jesus galleres

Spanish Teacher

28 mayo, 2015

Jesús Galleres

– En este cuento breve del escritor peruano Jesús Galleres, el protagonista Renán Portal nos presenta sus inicios como profesor de español en la ciudad de Los Ángeles. El relato es una divertida fotografía de la inventiva al paso de un inmigrante en apuros.


W Westwood, L.A

¡La publicidad da resultados! Puse un aviso en la lavandería del vecindario y a los dos días llamaron a casa solicitando mis servicios. Lucía, una iraní muy simpática, con quien compartía el departamento, me contó que un tal Salomón Yarza había llamado interesado en las clases de español.

Impulsado por un presentimiento infalible, relacionó mi nombre, Renán, con el de una mujer. Cuando Lucía le contestó el teléfono, se vio avasallada por una efusiva presentación en español. Después de dejarlo hablar por un minuto, lo interrumpió pidiéndole que le hablara en inglés. Salomón no le dio tiempo para que le explicase el porqué; la pobre hablaba solamente farsi e inglés. Desconcertado por la situación, supuso que yo, mejor dicho Lucia, intentaba una estratagema para sugerirle que había mucho por mejorar y que debía comenzar las clases cuanto antes. Le llevó menos de un segundo para convencerse de mi mala fe. Inhaló y exhaló un par de veces antes de retomar su discurso, esta vez en inglés. Cambió el tono de voz de arrogante a descortés. Luego, empezó a indagar sobre el precio, el método y el lugar de reunión. Lucía aturdida por tremendo malentendido, lo volvió a interrumpir diciéndole que el del aviso no era ella sino su roommate, Renán. Salomón, poco acostumbrado a disculparse no hizo una excepción, asumió su papelón como si nada hubiera pasado, dejó su número de teléfono y colgó sin siquiera despedirse.

Tenía el auricular en la mano, a mitad de camino entre el pecho y la oreja, pero no me decidía a marcar el número de Salomón. Terminé poniéndolo de vuelta en la base. Era la primera persona que me había llamado, si todo iba bien, sería mi primer trabajo de profesor particular. Lo único que me desanimaba era tener que tratar con alguien complicado.  Analicé los pros y los contras: había que pagar el alquiler como fuera.

-¿Con Salomón por favor?

-Si “yo” habla. ¿Departe de quién?

-Mucho gusto Salomón soy Renán Portal el profesor particular de español.

-Ah qué tal, encantado.

-¡Caramba!; usted ya habla español.

-Bueno, no perfectamente. Lo aprendí con mis trabajadores. Usted sabe, es importante la comunicación. Pero quiero mejorar mi español. Necesito hablar más “bueno”.

-Sí claro, eso lo podemos hacer poco a poco con unas clases bien estructuradas. ¿Cuándo le gustaría empezar?

-Ante todo quisiera que discutiéramos lo del precio—sugirió en inglés Salomón.

Sí, cómo no. Lo primero es lo primero. Mi tarifa es de $35 la hora.

Salomón, calló durante pocos segundos, y en un tono de sorpresa y fastidio agregó:

Sr. Portal yo estaba pensando ofrecerle $15 la hora.

Mire, le podría rebajar $5 pero $15 la hora está simplemente fuera de cuestión.

-Pero fíjese Renán, lo quiero contratar por cuatro horas a la semana. Supongo que con la mayoría de estudiantes se reúne una o máximo dos horas a la semana. Sin tener en cuenta cada vez que los caprichosos estudiantes anulan la clase a último momento. Se lo digo por experiencia. Mis hijas van al colegio y tienen profesor particular de matemáticas. Lo tienen siempre en incertidumbre al muchacho.  En cambio, yo soy muy disciplinado, soy un hombre de palabra. Si digo cuatro horas a la semana, así será siempre. Salvo, alguna emergencia, pero como tengo todo muy bien previsto, las emergencias casi nunca ocurren. ¿Qué le parece?

-Cuatro horas a la semana le haría muy bien a usted. En poco tiempo mejoraría el español. Podría darle una última oferta de $25 la hora.

Quedemos en veinte y cerramos el trato.

-Sr. Yarza, no puedo cobrar menos. ¡Decídase!

-Déjeme pensarlo y lo vuelvo a llamar.

-Muy bien. Hasta luego.

¡Menudo tacaño! Me hacía recordar a los regateos de los ropavejeros de Lima, a esos que te cambian ropa vieja por vasijas de plástico para la lavandería. Ya me lo había pintado Lucía como un personaje complicado, pero ahora encima de todo, miserable. No, prefiero postergar mi debut de profesor que empezar de mala gana.

Al poco rato volvió a llamar. Ya estaría al tanto del precio promedio de las clases particulares de español y se convenció que mi tarifa era bastante cómoda. La oferta no era tan mala, la clase prometía bastantes dificultades y la necesidad de tener un ingreso fijo era insoslayable. Acordamos reunirnos los lunes y viernes de diez de la mañana a doce de la tarde.

Salomón era dueño de una de las inmobiliarias más importantes del oeste de Los Ángeles. Poseía muchas propiedades alrededor de la ciudad. Su oficina, donde nos reuníamos para las clases, estaba en el decimonoveno piso del  edificio más moderno de Westwood. El inmueble era lujoso, tanto como las oficinas. La suya, sin embargo, era una de las más ordinarias. Estaba amoblada con objetos viejos y roídos por el tiempo, de ninguna manera antigüedades. Su escritorio y sus dos sillas de madera, que lo acompañaban desde su primer trabajo hace treinta años, exhibían serios achaques, propios de esa llamada tercera edad. Su más reciente adquisición, un sillón verde, nieto de los otros dos, desentonaba con los vejestorios. La pared enfrente de su escritorio estaba interrumpida en su mayoría por un ventanal enorme que daba a la ciudad. Luego continuaba por cincuenta centímetros hasta terminar en el cielo raso. En el medio de esos últimos cincuenta centímetros colgaba un reloj. Yo me acomodaba en las sillas o el sillón. Todo dependía de las horas de sueño de la noche anterior. Si no había dormido bien, la silla me mantendría despierto.

Pasaban los meses y Salomón mejoraba; a veces retrocedía, pero lo más importante de todo es que nunca anulaba las clases. La conversación era lo que se le daba mejor. Aprendía vocabulario, repetía construcciones que yo le hacía memorizar sin cuestionarlas, y así nos entreteníamos los dos. El hombre podía hablar, con muchas limitaciones, pero expresaba bien sus ideas. Le ayudaba además una innata predisposición a la narración oral y la actuación. O sea, contaba lo que podía y actuaba cuando le faltaban las palabras. El sentirse entendido, le hacía muy feliz.

Para mi sorpresa, al principio no fue tan antipático, pero cada vez que tenía una racha de dos o tres clases en las  que empeoraba, me lo hacía saber con indirectas de muy mal gusto. Comentarios en inglés acompañados de sonrisas socarronas como—por $25 la hora no debería haber lugar para desmejoras o conversemos menos y enfoquémonos más en gramática. ¿Ésta no es una clase de conversación, verdad? Si se trata de conversar, lo puedo hacer con mis trabajadores o con mi caddie en mis semanales juegos de golf. Quería asegurarse que cada minuto de la clase, o cada centavo invertido en la clase le fuera de un máximo provecho.

Para evitar esta odiosa situación, comenzaba la clase desarrollando la gramática. Al poco tiempo, los ojos se le llenaban de agua y la mandíbula se le despegaba de la boca. Bostezaba y cambiaba de posición en la silla. Eran señales que las cosas no iban bien. Además, su conocimiento exclusivamente pragmático le ocupaba todo el cerebro y no le quedaba espacio para entender algo de teoría. En resumen, de la conversación pasábamos a los comentarios de mal gusto, de los comentarios a la gramática, luego venía el aburrimiento y después la frustración de no poder entender lo que era un sustantivo, un verbo. Finalmente se ponía colorado de la vergüenza y la rabia de no poder asimilar la clase como él la había propuesto. Entonces yo comenzaba a charlar y él aceptaba pacíficamente el cambio.

Se convirtió en un círculo vicioso bastante predecible. Poco a poco y sin decírselo, fui instituyendo la conversación como elemento fundamental de la clase. Cuando se acordaba  que le estaba cobrando, se deshacía la naturalidad del diálogo, y la conciencia de pagar por hablar o escuchar historias, le desfiguraba el rostro. El párpado izquierdo le empezaba a latir mientras que el ojo derecho apuntaba alternadamente hacia el reloj de pared y el libro de teoría sobre la mesa. Siempre dirigía la mirada al reloj, pero lo veía sólo cuando él juzgaba que había que dejar de conversar y retomar la clase. Me volví un experto en la lectura de sus muecas previas al ataque de indirectas. Cuando afloraban los síntomas faciales, yo muy sutilmente sustituía la charla por una breve explicación de la gramática. Así llevaba la fiesta en paz, logrando que las dos horas de clase no se tornasen tediosas ni dieran la impresión de un jolgorio.

De tanto conversar nos hicimos amigos. No quiero exagerar, me encariñé con Salomón, con sus historias. Salomón no se encariñó ni conmigo ni con mis historias. Más bien creo que se  frustró con las mías. Mis relatos sin excepción versaban sobre mujeres. Se sabía de memoria los nombres de las mujeres que yo más había amado en Los Ángeles. Le intrigaban los mecanismos distintos a la ostentación que yo utilizaba para ganar chicas lindas en una ciudad donde el dinero lo es todo. Más que intrigarle, le jodía, que con poco dinero pudiera conseguir buenas mujeres. ¿Qué les dices? ¿Cómo las seduces? ¿Es qué acaso las engañas diciéndoles que vas a recibir una herencia? Yo le respondía que afortunadamente la belleza excesiva, delirante no era una exclusividad de los bares de la calle Sunset en Hollywood, ni de los burdeles asolapados para millonarios de Beverly Hills sino que también había mujeres bellísimas en las universidades de Los Ángeles. A lo cuál él replicaba que sí, pero cómo hacía si yo ni siquiera era universitario, cómo accedía a ellas. En ese momento había que recordarle que era cierto que ahora no lo fuera pero que según mi currículum vitae, yo había sido universitario, graduado en lingüística y literatura en Lima. Puro cuento claro. Seguidamente, había que explicarle, que siempre hay maneras de acceder: Asistía a muchas clases del departamento de español de UCLA  como estudiante libre, y con mis intervenciones en un español limpio y bien enunciado, superior al promedio fonético de los gringos, sobre los monumentos del “boom latinoamericano”  lograba llamar la atención de las chicas menos inteligentes, pero más bonitas de la clase. Luego, las invitaba a casa para estudiar. El resto era pan comido: una cena, un poemita y a la cama.

Las gringas son buenas comunicadoras, se corrían la voz a una velocidad supersónica sobre estas noches sexo-culturales. Así me hice conocido y ahora puedo disfrutar de los mismos placeres que tú sin tener lo que tú tienes. Cada uno con su estilo, tú las llevas a la isla Catalina en uno de tus yates y de compras a Rodeo drive, las invitas a comer a Bazaar de José Andrés y les echas un polvo en el hotel Península de Beverly Hills. Yo les leo un poema irreverente de Nicanor Parra, les paso una película de Justiniano o Buñuel sobre el fascismo y les sirvo un humilde pescadito frito en la sala-comedor que me sirve también de dormitorio. Al final, los dos lo conseguimos, yo con un toque de cultura hispanoamericana y tú con esos aires de magnate. Todos los caminos van a Roma, compadre. A Roma se va la puta que te parió, querría decirme Salomón, pero controlaba su lengua. Sabía que los insultos podían salir carísimos en Estados Unidos.

Cómo las cosas subían de tono con Salomón, renuncié a mi voz y opté por darle la razón en casi todo. Hay que llevar la fiesta en paz. Como resultado de mi concesión me fui volviendo muy silencioso. Él se convirtió en el soberano de la palabra. Sus historias y nada más. Así yo ahorraba saliva y energía mientras él pensaba que era el rey de la jungla.

Creo que Salomón se tomó en serio el oficio de narrador, porque sus ataques con indirectas exigiendo que hiciéramos más gramática disminuyeron considerablemente, hasta el punto de brotar una vez cada tres semanas. No obstante, una serie de nuevas manías fue apareciendo durante nuestras conversaciones.

Sus historias estribaban de la ridiculez al entretenimiento. Salomón sabía contarlas. Dejarlo hablar y escucharlo ayudaba a sentir la clase más corta, era también un momento de relajo. No, no es completamente cierto. Ahora ya no jodía por la gramática sino que quería que lo corrigiera, que lo interrumpiera cuantas veces se equivocara. Yo por el contrario prefería pasar sus errores por alto para no romper el hechizo de su narración. Salomón no era conciente del don que tenía. Sólo quería hablar y que yo depurara su lenguaje. Muchas veces este interés opuesto generaba tensión. De pronto, en la mitad de su soliloquio decía—dije “la” problema y no me corregiste. ¿En qué quedamos, Renán? Yo insistía en que esos errores se iban a ir depurando por sí solos, al escucharme decir  mientras hablábamos “el” problema y no “la” problema. Es más él sabía que problema era masculino, y al decirlo erróneamente, era conciente de su falta. Es extraño, pero es uno de los misterios del aprendizaje de una lengua. Yo quería darle confianza para que hablara desinhibidamente. La confianza no tiene nada que ver con el español, pero es esencial para hablarlo con fluidez. Hacia eso apuntaba yo, pero a Salomón le costaba entenderme. Para darle gusto, lo interrumpía una y dos veces. Mientras más lo interrumpía más se equivocaba. Luego se insultaba. Y por extensión su fracaso era responsabilidad mía. Entonces otra vez lo dejaba hablar sin cortarlo, se equivocaba poco. Hablaba y hablaba y a la fluidez le seguían las frases bien armadas. Un error mínimo, yo no lo corregía, el se daba cuenta y empezaba la guerra otra vez— ¡Qué me tienes que corregir ya te he dicho! Ése es el propósito de estas clases. Cuando hablo con mis trabajadores ellos nunca me corrigen, por eso que vengo cometiendo por años los mismos errores; a ti te pago para mejorar, no para…. —protestaba el Sr.Yarza. Le explicaba mi metodología de la confianza y lo apaciguaba por varias semanas.

El momento narrativo adquirió un carácter de intimidad. Yo era el oyente exclusivo de sus relatos. Una puerta blanca, separaba a Salomón de la oficinita de su secretaria. La secretaria casi siempre estaba fuera de la oficina haciendo recados. Pero cuando estaba presente, tenía instrucciones de mantener la puerta cerrada. Cuando se le olvidaba a la pobre, a Salomón se le torcía la cara y en un tono odioso e insoportable, profería: “pueertaaaaa”…La mujer, que entendía muy bien el castellano obedecía de inmediato encerrándose en su cuartucho. Desde ese momento en adelante, mientras terminaba su historia, no recibía ninguna llamada concentrándose en su discurso, la puerta blanca y el reloj de pared.

A través de las historias que me contaba me enteraba sobre su trabajo, su mujer, sus amantes, sus aventuras. Estas últimas consideradas como tal por algún ahorro imprevisto o algún descuento que conseguía después de haber cerrado un trato.

El ahorro y los regateos eran los pilares de su existencia, me lo contaba con naturalidad, y se justificaba diciendo que el dinero no se lo habían regalado, le había costaba mucho adquirirlo, por lo tanto había que deshacerse de él con la misma dificultad. –Yo empecé de cero, era muy pobre, no tenía nada, pero trabajé duro para tener lo que tengo ahora. Aprendí a no dilapidar, a gastar lo necesario. Así construí mi fortuna, nadie me la regaló—sentenciaba salomón, dueño de una de las más grandes inmobiliarias del oeste de Los Ángeles. Su fortuna era tal que sobreviviría a Salomón, a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Ahorraba por manía y no por necesidad. El ahorro exagerado de sus años de juventud había devenido en una suerte de patología de crecimiento geométrico, a sus sesenta ya no cabía la posibilidad de ser más tacaño.

Yo soy un hombre que bebe mucho. No puedo sostener una conversación, así sea de oyente, sin tener un vaso con agua a la mano. Salomón tomó nota de ello. Cada vez que llegaba a la oficina, en la mesita, al lado del sofá verde había religiosamente dos botellas de agua. A menudo, después de dos horas de charla, las terminaba. Si se daba el caso que bebía una y consumía tres cuartos de la otra, a la semana siguiente, me esperaban, el concho de la botella y otra nueva. También soy muy distraído. Si prestaba atención, primero terminaba la vieja y luego procedía por la nueva. Más de las veces, involuntariamente, cogía la botella nueva, cuando aún había agua en la vieja, y los ojos a Salomón se le desorbitaban, pero se mordía la lengua y no decía nada. Yo leía su desesperación y corregía mi movimiento. Sin embargo, cuando jodía mucho, o sea si ése era un día en que las indirectas me habían descalabrado, disfrutaba mi venganza. Lo hacía sufrir abriendo la botella nueva así la usada estuviera casi llena.

Además de ser sediento y distraído, hay que agregar que soy un gran meón, especialmente cuando bebo dos botellas de agua y estoy sentado. Gran problema que surgía de beber dos botellas de agua en dos horas. Durante los últimos treinta y cinco minutos de clase me agobiaba la urgencia de orinar. Entonces lo interrumpía y me iba al baño. Entre dientes protestaba que debería orinar antes o después de la clase porque ese tiempo que yo me tomaba en el baño era suyo. Al comienzo me sorprendió y casi lo mando a la mierda, pero un destello de prudencia me contuvo. Después, cuando la urgencia era imperativa no dudaba en irme al baño. Aprendí a no verme afectado por su comentario. Y él lo repetía automáticamente, sin seriedad aparente y sin sentar precedente de agravamiento.

Para terminar con mis malos hábitos, debo reconocer que nunca me enseñaron a ser puntual. Mi padre y mi madre jamás llegaron temprano a ninguna parte. Cuenta mi abuelo que cuando mi padre llegó al hospital para alentar a mi madre con el parto, yo ya había nacido. Pero ésta es la historia de Salomón y no la mía. Salomón odiaba esperar. Yo siempre llegaba tarde. Siempre, absolutamente siempre. Así sean tres o cuatro minutos tarde pero siempre tarde. Al principio Salomón sugería que empezáramos quince o treinta minutos después de lo acordado, pero yo aún así llegaba tarde. Trataba, pero no podía. Ensayé de todo: levantarme más temprano, evitar la ducha, cagar después de la clase, desayunar a la volada, manejar rápido. Nada funcionó. Si en la mañana decidía no ducharme, por ejemplo, me quedaba en la cama un poco más, cagaba tranquilo, desayunaba en paz y manejaba con calma. Resultado: diez minutos tarde + la caraza de Salomón + su discurso sobre la puntualidad. Opté por recortar mis posibilidades.  No cagaba, no me duchaba, manejaba rápido, pero dormía más y tomaba desayuno tranquilo. Resultado: cuatro o cinco minutos tarde + la sonrisa hipócrita de buenos días del señor Yarza. Hice todo un tutti fruti de las opciones que tenía y nada dio resultado. Concluí que podía suprimir cualquier opción menos cagar. Pues cuando no cagaba, me pasaba las dos horas retorciéndome en la silla, soltando uno que otro pedito y rezándole a la virgen que sea inofensivo porque si apestaba no había a quién echarle la culpa. La situación me tenía estresado al punto que lo primero que hacía al levantarme por la mañana era ir al baño. Ocasionalmente, no conseguía evacuar nada. Esto se debía a que ya era tarde y la imagen de Salomón con su carota en la oficina esperándome me estreñía.  Finalmente, muy frustrado y con el estómago enorme me dirigía a su oficina.

Una vez, en la que yo estaba estreñido por culpa suya, llegué a la oficina diez minutos tarde y empezó con la matraca otra vez. No lo dejé terminar, le dije que tenía un problema estomacal, de estreñimiento, y que andaba de muy mal humor. Parece que mi malestar lo conmovió, porque se le pasó la caraza y cambió de discurso. Me dijo que debería levantarme más temprano, beber algo caliente y luego hacer cuclillas. De esa manera los excrementos descendían hasta el recto y en cuestión de pocos minutos la deposición era una consecuencia ineludible.

¿A qué hemos llegado? Qué carajo hace mi estudiante dándome consejos acerca de cómo cagar.  Las cosas que uno tiene que aguantar para ganarse la vida.

Les he hablado tanto sobre las historias de Salomón, su manera de contarlas, la coyuntura del acto narrativo, y sin embargo, ya estamos casi al final del relato y no les he presentado ninguna. Créanme que me llevó mucho tiempo decidir cuál les contaría. Sometí a todas a un riguroso escrutinio, tratando de descartar las menos viciosas y conservar la que definiera mejor su personalidad. Las había para todos los gustos, pero viendo que entre sus vicios, la avaricia era el más notorio, escogí contarles la de los pichones.

Ese día yo había llegado sólo dos minutos tarde, y mi cuasi puntualidad lo avivaba. – ¿Sabes que pasó en la construcción que acabamos de terminar? — Preguntó Salomón.

-Ni idea, ¡cuéntame!

-Ya te había contado que estábamos “remodeleando”.

-Remodelando, Salomón—lo corregí.

-Remodelando una casa abandonada en la que había una colonia de pichones en el ático.

-Sí, me acuerdo—no me acordaba, pero le seguía la cuerda.

-Teníamos que cambiar “muchos” paredes y rehacer los acabados. Pero había una pared que a pesar de estar vieja y carcomida todavía se podía reparar. Tenía una abertura en la parte superior, donde algunos pichones habían hecho sus nidos. A “mediada de”…

-A medida que—le indiqué.

-A medida que la reparábamos, los más, ¿cómo se dice smart, Renán?

-Listos.

-Los más listos se mudaban de guarida, salían de la pared. Creí que todos iban a salir. Sería una cuestión de tiempo. Esperamos tres días para sellar “el pared”. Finalmente la sellamos.  Nos fuimos a casa.

-Qué bien que esperaron tres días, qué noble de tu parte —lo felicité.

-No quería gastar dinero en tapar el hueco y después abrirlo de nuevo. Al día siguiente regresamos y había una docena de pajaritas en….

-¿Cómo sabes que eran hembras y no machos?

-Yo no sabía, uno de mis obreros que era ornitólogo en su país me lo dijo. Me explicó también que los pichones a temprana edad escogían sus parejas, y permanecían juntos por el resto de sus vidas.

-¡Caramba, qué comportamiento tan humano!

-¿Humano?, Renán.

-¿Y qué pasó?

-Las pajaritas alineadas sobre las tejas del exterior de la casa trinaban y trinaban sin descanso —hizo una pausa y sin errar una sola palabra continuó—Desde el fondo de la pared se oían intentonas de respuestas, que con el pasar de las horas se hacían menos audibles. Al llegar la noche, las tristes viudas plumíferas se fueron sin cantar. No volvieron más a la casa.

-¿Se murieron asfixiados allá adentro?—pregunté aterrado.

-Supongo, porque no volví a abrir “el pared”. Los materiales cuestan un dineral, Renán. ¡Qué pajaritos ni que ocho cuartos! Yo soy constructor no miembro de la “Sociedad protectora de animales” —fulminó fríamente Salomón.

Me sorprendió que la parte más trágica de la historia me la haya contado sin errores y escogiendo oportunamente las palabras. Parece como si hubiera preparado esas líneas. O tal vez su propensión a la maldad le afinaba el ingenio.

A la mitad del segundo año sus comentarios sobre mi falta de puntualidad se volvieron muy hostiles. Salomón ya no toleraba mis tardanzas ni yo sus majaderías, y en ese momento, el temor a no tener ingresos era una quimera. El negocio había crecido y ahora enseñaba todos los días. Una mañana en la que llegué verdaderamente tarde, con casi veinte minutos de retraso me anunció sin enojarse que la situación era insostenible. Que si bien había aprendido bastante español y estaba agradecido por ello, ya no soportaba esperar un minuto más. No te estoy despidiendo pero creo que necesitamos una pausa. Seis meses sería ideal. Es por tu bien Renán, en este país si no eres puntual nadie te toma en serio. Quise replicarle que ahora tenía más de diez estudiantes, y a ninguno le jodía que llegara tarde. Es más les gustaba mi impuntualidad, pensaban que no sólo aprendían la lengua sino también un toque de la cultura latinoamericana, pero callé. Mantuve esas dos mañanas vacantes, me valí de ellas para escribir este relato y así no volver a pensar en Salomón. Nunca más lo vi.

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Lima, Perú, 1975.
Cursó estudios de Derecho y Letras en la Universidad Católica del Perú. Obtuvo la licenciatura en Literatura Comparada en La Universidad de California, Los Ángeles, en la que actualmente estudia el doctorado en Lengua y Literaturas Hispánicas.

Desde el 2004 trabaja como traductor independiente, profesor de español y corrector de ensayos académicos.