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SARA: o, el estigma de ser mujer

21 julio, 2015

Manuel Obregón

– Cuando yo era muchacho, como se dice en EL Güegüence, ¡vaya forma ingenua de empezar esta historia! aprendí muchas cosas que nunca pensé se podrían relacionar más tarde con la novela de Sergio Ramírez, SARA…


Cuando yo era muchacho, como se dice en EL Güegüence, ¡vaya forma ingenua de empezar esta historia! aprendí muchas cosas que nunca pensé se podrían relacionar más tarde con la novela de Sergio Ramírez, SARA. Justo después de saber leer, mis padres pensaron en que debía tener una formación cristiana. Decidieron así que, junto a mi hermano mayor, a quien yo le seguía, aprendiésemos la doctrina. Los primeros pasos para recibir la Primera Comunión. Quedaban dos caminos: asistir a la parroquia a unas aburridas charlas o caer en manos de alguna madrina o santulona, que en los pueblos sobran.  Nosotros tuvimos la suerte de cobijarnos a buena sombra. Bajo la tutela de dos santas mujeres, niñas viejas se les decía, o se les dice todavía, que no deja de ser peyorativo, pues injustamente se les inculpa de que ningún hombre les dijese nada. Y, no hay peor estigma para una mujer, que nadie les diga nada. Repito, fue sino o suerte, porque las Memé, como eran conocidas, nos abrieron las puertas del cielo y así pudimos conocer la Historia Sagrada.

Lo hacían por pura sensibilidad y recogimiento, pues por la instrucción no cobraban un centavo. Les recuerdo bien, la niña Esmeralda Barquero y la niña Salomé Barquero, la primera, delgada, de tez morena; la segunda, gordita, de tez blanca. Pequeñas ambas como gemelas nacidas el mismo día. Lucían con orgullo y humildad en su cuello la cinta de Hijas María, consagradas a la misa y a los oficios de la iglesia. Eran multifacéticas. Hacían el mejor dulce del pueblo y los mejores nacimientos. Por cariño y su carácter, suave, les decían también Las Palomitas.

Para diciembre, sus manos estallaban en un alarde de delicadas manualidades y juego de luces, y sólo ellas en cuclillas podían ir colocando cada detalle en aquel Belén inolvidable. Los pasajes bíblicos Del Viejo y el Nuevo Testamento representados sobre una manta gruesa y pintada que les servía de fondo, con falsos castillos y ríos quebradizos que descendían de las colinas de la tierra santa. Los tres Reyes Magos, subidos en sus camellos y vestidos de sedas finas con el rostro curtido por el sol del desierto. Gaspar, Melchor y Baltasar. Con regalos en sus manos cuidadosamente resguardados en cajitas de madera para obsequiárselos al Niño Jesús. La estrella de Belén en la parte más alta como ojo avizor que les servía de faro. Los caminos limpios de Judea. Los palacios de opereta como en las escenas de un engañoso Hollywood, y las mozas cargando cántaros de agua sobre adornados callejones de colores primarios. Las palmeras y las dunas movedizas que se agitaban con el viento. Las minas del rey Salomón, y la fuerza hercúlea de un Sansón que derribaba el templo con solo tensar los músculos.

Y, en medio, el burro y el buey, mansamente tirando vaho por sus hocicos para calentar al recién nacido, y la Virgen y San José, con sus vestidos largos y sus mantos sobre los hombros, acariciando con la mirada a aquel niño que posa en un pesebre. El heno seco para los animales tirado al descuido, como testimonio de que había nacido en humildad, El Rey der Reyes. Tanto gocé de esas estampas ilustradas, sólo comparable con el deleite de hojear un día El Tesoro de la Juventud, en veinte tomos, de la editorial Grolier.

Nos prepararon al pie de la letra y nos tuvimos que aprender de memoria el Catecismo del Padre Ripalda.  Un domingo de lluvia ligera recibimos la hostia divina, que nos previnieron representaba el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Callados y contritos recibimos la oblea sin convencernos cómo un cuerpo adulto podía caber y deshacerse en nuestras húmedas leguas infantiles. Este misterio no lo desciframos nunca.

Las Palomitas, de grato recuerdo, nos enseñaron las cosas elementales, que oídas parecen simples, pero que todavía hoy son plato fuerte de filósofos y plato del día para profanos. Nos enseñaron, imagine usted, cómo había sido creado el mundo, y nos aseguraron que al principio, había solo silencio, que no se oía el volar de un zancudo, porque no habían todavía zancudos en la tierra. Y aprendimos una palabrita que era más extendida, el cosmos nos dijeron, El Creador no sólo hizo la tierra sino también el cosmos. Todo lo aceptamos porque por el gesto que hicieron, ellas tampoco sabían qué quería decir ese vocablo, y nos quedamos callados por un minuto pensando en el significado de ese profundo silencio primigenio.  Dios, prosiguieron las Memé, invirtió solo siete días en la creación, suficiente para su inmensa sabiduría. También lo aceptamos, en realidad estábamos dispuesto a aceptarlo todo, pues no teníamos ningún otro punto de comparación de que el mundo pudiese ser de otra manera. Seguido, nos quedamos perplejos cuando supimos que de un solo soplo se podía crear al Hombre y más todavía, de que, de una costilla de éste, había sido creada la Mujer.

Tuvimos que pasar pruebas difíciles. El misterio de la Trinidad era complicado solo comparable con el cálculo diferencial que me enseñaron en secundaria. Tres divinas personas y Un Solo Dios verdadero. No estaban mis neuronas para descifrarlo. Ese enigma no lo entendí, ni antes ni ahora. Nos contaron las niñas Memé, ya para nosotros sonaba a recreo, que Abraham y Sara su mujer dieron origen a una descendencia que poblaron las tierras de Israel. Y nos describieron en su sencillez que Sara era una mujer vieja y que su esposo todavía más, pero aún así, para el Señor nada era imposible. Lo entendí pero me quedaron lagunas. Yo me imaginé que ser viejo era como los señores de respeto que conocía y que se movían lentos, como dice la canción Mi Querido Viejo de Alejandro Fernández, “Viejo, mi querido viejo, ahora ya caminas lento”.

Las Memé, que eran muy sabias, nos metieron en la cabeza, y se lo creímos, que eran cinco veces más viejitos que los ancianitos de los asilos y de los que piden limosna en la vía pública. No podíamos entender cómo unos bicentenarios tuvieran ánimo para acostarse, si ya estaban desgastados por el tiempo, mucho menos que pudieran procrear hijos a esa edad.   Pero las Memé eran sabias y nosotros niños obedientes.

Cuando nos asustamos, y casi renunciamos a seguir, fue cuando nos contaron que la desobediencia se castigaba en esos tiempos de manera cruel. Dios le ordena a Abraham ofrecer en holocausto a su propio hijo como prueba de acatamiento. Las pobres Memé no hallaban cómo excusarse y nosotros temblábamos de miedo.  También nos hablaron de la estatua de sal que fue una sanción divina a Edith, mujer de Lot, por atreverse a voltear la vista para convencerse de que sí en realidad estaban ardiendo las prostituidas ciudades de Sodoma y Gomorra.  Cualquier cosa que eso significara de ciudades prostituidas.

No sé si salimos más instruidos o más ignorantes. Lo que sí agradezco es que me recrearon con sus historias y que lo que de ellas aprendí me sirvió de mucho para entender después el mundo, en sus afirmaciones y contrastes. Luego, vino Darwin, y echó al traste sin preaviso mis credos y letanías, pero eso, es harina de otro costal.

Sirva este largo preámbulo para trazar, a la ligera, cuanto aprendí de niño de esas divinas historias que reforcé después con someras lecturas de la biblia, suficiente como para no despistarme cuando tuve en mis manos la novela de Sergio Ramírez, SARA, que recientemente editara Alfaguara, abril 2015.

La historia, vista desde la biblia, cabe en pocos párrafos, como la doctrina que me enseñaron las Memé, pero todo cambia cuando ésta es contada por un novelista. Entonces venimos a descubrir que hay más de un nudo flojo y costuras sin terminar, pues la biblia se sigue estudiando todavía y en más de un aspecto no hay nada determinante o conclusivo. La novela es otro recurso para comprender, o al menos para interpretar, una de esas tantas variantes.

Así que, cuando Sergio habla de encina, duna, higuera, cayado, mancebos, beduinos, pastores, emisarios, jofaina, aceite para las lámparas e hilo para la rueca, ya sé de qué estamos hablando. Me traslado de inmediato a las Memé. Pienso, este es el primer reto del novelista. Tiene que brindarnos el vocabulario de la época para que sea creíble, como en las buenas películas, el entorno tiene que calzar, y cuando algo falla, nos damos cuenta y se la cobramos al narrador o al cineasta.

De allí se deriva otro principio de preceptiva literaria. Dominar el vocabulario es importante pero no suficiente. Hay que hilvanar el tejido, darle la tesura adecuada, y saber, en conjunto, cómo deben las palabras, las frases y los párrafos, complementarse, y producir el efecto deseado: cautivar al lector sin cargarlo de epítetos, ni escaso que pase por desabrido.  Debe saber qué palabra es la apropiada y en qué contexto. Sin abusos de adverbios ni adjetivos, pero con la precisión de un relojero suizo, que sabe su oficio. El novelista tiene la sartén por el mango: puede inventar a sus personajes y hacer de ellos lo que le dé la gana. Sin caer por supuesto en la extravagancia que también tiene un costo.

El poder de la imaginación atraviesa todas las barreras, no hay chaleco protector.  Para el novelista no hay nada vedado. Donde pone la mira pone la bala.

Muy probablemente para el devoto leer Sara de Sergio Ramírez le haga brotar ronchas, pues no estarían seguros de cómo atar los cabos sueltos, al descubrir que el tema puede diferir de lo que aprendieron en su libro. Algunos lo tildarían de redomado anticlerical o blasfemo. Y es que la Sara bíblica sólo sirve de plataforma, de contexto para crear una novela mundana donde el autor maneja los hilos a su manera, los carda según su entender, los colorea al gusto, y teje el paño como le place. Nada tiene que parecerse a nada. La historia puede guardar estrecha relación con lo sagrado, pero no para contar lo ya sabido, sino para darle otra dimensión, otra variante, otro sesgo, otra riqueza lingüística, otras animaciones y otro sentido. El novelista para eso está, para contarnos la historia de manera distinta. Como novelista, no como evangelista.

Otro asunto es que para afirmarnos en la lectura y que haya un imán que nos atraiga, el narrador debe tener el máximo cuidado en conocer los detalles de lo que está hablando.  Sea cual sea el tema, tiene el deber de documentarse. Sergio se encargará de hacerlo y llevar la pluma hasta el rincón más apartado al igual que la cámara indiscreta que lo enfoca todo. El tiene otro proyecto para Sara. Para traerla desde el fondo y retratarla por lo que calla no tanto por lo que dice. Desde la rebeldía y no tanto desde la sumisión.  Nace también, sin proponérselo, una idea de Dios, discorde   y polémica.

Así que cuando Sergio nos habla en SARA, que hay un Dios omnipotente y omnipresente, que una veces le llama  El Mago, en otras le llama  El Niño, y también se esconde en El Tuerto que vomita pichones “su ojo turbio, de un gris de aguas revueltas”, sabemos que hay imaginación,  pero todos identificamos a la misma deidad. Con distintos nombres acompañará a Abraham para llevarlo por los senderos de su propósito. No nos queda más que ser crédulos porque como dice el rótulo de la avenida Jean Paul Jenny en Managua, “para Dios nada es imposible”. El novelista lo que hace es entrelazar imágenes que le dan forma a un pequeño universo.

La novela vuela libre y suelta bajo un cielo dibujado por torcaces y abubillas, y pienso en nuestras aves del trópico, en las urracas y oropéndolas, que igual son de bulliciosas.

Creí que esta nota, también pudo haberse titulado, “Sueños y Voces” pues las sagradas escrituras son ricas en ese mundo de mitos, donde el lenguaje es onírico y hay ecos que se esfuman en el aire.  Las premoniciones y las buenas y malas nuevas, son anunciadas desde los sueños.   Dios tiene ese lenguaje indirecto de comunicarse. Le dice a Abraham que vaya a Egipto a buscar mejor suerte. Advierte en sueño al Faraón que si se acuesta con Sara, se desvanecerá su reino, pues estaría aprovechándose de Sara que astutamente Abraham la hace pasar por su hermana y no su mujer. Lo mismo se repetirá ante el Rey Abimeleck, y el resultado es que Abraham salva la cabeza y es premiado dos veces con riquezas. Un Abraham por cierto, nos cuenta Sergio, culpable, que goza de bienes mal adquiridos pues provienen de la insensatez de entregar a su mujer al poderoso, a sabiendas de que le está mancillando la honra.  Otras veces no son sueños sino voces. Abraham escucha que tiene que cumplir la orden, levantar templos, hasta encallarse las manos, allí donde le agarre el tiempo en el camino.

El anuncio mayor es el recado que llevan los arcángeles, Rafael, Miguel y Gabriel, enviados por Dios para anunciar a Sara que tendrá descendencia a pesar de su avanzada edad y para poner en alerta a la pareja sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra. Se repite la trilogía: Santísima Trinidad, Reyes Magos, y Arcángeles.  Siempre tres, el número mágico.

El arte de novelar es el arte de imaginar escenarios infinitos. La ventaja sobre la vida real es que al extender esos horizontes sin límites, la vida se enriquece y nos ayuda a entender mejor la nuestra. Algunos afirman que escribir una novela es como escribir una sinfonía. Tiene que haber armonía y belleza. Todos los instrumentos afinados, Sergio demuestra en esta novela como en otras, que es un virtuoso. Que está en el cenit de su escritura. En plena madurez.

En la novela Dios es misterioso en sus designios. Es severo, exigente, autoritario, incluso se comporta opresivo frente a la humildad de Abraham. Lo acosa, lo doblega, lo somete a tortuosas pruebas, se diría que hay una deliberada imposición de Dios sobre su criatura. Lo humilla, lo arrincona hasta extenuarlo. Y, por encima de ello avasalla también a Sara. La mujer Sara en la biblia es discriminada, disminuida, ninguneada. La mujer que debería ser merecedora de toda consideración se enfrenta al carácter oficioso de su marido y a la ira de Dios. Sara se ve obligada a rebelarse, dentro de las mentiritas permitidas, pues prevalece la severidad de Dios y el machismo de Abraham.

Sergio hace mérito de sus habilidades para darnos un relato que corre natural, sin torcimiento del lenguaje, sin tropiezos, sin alardes de erudición, en aras del entendimiento para moros y cristianos. Hay transparencia, sobriedad y pulcritud en la expresión. La fuerza en el comunicar está precisamente en la desnudez y escultura de la palabra. En la nitidez, en el trazo, en el matiz, en la fibra y solidez del lenguaje.

Hay que ponerle también un poco de humor y es que cualquier historia sin humor es una papa sin sal.  El detalle de la mosca impertinente que no deja en paz a Abraham aún en los momentos más solemnes me parece sutil y gracioso. Es un respiro o pausa en la narración, que la recrea y la hace mundana. De momento la relación con el lector se vuelve lúdica.

Esa libertad del escritor por recrear mundos nuevos no tiene límite. Nos lleva por sus laberintos a mundos inciertos. Nos sorprende, nos ilustra, y nos hace vivir como si nosotros fuésemos esos personajes. Tomamos vida en otros y posiblemente otros toman vida en nosotros. Encarnamos en ellos y nos alegramos y sufrimos por lo que pudo ser y no fue. O, bien, por lo que fue y hubiésemos deseado que no fuera.

La escritura también es rebeldía.  El poder de la escritura es irreverente y contestatario. La ficción se mete con todo, sagrado o profano. Es el otro Dios que crea el mundo a su manera. No necesariamente a su semejanza. Igualmente tiene la potestad de deshacerlo. La escritura sirve, entre otras cosas, para abrirnos o ensanchar la mente, para comprender mejor el mundo en que vivimos con todas sus alegrías y contradicciones.  También para asir, lo que de otra manera no podríamos lograr. Como lectores, al participar como testigos, nos compromete. La percepción se agudiza, y nos recreamos y nos apasionamos por esos mundos que, aunque ajenos, nos pertenecen.

La novela Sara rebalsa en erotismo. La biblia en sí es erótica. Baste hablar Del Cantar de los Cantares. Hay también crímenes y notas rojas. Quizá por eso Saramago, el novelista portugués, no daba buenas referencias de la biblia, decía que estaba llena de violencia. Sobre algunos milagros, los objetaba. Con sorna decía, que resucitar a Lázaro fue una incongruencia. De todas maneras se murió una segunda vez, y que no hay dolor más grande para un agonizante, como para su familia, que pasar dos veces por el mismo trance.  En el fondo lo que prevalecía era la fe. Tendríamos que creer entonces, que Gabo hizo levitar y subir al cielo a Remedios la Bella. Si tenemos fe sí, si somos incrédulos, no.

Cuando en la narración se presenta un problema, el novelista siempre tiene la capacidad de arreglarlo. Al menos desde el punto de vista de la ficción. La literatura siempre resuelve cuando quiere, por eso Ramírez muy campante espeta, “no se preocupen esto lo arreglo yo, en menos de lo que canta un gallo”. Es decir, el autor es el dueño, hace y deshace, según su criterio.  Aunque no siempre le salga bien. Y, si alguien se murió y hay que resucitarlo, pues lo hará. Allá de nosotros que le creamos o no. Mentir no basta, hay que convencer al lector de que, lo afirmado, además de magnífico, es cierto.

En la novela están las palabras que deben estar. Ni de más ni de menos. La lectura corre fluida y fácil.  No se trata de impresionar sino de atraer al lector. Algo así como en la gastronomía, los ingredientes a la medida como manda la buena mesa.  La buena novela, como ésta, es coherente en el lenguaje. Los verbos se complementan. La frase “les dices no comas del fruto de ese árbol y por puro vicio de desobediencia se apresuran a morderlo” está construida con simetría y buen gusto. La novela, ésta novela,   mantiene y sostiene un lenguaje propio. El texto se va hilvanando y cada pieza calza en su lugar. Se juega limpio. Cuando desea introducir alguna travesura, se nos advierte.

Sergio va tejiendo el mito, produciendo el milagro y torciendo la sagrada escritura a su modo y antojo. No se trata de relatarnos el Viejo Testamento sino de desdibujarlo para hacerlo nuevo. Nuevo en el sentido de darle otra posible interpretación a sus personajes. Ese es el arte del escritor, reconstruir a partir de algo,   darle otra fachada. Al menos la ideal, la que soñamos que puede ser más creíble y placentera. La pergeñada en la imaginación. La que concebimos como un laberinto de sueños.

La figura de Abraham no es la de un profeta, más se parece al ser normal de carne y hueso, que aunque creyente a ciegas y obediente a los designios de su Dios, se comporta como los otros, preocupado por el día a día, y por los pormenores de comerciante que es a lo que se dedica. Que maneja situaciones a su favor y que se equivoca como cuando pisotea la honra de su mujer. Lento, y con frecuencia flojo, para tomar decisiones.

Cuando estoy frente al libro, en mi carácter de lector, no dejo de pensar en el momento de la escritura, cuando el autor se concentra en que todo esté bien dispuesto, con las palabras precisas y que sea la expresión la que hable por sí sola. El instante en que fluyen las ideas y se forman las palabras.

En los momentos difíciles, cuando hay que hacer alguna interpretación, Sergio encuentra una salida inteligente.  Adelanta que, “como esta es una novela y no un tratado de teología, mejor me abstengo”.

Hay frases que se quedan en la memoria por lo crudo de la metáfora.” La vejez no es más que un tufo y la juventud una fragancia”. O aquella para dar la idea de la virilidad disminuida, que se va apagando lentamente “…y el semen en el hilo aguado y débil de una fuente que se agota”.

Para cerrar, Sergio pone en voz de Sara el verso de nuestro poeta loco Alfonso Cortés en ese bello poema que es La Canción Del Espacio: ¿Tiempo, dónde estamos tú y yo, yo que vivo en ti y tú que no existes? La novela es el género por excelencia, holístico, donde las cosas no se explican por sus partes, sino por el conjunto. Todo cabe en ella, pero hay que saber entretejer sus componentes. Éso sólo lo logra el buen novelista, y, Sergio ha demostrado que, sabe con creces, su oficio.

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Licenciado en Economía por La Universidad Nacional Autónoma de México, con Maestría por la Universidad de Vanderbilt, Tennessee, ha laborado como funcionario bancario en el Banco Central de Nicaragua (1967-1997) y ha colaborado en la fundación de la actual biblioteca de dicho Banco, además de Asesor cultural. Jubilado de las actividades bancarias viró su oficio hacia el de la agricultura, sin olvidar nunca sus grandes pasiones: la lectura y la escritura de textos.