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Elefantes de grafito (adelanto de su nueva novela)

29 julio, 2015

Warren Ulloa Arguello

– La primera novela de Warren Ulloa (Costa Rica, 1981) Bajo la lluvia Dios no existe, causó polémica en su país, recibiendo adjetivos elogiosos y críticas duras pero convirtiéndose en un éxito de venta y en libro de culto entre la juventud. Cuatro años después, y recientemente invitado a Nicaragua para Centroamérica cuenta 2015, Warren se prepara para publicar su segunda novela, sintiéndose ahora “un escritor más maduro, más ambicioso y más arriesgado”, una novela de la que adelantamos en Carátula su primer capítulo y que según el autor es una novela policial con “muchas capas superpuestas y muchos ríos subterráneos. Aparece el agregado cultural norteamericano degollado en un hostal de montaña. Hay un solo testigo, el guarda del hostal, un nicaragüense mayor, que hace un retrato hablado del asesino y un dibujante que dibuja elefantes…”.


Warren Ulloa Arguello. Fotografía Daniel Mordzinski.

Mauro Pacheco sopla el grafito que queda en el papel. Mira durante unos segundos el retrato recién finalizado y se siente conmovido.  La mujer dibujada lo seduce desde la otredad.

—¿Estamos listos, Pacheco? —pregunta el investigador Javier Brenes interrumpiendo la meditación del dibujante.

Brenes toma el retrato y se lo muestra al único testigo: el guarda del motel.

—¿Es esta la mujer que usted vio salir la noche en que mataron a Arthur Sullivan? —dice.

El hombre, un nicaragüense de avanzada edad, saca los lentes del bolsillo de su camisa, se los pone y observa detenidamente el retrato.

—Pues… —duda– se parece mucho.

Brenes jala la silla acercándose aún más y dirige alternativamente la mirada al dibujo y a los ojos del guarda. El bigotillo hitleriano, el rosario de plata que le cuelga del cuello y la arrogancia que refleja su placa de agente judicial son sus rasgos más sobresalientes.

—Pero —insiste– ¿no está seguro?

—Como le digo: se parece; es que mire usted, esa mujer salió como cuecha de mono, si acaso le pude ver la cara.

—¿Cómo llegó ella al motel?

—En la camioneta del gringo.

El agente judicial continúa con el interrogatorio; preguntas dirigidas a la obtención de una pista importante sobre quién podría ser la asesina. Pero todo parece muy difuso y, para complicar la escena, la mujer abordó, una vez cometido el crimen, un carro que la estaba esperando afuera. No poseía placas y el guarda no estaba seguro del color, ya que sus ojos no alcanzaron en la noche  ni siquiera a distinguir el modelo.

Luego de otra serie de preguntas, el guarda se muestra un poco inquieto. Brenes, a sabiendas de que las próximas interpelaciones llevarán a un callejón sin salida, lo deja ir, no sin antes asegurarse de que la dirección del domicilio y el número telefónico que le había dado el guarda eran los correctos; para ello lo llama antes de que se marche le advierte  que esconderse le traería graves problemas con la fiscalía. El guarda se pone de pie con la dificultad de la edad y abandona la habitación.

—¿Usted fue el que cubrió la muerte de Sullivan? —dice el dibujante.

—Sí, así es. Cuando llegué a la escena del crimen, los compitas de la fuerza pública habían acordonado el lugar. El cuerpo del gringo estaba en un cuarto enfriándose. Mae, oiga, gracias a Dios  soy de estómago fuerte, porque lo que vi ahí… si es otro, se vomita, se lo juro… El gringo estaba chingo: parecía una ballena encallada, el hijueputa. Alrededor del cuello un cable, la lengua afuera y los ojos pelados mirando a la nada. Estaba morado y atado de pies y manos. Murió en un aparente juego sexual. Los otros compas forenses se encargaron de recoger información del levantamiento del cuerpo mientras yo le buscaba la identificación en la billetera. Al principio pensé que se trataba de un gringo de esos que vienen al país a turisputear  pero, ojo mae, la vuelta que nos dio el asunto: gracias a unos papales que andaba el gringo, nos dimos cuenta de que se trataba de Arthur Sullivan, nada más y nada menos que el agregado cultural del embajador de Estados Unidos en el país —dice Brenes cuando le suena el celular en lo más profundo del bolsillo del pantalón. Sale para atender la llamada.

—«Sí, es Javier. ¿Aló? Sí, soy yo, Javier Brenes, ¿con quién hablo? ¡Aló! ¡Por la gran puta!»

El dibujante, al ver que Brenes se pierde en el fondo del pasillo, aprovecha para fotografiar el retrato con la cámara de su iPhone.

Un par de minutos después, regresa el investigador.

—A la gente si le gusta molestar por cualquier cosa…. ¿En qué estábamos?

—Contándome sobre el levantamiento del cuerpo del gringo.

—¡Cierto! Para terminar de contarle, nos dimos cuenta del calibre del personaje y de la situación en la que estábamos. Hay que saber tratar estos temas con los gringos, que son más delicados que una cría de chompipes; si no se hace bien, podría haber broncas diplomáticas entre ambos países. A estos gringos les entró la paranoia después del 11de setiembre y pueden ver esto como un atentado contra ellos, así que hay que ser muy cuidadosos —dice y guarda el retrato en un fólder—. Ya por hoy hizo mucho Pacheco, vaya a su casa.

Mauro cubre el puesto del dibujante titular, que está incapacitado por una operación en la mano derecha debido a problemas del túnel carpiano. Sin embargo, no es un trabajo que necesite o ni si quiera le llame la atención, lo hace para ganar experiencia y explorar un mundo más allá de las aulas. Fue su profesor de Bellas Artes quien lo recomendó al Poder Judicial cuando le solicitaron que escogiera al mejor de sus estudiantes para cubrir, por tiempo indefinido, el puesto que había dejado el dibujante titular. La contratación se dio casi de inmediato. El fuerte de Mauro es el retrato. Al poco tiempo de trabajar para el Poder Judicial, llegó a la conclusión de que la justicia y el crimen son gemelas que están sentadas de espaldas.

Aprovechando un semáforo en rojo,  trata de ver la fotografía que tomó del retrato, pero la luz cambia a amarillo y luego a verde. Presuroso, guarda el celular en su bolso antes de que los que vienen atrás empiecen a pintarle.

Luego de varias presas espontáneas, más semáforos en rojo y algún peatón imprudente, deja el carro en la cochera de su apartamento en Barrio Escalante. Sin pérdida de tiempo, conecta el celular a la portátil y manda a imprimir el retrato; mientras la hoja sale de la impresora, trata de imaginarse a la mujer de cuerpo entero. La sobredimensiona con sus gustos, construyéndola en su mente como una especie de Mónica Bellucci (su actriz favorita) con las manos manchadas de sangre.

Toma el retrato y lo contempla fijamente. Los ojos tienen algo, un poder que él se atrevió a capturar; la boca de labios carnosos y la barbilla bien definida son el complemento perfecto.Dobla el retrato para guardarlo en la mesa de noche.

***
Desde que dibujó a la mujer comenzó a soñar con ella. La mujer lo abordaba en un bar del que solo recordaba el trago castaño que estaba bebiendo; segundos después, el televisor del motel, ubicado en una esquina, no transmitía más que estática. Ambos cayeron a la cama besándose. La mujer se desparramó sobre su pecho, lo miró fijamente y le besó el cuello, bajó hasta el vientre donde, con la lengua, hizo un círculo alrededor de su ombligo, para luego subir de nuevo a la cara y morderle la barbilla. A Mauro todo le resultaba tan seductor que no se percató cuando ella le pasó un cuchillo por el cuello, pero mientras se desangraba tuvo la sensación —o eso creyó en el sueño— de que eyaculaba a través de la herida, por lo que morir le resultó un placer.

Una mañana concluyó que ese sueño repetitivo era el resultado de dormirse con el televisor encendido.

Se levanta y lo apaga. Va tarde para la universidad. No tiene tiempo para bañarse, de modo que se moja el pelo y se lo embarra de gel. Al entrar a clase minutos después, uno de sus compañeros, apenas lo ve le estrella el periódico en el pecho.

— ¡No me diga que no!¡Este es dibujo suyo!

Mauro toma el periódico y mira que, en una esquina, al lado de la portada que expone a un motociclista aplastado por las llantas traseras de un camión, se encuentra su retrato hablado. Lo acompaña el titular, en letras grandes y rojas:

ASESINAN EN MOTEL A DIPLOMÁTICO GRINGO

Agentes judiciales investigan posible crimen sexual.

La nota periodística informa aparte que la mujer de la portada es la posible asesina. También comunica que Arthur Sullivan anteriormente ya se había visto envuelto en escándalos sexuales en el estado de Oklahoma. Mauro encuentra interesante ese dato y mira el nombre de la periodista: Jacqueline Aguilar.

No quiere dar mayores detalles a sus compañeros, que le hacen preguntas con el caso.

—No jodan— les dice para quitárselos de encima.

Sale un momento y se sienta en un poyo a leer con más atención. La nota ahonda en las consecuencias que acarrearía la muerte del diplomático, según el criterio de un analista político entrevistado.

En un arrebato de ansias, decide visitar a la periodista aprovechando su puesto interino de dibujante del OIJ. Deja tirada la clase del día. Se dirige al parqueo de la universidad, donde está su carro, y sale rumbo al Diario El Reflector. Por suerte, no se encuentra demasiadas presas.

—Buenas tardes—saluda.

La recepcionista, una mujer madura de cara seca y larga que utiliza lentes pasados de moda, levanta la vista.

—¿Me podría comunicar con Jacqueline Aguilar? La busca Mauro Pachecho, del Organismo de Investigación Judicial.

La mujer levanta el teléfono y susurra algo que Mauro no alcanza a oír.

—Espere un momento, ya viene. Si gusta, tome asiento.

Luego de unos minutos aparece Jacqueline Aguilar, una mujer joven de largo cabello ondulado; de contextura gruesa con curvas. Tiene un rostro atractivo de ojos grandes.

Se presentan.

— Acompáñeme a la oficina, por favor —invita Jacqueline, y le pide a la recepcionista que si la buscan por favor diga que está ocupada.

Atraviesan un enorme salón fragmentado por decenas de cubículos; suenan muchos teléfonos y el golpetear de dedos en los teclados semeja un enjambre de pájaros carpinteros urbanos.

—Y dígame señor Pacheco, ¿en qué le puedo ser útil? —da la bienvenida  la periodista cuando toma asiento.

El dibujante nota la cursilería y el mal gusto con que Jacqueline —quizá por la rutina y el tedio— ha adornado su oficina. La computadora está tapizada con postales de las Chicas Súper Poderosas. A un lado del escritorio, una jarra del Deportivo Saprissa llena de lapiceros de todos los colores; en una esquina de la oficina gotea el aire acondicionado y en la pared está pegado un poema de Benedetti (Táctica y estrategia) ilustrado con ridículos dibujos infantiles. El dibujante busca rápidamente alguna foto que advierta sobre la situación sentimental de Jacqueline, pero no ve ninguna.

—Me llamó la atención su nota de hoy en el periódico y me gustaría saber un poco más sobre la muerte del señor Sullivan —sentencia.

Ella se rasca la punta de la nariz como si oliera algo extraño.

—Sí, investigué sobre Arthur Sullivan y, gracias a un colega de un periódico de Oklahoma, supe que Sullivan era un poco sórdido en cuanto a su vida íntima;  años atrás atravesó un proceso de investigación por abuso a una latina, a quien le prometió la Green Card a cambio de que se acostara con él.

—Entiendo. ¿Habrá alguna sospecha concreta del porqué lo mataron?

—Sospecho que se trató de un ajuste de cuentas.

— ¿Un ajuste de cuentas?

—Sí, solo son hipótesis, pero… —escudriña la periodista ya inquieta— ¿Usted por qué me pregunta a mí? En teoría, ustedes deberían manejar esta información y me parece, le soy sincera, un poco inquietante que venga usted siendo parte de la policía judicial como si no supiera nada.

Mauro siente que ha recibido un golpe que separa cada una de sus costillas.—Bueno, soy agente interino del Poder Judicial. Le hago la incapacidad a un miembro.

—¿Podría ver alguna credencial que lo avale en su quehacer?

—Como le digo, soy interino y aún no tengo un documento de esa índole, pero si quiere le paso el número de unos de los agentes.

Jacqueline apunta el número y marca. Mientras le responden, aprisiona el teléfono entre su cabeza y el hombro.

—«Aló, ¿investigador Brenes?, le habla Jacqueline Aguilar del Diario El Reflector, ¿tiene un minuto? No, no, no, no es para eso, tranquilo, es para otra cosa, que en cierta forma está vinculada. Muchas gracias. Le quería preguntar si usted conoce a una persona que se llama, a ver… Mauro Pacheco, ajá, sí claro, ah bueno, está bien, no, no, acá lo tengo al frente, más bien gracias, era para salir de dudas. ¿Cómo? No, porque acá se presentó como dibujante del OIJ y pidiendo información sobre el caso del gringo muerto en el motel, pero ya que usted me dice que es así, quedo más tranquila. Bueno que tenga una feliz tarde» —dice ella y cuelga—. Sí, parece que usted dice la verdad.

Mauro suspira hondo.

Jacqueline sonríe.

—Me gusta su sinceridad. Podemos hacer un trato —propone ella maliciosa.

— ¿Cuál?

Se enrumban a una marisquería cercana. El salón del lugar es un hervidero de personas  y de meseros que, apurados, van de un lado a otro cargando bandejas llenas con platos de distintos tipos de arroz, pescado, camarones y ensaladas.

Toman asiento y Jacqueline apaga el celular. Comenta que para ella la hora de almuerzo es sagrada. El mesero les da la bienvenida. Miran que lo hay en el menú y ambos ordenan: pescado, ensalada y una cerveza.

Jacqueline mira hacía la calle y empieza a hablar.

—Este caso es delicado, muy delicado. Véalo así: es un político gringo que muere de manera bochornosa y sórdida, por lo cual, asumo, la investigación será lenta y cuidadosa. Si a corto tiempo no hay pistas claras de quién y por qué mato a Sullivan, la embajada yanqui presionará al gobierno, a menos, claro, que los resultados de la investigación sean comprometedores para sus intereses. Por ello, creo que le darán tiempo a la fiscalía. Podríamos caer en una batalla diplomática donde, a todas luces, el país tiene las de perder —concluye la periodista.

Vuelve la vista al rostro de Mauro, que aparta la mirada.

—Bueno, vinimos acá porque usted me tenía una propuesta —interpela Mauro con la mirada fija en el cuida carros que le ayuda a un cliente a salir en reversa.

—Tiene razón. Mire: a mí me gustaría llegar al fondo de este caso. Tengo mis fuentes y mis herramientas y me gustaría que usted me pasara alguna información, por pequeña que fuera, ya que está adentro y no tiene tanto compromiso con el caso. Podemos trabajar en equipo.

—¿Y qué gano yo? Estoy arriesgando mucho —replica Mauro.

—Sencillo: saber quién es la asesina. Es lo que le importa, ¿no? No juzgo el interés que usted pueda tener en la mujer, se lo respeto.

—Debo pensarlo, pero no le prometo nada.

Ella vuelve a sonreír. Abre la cartera y saca su tarjeta de presentación y se la entrega a Mauro. El mesero coloca la comida. Jacqueline vacía su cerveza en el vaso mientras le pregunta al dibujante por sus intenciones de buscar a una mujer de esa índole. Mauro, de nuevo, se siente cuestionado, no sabe qué contestarle, de hecho es una pregunta que él hasta este momento no se ha hecho.

—Para serle sincero, no lo sé.

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San Antonio de Belén, Heredia, Costa Rica, 1981.
Cuentista y novelista, es director de Literofilia: Adicción por la literatura.
En 2008 publicó el libro de cuentos Finales aparentes (San José: Uruk), y en 2011 la novela Bajo la lluvia Dios no existe.