manuel obregon

Hombres buenos, hombres malos

22 septiembre, 2015

Manuel Obregón

– Encabalgado en la narrativa de entretenimiento, Arturo Pérez-Reverte, no cabe duda, posee la onza de oro para contar historias plenas de aventuras de suyo atractivas al lector. Sin ahondar en simas psicológicas, ni filosóficas de sus personajes, Pérez Reverte convierte como por arte de magia en entrañables a los protagonistas de sus obras, así lo testimonia Manuel Obregón ahora que entra en Hombres buenos, recién novela publicada por el autor ibérico. Obregón no oculta su filia, la muestra sin tapujos, con honestidad, enraizando adjetivos como es lógico, cargados con dosis de hipérbole, para presentar peripecias, acciones y aventuras que les acontecen a los moradores de la historia, eso sí, siempre eficazmente construida y narrada por Pérez-Reverte. Manuel Obregón contribuye, con su texto a aumentar la seducción por la literatura de Reverte.


Una novela comienza pero de alguna manera nunca termina. Es el lector el que atará los cabos sueltos o continuará la historia a su gusto y placer.  Y, si los lectores, a la manera de Borges, son infinitos, las variantes del cuento, también lo son. Nada escapa a esta verdad. La novela, se traga a sí misma. Como los hoyos negros que engullen hasta la luz. Su sed y apetito no tienen límites.

La última novela de Arturo Pérez Reverte, Alfaguara, marzo 2015, Hombres buenos, de grueso volumen [582 páginas], nos hipnotiza, y una vez que tomamos el libro, nos podemos olvidar hasta del almuerzo. Hasta allí llega, a veces, el grato placer de la lectura. Cada lector, lo suyo. No hay un esquema, único en su manufactura, tanto para el que escribe como para el que lee.

Muchas cosas podemos admirar en la novela, en mi caso, sobresalen tres aspectos: la capacidad para imaginar y darle vida al personaje; la trama entre ellos, es decir, la historia misma, la relación que los une o los distancia; y, no menos importante, el entorno en el que se desenvuelven los hechos, la atmósfera, que servirá para arroparlos.

El título de esta novela es muy convencional. Podría hasta confundirse con hombres piadosos o algo por el estilo. Sí se podría afirmar que pertenece al género de novela histórica, o, al menos basada en hechos históricos, pero enriquecidos por la ficción. Y, esto ya es bastante. La historia, como relato, a veces es tediosa, no así cuando el relator es el novelista. No por lo florido, que podría ser hasta desdeñable, sino por el dominio acertado, equilibrado y justo, del lenguaje, así como de su contenido.

Arturo Pérez Reverte es académico de la lengua y sabe lo que dice. No por ello se aficiona a construcciones rebuscadas. Al contrario, es sencillo y claro como el agua. Muy cuidadoso de no caer en flojeras de novela rosa, en prejuicios, o en historias de auto-ayuda. Se esmera hasta la seriedad, y le pone tensión y humor a sus narraciones. Es un humanista, un gran observador y eso sí, demoledor en sus juicios cuando se trata de arremeter contra todo sectarismo, sea político o religioso. Implacable contra la mediocridad o la injusticia, y no concede espacio a quienes se atrincheran en la mentira o en medias verdades. El haber sido corresponsal de guerra durante mucho tiempo y gran conocedor de intrigas históricas, le da autoridad para entrometerse en cosas difíciles.

Se nota un gran esmero por la investigación. No se atrevería a contar nada sin estar preparado y conocer a fondo cada término que utiliza. Hay novelas que le han tomado hasta cinco años terminarla. Y, no es para menos. De otra manera, la vía fácil, lo expondría al ridículo. Tampoco se crea que sea libresco. Es un hombre de mucho andar y gran experiencia. Cuando algunos van, él ya viene. Muy cortés en el trato, y sólo cuando ya es imposible frenar la tolerancia, hace uso de una fina ironía. Bromista a cada paso, y pienso, que se reirá hasta de él mismo. Viajero, curioso, gran catador de vinos y conocedor de la buena mesa. Y, de velas y de mar, no se diga. Gran facilidad para ambientar historias.

Aguzado de imaginación.  Siempre está construyendo, hilvanando, sopesando lo interesante de una crónica, deseoso de compartirla. Hay modernidad en sus relatos pero no cabe duda que su fascinación sea la historia. Una ansiedad por desarreglar papeles oficiales y darnos otra versión, la suya. Sin pelos en la lengua. Un iconoclasta.

Conocedor de las grandes pasiones humanas. Siempre dudoso de los fines felices. Escarba hasta encontrar otra explicación. La que pasa por su retina. Una forma de querer entender lo que está detrás, las motivaciones, el origen de las cosas. Nada de engaños. Él sabe los límites de la conducta humana. Lo que ha visto, lo que ha oído.  Nada de tapar el sol con un dedo. Esa capacidad para reconstruir, para recrear, para desempolvar el pasado. Limpiarlo de impurezas y falsedades. Decirnos, no seamos ingenuos. Esto es lo que ocurrió, o, al menos esto no ocurrió así, había algo más debajo de la piedra.

Esta vez el escenario es Madrid y París. Estamos en el último cuarto del siglo XVIII, una década antes de la toma de la Bastilla. Dos hombres buenos, académicos de la lengua castellana o española, don Hermógenes Molina y don Pedro Zárate, son comisionados por la Academia para viajar a la capital francesa y adquirir los 28 tomos de la Encyclopédie, para la época, prohibida en España. El objetivo es muy importante para poder actualizar la nueva edición del Diccionario, trabajo en curso, que los llena de orgullo.

Una tarea al parecer fácil, pero que resulta toda una hazaña digna de contarse. Las ideas, creen los académicos, no sin razón, son las que mueven al mundo.

Nada más complicado que las ideas. Son gotas que se filtran gradualmente o torrentes que se salen de cauce. Una vez permeadas en buen suelo, son capaces de desatar cambios de mentalidad y acelerar revoluciones.  Así pasó en Francia, pues los grandes ideólogos como Diderot y D” Alembert, cultivaron primero las ideas en la Encyclopédie, que pacientemente tomó escribirla varios años [1751-1772], y fue la semilla que hizo posible la insurrección de 1789.

Por su novedoso contenido fue considerado el mayor logro intelectual de ese siglo en Europa, llamado con propiedad, El Siglo de las luces. España para la época, la de Carlos III, era atrasada, muy conservadora, obsesivamente monárquica y empecinadamente católica. Así que hablar en España de importar nuevos conocimientos bajo el concepto de que es la ciencia,  y no la religión, la que explica los fenómenos naturales, y que la razón debe imponerse a la fe, era  ya en sí, aventurado  y revolucionario.

Empieza toda una saga, no exenta de intrigas  dentro de la misma academia, que hace de la novela una recreación de la época, y una excelente estampa de la topografía, del peligro de  los viajes, de las costumbres, de la corrupción en las esferas oficiales, de la vida licenciosa francesa, de las clases sociales marcadas, que van,  desde una burguesía palaciega y holgazana, junto a una minoría financiera que hace buen negocio, hasta los olvidados de siempre, el proletariado urbano y los campesinos que llevan una vida de parias.

Frente a esos dos hombres buenos, se contrapone la figura de hombres malos. Como siempre, toda acción produce una reacción. Los celos de otros dos académicos, los reaccionarios Manuel Higueruela y Justo Sánchez Terrón, los llevan a asociarse para frustrar el encargo y que el viaje sea un fracaso. El trabajo sucio lo hará un tal Pascual Raposo, reconocido matón de mala casta. Debe, ante todo, impedir que los 28 tomos sean traídos a España. La peregrinación está, desde el inicio, llena de escollos. Los caminos son malos, los asaltantes merodean para robarle al primer incauto. El medio de transporte utilizado es una berlina, tirada por cuatro caballos, que hay que saber conducir, pues son el motor del viaje. Las posadas, refugio de arrieros y malandrines. Bosques donde se ocultan enmascarados, puentes en mal estado, ríos caudalosos, y lobos que husmean para saciar el hambre. Mullidos caminos de carreta y herradura.

El tal Raposo los sigue sigilosamente. Hay dificultades que eran de esperar. Lo peor les espera en París. Invierno copioso, polvo, barro, y robo del dinero. Se describen las escenas de un París lleno de lujo y de contrastes.

Aparece el personaje, que para mí, es el más simpático de esta historia.  Un tal Salas Bringas, que será más familiar llamarle el abate Bringas, que sirve de buen samaritano a los dos académicos. El toque atinado, es que, este tal Bringas, a la par de ser un intelectual desarrapado, muy inteligente, es sumamente peligroso. Un convencido anarquista, cuya prédica diaria es la lucha de clases, donde goza con anunciar que los ricos serán los primeros en ser colgados de los postes o llevados al calabozo.

Nace una amistad sincera entre ellos, y es con la ayuda de este personaje que visitan a los libreros más conocidos de la capital en una búsqueda infructuosa de la escasa encyclopédie, pues las disponibles son copias de desconfiar, alteradas o mutiladas.

Es por medio de ciertas amistades que logran cultivar, durante su corta estancia, lo que hace posible, favorecidos por la suerte, encontrar lo que buscan. Un ejemplar empastado y bellamente conservado de la primera edición. Una vez acordado el negocio, y dispuestos a entregar el dinero, en luises de oro, se enfrentan con la muralla de Pascual Raposo, quien se ha movido como serpiente en alianza con el corrupto policía francés, un tal Milot, y preparan el asalto en plena vía pública. Los han seguido desde que salieron del banco. Es una mañana lluviosa que les facilita el despojo.

Antes  ha habido un duelo entre el señor almirante Pedro Zárate y el amante celoso de una dama  muy respetable, madame Dancenis, de quien no se sabe pero se sugiere, sedujo al fin, con coquetería calculada, al solterón militar, que a pesar de su recta conducta, cercana a la mojigatería  de la España de la época, cae en sus redes. Sale salvo del lance, lo que abona a considerarlo más atractivo, y acelera la trampa amorosa que le tiende la liberada dama Dancenis.

En la sin remedio, después del atraco, deciden pedir ayuda al embajador de España en París, un político desconfiado y tacaño, quien al final cede facilitarles un préstamo por la suma robada, gracias a la inteligencia del almirante, quien no encontrando argumento para persuadirlo, da en el clavo cuando se identifica como Rosacruz, y hablan de unos códigos, que deja perplejo a su mismo acompañante, señor Hermógenes. Da el caso que el embajador, se supone, es miembro de la misma logia masónica.

Se empaquetan los 28 tomos y se emprende el viaje de regreso. Éste está lleno de vicisitudes, un poco más que al inicio. El persistente Raposo está dispuesto a impedir que los libros lleguen a su destino. Esta vez, siempre en compañía de gente de su calaña, y mediante soborno, logra que sean detenidos los académicos, ya cerca de la frontera con España, acusándolos indirectamente de ser espías ingleses. Todo en la clandestinidad, nunca dando la cara.

La falsedad es descubierta y finalmente, ganando tiempo, Raposo logra hacerse de la carga de la encyclopédie, y a lomo de mula se dispone a tirarla al agua en un río cercano. Casi a punto de lograrlo, es descubierto por sus perseguidores y hay intercambio de disparos y sablazos, dos guardianes muertos y los académicos a punto, también, de perder la vida. El asunto se resuelve cuando en un acto de discernimiento, Raposo entiende que no es necesario quitarles la vida, y tan solo les ruega desaparezcan. El ya ha logrado lo suyo, además del pago por adelantado de los autores intelectuales que lo contrataron, se ha hecho de los luises.

En raro gesto de consternación delincuencial, Raposo se compadece de los académicos y les permite recuperar su preciosa carga para que cumplan con su cometido: llevar a la Academia el tesoro, completo y sin daño, de los apreciados textos.

Todo termina en una ceremonia especial en donde son recibidos y exhibidos los libros, en el salón de sesiones de la Academia. El Director, Francisco de Paula Vega de Sella, marqués de Oxinaga, pronuncia un caluroso discurso, da las gracias a los académicos viajeros, e invita a los demás académicos a pasar a la sala donde todos se congratulan de tener en casa la encyclopédie.  Aparentemente la trama, con la complicidad de los envidiosos y tercos académicos conspiradores, no es descubierta, al menos en público, pero sí se da a entender que el director ha sido enterado, quizá por una confidencia deslizada de Raposo, y guarda el secreto en beneficio de la Institución que representa.

Todo se disimula, pues, aún entre letrados hay que cubrirse las espaldas.   Queda a salvo el prestigio de la academia, y la verdad de la sentencia, que desde los tiempos del Cid, sigue en pie: “cosas veredes que farán fablar las piedras”.

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Licenciado en Economía por La Universidad Nacional Autónoma de México, con Maestría por la Universidad de Vanderbilt, Tennessee, ha laborado como funcionario bancario en el Banco Central de Nicaragua (1967-1997) y ha colaborado en la fundación de la actual biblioteca de dicho Banco, además de Asesor cultural. Jubilado de las actividades bancarias viró su oficio hacia el de la agricultura, sin olvidar nunca sus grandes pasiones: la lectura y la escritura de textos.