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Tierra tres veces maldita (novela)

30 septiembre, 2015

César Ramiro Vásconez

– Durante su estancia como escritor en residencia de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (Meet) de Saint-Nazaire en Francia, el escritor ecuatoriano César Ramiro Vásconez (1980) puso a un lado sus facetas de poeta y traductor y trabajó su primera novela. El resultado, una compleja y perturbante novela, Tierra tres veces maldita,fue publicado por la Meet en una edición bilingüe y recientemente presentada en Francia. De esta novela, compartimos un extracto que corresponde a su primera parte.


L’ultime saison du pôle

24 de Julio de 1934

ChèreLalou:

No sabía que mi libro había llegado a usted. Debo agradecerle a nuestro querido Jules por haberle hecho conocer mi trabajo. Pensar que en París compartimos los mismos lugares más de una vez sin saberlo me hace añorar mi vida anterior, cuando me escapaba de L’Ecole des Mines para ir a los cursos en Beaux Arts y vagabundeaba entre museos, librerías y cafés con amigos a los que no he vuelto a ver. Si estaría allí la buscaría para empezar esta conversación mirándonos a los ojos.

A pesar de que me reconfortan, la generosidad de sus elogios es inmerecida y me incomoda porque la aparición de ese libro fue tan amarga. Uno de los peores días de mi vida fue hace dos años, cuando rescaté de la imprenta los ejemplares de Le champ et la clef que sobrevivieron al incendio y los tiroteos. Fue un error haberlo publicado aquí donde toda actividad del espíritu está amenazada por la precariedad. Jamás voy a la única librería que hay en este hueco infame con ínfulas de ciudad; en su vitrina los misales se empolvan junto a los panfletos bolcheviques. Pude haber encontrado un editor en Bruselas o en París pero me venció la desidia. Escribir en una lengua distinta a la del país que aborrezco es un fracaso que me enorgullece.

En las noches de verano, al mirar hacia las montañas que separan esta ciudad del mundo se pueden observar algunos incendios bordando sus faldas. Los campesinos los provocan para despejar la tierra. A veces hay incendios que se generan espontáneamente y son más difíciles de controlar. Cuando las llamas se expanden por las montañas de los alrededores y la humareda llega al centro de la ciudad es signo de la llegada de una época ominosa. Por higiene y buen gusto jamás leo la prensa local. Tengo fuentes más fiables: mis empleados devengan su sueldo también por sus murmuraciones. Si mis socios están muy inquietos o demasiado triunfalistas algo grave está por suceder.

La inestabilidad de estos climas se interconecta directamente con el complejo de inferioridad de sus habitantes. Sin darme cuenta me acostumbré a que cada cierto tiempo haya manifestaciones que se vuelven balaceras. Apago la radio cuando la transmisión de las sesiones del Senado dura todo el día. Cierro las cortinas mientras los cuarteles extorsionan a los ministros. En cuanto vi que en la plazoleta de la Iglesia de Santa Bárbara estaban levantando trincheras no esperé a los primeros disparos y envié a la familia a nuestra casa de Puembo. Me quedé aquí y junté a una cuadrilla de obreros para que tapen las ventanas con tablas y traben las puertas. Fue inútil, cuando la primera bala perdida derribó a uno de ellos mientras tapiaba un ventanal del segundo piso todos huyeron.

Resguardo mi intimidad de ser intoxicada por las disputas de los asuntos públicos. Quienes nos consagramos al logos vamos con décadas de ventaja frente a la aberración de la política. Si ya todo está decidido de antemano es porque no me concierne. Solo callo y observo ocultando la jugada definitoria. Había dos bandos lamentables exigiendo adhesión irrestricta a sus caudillos: un militar y un senador, o sea, entre la estupidez y la vileza. Traté de llamar por teléfono a la imprenta que preparaba mi libro y nadie contestaba. Dejé la ciudad antes de que oscureciera.

Durante esas noches en mi casa del valle de Puembo el cielo se iluminaba con las explosiones y los incendios. Estábamos a kilómetros de Quito y por la mañana el rumor de las balaceras era como una especie de estática que estropeaba todo intento de normalidad. Decían que en las calles la sangre llegaba a los tobillos. Fueron solo cuatro días, pero desde que dejamos la ciudad el tiempo pareció congelarse en una desolada languidez. Solo pensaba en recoger mi libro de la imprenta. Las humaredas elevándose luego del resplandor de las detonaciones me hacían tan feliz. No me importa que la nación se hundiera. Esta tierra está maldita. Si la voz del pueblo es la voz de Dios, este es un esquizoide que se dio un balazo en la rodilla.

Parecía que habían pasado meses cuando al fin llegó la calma. Las calles eran como arterias después de la hemorragia. Los cadáveres se apilaban en las esquinas, pero ninguno era de un magistrado o de un general, qué lástima. Era tan triste ver que la ciudad no fue demolida a cañonazos. Pero qué desperdicio encontrar manzanas enteras de casas quemadas mientras el Palacio de Carondelet y el Senado solo tenían algunas magulladuras. Había algunos agujeros de bala en la fachada de nuestra casa pero no pudieron forzar la puerta de entrada. Ordené que le prendan fuego a la trinchera que levantaron frente a la puerta y solo entonces decidí traer a mi familia.

Cuando fui a retirar los ejemplares de mi libro, la imprenta había sido incendiada. Nadie de los que trabajaba ahí sobrevivió. El jefe de los linotipistas, que tan paciente fue con mis correcciones de último momento, estaba ahorcado en un poste. La mitad de la edición se quemó, la otra mitad quedó estropeada y con manchas de sangre.

No soportaba ver a los ejemplares que quedaban tan maltrechos, durante meses los guardé en un baúl pero me pesaban en el alma. Cometí el error de obsequiar algunos a personas que apreciaba y no tardaron en llegarme sus invectivas maquilladas como bromas. Solo entonces me di cuenta que nunca tuve amigos aquí. Saber que nadie los acogería con un subrayado ni con la caricia de una anotación me descorazonaba. Un día armé un paquete con los menos estropeados y se los envié a Jules para que los repartiera entre las personas que me importaban. Me aparté del silente rechazo que se extendió a mí alrededor. Por eso me sorprende la calidez de su lectura, estimada Lalou, es penetrante, propia de alguien que comparte mi desvelo.

19 de Abril de 1935

Jamás se lo he contado a nadie pero tan solo unos instantes antes de que suceda sé que habrá un temblor. Se trata de un trastorno similar a una leve falla respiratoria luego de la cual siempre vendrá un sismo. No me paralizo de angustia ni corro a guarecerme alarmando a los demás cuando sé que el suelo temblará. Descorro la cortina y abro la ventana para ver cómo es sacudida la plazoleta de la Iglesia de Santa Bárbara. Mi alegría es indecible porque algún día despertará la placa de Nazca rozando a la placa Sudamericana y estrujarán a esta ciudad infecta. La única actividad que hay en este pueblucho es la sísmica y que pena que sea esporádica. Sueño con las erupciones al unísono del Pichincha, el Cotopaxi y el Tungurahua escupiendo roca ígnea y ríos de lava.

El Cotopaxi bramaba cuando nací. El primero de octubre de 1903 se inició un proceso eruptivo que recrudeció en abril de 1904 y no terminó hasta el 20 de septiembre de ese año. Hoy hace treinta y un años las fumarolas se mezclaron con la lluvia. La ceniza que cayó no solo volvió fangosas las calles sino que oscureció el cielo en pleno mediodía. Han sido pocas las ocasiones en que he estado a punto de desvanecerme y luego la tierra no tembló. Mis pulmones son ingobernables. Los médicos se equivocaron con la anemia, la neumonía y la epilepsia; solo acertaron al diagnosticarme asma. Eran los ríos de lava susurrándome. Era la roca ígnea crepitando en mí. Callé porque nadie lo entendería, no quiero que me persigan para utilizarme como sismógrafo o contador Geiger y así me quiten uno de los pocos motivos de felicidad que tengo. Aunque me lo he propuesto no he podido afinar esta capacidad para medir la escala en grados Richter ni prever su duración.

Al igual que la poesía la geología escoge a los suyos y afortunadamente somos cada vez menos. Hay que ser un abogado o un periodista de esta nación de eminencias grises para creer que es una amenaza y no la salvación vivir entre fallas geológicas y volcanes. Quienes padecen la aversión por la matemática ven al mundo natural como divino y persisten detrás de la fama y el dinero delinquiendo en los periódicos o en el estado, que al cabo son lo mismo. Abro la llave del lavabo y el agua que cae es negra como sus conciencias. Una sucesión de alcaldes ineptos construyeron el reservorio de potabilización del Placer justamente en la trayectoria de las fumarolas del Pichincha.

Para la naturaleza somos una excrecencia accidental: un tumor maligno que logró cierta autonomía creyéndose amo y señor de lo que no le pertenece. Si las placas tectónicas se mueven unos milímetros, las fumarolas ennegrecen los cielos, las calles se agrietan, las catedrales se derrumban; es la tierra limpiándose a sí misma de esta infección llamada humanidad. Cuando se vea en la necesidad de extirparnos dudo que nuestra ciencia o nuestras plegarias sirvan de algo.

Fui consciente de este trastorno al observar con codicia el juego de llaves que mi padre llevaba sujeto con una cadena de oro desde su chaleco hasta el bolsillo de su pantalón. Mis favoritas no eran las más relucientes sino las ennegrecidas por el oxido. Espiándolo vi que utilizaba tres juegos de llaves: el de la oficina, el de la hacienda y el de nuestra casona, que era el más abultado y el que yo deseaba. Los tres me estaban vedados porque siempre perdía las mías. A los seis años lo que más quería era ese viejo llavero con el que descendía al sótano y desaparecía.

Los sismos me parecen demasiado cortos; si se vuelve más fuerte y creo que va a prolongarse, se acaba. Cuando había un temblor nos guarecíamos bajo el umbral de la puerta más cercana quedándonos quietos y viendo cómo el candelabro del techo se agitaba como un metrónomo. A veces mi padre olvidaba guardar sus llaves y yo las veía oscilando en su cadera. Era el hombre más elegante que conocí, escoger sus trajes era lo único que hacía bien y hasta su incipiente calvicie lo volvía guapo. A mí todo me luce mal pero la escualidez me permitió deslizarme sin ser visto por corredores y ventanas. Así lo vi regresar tambaleándose y con el traje salpicado de lodo por la misma puerta del sótano.

La resaca haría que se despierte más tarde. De su juego de llaves solo tomé las del sótano. Esperé hasta el final de la tarde y bajé. La puerta era muy pesada y me costó empujarla. Descendí a tientas por un túnel que me condujo a una red de senderos apenas iluminados por antorchas en lo alto de las paredes. El aire era putrefacto, en algunos tramos el suelo era irregular y no había iluminación. El agua me llegaba a las rodillas y aumentó con el bramido de la lluvia sobre el empedrado de la plaza. Tuve miedo, el aire se volvió aún más mefítico y la cabeza me daba vueltas. La respiración se me volvió pedregosa; supe que venía un temblor y vomité.

Mi madre no paraba de llorar. Mi padre zarandeaba a las criadas preguntándoles cuándo me vieron por última vez. Le dio un fustazo en la cara a un sargento de los carabineros al gritarle que eran unos inútiles porque no me encontraban. Pasada la media noche unos granaderos que volvían a Carondelet me encontraron inconsciente y empapado en un túnel cerca del Teatro Sucre. Cuando me trajeron hasta mi casa no temblaba de frío sino por la ira de mi padre. Pero me recibió con los ojos llorosos y me abrazó fuerte contra su pecho. Al día siguiente el médico me diagnóstico asma. Mi madre me dio a entender que estaban muy decepcionados pero fue la única vez en que no me castigaron. Mi padre escondió mejor sus llaves para no ser vulnerable ante mí.

A los catorce años soborné a uno de los huasicamas y obtuve las copias del juego de llaves que tanto deseaba. Bajaba con un abrigo y bufanda, botas y una lámpara, un cuaderno y cigarrillos. Sabía cuándo y qué ruta seguir para no cruzarme con mi padre ni mis tíos. Iba hasta las cuevas de El Panecillo a borronear poemas y dibujos que felizmente se perdieron. Subía a la cima de la ladera y contaba los días que me quedaban para irme definitivamente. Heme aquí otra vez tosiendo la flema del invierno. Alguna vez creí que esos túneles nos llevarían a la playa fría y desierta donde me desangraría sobre tu pecho.

Se podía andar libremente entre las bóvedas y arcos del antiguo drenaje. Había parejas arrinconándose, cajas de fruta podrida flotando, gnomos arrastrándose ebrios para robarles unas monedas. No se podía pasar sin salvoconducto, sin uniforme, ni escoltas por los corredores que conectan a Carondeletcon el Monasterio de la Concepción y el Senado. Si hay frascos de cigotos en formol en el piso o en los muros del pasadizo es porque la Iglesia de El Sagrario o El Convento de la Merced están cerca y hay que desviarse. Solo las monjas y los frailes pueden andar encapuchados y preguntar a quien sea qué hacen allí. Si llueve torrencialmente los túneles se vuelven intransitables y el que se atreva a bajar se ahogará. Cuando hay golpe de estado hasta los frailes bajan armados y los granaderos tienen órdenes de disparar sin advertencias.

Al volver de París contigo encontré sobre la cama el juego de llaves de mi padre. Él no lo usaba porque su hígado ya no se lo permitía. Tampoco lo utilicé porque en el compartimiento secreto de mi bargueño estaban las mías. Te emocionaste cuando te dije que te llevaría por la ciudad a través de los túneles. Pero al bajar también me decepcioné; no recordaba que los corredores entre el Teatro Sucre y la Iglesia de Santo Domingofuesen tan estrechos. Es una red sin misterio y trunca como todo aquí. No hay nada más tedioso que las cavidades de una puta vestida de santa.

El trazado más antiguo fue levantado en el incanato y en su diseño se ve cómo las catedrales usurparon hasta sus vértebras. No era muy frecuentado debido a su difícil acceso y al llover era el primero en inundarse. Si habría sabido lo que hoy sé excavaría en el Itchimbía. En ese entonces lo recorrí contigo sin reparar que las gradaciones de las capas geológicas estaban tan a la vista. Hiciste un mapa de la zona en tu cuaderno (¿aún lo tienes?) y llevamos unas pocas herramientas para excavar superficialmente. Hallamos adornos de oro y un pectoral incaico.

– Tú eres mi arritmia – te susurré mordisqueando tu lóbulo mientras me desbotonabas la camisa.

Hoy casi todos los túneles fueron tapiados por una sucesión de alcaldes ineptos. El primero que bloquearon fue el que conectaba el Convento de San Francisco con los urinarios de San Agustín. Hace tiempo que vendí el pectoral y las piezas de oro.

Mientras íbamos por el pasadizo que va del Cumandá hasta la Ronda trataste de convencerme una vez más para ir de expedición a la selva. Te expliqué mil veces cuánto odio el calor y que una picadura de mosquito me mataría. La lluvia nos esperaba para empezar a caer. En esas callejuelas de empedrado resbaloso aún funcionan las mismas tabernas desde la Real Audiencia. Nunca voy a ninguna porque solo está esa gentuza con la que tanto te divertiste.

Al ver el Pearless de Cañizares estacionado afuera del Murcielagario pensé en llevarte a otro bar y luego me arrepentí. Estaba sentado en la misma mesa del fondo. Nos vio entrar y se levantó para abordarte, se sentó a nuestra mesa sin hablarme y tú lo secundaste. Te fuiste con sus amigos sin despedirte. Además de proclamarse comunista Cañizares le dice a todo el mundo que eres un extranjero ingrato que trató de mancillar el honor de la nación con un libro que te denigra más a ti que a nosotros, pues mientras estuviste aquí te la pasaste fumando opio conmigo. Si me lo encuentro en el Savoy o donde sea, aunque finjamos no habernos visto, siempre es un mal momento. En sus ojos veo cómo el odio que me tiene aumenta con su borrachera. Cada calumnia llega desfigurada a los oídos de su protagonista; esa es la manera de saber si uno es importante en la capital mundial del rencor. Ese con quien conversabas de Gide y Wilde nos llamó maricas en público y a ti te parecía tan libre de todo dictamen. Su padre le escogió por esposa a una de las primas de mi mujer, una dama mustia a la que embaraza regularmente. Cañizares gana una tras otra las carreras de autos que él mismo arregla en el páramo. Los indios de su hacienda enceran sus bólidos bajo su vigilancia. Si los rayan reciben diez latigazos y luego deben besar su anillo agradeciéndole. El mismo los raspa con sus llaves antes de que la cuadrilla venga a encerarlos.

Es imperdonable que te hayas ido con él esa noche. Cuanto deseé que al conducir ebrios se estrellen en un barranco. Volviste dos semanas después con taquicardia y la frente vendada. Nunca te pregunté qué pasó. Mientras convalecías remodelé la casona por primera vez y te preparé una sorpresa. Cuando te levantaste te mostré las refacciones en los salones y el jardín. Pero al llevarte a la que sería tu habitación junto a la mía, la que diseñé solamente para ti en el lugar más cómodo y tranquilo de la casona, me pusiste las manos en el cuello contra la pared recién pintada:

Mais, qui es-tu?

Mordisqueaste mi lóbulo susurrándome que desde que llegamos me volví un extraño para ti. ¿Dónde quedó aquel a quien creías libre de mandato? Mi voz se vuelve un látigo con una leve inflexión; ya estaba listo para tomar el despacho de mi padre.

Viens avec moi à Manaos.

No.

Me soltaste para arrojarme un papel y decirme:

Mois aussi j’ai un cadeau pour toi. Prends-le, je l’ai volé chez Cañizares mais je crois que cette lettre est un faux :

Quito, 21 de Junio de 1802

Caro Lichtenberg:

Le escribo estas líneas con una persistente molestia en mi brazo derecho que me temo sea reumatismo. Tuve un penoso viaje por las laderas occidentales de los Andes junto a Bonpland, quien padeció las fiebres tercianas. Bajo lluvias torrenciales atravesamos pantanos que nos llegaban hasta las rodillas y las botas se nos pudrieron en las piernas. Llegué descalzo a Cartago pero con las muestras de la herborización intactas.

 Hoy es el equinoccio aquí en la provincia de Quito, que de fría y lúgubre se volvió soleada. Luego del terremoto que la arrasó en 1797 es un diamante sin pulir en un lodazal. Aunque su reconstrucción no ha terminado se respira lujo y voluptuosidad, sus habitantes son amables y vivaces debido a los volcanes que los amenazan. De tanto dormir en el suelo ya había olvidado las comodidades de la civilización y aquí al fin pude descansar en una cama. La meseta de Quito es un solo volcán con múltiples cimas nevadas. Subí al Pichincha con un electrómetro Volta, mientras medía la altura y el diámetro de su cráter, vapores de azufre y llamaradas azules me cercaron. Su interior es como las fauces de un gigantesco saurio.

 Tengo muestras volcánicas que en Europa nunca se han visto y llegué a altitudes que nadie antes alcanzó. Levanté el plano topográfico del Cotopaxi, mientras hacía mediciones barométricas y geográficas recordé cómo en sus lecciones sobre electricidad en Göttingen siempre citaba a Séneca: lo que más necesitamos o es muy barato o no cuesta. Si los indios que nos guían se niegan a seguir y nos abandonan es señal de peligro inminente. En la cumbre del Antisana me sangraron los labios y los ojos. Subí al Chimborazo con un píe ulcerado por una caída que tuve días antes. No se podía ver nada por la nevada, Bonpland y yo estuvimos a punto de morir.

 Luego de un penoso altercado, Francisco de Caldas me amenazó con acusarme de pecado nefando ante la Real Audiencia por pervertir a Montúfar, nuestro asistente. No sé cómo deshacerme de él; creí que era un joven valioso y luego me di cuenta que intrigaba para apartarme de mi querido Bonpland. Ya perdí la cuenta de cuantos bueyes se han desbarrancado con mi equipaje. Esta expedición también me hizo conocer la penuria. No importa si se es rico o pobre, lo que hoy desperdiciamos o perdemos mañana nos hará falta. El hombre solo debe contar con lo que su propia energía produce. He visto a tantos pordioseros dormidos sobre un filón y ya sé que solo se levantarán para saquear o pedir caridad. Desconfío del correo, hace ya tiempo que envíe muchas cajas con las muestras herbolarias y los minerales que hemos recolectado. Temo que los mapas y dibujos de plantas que hicimos estén en un barranco o en el fondo del mar. No he recibido respuesta del Real Gabinete de Historia de Madrid ni del Musée d’Histoire Naturel. Podría contarle tantas cosas pero sería demasiado para una carta que probablemente se perderá.

Frederick-Alexandre de Humboldt

 19 de Octubre de 1935

Los apellidos de los fundadores de esta ciudad están esculpidos en las viejas placas de la Catedral Metropolitana. Allí está consignado que fue la hez de Europa quien vino a evangelizar con la sífilis y la peste. Desciendo de los arrieros extremeños analfabetos y gritones que huyeron de la cárcel y de la hambruna en la sentina de un galeón atestado de hampones vascos y madrileños. Si falta algo de valor seguro estaba escondido bajo sus harapos. Compraron sus títulos de nobleza pero sus piaras de cerdos los evitaban en un caserón a medio construir. Cuando veía a mi padre reunido con sus socios; a mi hermano con sus amigos con camisas negras y brazaletes con la esvástica; a los jesuitas que al llegar de Madrid decían que aquí aún se conservan los valores que en las grandes capitales ya se olvidaron; veo cómo se degeneraron los genes de esta casta inferior hasta en la rapiña. Gracias a ellos el catolicismo un síntoma de debilidad mental.

Desde que recuerdo siempre preferí los libros a las personas y por eso mi padre me consideró su peor inversión. Para él todo lo que tuviera que ver vagamente con la literatura o la ciencia eran perversidades afeminadas. Mis hermanas eran su ganado más caro. Mi hermano menor se volvió atlético e imbécil para enorgullecerlo. Sus queridas y sus negocios hacían que viniera poco a París pero nos supervisaba mediante telegramas. Nuestra casa en la Rue de la Pompe temblaba con su régimen de cuartel. Las cenas transcurrían en silencio, nadie alzaba la vista de la vajilla y solo podíamos hablar si él nos preguntaba algo.Cuando sentía la más mínima señal de incomodidad hacia su presencia se ponía a gritar que esta casa en la que vivíamos, que al parecer nos gustaba más que nuestra casona de Quito, la pagaba él. Que estos trapos que vestíamos (lo decía mientras sacudía del brazo a María Fernanda, que empezaba a llorar porque su vestido era nuevo), los pagaba él. Que esos libros inútiles detrás de los que me escondía, los pagaba él. Esta comida insípida y este mantel que costaban más que el sueldo de cien peones, los pagaba él.

Nunca leyó a Góngora y con ese acento tan turbio como la niebla quiteña se quejaba de que me había olvidado de hablar castellano. Mis maneras y mi vestimenta lo alarmaban. Culpabilizaba de ellas a la falta de firmeza de mi madre y a mis amistades, esos impresentables que me arruinarían la vida. No fue sino en Beaux Arts que empecé a frecuentar a gente de mi edad, hasta entonces mis amigos habían sido mucho mayores que yo. Cuando mi madre le escribió para contarle de mis primeros logros estudiando arquitectura telegrafió de inmediato su respuesta: No quiero albañiles en la familia. Siempre me decía que en cuanto me graduara mi obligación era volver a Quito antes de que me echara a perder. Al comienzo lo maldije por obligarme a estudiar ingeniería pero así me dio la mejor oportunidad para contrariarlo.

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Quito, Ecuador, 1980.

Hizo estudios de Letras y Edición en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Ha publicado artículos en revistas como La Comunidad Inconfesable, Ruido Blanco, El Interpretador y La Tempestad. Como editor preparó la Obra Poética (2007) de David Ledesma y Minero de la Noche -24 poetas franceses de vanguardia- (2008) de Jorge Carrera Andrade.

En el 2009 fue seleccionado para el Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica del Fonca en México.

Es el editor literario de Big Sur, revista de arte latinoamericano.
Aldaba es su primer libro.

Fotografía de autor (detalle): Belén Bejarano