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Las campanas de la memoria

30 julio, 2015

Zingonia Zingone

– Del libro Los naufragios del desierto de la poeta, narradora y traductora Zingonia Zingone, presentamos “Las campanas de la memoria”, poema en trece estaciones que es también un cuento en verso, y que corresponde a su personaje Soraya. Sobre este libro, el poeta Eduardo Chirinos señaló: “Las palabras de Zingonia, como las de Khalil, son dardos arrojados certeramente al silencio. Y llegan a nosotros candorosas y limpias.”


Zingonia Zingone

En sueños, otra voz, que me repite, advierto:
«La flor abrirá al beso de la nueva mañana»;
mas un rumor que pasa, me dice, ya despierto:
«La flor que ayer abrió, dio su aroma y ha muerto».
Omar Khayyam

En una esquina de la noche
una niña abraza sus piernas,
se balancea en trance y llora.
Las lágrimas bajan
por los costados del cuerpo,
caen sobre la calle empolvada
de un invierno sin lluvia.
Monstruos afloran
con rostro de hombre,
roban el grito de un horror,
tapan su boquita
de clavel prendido y gozan
del mismo gozo maldito
que ilumina el rostro de Shaytan.
Cierra los ojos, se ampara
en la oscuridad del dolor,
rasguña sus muslos como gato engañado,
hunde su rostro en los abismos.

II

Soraya tiene ojos de carbón.
su cuerpo fino lleva el peso
de una infancia
manoseada por el destino
La casa es su tumba;
el murmullo de la gente, su muerte.
Se mira al espejo y oscila el vientre;
ensaya la danza de la diosa madre.
Las campanillas sonoras
rodean su estrecho vientre
como el abrazo del amado,
correa  que ciñe el cuello del perro
hasta dejarlo sin aliento;
vientre agotado, surco de calambres,
tatuaje de una rabia implacable.
Soraya danza en la tarima
para fugarse de sí
y arrancar los clavos empotrados
en la carne de su memoria.

III

La memoria enjaula el tiempo.

IV

«¿Cuentos quieres, niña bella?
Tengo muchos que contar…»[1]
la voz del padre se avecina
en el crepúsculo vespertino;
el catre temblante,
el aire impregnado de humo
de un cordero ardido
en el fogón de la cocina,
el aterrador silencio
de la complicidad
y Soraya detenida en un respiro.

«Dime tú: ¿de cuáles quieres?».
La risa entre los dientes, los dientes
entre los muslos; la punzada del asco
en la grieta que conduce al alma.
El salvaje clava su lengua de espuma
y tabaco en la garganta del ángel,
impide su llanto el aullido
del terror. Un brusco salto,
un tétrico gruñido:
costra que tapa muerte en vida,
Llaga sangrante.
«Así fue. La joven bella
de tez blanca y negros ojos,
colmó los reales antojos…».
Cerca se escucha el aterrador silencio de la complicidad.

V

Soraya vende su cuerpo, compra
alegría. Vende alegría, compra
olvido. Exorciza el presente
clavándose a la cruz de la lascivia,
mártir del placer y del vahído.
Erotismo fantasma la habita
y la ahuyenta, semilla catapulta
que la trajo a este mundo.

VI

Suenan las campanillas del vientre.
—¿Quién eres?­ —pregunta un hombre
envuelto en trapos fétidos, sentado
al borde de la calle.
—Soraya —le responde, deteniendo el paso.
—Qué dulce tu voz —el hombre
le sonríe al aire; encandila al sol
con el índigo de su mirada—;
háblame, Soraya,
cuéntame una historia. —Turbada,
se acomoda la falda, pasa
su mano por el cabello furioso,
persigue los ojos del viejo:
lebrel que escarba el corazón
de la liebre—. Siéntate, Soraya, aquí
a mi lado; vísteme de tu presencia,
nárrame el mundo de tu mundo,
ábreme un horizonte… —indica al cielo
y la tierra, la mano trémula
suspendida, el índice desplegado
entre los pliegues del tiempo.
Es el primer hombre que no la mira.
Soraya se agacha y se sienta,
la espalda recta
y silentes las campanillas de su vientre.
Es el primer hombre que la ve.
El viejo no baja la mano—; grandes cosas
te aguarda el destino, tu corazón
es blanco aunque sangre de espinas.
No me cuentes, Soraya, tu vida,
olvida el vuelo del cóndor,
concédeme suaves aleteos
de ave marina.—Cuela el rímel
por la mejilla, callada retorna
la luz de la infancia
a la esquina de una sombra,
bombilla reparadora
del albor secuestrado.

VII

Soraya condena los cuentos.
Su desventura carga el susurro
de una fábula oriental. ¿Cómo
despintarse los labios de la carne
mordida? ¿Cómo repeler al sátiro
que mora en el hombre?
—Veo, Soraya, un arcoiris brotar
sobre tu rostro; las lágrimas lavan
el alma, levantan la luz
hundida en nuestros precipicios;
de la aureola restaurada
forjan nuevos colores.—
El viejo no mira su rostro, perdido
en la nostálgica risa del cielo.
El hedor de sus prendas declara
su indigencia; su trato lleva alto
el sello de la dignidad. Soraya roza

los pies del ciego
con la desolación de su mirada:
—Soy flor marchitada por el vicio
impuesto por el hado, maldición
que cargo y cada día cumplo
con la puntualidad del diablo;
aborrezco al hombre, a las curvas
que acompañan mi carne. Odio
estas manos esclavas, esta boca
hambrienta de asco. Estoy atrapada
en el recinto del odio, donde nada vive
sin angustia, el alambre de púas tendido,
el pavimento desajustado,
Como perro, siento deseos
que se hacen muerdo, herida,
voz que retumba en el tambor del oído,
danza tribal que pide agua
para matar la sequía, para irrigar
una esperanza agrietada, moribunda
sin más voz para gritar el odio
que crece en sus entrañas. Rastro
de savia que habita este cactus.

VIII

Soraya y el ciego, la acera y el tiempo.
Dejan pasar el viento y el ocaso.
Aguardan una luna nueva
en el eclipse de sol
que ella lleva dentro.

IX

El silencio acompaña el ascenso.

X

El sol alumbra la mañana
y el viejo cuenta un cuento:
—Había una vez, en la tierra
donde yo nací, un potente imán
(impía fuerza que jala a dos personas
una hacia la otra) que convertía
el deseo en necesidad,
la necesidad en locura y, a veces,
la locura en catástrofe. Temible imán,
hijo de papá abundancia y mamá pobreza,
atado a la oscuridad de la ignorancia,
anhelando sólo verdad.
Abandonado a sí mismo, Eros,
paradójico chiquillo elevado a deidad,
se apoderó del mundo.
Víctima y victimario.
Eterno antojo asesino.
Soraya, había una vez,
en la tierra donde yo nací,
la respuesta al fuego
que te hizo ángel.

XI

Soraya abre los ojos
y le sonríe al viento.
Una luz perfumada
de flores de campo
llena el espacio
que el polvo dejó.

XII

Ella sigue el latido hipnótico
de sus párpados y como mantra
repite a flor de labios
unos versos que no conoce:
«Todo cuanto se hace debajo del sol
tiene su tiempo.
Hay tiempo de nacer y tiempo de morir […]
tiempo de matar y tiempo de curar […]
tiempo de llorar y tiempo de reír […]
tiempo de buscar y tiempo de perder […]
tiempo de rasgar y tiempo de coser;
tiempo de callar y tiempo de hablar;
tiempo de amar y tiempo de aborrecer;
tiempo de guerra y tiempo de paz[2]».
Ella sigue el latido hipnótico
de sus párpados; al deslizarse
por el borde del puente, escucha
el latido en su pecho
a destiempo,
el latido discordante de la vida.

XIII

En una iglesia de oriente
las campanas golpean el vientre del cielo.



NOTAS

[1]¿Cuentos quieres, niña bella?/ Tengo muchos que contar/ […] Dime tú: ¿de cuáles quieres?/[…] Así fue. La joven bella/de tez blanca y negros ojos,/colmó los reales antojos… (Rubén Darío).

[2]Eclesiastés 3, 1-8

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Poeta, narradora y traductora italiana que escribe en español, italiano, francés e inglés. Sus títulos más recientes son Los naufragios del desierto (Vaso Roto, 2013); Las tentaciones de la luz (Anamá ediciones, 2018); El canto de la Sulamita – Poesía Reunida, (Uniediciones, 2019); y El viaje de la sangre (Huerga & Fierro editores, 2021). Entre sus trabajos de traducción destacan los más recientes poemarios de la nicaragüense Claribel Alegría: Voci (Samuele Editore, 2015), que se adjudicó el premio internacional Camaiore 2016, y Amore senza fine (Edizioni Fili d’Aquilone, 2018).