camilo antillon

Pensar la ciudad desde los estudios culturales latinoamericanos

23 septiembre, 2015

Camilo Antillón

– En un texto seminal publicado por primera vez en 1984, Ángel Rama[i] inauguró una forma particular de entender la ciudad. Desde la perspectiva que nos propone, la “ciudad real”, con sus calles y avenidas, sus monumentos y edificaciones, constituye un conjunto de significantes a los que se les sobreponen los significados de la “ciudad letrada”.


Encuentro del Inca Atahualpa y el conquistador Pizarro en Cajamarca.

En un texto seminal publicado por primera vez en 1984, Ángel Rama[i] inauguró una forma particular de entender la ciudad. Desde la perspectiva que nos propone, la “ciudad real”, con sus calles y avenidas, sus monumentos y edificaciones, constituye un conjunto de significantes a los que se les sobreponen los significados de la “ciudad letrada”. La ciudad se convirtió entonces en uno de los lenguajes de las élites letradas, que construyen un sistema de significaciones modernistas para apuntalar su proyecto de dominación. Si bien esta ciudad letrada surgió como “anillo protector” y ejecutora de las órdenes del poder colonial, gozó también de un impulso institucionalizador que la consolidó como el nuevo poder, en el transcurso de los procesos independentistas. La visión de Rama articula la ciudad como sitio estratégico de los proyectos modernistas, que, bajo la promesa de la modernidad, ocultaban un mecanismo de dominación que operaba fundamentalmente a través de una forma privilegiada de cultura: la cultura letrada.

A partir de los planteamientos de Rama, propongo en estas páginas un recorrido por distintas categorías teóricas desde las cuales los estudios culturales latinoamericanos nos ayudan a pensar la ciudad. Me interesa particularmente la ciudad como un sitio clave en el despliegue de la modernidad/colonialidad como forma de dominación, en el que se producen diversas articulaciones entre el poder y la cultura. Exploro los planteamientos de diversos autores respecto a las nociones de cultura, modernidad y subalternidad. A partir de estas categorías, la ciudad se nos revela como uno de los escenarios privilegiados de las tensiones y contradicciones entre la letra y la oralidad, entre la cultura de élites y la cultura popular, entre los esfuerzos homogenizadores y una heterogeneidad irreductible, y entre los proyectos de dominación y los impulsos democratizantes.

Si Rama dejó establecida la centralidad de la ciudad letrada en los proyectos modernistas de dominación, Antonio Cornejo Polar nos permite adentrarnos en su historización y en la develación de las tensiones constitutivas que residen en su interior. Para reflexionar sobre el origen de esa ciudad letrada de la que nos habla Rama, resultan de gran utilidad los planteamientos de Cornejo respecto a los conflictos entre la voz y la letra, entre la oralidad y la escritura, que marcaron la conquista y colonización de los pueblos indígenas de América, por parte de los europeos. En el encuentro entre estas dos civilizaciones, la cultura escrita europea se impuso como un sistema de dominación sobre la cultura oral de los indígenas. Sin embargo, la escritura de los colonizadores, en su intento por asimilar, contener y dominar la oralidad indígena, se ve inevitablemente desestabilizada por ésta. Como nos dice el autor, la letra “se ha impuesto siquiera parcialmente sobre la voz, aunque a costo de transformarse a sí misma hasta un punto que a veces -lo he dicho antes- traspasa el límite máximo de la inteligibilidad”[ii].

Y no es casual que el sitio del encuentro entre estas dos culturas del que nos habla Cornejo sea la ciudad de Cajamarca, escenario del diálogo entre el Inca Atahualpa y fray Vicente Valverde. La ciudad se nos presenta no sólo como asiento del poder de la cultura letrada, como propone Rama, sino como el lugar de encuentros, intersecciones, contradicciones y conflictos entre ésta y la cultura oral subalternizada. Cornejo nos permite pensar la ciudad como el espacio de una diversidad y una heterogeneidad irreductible, que resiste a pesar de los esfuerzos homogenizadores de las élites letradas.

A partir de encuentros como el de Cajamarca, la ciudad aparece como el foco de tensiones y conflictos inherentes a la modernidad. En ese sentido, Enrique Dussel  entiende la modernidad como un proceso en el que Europa se constituye como centro del mundo, a través de una relación dialéctica con su otredad no-europea, constituida como periferia. La “modernidad es, de hecho, un fenómeno europeo, pero que fue constituido en una relación dialéctica con una alteridad no europea que es su contenido último”[iii]. Además de constituirse mediante la construcción de su periferia, la modernidad, articulada desde el eurocentrismo, también oculta esa otredad. De esta manera se crea el mito de Europa como único punto de origen de la modernidad. Dussel nos llama a problematizar ese “mito de la modernidad” y a trascender el eurocentrismo y la “falacia del desarrollismo”, desde donde pensadores como Hegel justificaron el poder imperial europeo. Considero estos planteamientos importantes para visibilizar el lugar que pueden haber ocupado las ciudades latinoamericanas, desde la periferia, en la construcción de un ideal moderno de ciudad. Al mismo tiempo, los encuentro útiles para pensar en los centros y las periferias que se pueden conformar al interior mismo de las ciudades durante estos procesos de modernización.

El Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano ha hecho importantes aportes al análisis de las tensiones inherentes a la modernidad, que se pueden aplicar de manera muy productiva al estudio de las ciudades latinoamericanas. Este grupo propone la noción de subalterno como una manera de visibilizar “las múltiples fracturas del lenguaje, la raza, la etnicidad, el género, la clase, y las tensiones resultantes entre asimilación (dilusión étnica y homogenización) y confrontación (resistencia pasiva, insurgencia, ataques, terrorismo)”[iv]. La idea de lo subalterno se distancia de las concepciones centradas en una categoría única (como la clase), a partir de la cual se pretende explicar todas las formas de opresión, así como de construcción de agencialidades sociales. El subalterno es más bien un sujeto migrante, un sujeto en mutación, cuya otredad  pone de manifiesto la heterogeneidad en las relaciones de poder y resistencia en el interior de las ciudades latinoamericanas modernas.

Avanzando en esta perspectiva, la propuesta teórica de  Néstor García Canclini nos permite ver la ciudad como lugar privilegiado de la hibridez y de la heterogeneidad multitemporal que caracteriza a la modernidad latinoamericana. Siguiendo a este autor, podemos trazar un vínculo entre las contradicciones y conflictos que se inauguran con el encuentro entre la oralidad y la letra, y las que persisten luego en los desajustes entre modernismo y modernización, es decir, entre los deseos de modernidad cultural de las vanguardias, y el estancamiento de la modernización a nivel socio-económico. El vínculo está en que se trata siempre de una articulación entre poder y cultura que sirve a un proyecto de dominación. Se trata, pues, de una modernización con expansión restringida del mercado, democratización para minorías, renovación de las ideas pero con baja eficacia en los procesos sociales. Los desajustes entre modernismo y modernización son útiles a las clases dominantes para preservar su hegemonía, y a veces no tener que preocuparse por justificarla, para ser simplemente clases dominantes[v].

Pero esta ciudad de modernidades híbridas y multitemporales ha sido, al mismo tiempo, un espacio de complejización en la distribución del poder simbólico, vinculada con el desarrollo de la industria cultural, lo que ha abierto alguna posibilidad a ciertos impulsos democratizadores de la cultura. Desde esta perspectiva, García Canclini nos propone ver los modernismos latinoamericanos “como intentos de intervenir en el cruce de un orden dominante semioligárquico, una economía capitalista semindustrializada y movimientos sociales semitransformadores”[vi].

En línea con los planteamientos de García Canclini, Renato Ortiz[vii] hace un llamado a abandonar las visiones teleológicas de la modernidad, y a reconocer la existencia de  múltiples modernidades, llenas de contrastes y diversidades, para poder idear políticas culturales verdaderamente eficaces. Este reconocimiento debe pasar, según Ortiz, por la comprensión de la cultura como una visión del mundo que es constitutiva de cualquier sociedad, y del desarrollo, como una construcción específica de las sociedades modernas. Con Ortiz, podemos imaginar, la ciudad como un punto de articulación entre estas nociones de desarrollo y de cultura, y como un lugar de producción y reconocimiento de esa multiplicidad de modernidades.

Por un lado, las propuestas de Fernando Calderón  dialogan en varios temas con los planteamientos de García Canclini y de Ortiz, pues nos describe una Latinoamérica con una identidad cultural ambigua y múltiple, en la que coexisten premodernidad, modernidad y postmodernidad. Por otro lado, este autor introduce un nuevo elemento para pensar la ciudad: el papel que jugó el populismo latinoamericano como fuerza modernizadora. Si concebimos la ciudad como uno de los sitios privilegiados de la protesta popular, pero también de las políticas populistas, la perspectiva de Calderón nos permite entender mejor la importancia de las ciudades como espacios desde donde se buscó desplegar la modernidad en los países latinoamericanos. Tal como nos dice:

Sólo bajo el populismo, con la integración de las masas al mercado, la sustitución de importaciones, la urbanización, y otros cambios sociales de diferentes grados de intensidad y ritmo, se impuso finalmente la modernidad en Latinoamérica, con un estilo latinoamericano […], el populismo fue el instrumento de una integración más completa en la experiencia universal y paradójica de la modernidad[viii].

Si el populismo fue, como plantea Calderón, el instrumento de la modernización, podemos argumentar que la ciudad fue el principal escenario en el que se desplegó ese instrumento. Estas consideraciones acerca del populismo nos llevan a la pregunta acerca de lo popular, su cultura y el lugar que ocupan dentro del mundo citadino. Para pensar sobre estas cuestiones resultan muy estimulantes las reflexiones de Jesús Martín-Barbero, y en especial el diálogo que entabla con las ideas de Walter Benjamin. Martín-Barbero retoma tres figuras de Benjamin sobre la relación de la masa con la ciudad.

La primera de estas figuras es la conspiración, el encuentro que se produce en los espacios citadinos entre la miseria y la marginalidad, y los artistas y la intelectualidad que no se ha insertado al mercado, todos con un sentido compartido de protesta social. La segunda figura es la de las huellas, o, más bien, la desaparición de éstas. Esto se refiere, por un lado, a la difuminación de las marcas de la identidad de la burguesía que se da en el espacio urbano, y que le conduce a refugiarse en el interior de la domesticidad, en busca de esas huellas perdidas. Por otro lado, se refiere a la desaparición de los rastros de los criminales entre las masas urbanas, que llevó a la burguesía a desplegar una serie de mecanismos de identificación, registro y control social. La tercera de estas figuras es la experiencia de la multitud, la concentración masiva de gente que hace posible un nuevo sensorium, una nueva forma de sentir. Benjamin y Martín-Barbero ven en esta experiencia un potencial emancipatorio, puesto que es “en multitud como la masa ejerce su derecho a la ciudad”[ix]. De ahí el gran interés de Benjamin por las formas marginales de arte y de cultura.

Martín-Barbero retoma de Benjamin el interés por la cultura de masas, característica de las ciudades, y las posibilidades que ofrece para el cuestionamiento del aura de la alta cultura y su separación respecto de la cultura popular. Esto contrasta de manera muy marcada con la postura de Theodor Adorno, que veía con preocupación los desarrollos de la industria cultural, pues para él constituían una caída del arte en la cultura.

En el trabajo de Silviano Santiago podemos ver, en cierto sentido, una reelaboración de las tensiones entre las posturas de Benjamin y Adorno. Santiago discute la distinción entre el espectáculo, asociado con la alta cultura de la modernidad, y el simulacro, vinculado a la cultura masiva de la posmodernidad. Según el autor, esta distinción “es utilizada estratégicamente para privilegiar el dominio de la experiencia directa, in corpore, y para descalificar la experiencia obtenida a través de imágenes reproducidas tecnológicamente, in absentia”[x]. El espectáculo correspondería, pienso yo, a la ciudad de las élites modernistas, mientras que el simulacro sería propio de las ciudades posmodernas, donde uno de los efectos de la industria cultural ha sido la multiplicación en la producción, circulación e interpretación de significados. En ese contexto posmoderno, Santiago se pregunta por el valor que puede seguir teniendo la alfabetización. Volviendo a Cornejo, podríamos pensar esta multiplicación de significados en la ciudad posmoderna como una nueva irrupción de la oralidad en la cultura letrada. Para Santiago, la respuesta a estas contradicciones estaría, no en el restablecimiento del monopolio de la alta cultura sobre la producción e interpretación de significados, sino en elevar la calidad de los simulacros de la posmodernidad. En las sociedades capitalistas periféricas, nos propone este autor, “deberíamos buscar maneras de mejorar la interpretación tanto de los espectáculos como de los simulacros por parte de los ciudadanos comunes”[xi].

Quisiera detenerme aquí en un espacio que ha ocupado un lugar muy importante dentro del paisaje urbano latinoamericano, y que podría, en condiciones propicias, contribuir grandemente a la labor de la que nos habla Santiago, de mejorar la interpretación de los espectáculos y los simulacros por parte de la ciudadanía. Se trata de las universidades, cuya evolución analiza de manera muy aguda José Joaquín Brunner para el caso chileno, de donde podemos extraer postulados aplicables a otros países de América Latina. Para Brunner, las universidades surgen, no como una respuesta a las necesidades que planteaba el mercado y las condiciones socio-económicas, sino como un mecanismo modernizante que obedecía al deseo de autoafirmación de la clase media. El proceso de reformas que atravesó la universidad chilena en los años 60 logró, en buena medida, democratizar la universidad y constituirla como un espacio de formación intelectual, técnica y profesional para diversos sectores sociales. Sin embargo, con el tránsito hacia formas autoritarias y neoliberales de capitalismo, la universidad derivó hacia un modelo meritocrático y estamentalista, que la redujo “a una agencia de selección, indoctrinamiento y acreditación del personal intelectual” necesario para garantizar el mantenimiento del orden establecido[xii]. En esas condiciones, difícilmente se puede pensar en la universidad como un espacio crítico que pueda contribuir al cuestionamiento de las articulaciones entre cultura y poder que operan a lo interno de la ciudad moderna.

Carlos Monsiváis comparte varias de las inquietudes de los autores ya citados respecto a la relación entre la cultura popular, la industria cultural y la cultura de élites. Sin embargo, su perspectiva es mucho menos optimista. Monsiváis coincide con Martín-Barbero y con Benjamin en identificar en la cultura popular urbana una posibilidad de resistencia para los sectores marginales de la sociedad. En sus inicios, la cultura popular mexicana constituía un espacio donde las masas urbanas podían verse reflejadas y donde los conflictos sociales encontraban un medio de expresión, por ejemplo, en las carpas y los teatros. Sin embargo, en la medida en que la industria cultural, a través del cine, la radio y, finalmente, la televisión, fue cooptando esa cultura popular, terminó por convertirla en un instrumento de la dominación ideológica, la colonización y el nacionalismo de las élites. Este autor llega al punto de definir la cultura popular como el resultado de ese “proceso de dominación ideológica [que] desplaza y oprime los intentos de mantener una tradición, de erigir una ‘singularidad’ cultural y artística”[xiii].

En esta misma línea, Monsiváis analiza en otro de sus textos la manera en que la disolución de las identidades tradicionales en la sociedad de masas dejó a los medios masivos en control de la definición de lo nacional popular. Esta definición controlada por la industria cultural es asimilada por el pueblo, a pesar de que contribuye a justificar su dominación. “Y dijeron los medios masivos: ésta y no otra, es la vida del pueblo y al pueblo le gustó su imagen y su habla y procuró adaptarse a ellos”[xiv]. Esta es la desesperanzadora conclusión a la que llega el autor. Sin embargo, podemos preguntarnos, con Monsiváis, si es posible que la ciudad pueda albergar de nuevo espacios para esa experiencia de la multitud de la que Benjamin hablaba con esperanza. Considero que esta pregunta nos plantea una posible reconciliación entre las ideas de Benjamin y las de Adorno, a través de las propuestas de Beatriz Sarlo.

En medio de esa hegemonía mediática audiovisual, en donde se produce la colonización de la cultura popular que Monsiváis deploraba, Sarlo reivindica la importancia de retomar la discusión sobre los valores estéticos del texto cultural. Pero no para restablecer el monopolio de la cultura de élite sobre estos valores, sino para generar una discusión desde una perspectiva pluralista, relativista, formalista y no convencionalista, que reconozca las relaciones de poder que encubre el discurso. Según propone Sarlo: “Los valores son relativos, pero no indiferentes, y para cada cultura los valores no son relativos desde un punto de vista intratextual. Las culturas pueden ser respetadas y, al mismo tiempo, discutidas”[xv].

Quizás esta discusión pluralista y relativista sobre los valores estéticos de la cultura abriría posibilidades para recuperar esos espacios de la cultura popular que han sido colonizados por la industria cultural al servicio del proyecto de dominación de las élites. Quizás sería posible, entonces, pensar de nuevo las ciudades como ese lugar para la experiencia de la multitud, para la emergencia de nuevas formas de sentir que conduzcan a la emancipación.


NOTAS

[i]      Angel Rama, La ciudad letrada (Montevideo: Arca, 1998).
[ii]      Antonio Cornejo Polar, Escribir en el aire (Lima: CELACP, 2003), 62.
[iii]     Enrique Dussel, «Eurocentrism and modernity (Introduction to the Frankfurt lectures)», en The postmodernism debate in Latin America, ed. J Beverly, M Aronna, y J Oviedo (Durham: Duke University Press, 1995), 65.
[iv]    Latin American Subaltern Studies Group, «Founding Statement», en The postmodernism debate in Latin America, ed. J Beverly, M Aronna, y J Oviedo (Durham: Duke University Press, 1995), 143.
[v]     Nestor García Canclini, Culturas híbridas (México: Grijalbo, 1990), 67.
[vi]    Ibid., 80.
[vii]   Renato Ortiz, «Cultura y desarrollo», en Pensar lo contemporaneo: de la cultura situada a la convergencia tecnológica, ed. M Aguilar et al. (México: Anthropos, 2009).
[viii]  Fernando Calderón, «Latin American identity and mixted temporalities; or, how to be postmodern and indian at the same time», en The postmodernism debate in Latin America, ed. J Beverly, M Aronna, y J Oviedo (Durham: Duke University Press, 1995), 58.
[ix]    Jesús Martín-Barbero, De los medios a las mediaciones: comunicación, cultura y hegemonía (México: Editorial Gustavo Gili, 1987), 61.
[x]     Silviano Santiago, «Reading and Discursive Intensities: On the Situation of Postmodern Reception in Brazil», boundary 2 20, n.o 3 (1993): 195.
[xi]    Ibid., 200.
[xii]   José Joaquín Brunner, «Universidad, cultura y clases sociales en Chile: la formación de las élites», en Universidad y Desarrollo en América Latina y el Caribe (Caracas: CRESALC/UNESCO, 1984), 87, http://unesdoc.unesco.org/images/0015/001520/152001so.pdf
[xiii]  Carlos Monsiváis, «Notas sobre cultura popular mexicana», Latin American Perspectives 5, n.o 1 (s. f.): 98.
[xiv]  Carlos Monsiváis, «La cultura popular en el ámbito urbano: el caso de México», en Posmodernidad en la periferia, ed. H Herlinghaus y M Walter (Berlín: Langer, 1994), 158.
[xv]   Beatriz Sarlo, «Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa»,Revista de Crítica Cultural, n.o 15 (1997): 8.

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Camilo Antillón tiene una maestría en sociología por la Universidad de Ámsterdam y experiencia de investigación en temas de género, sexualidad y violencia, con organizaciones e instituciones nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña en el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica como docente y en un proyecto de investigación sobre la marginalidad urbana y el control social en la Nicaragua de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre sus publicaciones están “Memorias del porvenir y sitios de memoria en la Nicaragua post-revolución” (Caratula.net, 2015), Diagnóstico sobre la situación y causas del embarazo en adolescentes en el departamento de Chontales (Managua: IEEPP, 2012) y “Approaches to Sexuality in a Multilateral Fund in Nicaragua” (Development, 52(1), 2009).