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Huérfanos del tiempo destruido (nueva novela)

30 marzo, 2015

Luis Enrique Duarte

– “Quise escribir sobre esa infancia que tuvimos en los ochenta desde la vista ordinaria de aquellos en la anonimidad de la historia”, confiesa el escritor nicaragüense Luis Enrique Duarte de su novela Huérfanos del tiempo destruido. “Escribí después de la transición de los noventa, un momento que exigió silencio más que olvido para mantener la paz y la reconciliación pregonada. Necesitaba entonces confrontar la experiencia pasiva y egoísta de mi generación con los grandes dramas colectivos.” Carátula comparte un fragmento de esta novela, recientemente publicada por el Centro Nicaragüense de Escritores.


El cuero nuevo había perforado los calcetines y la piel de sus talones, mientras la sangre escurrida en el interior de los zapatos hacía que cada paso fuera anunciado por un chirrido cómico. Comenzó a cojear, pero La Pituca lo empujaba pensando que fingía, debían llegar a tiempo aunque doliera cada centímetro del camino. Era el primer día de clases.

En la esquina del colegio escucharon el timbre de formación para el acto cívico y los hermanos corrieron pensando que era el aviso de entrada. Rosi hizo un último esfuerzo, pero la correa de su maletín se rompió y desparramó los cuadernos en la calle de tierra. La Pituca enojada le dio una palmada fuerte detrás del hombro, “¿por qué sos tan burro?”.

La Escuela Los Pollitos era uno de los pocos edificios de verjas y muros en aquella época cuando la ciudad parecía un llano de potreros o edificios fantasmas sobrevivientes del terremoto y la guerra de insurrección, un sistema de calles sin nombre, llenas de polvo en verano y lodo en invierno, marcada aún por las balas en las paredes o placas en las esquinas que recordaban el nombre de insurgentes muertos por la guardia.

Un candado adornaba la entrada como una flor metálica y al otro lado de las rejas el nuevo año escolar iniciaba entre gritos y confusión. Los hermanos no fueron los únicos en llegar tarde, frente al portón fueron amontonándose poco a poco más jovencitos vestidos de azul y blanco, recién bañados y perfumados, sujetos a las manos sudadas de sus madres, que al margen del encierro inaugural miraban con la boca abierta a aquellos maestros tratando de tomar el control de la asonada infantil.

Esto se convertiría en un recuerdo recurrente, como si se tratara de un nacimiento tardío o una especie de estado de conciencia inaugurado cinco años después de haber roto lazos con el cordón umbilical, Rosi empezaría a contar su vida desde la llegada a la escuela por la falta de memoria de sus primeros años de vida.

La Directora quería demostrar que serían estrictos con la puntualidad desde el primer día de clases, se trataba de una medida para impresionar a los padres con una aparente exigencia ante la decadente matrícula de ese año y la igualmente escasa reputación del centro. No solo contaban con una pésima infraestructura, la escuela costaba casi como los colegios jesuitas y la mayoría de los docentes no habían terminado la educación normalista o costeaban sus estudios nocturnos dando clases mientras encontraban “algo mejor”.

Muchachos sin vocación, cansados de buscar empleo o mujeres adultas practicaban sus frustraciones domésticas bautizando en tiza blanca toda la información de los programas de estudio oficiales, dictando a ochenta demonios que escribían por horas tocándose los codos hasta la incandescencia del mediodía.

La elección de la escuela fue una especie de cortocircuito cerebral, Madre no tuvo tiempo de inscribir a los hijos en el plazo programado, pero tres semanas después de iniciar las matrículas, viajando en un taxi abarrotado con sus compras de mercado descubrió el rótulo de Los Pollitos, una imagen robada de un restaurante de pollo rostizado muy visible con su escudo azul y blanco y el lema “Dios, Sabiduría, Patria” y una manta a lo largo de la calle “Aún tenemos cupos disponibles”, el domingo antes de clase llevó a La Pituca de la casa al colegio para enseñarle el camino de 30 minutos.

A Rosi no le importaba el nombre o la reputación de Los Pollitos, de hecho, cree que todas las escuelas son iguales, ellas solo existen en su mente como una palabra más sin referencias concretas, son lugares donde tus padres te encierran la mitad del día durante largos e interminables años que preceden a la vida adulta.

La Pituca también asistía por primera vez a la escuela, pero empezaría desde el segundo grado, porque aprendió a leer en el jardín de infantes que una vecina había improvisado en su garaje, mientras el hermano mayor fue por su cuenta a una secundaria pública que bautizarían después como El Gallinero porque con el reclutamiento forzado de adolescentes a las milicias, la proporción de mujeres llegaría al 90 por ciento.

Por lo demás, el mundo educativo no era muy atractivo tras las rejas, los futuros compañeros eran como animalitos asustados en el caos predecible de una turba desorganizada y las maestras eran niñas grandes que se movían de un lugar a otro tratando de controlarlos con gritos, creyendo que una fila hecha en orden de tamaño sería suficiente para disciplinarlos.

Si las llaves no hubieran desaparecido las maestras habrían dejado entrar al grupo de impuntuales, pero ningún mortal supo que un audaz chico con una prodigiosa habilidad criminal las sustrajo y volvió a dejar en su lugar poco antes de mediodía cuando la travesura se convirtió en una insoportable agrura de estómago.

Rosi regresó temprano a casa con amargura en el alma, los talones en carne viva y los zapatos en la mano, llegó a la pared de su cuarto y midió su estatura pensando en la escena al otro lado de la reja, en el nuevo orden y el lugar que debería ocupar en ese tumulto de desconocidos y rostros confusos, pensó en los juegos de béisbol de dos bases, los trompos y chibolas en las calles de su barrio, en las tardes de muñequitos cuando solo había un canal de televisión que empezaba a transmitir a las tres y treinta, en la vida sin tareas obligatorias, calificaciones u órdenes casi militares, realmente parecía imposible vivir sin ver el sol de las mañanas, más que para salir media hora a un patio embaldosado, escuchando a diario la voz de un único sujeto horas y horas, día tras día, año tras año.

Todo estaría limitado a partir de ese momento, nada sería igual en ese lugar construido por adultos y repleto de niños. Aquel sitio desprovisto de libertad no era una cárcel, pero parecía de verdad una granja de pollos alimentados con órdenes, cuya única opción de sobrevivencia era conformarse, vivir en paz con los interminables contenidos, ejercitar la memoria con datos sin recuerdo.

Rosi tendría además que compartir esos años con una masa uniformada, un ejército de seres a domesticar. La gente de primer grado dejaba aquel paraíso de egoísmo en el que se recibe de todos y casi todo sin agenda, sin necesidad de retribuir, dejarse examinar o exponer resultados y comenzarían a interactuar en las contradicciones del mundo de los grandes.

Cuando la naturaleza primitiva del niño se convierte en el adulto ejercicio de la memoria, uno empieza a envejecer y cuando uno está pequeño, ese envejecimiento se llama crecimiento. La escuela extermina la infancia, el sujeto-animal tiene que aprender a ser productivo, conocer las normas del sistema de los seres racionales. Los maestros lo adoctrinan para convertirlo en un ser de solemnidad sospechosa, porque ser mayor es volverse aburrido, los viejos creen saberlo todo, pero no saben vivir.

Y como si ya la primaria no bastase, habían inventado el preescolar.

En cambio, Rosi no podía contar de la bienvenida, ni decir cuál era su aula, ni su maestra, ni qué necesitaba para sus próximas clases, recibiría la acusación culposa de La Pituca y una paliza de Madre por haber perdido aquel memorable día escolar.

Al día siguiente saldrían de casa quince minutos más temprano, Rosi llevaría los mismos zapatos de cuero.

2

La escuela de Toto con el exorbitante nombre “Academia de Señoritas Madre de la Santísima Providencia”, era un centro para gente rica y no tan rica que se esforzaba por aparentarlo, aún hasta hoy es dirigido por monjas con un sentido implícito de la perdición, camuflado perfectamente con doble moral, cloro en los pasillos, aroma a cigarrillo y marihuana en los baños.

Toto no pertenecía a la categoría humana promedio de esta escuela, probablemente nunca perteneció al género humano o era una especie única imposible de clasificar, era una nube leve en el cielo, indiferente al mundo e imperceptible incluso para aquellos que andaban en el mismo camino, pero bastaba verla a la cara para saber quién era, simple y llana como una flor de monte.

En ese tiempo su mirada brillaba y transmitía su inocencia, aunque su rostro parecía contener la mayor parte del tiempo una mueca estática en el término medio de sonrisa real y fingida, era un personaje inofensivo de aspecto impecable, cuya mayor cualidad era ser invisible.

Los hijos de sus tíos eran en cambio dos criaturas curiosas dignas de la mitología indígena, seres de ultramundo, destinados a torturar con su sola presencia la paz de cualquier mortal. La Prima estudiaría en la misma Academia o como decían por allá en L’AK, el Primo en cambio llevaba dos años en un colegio mixto de jesuitas a pocos kilómetros de distancia, en la carretera a los pueblos.

Así pues, destinada a una mediocridad elemental, sus tíos la llevaban a la escuela en un Volkswagen celeste, tan pálido que casi era blanco, con una mochila color rosa, una blusa tan blanca que reflectaba los rayos del sol, una falda azul de paletones y tirantes. Llevaba diez pesos para la merienda que se echaba en la bolsita delantera de la blusa planchada todas las mañanas por una empleada de los barrios orientales, parecía de otro mundo, un cuento viviente, la caperucita azul y blanca con su lonchera de Minnie Mouse en la mano y la mochila rosada en la espalda. Dulce, tierna e inocente apariencia de un falso entorno.

Una cancha de básquet y un predio de fútbol separaban la galera de primaria de las adolescentes de secundaria y las grandes historias de las alumnas más veteranas de ese lugar donde muchas pasaban desde el primer grado hasta el bachillerato, once años completos de sus vidas en un augurio de futuro amaestrado.

Para Toto la cancha era un campo infranqueable y muy pocas veces cruzaba del otro lado, una prohibición casi bíblica era suficiente para no aventurarse a dar marcha donde estaban “las grandes”, aunque un par de veces encontró entre los inodoros de primaria a las adolescentes que escapaban del control para fumar a escondidas.

La escuela estaba además en un lugar a orillas de la ciudad y cercada con postes de madera y alambre de púas como las fincas ganaderas. Las estudiantes que no eran recogidas en auto debían pagar una de las dos rutas de buses propios. Era difícil llegar y las monjas procuraban también que fuera difícil entrar, más de un enamorado fue capturado por un comando de sotanas asoleadas y crucifijos, toda intromisión posible estaba condenada a excomunión, amenaza policial y un reporte a los padres de la novia.

A Toto le pareció un lugar hermoso, lejos de la casa de sus tíos en una ciudad maltratada aún muchos años después del terremoto, era visible la destrucción en edificios donde se acomodaron familias indigentes, pero ahí estaba en el campo, escuchaba cantar las aves en las mañanas y se tranquilizaba con el sonido de las ramas mecidas por el viento, se distraía de sus clases pensando en una galaxia distante.

En la escuela los grupos divididos por orden alfabético le ayudaron a mantener su anonimato, casi toda la primaria pasó entre los A-F, mientras su prima quedaba en el aula de los R-Z, disfrutaría además media hora de recreo entre chilamates, mangos y tamarindos, pero sin cruzar la cerca, imaginaba las veredas donde de vez en cuando los campesinos saludaban con un “buenos días” a los pasantes, una vez se distrajo tanto fantaseando bajo un chilamate que volvió tarde a clases, la maestra le preguntó sorprendida dónde estaba.

“En el baño”, contestó. Y la maestra continuó escribiendo en la pizarra.

3

En este sistema de edificios y calles no es importante un lugar particular, lo relevante de la ciudad es encontrar una contraparte que te ayude a ordenar los espacios más elementales de ese desvinculado mundo, tiene más sentido hacerle frente al caos con relaciones honestas que complacido con las mentiras colectivas o vivir marginado. En las fotografías de las revistas de papel satinado lo llaman compatibilidad, pero no hay que equivocarse, es más que eso, más que los libretos de las telenovelas y más que los reportajes de Vanidades, por lo menos en este caso, se trata de otra cosa, algo que ningún autor novato puede describir, un sujeto aislado tiene pocas posibilidades de cambiar la dirección que lo lleva a chocar contra una montaña, va en autopiloto o en modo de colisión volando entre helicópteros militares, criado con miedo a una invasión y rodeado de armas cargadas por adolescentes.

No es posible negar que esas cosas existen y la realidad es muchas veces notablemente cursi, las telenovelas mexicanas no han inventado esto, solo han readaptado el guion para un público masivo.

En resumen, hay dos tipos que nacen, crecen y en un momento determinado tienen que encontrarse. Es posible que el lazo entre ambos sea la necesidad mutua de aferrarse a algo o en el mejor de los casos a alguien, lo contrario sería desprenderse y flotar en el vacío.

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