que decidieron entrar en una historia que las expulsaba de inicio. Y todo esto acompañado de una extraña aseveración que sólo podríamos atribuir a una locura con destino: todo esto lleva al momento actual y está escrito en mi nombre.

Al coronel hay que salvarlo de la locura y de los psiquiatras. Hay que acercarse a él lo suficiente para creer en su proyecto. Lo sé: hay una distancia precisa desde la cual todo esto tiene sentido. Sólo hay que buscarla, encontrarla y luego sentarse a verlo escribir las profecías de esa ciencia olvidada.

Por el momento ha escrito un nombre, unas cuantas fechas y lo que parece ser el esbozo de una historia de amor. El nombre: Anna Maria Zieglerin. Las tres fechas: 1574, 1550, 1564. Todo esto en esa caligrafía perfecta, altamente higiénica, que encontramos en las cartas que durante sus primeros años de hermetismo le escribió a su colega mexicano Maximiliano Cienfuegos. Documentos que ahora reniega, las cartas dejan algo claro: la locura del coronel tiene orden y método. Por eso, ahora que pone la pluma sobre el papel, volvemos a mirar por sobre el hombro como si se tratase de un oráculo.

No cabe duda: nuestro personaje es un noble ermitaño. Y, como tal, pertenece a una gran tradición. Él lo sabe muy bien: la maldición del mundo moderno serán las categorías. Ermitaño: del latín eremīta, que a su vez deriva del griego ἐρημίτης o de ἔρημος, significando «del desierto». Lo sabe muy bien. Por eso ha incluido una entrada en su enciclopedia sobre las famosas Madres del Desierto. Ascetas que, siguiendo la tradición impuesta tras la Paz de Constantinopla, dejaron las ciudades del imperio y emprendieron la marcha hacia los desiertos de La Tebaida. Sobresale un nombre: Sinclética de Alejandría. Si buscáramos entre los papeles de este hombre cansado encontraríamos uno que dice:

Sinclética de Alejandría – símbolo de la valentía de las madres del desierto. Nació en Egipto en el iv siglo después de Cristo y vivió vida eremítica. Perteneciente a una familia aristocrática de Macedonia, la bella virgen decidió salir de la ciudad y recluirse en una cámara sepulcral propiedad de su familia. Allí se recortó el pelo frente a un cura y juró ayunar por meses. Entre sus obras se encuentra: Apophthegmata Matum.

Pero el coronel no habita en el desierto. Por más que una fotografía de un desierto de sal se parezca al paisaje que lo rodea, le encanta saber que este silencio es el de la blancura de los Pirineos. Y así, nuestro noble ermitaño es una reencarnación moderna de aquel Simón del desierto que, trepado a diecisiete metros de altura, vio la historia humana como algo que le era ajeno. A veces, el coronel mira la aldea que se halla a millas de distancia y ríe, con una risa no desprovista de melancolía.

Sin embargo, hoy la mañana le sonríe con perversidad. La vida de esta Anna Maria Zieglerin es deliciosamente perversa. Como con todo lo demás, el coronel guarda su método a la hora de escribir vidas ajenas. Empieza por lo mínimo: la fecha de nacimiento. Un simple número: 1550. Le encanta sentir esa lejanía temporal que lo transporta a un territorio vago donde todo es posible y, sin embargo, donde todo es simultáneamente objetivo. La belleza de poder decir: el 6 de enero de 1550 el capitán Hernando de Santana funda la ciudad de Valledupar en lo que es actualmente el territorio de Colombia. Para inmediatamente decir: catorce años más tarde, Anna Maria Zieglerin pierde la virginidad que hasta ese entonces había servido como bandera de su supuesta pureza divina. El coronel mira lo escrito y se dice para sí: belleza objetiva y vaga. Entonces el resto es sencillo: dejarse enredar en la historia hasta ya no poder salir, dejar que los hilos se sugieran hasta sentir la tentación autobiográfica. El coronel persigue la curiosidad con una precisión matemática.

Decir por ejemplo: el 6 de marzo de 1550, mientras un joven y desconocido Nostradamus pone el punto final a su primer almanaque, dos perros callejeros batallan por un pedazo de pan en una callejuela de Granada.

El placer de las fechas.

Decir ermitaño no significa, por ende, decir sufrimiento. Veinte años en las montañas le han enseñado los menudos pero rotundos placeres del vivir. Por eso en esta media mañana, con la neblina ya difusa y el paisaje aclarándose, el coronel detiene su trabajo aun cuando realmente no ha puesto más que una fecha. Aspira la verdura de un ocio exquisito a la hora de tomar en mano la primera de las golosinas: una sabrosa y dulzona torrija que no tarda en engullir. Le siguen un manjar de frutillas azucaradas y más café, esta vez con leche. El coronel peca de goloso. Pero la gula es aquí bienvenida. Por eso no hay que desesperar cuando lo vemos tomarse su tiempo comiendo. Los que lo conocemos, los que lo vemos de cerca todos los días, respetamos sus ritos. Solitario pero delicioso banquete medieval para este rey olvidado. Pero el coronel no cree en reyes.

Habría que hacer una pausa y finalmente mirar ese expediente suyo que tenemos aquí a la mano. Para algunos contar la biografía de este extraño anacoreta sería cuestión de sumergirse en su archivo estatal y rescatar los datos pertinentes. No para él. Por eso batalla día a día con esa autobiografía ajena que de a poco se le extiende indomable, amenazando con volverse infinita. El coronel nos corregiría: no es amenaza sino más bien goce. La belleza de una vida que recorre la historia de un siglo y desde ahí explota hacia todas partes. Pero hay puntos densos, datos que bastaría corroborar pues serían buenas anécdotas. Si nos sumergimos en el archivo y lo leemos de tapa a tapa las vemos surgir con espontaneidad. Aquí hay una: se dice que el padre del coronel, un tal Vladímir Vostokov, hombre de barba extensa y buen trago, lector de Proudhon y anarquista puro, decidió partir a principios de la década de los veinte a México en busca de asilo político. Basta decir que era confesado enemigo de Trotski. Su proyecto era otro. Fundar una comuna anarquista en Chalco, a los pies del volcán Iztaccíhuatl. Allí, en medio de las lluvias de verano, nació, con la llegada de la nueva década, el pequeño anacoreta. Al coronel, sin embargo, esto no le importa.

No le importa porque hoy lo que toca es narrar la vida y obra de la primera diva alquímica: Anna Maria Zieglerin. Le gustan las campanitas que resuenan con el nombre. Le gusta aún más imaginarla pura y nuda en ese nacimiento tan raro. Y es que la pobre diva nos nació sietemesina. En la ligera mañana, el coronel repite el nombre y la historia nuevamente: Anna Maria Zieglerin nació sietemesina. Pero entonces se atasca, porque los datos que empieza a encontrar le parecen morbosos. Y es que este nacimiento nos viene con textura extraña: se dice que la sietemesina sobrevivió los primeros meses de su vida envuelta en una peculiar sábana de piel. No sabe cómo decirlo pero lo dice: de pieles humanas. En la profunda mañana, el dato suena atroz pero verídico. En fin: dato de diva. Así que se limita a afirmar: Anna Maria Zieglerin nació vestida en pieles.

Ni siquiera este dato horripilante es capaz de mantenerlo concentrado. Este goloso ermitaño nos salió distraído. Basta mirarlo de cerca para verlo nuevamente sentado sobre esa calma magistral y un tanto patética, con la mirada perdida y la fina pluma sobre el papel. No escribe. El coronel, en su infancia más avanzada, con esos rizos canosos que piden pequeños abrazos, se limita a esbozar garabatos. Pequeños monigotes saltarines, muñequillos medievales, doodles de curvitas aleatorias. El coronel ya no estudia curvas. Se limita a esbozarlas en sus contornos más infantiles. La matemática le llega en rumores juguetones. Ahora que lo vemos tomar en mano una nueva golosina, una pequeña galletita endulzada, comprendemos finalmente algo: al coronel le quedará poco tiempo, pero él no lo sabe. Por eso se limita a esbozar estos garabatos juguetones que sin embargo tampoco quedarán fuera de su legado. Y es que la vida y obra de nuestro querido anacoreta está a la espera de una última revisión. Alguien se encargará de la macabra labor de indagar los rincones de este hogar mohoso en busca de la última obra: un esbozo matemático de un proyecto invisible. Luego serán los congresos y una especie de matemática vuelta mística, la labor póstuma de un grupo de profesores vueltos secta talmúdica. El coronel esbozará entonces su última risa.

Decir por ejemplo: El 19 de septiembre de 1566, mientras en un pequeño cuarto –demasiado perfumado– muere Nikolaus von Hamdorff, miles de cortigianas inundan las calles de Roma en una despedida triunfal.

El placer de los datos.

Su pasión será discreta pero es puntual: la vemos surgir por momentos, escondida detrás de un gesto, saltarina pero breve, para luego retraerse cual delfín en alta mar. Discreta pero puntual como la muerte de un alemán en una recámara bien perfumada. Y es que este Nikolaus von Hamdorff, varón no tan digno de dicho nombre, se nos presenta como el primer marido de la desafortunada diva. A los catorce años, la diva de las pieles, Anna Maria Zieglerin, ve su pureza tañida por un temblor repentino. El producto: un niño que, como en el mejor de los relatos bíblicos, se vuelve leve hasta más no poder. En una tarde de agosto, el niño desaparece detrás de los contornos de su propio padre. La diva vuelve a estar sola, aunque no por mucho. No. Como buena diva, la condesa alquímica nunca está sola. El coronel lo sabe, por eso se limita a esbozar un nombre y una fecha: Heinrich Schombach, 1566. Al lado, entre los garabatos marginales, en letra diminuta, añade un título: comodín de corte. No le gustarán los reyes ni las cortes, las aristocracias ni los títulos, pero a este coronel la corte lo persigue hasta el fin del mundo.

A veces nos asaltan los placeres del archivo. Abrimos el expediente: releemos las notas, observamos las fotografías, examinamos las cartas y creemos saberlo todo sobre este ermitaño anacrónico. Lo seguimos en esos decisivos y lentos pasos con los que recorre su casa en toga crema como si se tratase de un monasterio budista vuelto corte marcial. De repente todo se mezcla: el activista militante con el noble matemático, el esotérico monje con el perfumado aristócrata. Entonces nos acercamos hasta la molestia, hasta la irritación, hasta ver sus labios suspendidos en un aura de levedad, murmurando palabras en lengua incierta. Barbarismos, diría el griego. ¿Deutsch, English, Español, Rossiya? No. Si nos acercamos todavía más, si cerramos los ojos y prestamos buen oído, veremos que el coronel murmura en francés. Y en esa lengua que podría ser todas pero que es claramente francés, la casa en los Pirineos es meramente una sencilla casa mohosa que sin embargo podría bien ser asilo de ancianos, manicomio o corte real, monasterio y aula. En la blanca mañana de invierno el balbuceo pálido nos regresa la voz de un hombre cansado.

El perfumado monje afronta el poco tiempo que le queda con un sencillo y humilde cansancio matutino:

Vers dix heures du matin, je suis fatigué.

Por eso bebe café y más café. La cafeína es uno de los síntomas discretos de esa pasión que late detrás de un cansancio largo y flaco. Herencia francesa de montañas blancas. Nació en un siglo encafeinado. Su errante genealogía está ahí para demostrarlo. El 12 de agosto de 1936, su padre, Vladímir Vostokov, nadando a contracorriente, decide volver a cruzar el Atlántico para juntarse al bando republicano. La guerra civil española es el epicentro político del globo y nuestro ya olvidado pater anarquista es una especie de político global avant la lettre. Su lema: anarquía es orden. Un pequeño coronel de apenas doce años persigue a sus padres con paso incierto. Dos semanas más tarde, el coronel se encuentra por primera vez en el campo de batalla. La bella San Sebastián Donostia los recibe con un paisaje de macabro entusiasmo: cientos de Junkers alemanes convierten la ciudad en una fiesta explosiva. El coronel llora pero su llanto es mudo. Nació en un siglo encafeinado pero el llanto se le da mal. Su madre, una belleza rubia de ojos rasgados, lo consuela con nanas rusas que el niño sin embargo no entiende. Dos semanas más tarde, una granada borra las nanas y condena a la madre al llanto: Vostokov ha muerto. En las noches inciertas de un invierno castizo, el coronel se dedica a tomar café para soportar el insomnio. Su madre lo consuela en un idioma que no entiende. Por eso ahora que lo vemos murmurando en francés con el café en mano, sonreímos con ternura y lo entendemos un poco.

Pero el coronel no quiere que lo entiendan. Su deseo es más simple: quiere que lo olviden. Por eso apuesta por este proyecto de vidas ajenas, especie de amnesia autobiográfica. Con la tenacidad de una hormiga en celo, se empeña en volverse impersonal, en volverse factual como una piedra, como un dato, como una entrada enciclopédica. La última carta que le envió a su colega Maximiliano Cienfuegos, mulato de nombre azul aunque tal vez no de sangre, se lee como una especie de contratestamento: no dejar nada, ni siquiera un nombre. El coronel quiere borrar toda herencia. Por eso le ha pedido a Cienfuegos que impida toda publicación de su obra matemática, que vede el acceso a los documentos, que se asegure de que la muerte lo encuentre leve. De eso hace ya diez años, pero todo sigue igual. Sólo que ya no envía cartas. Ahora el silencio es blanco como estas montañas que lo rodean, como este silencio afrancesado sobre el cual lo vemos ahora balbucear nuevamente, entregado como está a una grandiosa pero invisible obra. El problema es que si nos ubicamos bien, en ángulo preciso, lo vemos claramente en esta su laboriosa faena.

Decir por ejemplo: mientras en México un puñado de hombres esboza una de las primeras sublevaciones de escala transatlántica, Anna Maria Zieglerin sufre el segundo de los infortunios que eventualmente la llevarán a la hoguera. En Wolfenbüttel, Heinrich Schombach corre despavorido por calles adoquinadas, al presenciar la titánica y atroz lucha entre una mosca y un mosquito.

El placer de la agudeza absurda.

Precisamente una mosca de fuego es la que viene a revolotear ahora sobre el café del coronel. Extraña presencia en medio de estos higiénicos y blancos Pirineos, la mosca es el primer presagio de que aquí algo ya huele a carroña. Dicho de otro modo: en medio del paisaje mítico, la mosca es signo de profecía y augurio. Al coronel le encantaría esbozar las consecuencias de esta alocada intuición si no fuese porque la mosca lo ha volcado sobre sí mismo en un nudo serial de torpezas que ha acabado por convertirlo en un verdadero lío. Si nos alejamos un poco, creeríamos que el pobre viejo, finalmente entregado a su locura, batalla con espíritus invisibles. La verdad no estaría lejos. Y sin embargo, visto desde más cerca, lo vemos al pobre en su épica batalla con esa mosca que se niega a volverse espíritu. Habría que decir: bello nombre el de la mosca. Bello cuerpo también. Y es que esta mosca de fuego es realmente bella, un insecto del mismísimo color del cielo, una mosca paradójica que mira hacia arriba y no hacia abajo, hacia las nubes y no hacia la boñiga, un verdadero ejemplar de aquella aristocrática Chrysis cyanea que primero observó Lineo. Pero si volvemos sobre la escena y nos cambiamos los lentes vemos que la mosca simplemente revolotea en crisis: presagio de que aquí queda poco tiempo. Enredado con su propia aura, torpe y confuso, el coronel batalla con esta diminuta partícula que parece trazar curvas arbitrarias sobre un espacio vacío. Torpeza y nudos: el coronel parece esbozar una danza ritual.

¿Cuál es el límite de lo privado? ¿Qué vigilante está aquí para decirnos cuándo habría que parar, trazar una línea, no acercarse más y respetar un poco? Imagino que en un punto, de tanto acercarse, dejaremos de verlo y sólo quedarán los pixeles de la tela de fondo, la atmósfera sin trama.

El placer del intruso.

Intruso se debió haber sentido nuestro apreciado comodín de corte el día que Anna Maria Zieglerin primero puso ojos sobre la piedra filosofal de Philipp Sömmering. Al pobre no le quedó otra que aceptar finalmente su apodo como si se tratase de la carga de un destino: Enriquillo el Bizco. La magia alquímica de Philipp Sömmering no tembló al ver frente a sí aquella encarnación del estrabismo que era Heinrich Schombach. La diva de las pieles fue veloz en marcar el camino: la pareja seguiría al alquimista hasta las cortes del duque Julio de Braunschweig-Wolfenbüttel. El coronel sonríe: sabe que la historia finalmente ha comenzado. Finalmente liberado de la mosca de fuego, la mañana lo regresa a su amabilidad habitual. Sentado sobre su calma, se limita a esbozar con cautela ese preciso y fundamental primer momento de contacto entre la diva y la alquimia. Le gustan los orígenes si no son los suyos, esa anatomía de un instante que le regala toda una historia. Por eso ahora se vuelve a arrojar sobre este primer momento con esa pasión infantil que sin embargo se nos vuelve a escapar. Somos lentos. Cuando volvemos a mirar, encontramos a la diva de las pieles en media empresa, parte de una conspiración de seis manos para engañar al crédulo duque. El duque de Wolfenbüttel no lo sabe pero la verdadera piedra filosofal no es una extraña sustancia esotérica sino precisamente esas monedas a partir de las cuales el trío –Zieglerin, Sömmering, Schombach– construye un tejido de vidas paralelas. Y es que la alquimia, como el coronel bien sabe, es una economía de la ganancia que sin embargo se empeña en narrar historias atroces. Mientras el dinero traza su cartografía alocada sobre un terreno monárquico, la corte alemana se enfada tejiendo un triángulo rojo.

Como no ha de extrañar, el coronel colecciona citas como si se tratase de muñecas rusas. Citas que llevan a otras citas, diccionario de una memoria alucinante. Inmerso como está en esta historia de divas y alquimia, recuerda una cita de Paracelso, aquel alquimista alocado que creyó reconocer en las salamandras a las hadas del fuego. Haciendo un espacio entre los garabatos, transcribe la cita, primero en alemán y luego en su infiel reproducción castellana: «Alle Ding’ sind Gift, und nichts ohn’ Gift; allein die Dosis macht, daß ein Ding kein Gift ist.» «Todo es veneno y nada está sin veneno; sólo la dosis permite que algo no sea venenoso.» Precepto de estoicismo y moderación, o bien clave homeopática para la cura. El coronel prefiere la interpretación homeopática. Por eso, en su desesperada batalla por el anonimato, parece inyectarse enormes dosis de memoria histórica.

El placer del veneno sano.

Cafeína para el café: un siglo encafeinado se harta de café para soportar las largas noches. Esta lógica homeopática nos regresa a la historia de su infancia. Cual alcohólicos en busca de ese último trago, regresamos con las manos temblorosas a esta historia de guerras. Y así nos encontramos con un pequeño coronel, de pelo lacio y manos chicas, que parece vagar por una intempestiva historia que le es ajena. No ha llegado a los trece y ya la historia le pide consolar a una madre que se empeña en llevar el luto en un idioma que él no entiende. Pronto odiará ese idioma con el odio acumulado de los sordos, con la frustración de aquel que comprende poco. Si se lo preguntáramos ahora no sabría cómo contestar: se limitaría a decir que la decisión de cruzar la frontera fue una mera arbitrariedad histórica, el impulso arrogante de un niño rebelde. Pero, mirando atrás, podríamos proyectar una causa. El joven que cruzó la frontera en aquella primavera de verde luto lo hizo con una idea fija en mente: escapar de aquella lengua maldita que lo rodeaba por todas partes. Volverse huérfano. Basta de conjeturas: el coronel ha prohibido la especulación matemática. Lo cierto es que en el verano de 1940, lo vemos cumpliendo años en pleno París ocupado, con esa seriedad monástica que todavía hoy guarda, hablando francés como si ésta hubiese sido su lengua materna. Al otro lado de los Pirineos el ruso quedaba rezagado en un paisaje de ruinas. Nos limitamos a afirmar: Napoleón cruzó los Alpes, nuestro coronel los Pirineos.

Una manía siempre es más visible si se dibuja sobre fondo blanco. Y el coronel tiene muchas manías. Tal vez por eso lo encontramos sentado ante el blanco escenario de los Pirineos, esbozando siluetas mínimas pero aparentes, especie de mimo en función privada. Por eso es que al coronel hay que mimarlo: acercarse con cuidado y verlo en sus tareas mínimas, observarlo cautelosamente y anotar sus menudos placeres, aplaudirle esta su última pantomima. No hace falta subrayarlo: aquí queda poco tiempo. Y aun así somos lentos. El aristocrático gusto de tomarse el tiempo para atestiguar sobre lo intrascendente. Así vemos surgir, tranquila y calladamente, sus manías en una deliciosa cadena firmada por la ternura. Como ahora que sin saberlo se ha puesto a trazar simbolitos sobre el papel, trazados rápidos pero idénticos. De lejos creeríamos que se trata de pequeñas espirales, escargots maniáticos, perversas y arbitrarias curvas. Si miramos más de cerca, reconocemos el símbolo: se trata de la A circulada del anarquismo. El distraído coronel se dedica a rellenar la blanca página con decenas de simbolitos anarquistas.

Durante el verano de 1614, un joven Stephan Michelspacher –influenciado por las vertientes cabalísticas de la alquimia– se dedica a trazar un monograma para su libro Spiegel der Kunst und Natur. Dos círculos marcados por las letras alfa y omega: verdadero Espejo del Arte y la Naturaleza. Dos siglos más tarde, en 1868, el masón Giuseppe Fanelli retoma el símbolo como parte de la agenda de la Asociación Internacional de Trabajadores Españoles. En plena guerra civil un valiente miliciano anarquista recorre los campos de batalla con un casco que lleva la insignia anarquista.

El placer de la profecía.

Y es que la historia también tiene sus tics nerviosos: pequeños detalles demasiado obvios como para ser registrados, gestos ansiosos que se repiten una y otra vez sin que la historia misma se dé cuenta. Aquí hay uno: cada vez que Anna Maria Zieglerin toma una moneda en mano, guiña nerviosamente el ojo derecho. Ansiosa, la época brinca estática. Nadie menos ella sabe a quién le dirige este guiño imaginario. Y es que por esos años de conspiración y alquimia Anna Maria Zieglerin, como si dos no fueran suficientes, añade un hombre a su inventario: bajo el título de conde aparece un nuevo amante que según asegura la diva de las pieles es el mismísimo hijo del afamado Paracelso. Gran cirugía histórica: a los veintiún años, nuestra precoz usurera les practica una gran cirugía a los datos históricos, promoviendo así su lugar dentro del panteón de la alquimia. Leyendo sus últimos descubrimientos, el coronel ríe y su flaca risa se alarga hasta inundar el paisaje. Pinceladas orientales. Al coronel no le importa el dinero pero sí sus siluetas. Por eso le gusta la plasticidad de esta historia que ahora retoma su alegría y su rapidez mediante la inesperada adición de este personaje catalítico. En la mañana plácida las carcajadas del coronel resuenan con entusiasmo cómplice: el conde Carl es el conde y ya está, suficiente como para desatar un cataclismo en plena corte.

La historia tendrá sus tics, escalofríos sobre su frágil tendido eléctrico. Nuestra misión: salvarla de los psiquiatras y de sus pastillas, dejarla recorrer las calles temblorosa e idiosincrática, expuesta a la vista de otra historia que la mira con desprecio. A veces el coronel tiembla repentinamente y la mañana vuelve a ser la misma, pero con más energía, con un conde de por medio y un sol que amenaza con llegar a su cénit. Es en esos momentos cuando este calvo aristócrata siente los primeros tentáculos de una somnolencia que lo arropa. En plena mañana, con el sol sintiéndose finalmente pleno, el coronel bosteza cansado.

A veces, cuando bosteza, pareciese como si quisiera tragarse al mundo: detrás de su cansancio se intuye una última voracidad cansada, un deseo de regresarlo todo a su sencillo y diminuto origen de acaramelada nuez. Bebe café, recuerda el hambre de sus primeros días franceses y se dedica a esbozar más simbolitos anarquistas. Pequeño tributo cómico a su padre caído en guerra: en media mañana el coronel se dedica a alzar un pequeño mausoleo a esa bandera negra que lo vio nacer en Chalco. En plenos Pirineos Orientales, se dedica a esbozar distraídamente el signo de aquella visión utópica con la que, sobre las accidentadas proximidades del volcán Iztaccíhuatl, Vostokov alzó la bandera negra del anarquismo. Pero a él le interesa más la historia del color que la historia política. Por eso, si buscáramos entre esas gavetas que guardan carpetas repletas de tesoros inesperados, encontraríamos –bajo un nombre desconocido– una entrada sobre la teoría del color:

Mary Gartside (1765-1809) – acuarelista inglesa cuya obra Natural System of Colours, publicada en 1766 bajo el disfraz de un manual de pintura, esboza una teoría del color que se inserta en lo que si no sería una tradición masculina: Gartside, partiendo del blanco, construye la paleta de colores en lo que no deja de parecernos un acto de magia. Más aún, su texto es de gran importancia para esa otra tradición del color que fue descartada debido al odioso éxito de Newton. Gartside junto a Goethe, quien imaginó el color como un juego entre dos polos y un medio turbio: el blanco y el negro jugando incesantemente a los dados sobre un aire sucio. (Nota: Habría que escribir una historia de esta otra tradición, igual de importante que la del espectro, pero partiendo de Gartside y no de Goethe. Cambiar el origen y el género: ver los dominós caer en cascada.) En 1781, exhibió sus pinturas –naturalmente de flores– en la Real Academia de Londres.

A veces se le escapa la voz. Vemos surgir entonces los juegos de estilo en media entrada enciclopédica, los juicios personales y las opiniones, pequeñas notas para un porvenir que de a poco se le cierra. Notas para un futuro póstumo. A veces se le escapa la voz como se le escapan los bostezos: con una amnesia juguetona que sin embargo guarda la furia final de un hombre cansado. Sí: su pasión es una pasión cansada pero pasión aún, algo parecido a esa furia final de las estrellas que acaba por convertirlas en agujeros negros, black holes sobre los cuales se concentra la historia de los colores cósmicos. Tal vez es ésa la intención del coronel: proponerle a la historia un agujero negro dentro del cual comprimirse y desaparecer. Un instante puntual sobre el cual quedarse dormido.

A pleno mediodía el coronel duerme. Y dentro de su sueño las fechas se mezclan y se confunden hasta volverse leves e intercambiables, flotadores sobre el mar muerto de un largo atardecer de verano. En pleno mediodía, la blanca mañana se ve interrumpida por los sonoros ronquidos de un hombre cansado. El placer del sueño.

Comparte en:

Costa Rica, 1987. Es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Princeton. Su primera novela, Coronel Lágrimas, que fue muy bien recibida por la crítica y se tradujo al inglés. Museo animal es su segunda novela, también publicada con éxito. Actualmente reside en Londres y es profesor en la Universidad de Cambridge.