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Los perros no interrumpen (cuento)

30 marzo, 2015

Carlos Luna

– El escritor nicaragüense Carlos Luna Garay, autor de la novela Debajo de la cama (2013), comparte con los lectores de Carátula un cuento breve, inédito, perteneciente a una colección de relatos de próxima aparición.


Selma estaba lista. Manos sobre teclado, los dedos presionando las letras y alarma puesta. Esta vez escribiría por veinte minutos seguidos sin parar. Llevaba días recluida, aparte de un mundo exterior del cual apenas y se sentía partícipe, eran mejores los personajes que tenía en mente a muchas personas que concurrían su vida sobre todo desde que su hermano Santiago estaba recluido por razones ajenas a la creatividad. Había sido más bien su falta de ésta la que lo había hecho caer preso. Las marimbas no dejaban de sonar, los perros ladraban más fuerte para poder ser escuchados entre tanto alboroto que se había desatado desde la tarde de la bajada del santo en una concurrida actividad donde cientos de personas se postraban afuera de la parroquia San Jerónimo para ver salir a la imagen del pequeño anciano de yeso y sin camisa dándose de golpes en el pecho con una piedra, vaya a saber por qué. El timbrazo del teléfono viejo de la sala la sacó de su introspección. Dejó perder la primera llamada pero ante la insistencia del molesto aparato no tuvo más remedio que levantarse descalza para descolgarlo y así dejar de ser interrumpida. Logró escuchar una voz femenina, “aló, aló, Selma…”.

Seguramente era Victoria. Su llamada era típica de fines de semanas largos, cuando su soledad en Managua era insoportable y su vida de casada no la satisfacía del todo. Victoria se había ido del pueblo cinco años atrás, después de desatar un escándalo gracias a haberse quedado topless en una discoteca durante una fiesta playera en la que se premiaba al baile más sensual. Sus pechos desnudos y su pelo azul le valieron el primer premio, una botella de tequila para terminar de emborracharse con Santiago y compañía, su amigo Sergio, el que había logrado salir libre del embrollo que acabó por privar a su enamorado de su libertad. Los videos en YouTube no tardaron en aparecer, los flashes provocados por las fotos tomadas con celulares se sentían en el momento como reflectores dignos de un escenario de alguna cantante famosa, por eso Victoria no midió consecuencias y se dejó llevar por la batucada, sintiéndose como brasileña en pleno carnaval, demasiado eufórica para recordar que estaba en Masaya y no en Río de Janeiro.

Al día siguiente, luego que su madre la corriera de casa y que Santiago se rehusara a recibirla en la suya, Victoria se encargó de regar el chisme de un supuesto suicidio y nadie más supo de ella en meses, hasta que regresó de visita, ahora casada con un gringo. Había regresado al pueblo para exhibirse ante Santiago, a quien nunca había dejado de recordar por su coleta de caballo y el lápiz en la oreja, cargando una regla T y un tubo lleno de planos, el típico estudiante de arquitectura y típico don juan de pueblo que seducía preferiblemente estudiantes de secundaria, víctima de un fetiche por aquellos uniformes azul y blanco.

Cuando Sergio y Santiago se vieron rodeados de policías sin uniforme no supieron hacer otra cosa más que correr, lo que terminó siendo su condena. Era lo que yo hubiese hecho en su lugar. Es lo que hice. Pero verme como un personaje me ayuda a entender las cosas y poder perdonarme por haber dejado sola a Selma. Ahora solamente quiero recuperarla y la imagino en su escritorio tratando de escribir, siendo interrumpida por Victoria, quien luego de haberse quedado colgada al teléfono se apareció sin más en su sedán negro afuera de la casa de Selma. Hizo sonar el claxon hasta que Selma encendió la luz de la sala y se asomó por la ventana, haciéndose la desentendida, pero perfectamente clara de que se trataba de su insistente amiga.

–¿Estás sola? –le preguntó Victoria desde el auto, desde donde se adivinaba el pelo teñido en rojo de Selma. Ella por su parte había cambiado el tinte azul y había vuelto al negro natural.

–Estoy con Robinson –respondió Selma refiriéndose al basset hound al lado suyo expidiendo un olor fuerte, a perro viejo.
–¿Sigue vivo ese animal?
–Apenas. Igual que la nueva dueña.
–Eso agradecéselo a tu Sergio –puedo adivinar esas fueron tus palabras, Victoria cizañosa– ¿Damos una vuelta? Vamos a ver pasar el santo donde Aurelio, hoy es la Octava ¿o no te acordás?

Lo que le sorprendía a Selma era que Victoria lo recordara pues solía despotricar contra el desfile de fervientes borrachos que se tomaban las calles de Masaya durante 24 horas en los que San Jerónimo y San Miguel servían de excusa para desatar los vicios y personalidades encadenadas. Era una noche donde todo pudor se perdía, era un festival bíblico impúdico y alegre, como debía ser algún infierno imaginario. Y fue así que de nueva cuenta Selma dejaba de lado su idea de escribir y se subía al auto de Victoria luego de ponerse unos jeans y una blusa con bordados típicos del pueblo.

El hábito de escribir había nacido gracias a esos arrebatos de Santiago, quien siempre la animaba a hacerlo. “Tanto que lees que mejor deberías intentar escribir”. El siempre cronometraba por diez o quince minutos y la dejaba escribiendo sobre el primer tema que se le ocurriera. Sentía conocerla más cuando leía sus desordenados pensamientos y se sentía así menos culpable por socializar tan poco con ella a pesar de vivir en la misma casa. Sus padres habían muerto trágicamente y lo primero que los hermanos supieron hacer fue encerrarse cada quien en su cuarto a hacer cosas muy distintas. El motor del abanico era tan fuerte que parecían hélices de helicóptero dentro de la habitación de Santiago, encerrado al menos cuatro horas al día con compañía de alguna colegiala uniformada. El vapor del sexo solía escapar por las rendijas de su puerta haciéndose paso por los corredores, no era raro escuchar nalgadas o ver una nube creada por el humo de cigarrillos y marihuana flotando en el corredor. Robinson solía esconderse bajo el escritorio de Selma, donde se sentía seguro de no ser aplastado o de no morir asfixiado en esa recámara que parecía un sauna desde las doce del mediodía. La recámara de Selma parecías más segura, con música zen y un cerro de libros acumulados en su mesa de noche, mismos que compartía con Sergio, el único amigo de Santiago a quien no consideraba un marihuanero común, un estudiante de leyes y un ávido lector de novelas detectivescas.

Victoria estacionó su auto a pocas cuadras y caminaba con Selma persiguiendo la música de los filarmónicos, llegando así hasta la casa de Aurelio. A Selma siempre le gustó el estilo colonial de la fachada con aquellas grandes puertas y la sala con el techo alto, los amplios y frescos corredores. Ahí estaba Aurelio en la puerta, visiblemente ebrio y alegre de ver al par de mujeres acercándose de nuevo a su casa como en los viejos tiempos de jovialidad y libertad. “Vengan muchachas, aquí tengo guaro, marihuana, ¡aquí tengo de todo!” gritaba mientras hacía bailar la panza. El era el más alegre de la bola de locos, el más borracho y menos marihuanero, más extrovertido que pensativo. Ninguna de las amigas esperaba encontrarse con Sergio, acompañando a Aurelio en su noche favorita del año, tomando cervezas en lata y riendo al ver a una mujer de delantal totalmente borracha y bailando en la calle, luciendo una sonrisa sin dientes, silbando y equilibrando una botella de cerveza de litro sobre su cabeza. Sergio recibió a Selma disimulando su emoción por verla de nuevo. El estaba igual, altivo y lleno de modales. Ella también tuvo que disimular la alegría de verlo, después de haberlo corrido de su casa y de su vida la misma tarde que Santiago fuera condenado a cinco años de cárcel. La corriente eléctrica que la atravesaba de pies a cabeza era la misma de siempre, activada al escuchar la voz ronca del ahora abogado. Se saludaron con cortesía, Victoria no fue igual de amable y prefirió ignorar su presencia. A Sergio poco le importó. Pronto él y Selma se encontraban en el patio perfumado por los pinos de eucalipto y los dos naranjos. Se tomaron de la mirada.

Dentro de la sala Aurelio sacaba un papel de enrolar escondido bajo la batería de su celular y se armaba un porro a petición de Victoria. La última vez que ella había fumado marihuana había sido con el hermano de Selma. Esa noche, luego de tanto tiempo y gracias al porro volvió a sentirlo dentro de ella. La conmoción fue irrespetuosa, la sacudió por completo y la impulsó a apartarse de Aurelio y a sostenerse contra el tronco de un eucalipto.

–¿Qué te pasa? ¿Te está dando la blanca? –preguntó Aurelio pasándole agua.
–¡Extraño a Santiago! –gritó llorando.
–La marihuana era tuya y lo dejaste ser atrapado con ella –reclamó Selma de nuevo. Sergio la escuchaba sin asentir con la cabeza.

Esa tarde en que Sergio y él habían llamado a todos los pusheres conocidos en el pueblo sin tener suerte no tuvieron más remedio que ir al parque San Jerónimo donde rápidamente un par de vagos le vendieron una onza de hierba. Sergio no era partidario a comprar tal cantidad, paranoico como era no se sentía tranquilo con guardar tanto monte en su casa. Santiago lo convenció de darle el dinero y se echó la bolsa plástica a la bolsa del pantalón. Caminaban de regreso a casa, tranquilos y alegres silbando a las muchachas que se desplazaban en patines por las rampas del parque cuando los interceptó una Tucson café y de ella se bajaron cuatro civiles apuntándolos con pistolas y ordenándoles detenerse. Sergio salió disparado en dirección contraria a la trompa del vehículo y logró ver como su amigo, de la manera más tonta, salía corriendo en sentido contrario, siendo rápidamente perseguido por la camioneta mientras que a él lo perseguía un gordo que apenas podía correr y que llevaba cara de asustado dando tiros al aire. Corrió como nunca había corrido antes, ni como cuando jugaba fútbol en el campo del colegio, el corazón parecía un balón rebotando dentro de su pecho. Pronto estuvo fuera de la vista de su perseguidor y tomó un taxi de regreso a casa.

A Santiago lo procesaron como vendedor, revisaron su cuarto y encontraron videos sexuales con estudiantes de colegio. Santiago nunca soltó el nombre de su acompañante y Sergio no fue buscado de nuevo. Tampoco pude volver a compartir libros con Selma, ni sostener conversaciones eternas sobre cómo imaginábamos sería nuestro futuro una vez que le dijéramos a Santiago que su hermanita y su amigo eran novios. Luego de ver a Victoria arrinconada con Aurelio en la sala le pedí a Selma que me dejara acompañarla hasta a su casa. Por primera vez en cinco años aceptaba hablarme, talvez porque Santiago ya estaba próximo a ser liberado por buena conducta. La tomé de la mano y me pareció verla sonreír.
–Mañana voy a sacar a pasear al perro, podés verme desde tu casa, pero no quiero que te aproximés. Quiero seguir escribiendo, no quiero distracciones. Podemos hablarnos cuando Santiago salga.

No me dejó pasar de la puerta. La escuché prometerle a Robinson que lo sacaría a pasear al día siguiente. Crucé la calle y entré a mi casa, subí a la terraza desde donde la cuidaba de lejos, desde donde por cinco años me limité a observarla por las tardes, también preso sin poderle hablar, conociendo un poco de libertad cuando las campanadas de la iglesia anunciaban las cinco de la tarde y ella sacaba pasear al perro. Yo, oculto detrás de las enredaderas, esperando verla salir, escribiendo sobre ella y sobre una supuesta reconciliación. Todas falsas pues ella, catedrática en sus decisiones, jamás me dejaría volver a caminar a su lado.

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