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DelArchivo – Impermanencia, una epifanía de James Joyce

22 septiembre, 2015

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Para mí la literatura es una forma de conocimiento de mi propia subjetividad. Muchas veces he leído cosas que solo alcanzo a comprender plenamente hasta que tengo una experiencia inmediata de ellas, y otras veces me han pasado cosas que solo puedo discernir cuando leo algo que expresa esa vivencia. Para mí es así, no hay antagonismo entre la vida y la literatura. De hecho vivir es como leer. Todo lo que siento y pienso es como un texto que trato de leer siempre. A veces hay trechos claros, otras veces confusos, pero siempre estoy deletreando, escudriñando todo lo que me aparece. No quiero decir que vivir sea solo leer, sino que leer es una de las experiencias más intensas y profundas de mi vida.

Durante el verano disfruto siempre del azul intenso de las mañanas. Un día de esos caminaba en la calle y me quedé absorto en la claridad del cielo. Recordé haber leído que nuestra mente es así cuando está serena y que cuando está perturbada es como el cielo lleno de nubes grises. Sin embargo, las nubes pasan y el cielo queda, es decir, ninguna tormenta es permanente. Hace unos años, cuando leí por primera vez esta analogía entre el cielo y la mente, se la escribí a un amigo. Ahora mi amigo no está, pero esa observación del cielo evocó su presencia. La relación entre esa observación, la analogía entre el cielo y la mente y el recuerdo de aquel amigo, me trajo de pronto otra reminiscencia: un cuento de James Joyce titulado Los Muertos.

Una de las impresiones que me ha generado la lectura y relectura de este cuento es lo que denomina Harold Bloom la “extrañeza sublime”, es decir, la sensación de que nuestra conciencia se ensancha y comprende imaginativamente, a través de la lectura, ciertas cosas que de otro modo no se entienden claramente. En algunos momentos tenemos revelaciones de un sentido más allá de lo banal de nuestra experiencia, nos distanciamos de la relación ordinaria con el mundo y con nuestro yo, entonces percibimos las cosas de otro modo. Estas revelaciones solo pueden expresarse plenamente con el lenguaje literario. James Joyce le llamaba a estos estados excepcionales de conciencia “epifanías” y es precisamente de una de estas revelaciones que trata su relato Los Muertos.

Los acontecimientos que narra el cuento son de los más normales: Gabriel y su esposa Gretta asisten a la fiesta de navidad que todos los años dan las tías de él, Julia y Kate, quienes viven con su sobrina Mary Jane. A la fiesta también llegan varios invitados que son amigos de la familia. Durante la reunión vemos todos los ritos que componen la celebración: el recibimiento de los invitados, las conversaciones anecdóticas, los cantos, los bailes y la cena. Además Joyce nos esboza el retrato de los asistentes y la manera en que interactúan entre ellos. Ahí salen a relucir el nacionalismo irlandés de la época, el tradicionalismo familiar, las divergencias religiosas y otros tópicos que caracterizan a los personajes. Algo así como esas fiestas familiares en las que ya sabemos de antemano las cosas que se dirán y lo que pasará mientras dure. Todo envuelto en una atmósfera apacible. Nada del otro mundo. Sin embargo, la narración es dinámica porque Joyce logra hacernos escuchar sin confundirnos las voces de los personajes en medio de la agitación de la fiesta.

Pero de manera súbita hay un cambio de tono en el cuento. Al final de la fiesta y mientras los últimos invitados están saliendo, Gabriel busca a su mujer para que se vayan y la encuentra detenida en medio de las escaleras escuchando una canción que alguien entona en el segundo piso:

Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras en relieve. Lejana melodía, llamaría él al cuadro, si fuera pintor.

Esta percepción de su mujer y la voz que le dicta que ella es como un símbolo es el comienzo de ese estado epifánico que se desarrollará después. Algo ha irrumpido en su conciencia. Gabriel ve a su mujer pero intuye otra cosa, siente que esa imagen significa algo más. La percepción singular de ella y la sutileza en que se encuentra su mente lo ubican en otro estado de relación con su conciencia. Por eso se figura que eso que contempla solo puede ser expresado artísticamente. Su mente se ha sustraído del bullicio de la fiesta y se ha concentrado en ella y en la voz que aparece en su interior.  Esta conciencia sutil surge de un distanciamiento de la manera habitual de percibir las cosas y es la que capta lo sublime. El estado de extrañeza es percibir y discernir las cosas fuera de esa relación burda con el mundo.

Antes de llegar a este momento, Joyce nos delineó una circunstancia común a muchas personas: una reunión familiar con los amigos. El motivo de esto es presentar que las epifanías pueden surgir en cualquier lugar y momento. Y aunque yo no haya tenido esa experiencia, al leerla puedo acceder a ella y ensanchar mi conciencia al sentir la imaginación de Joyce. De este modo, la lectura también es una posibilidad de vivir más allá de nuestras circunstancias inmediatas pues nos ubica en otros contextos que de no ser por la literatura difícilmente podríamos conocer. A propósito de esto, Alejandro Serrano Caldera dice que “el arte nos da lo que la realidad nos niega”.

Gabriel se queda prendado de su esposa: “Momentos de su vida secreta juntos fulguraron como estrellas en su memoria”. Un caudal de imágenes y pensamientos lo sumergen aún más en un estado de calidez hacia Gretta. Todavía la desea y espera ansioso el momento de quedarse a solas con ella. Gabriel se siente imbuido de la presencia de su mujer. Atrás quedó la fiesta, ahora él se encuentra volcado en su interioridad. En esta parte el lenguaje abandona el prosaísmo que se desarrolló en las primeras partes de la historia y alcanza un tono poético donde prevalece la subjetividad de Gabriel. Ahora estamos en su mente, vemos a través de sus sensaciones. Una vez que llegan al hotel y se quedan solos, él intenta abordarla pero ella parece ausente y él se da cuenta de que algo no está bien con ella: parece triste y decaída.

Entonces ese estado de ebriedad afectiva empieza a desvanecerse dentro de él. Luego le pregunta por qué se siente mal y ella le cuenta que esa canción que escuchaba la cantaba alguien que ella había conocido y que esa persona había muerto. Al escuchar esto, Gabriel pasa a un estado de angustia que cambia drásticamente su percepción de las cosas. Joyce nos presenta en detalle ese cambio de ánimo y de interpretación del momento que está viviendo Gabriel. Antes se había sentido colmado en su afecto hacia ella, ahora se sentía vano y superficial ante la historia que le cuenta. Esto le detona una serie de pensamientos sobre su vida que le imprime otro sentido a la narración. Gabriel se dice a sí mismo: “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida”. El joven había muerto precozmente de una enfermedad pero enamorado de Gretta.

Joyce nos presenta otro modo de lo sublime que es la conciencia de la impermanencia. La sensación caudalosa de vida que sintió Gabriel por su esposa momentos antes se desvaneció ante la presencia de un muerto en la memoria de Gretta. Esto le hizo sentir a Gabriel la mortalidad de los demás y la suya propia. Joyce, en una de las partes más abrumadoras del cuento, nos dice de Gabriel:

…se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.

Las relaciones entre la vida y la lectura son similares a las que se establecen entre la diversidad de experiencias que se tienen a diario. Una sensación nos remite a un recuerdo, una palabra a una imagen, una melodía a un pensamiento y así muchas combinaciones más. Todas estas intrincadas relaciones son las que forman nuestra subjetividad. Pero hay momentos en que nuestra mente entra en un estado más sutil y las relaciones que se establecen en nuestro interior nos permiten ver las cosas de un modo distinto. A esas posibilidades, entre otras, nos permite acceder la literatura. Puesto que la experiencia del mundo no comienza ni termina con nuestra individualidad, la lectura nos da la oportunidad de ir más allá, pero también más al interior, de nosotros mismos.

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Masaya, Nicaragua, 1978.
Poeta, ensayista y periodista. Ha publicado en las revistas El hilo azul (Nicaragua) e Hispamérica (Estados Unidos), y en las antologías Retrato de poeta con joven errante (2005), Poetas, pequeños Dioses (2006), Cruce de poesía (2006) y en La Nación Generosa: 111 rutas al lado del mar (2015), antología de poesía hispanoamericana, publicada por la revista española La Galla Ciencia. También ha publicado en Babelia, suplemento cultural de El País. Colabora para Carátula, revista cultural centroamericana. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas (UNAN-Managua).