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El viejo monje medieval

26 noviembre, 2015

Sergio Ramírez

– Palabras de Clausura del Foro Internacional de editores y profesionales del libro Latinoamérica en el mundo: límites y expansión. Feria del Libro de Guadalajara, 2 de diciembre 2015.


Siempre me ha apasionado saber, o imaginar, cómo se sentirían aquellos monjes que en los claustros de los conventos copiaban los libros a mano, cuando uno de tantos días a mediados del siglo quince oyeron decir que allá afuera los libros empezaban a salir de las imprentas como bollos de los hornos de las panaderías. Se multiplican los talleres de impresión desde que un fabricante de espejos de Maguncia, perseguido por deudas, imprimía Biblias en una prensa de torniquete de las que servían para exprimir las uvas en los lagares. Se iba a lograr en días lo que a ellos les costaba años, o toda la vida, y muchas veces la artritis y la ceguera.

Más que maravillados por aquellas noticias, imagino que deben haberse sentido aterrados. De las vueltas del torniquete de la prensa, además de Biblias empezaban a salir naipes de baraja y estampas de santos, salterios y hasta las bulas papales que llamaban a favorecer con limosnas la cruzada contra los moros. Todo lo que los pacientes y dedicados monjes hacían antes, iluminando con sus pinceles las letras capitulares y orlando las páginas de guardas floridas.

Es decir, aquella invención amenazaba con barrerlos, y hacer que el trabajo de siglos se volviera inservible. La mejor virtud de los copistas era la paciencia, y la paciencia dejaba de ser útil al conocimiento y pasaba a ser una de las reliquias del pasado. Ahora se imponía la velocidad, que nada tenía que ver con la paciencia, y mucho con la modernidad.

Es lo mismo que ocurre siempre que el ventarrón soplado por la boca del ángel de la historia, como en el cuadro de Klee glosado por Walter Benjamín, viene a empujarnos con fuerza descomunal hacia atrás, acumulando ruinas, mientras tanto nos enfrenta con un paisaje deslumbrante en el que las imágenes del futuro se vuelven materia concreta frente a nuestros ojos asombrados. O, como en el futuro que nos toca a nosotros, materia virtual.

Nada sería lo mismo a partir de la imprenta, y sobre todo, el conocimiento, y su manera de expandirse, ya no sería igual. El conocimiento dejó de ser, como dice H. G. Wells, “un pequeño gotear de espíritu a espíritu, para convertirse en una ola inmensa de la que participarán miles de espíritus y, muy pronto, veintenas y centenas de millares».

Aquella fue una revolución múltiple. Para el conocimiento humano y para las comunicaciones, en primer lugar. Si la Biblia iba a ser leída por muchos, debía dejar la cárcel del latín e imprimirse en los idiomas vulgares. Pero no sólo la Biblia. Los libros de caballería pasaron a ser best-sellers de gran tiraje y popularidad. El Quijote  era leído por los pajes en las antesalas de los caballeros, como nos recuerda el mismo Cervantes en la segunda parte de la novela.Es el bachiller Sansón Carrasco quien informa a don Quijote de aquel formidable éxito: Es tan verdad, señor —dijo Sansón—, que tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia: si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes; y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca…

Aquella revolución de la palabra impresa que nació a la mitad del siglo quince multiplicó sus efectos por los siglos venideros, y no hubo género de actividad humana que no llegara a afectar, o a transformar. La revolución cibernética que ha nacido en la segunda mitad del siglo veinte, empezó por afectar a la palabra impresa, y no hay tampoco género de actividad humana que no haya llegado a afectar, o a transformar, pero aún con mayor profundidad y dimensión, hasta hacer depender todas ellas del uso de la tecnología digital. Y nuestras existencias, nuestra identidad, han quedado ya condicionadas de manera irreversible  por esa tecnología, ahora y por los siglos venideros.

Paul Valery, ya en 1934 (Pièces sur l’art) encontró una frase memorable para designar al conjunto de técnicas de reproducción de objetos de arte ──incluyendo las láminas y los libros──: la industria de lo bello. Y advertía, de una manera que Benjamin llama profética, que es preciso contar con que novedades tan grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva, llegando a modificar de una manera maravillosa la noción misma del arte.

Esa manera maravillosa de modificación es para nosotros, al entrar en el nuevo milenio, y al hablar de la escritura, lo virtual.  La revolución en curso sustituye de manera implacable lo real por lo virtual. La piedra, la corteza, el cuero, el papel, han sido a través de las eras, desde la invención de la escritura, objetos palpables donde las palabras han existido, grabadas, dibujadas, o impresas para pasar a ser parte del mundo material. Cincel, buril, estilete, pincel, pluma de ganso, lápiz de grafito, estilográfica, teclas, han estado en los dedos o bajo los dedos como instrumentos de producir palabras indelebles, materiales.

El dedo. Son los dedos de una mano los que escriben las misteriosas palabras Menel tequel fares en la pared de la sala de banquetes del palacio de Belsasar, hijo de Nabucodonosor, según el libro de Daniel. Unos dedos de mano de hombre, y escribían delante del candelero sobre lo encalado de la pared del palacio real, y el rey veía la palma de la mano que escribía. Dedos virtuales que trazan una escritura real. Hoy son dedos reales los que trazan una escritura virtual.

La palabra, para tener poder, dependió siempre de los instrumentos mecánicos de reproducción. A través de todos los siglos, hasta la aparición del cine, la imagen nunca tuvo ese poder independiente, ni siquiera con la invención de la fotografía, que fue al principio un objeto tan de lujo que los daguerrotipos se vendían en las joyerías.

La imagen impresa, como objeto de arte, fue desde el principio una modesta compañía en los libros, en las guardas y letras capitulares, en las xilografías y los grabados medioevales, y sólo logró cobrar su propia importancia entrado el siglo diecinueve con las revistas cuando entró a ilustrar los textos. Pero siempre de mano de la letra que no hizo sino afianzar su reinado.

Leer siguió siendo mucho más importante que ver. Los tipos móviles, lingotes, planchas, representaron siempre un peso específico y tuvieron un espacio y una dimensión material en la que concretarse. Madera, plomo, estaño, zinc, celulosa, película, tinta, fueron por más de cinco siglos instrumentos de reproducción de la palabra y también de la imagen ―palabra e imagen como objetos de arte―, sin amenazarse mutuamente con la destrucción, para que una de ellas pudiera reinar de manera solitaria.

La seducción por la materia. No existe nadie del oficio o el vicio de la lectura, que no se haya fascinado alguna vez con el olor del papel y el olor de las tintas. Hay una nostalgia del olor de las tintas, una sensualidad del olor del papel imprimiéndose, una seducción en tocar los libros nuevos. Oler los libros, voltearlos, pasar la mano por sus lomos, entrar por primera vez en sus páginas. Cuando los libros se vendían sin refilar, la tarea mecánica de abrir los cuadernos las ejecutaba uno mismo como lector, con un estilete. No hay, en cambio, ninguna sensualidad al acercar la palma de la mano a la fría superficie de la pantalla donde por arte de la ilusión virtual, están las letras que escribimos y que leemos.

En mis años de estudiante en la Universidad de León, publicaba una revista experimental de literatura, Ventana. La imprenta donde se imprimía la revista tenía aún mucho de esos talleres tipográficos de las novelas de Balzac. Los tipógrafos trabajaban en el bochorno del mediodía, los torsos desnudos, componiendo a mano, con tipos móviles que sacaban de los cubiletes a asombrosa velocidad para formar las líneas al revés, mientras al mismo tiempo copiaban del texto original colocado en un atril.

El jefe del taller me entregaba las galeradas húmedas, recién pasadas por el rodillo entintado, las letras de la columna al realce bajo la presión manual, y yo corregía ahí mismo, de pie, mientras la prensa de pedal trabajaba con ruidos de descalabro imprimiendo pálidas etiquetas de aguas gaseosas, fórmulas de pagarés orladas, y programas de circo ─los clichés de aluminio con las fotografías de los artistas de la variedad montados en tacos de madera─. Todo se podía tocar.

No quiero, con mi nostalgia de monje medieval, despertar ninguna sospecha acerca de mi posición, o mi horror, frente al progreso. No hay duda que la civilización tiende siempre a la economía de medios y de esfuerzos. Como nunca, la tecnología está suprimiendo hoy instrumentos mecánicos, aunque preserve por el momento el de la digitación. Ya el cerebro de la computadora, sin embargo, puede transformar nuestra voz en caracteres escritos, y habrá un día en que podrá transformar nuestro pensamiento en caracteres escritos.

Pero quiero volver a la palabra material, a la escritura real. Mi pesado diccionario de la Real Academia de la Lengua se ha convertido ya en un objeto inútil, una edición atrasada, de hace diez años, que no me he preocupado en reponer, desde luego que puedo consultarlo en la pantalla. Tengo años de no abrir los tomos de la Enciclopedia Británica, que envejecen olvidados en un lejano estante. Frente a mis ojos progresan las bibliotecas virtuales que almacenan millones de páginas. Las grandes bibliotecas de las universidades están siendo digitalizadas, igual que los reyes de la dinastía de los Tolomeos mandaban copiar cualquier libro, estuviese donde estuviese, para que entrara en la biblioteca de Alejandría, al punto que los barcos que tocaban puerto eran requisados en busca de libros.

Y la actividad de leer se halla ligada como nunca a la actividad de hacer, una coincidencia que nunca antes se había dado en la historia de la civilización: el conocimiento y la práctica en el mismo acto. La utilidad de responder, crear, modificar, archivar, ordenar, obtener, conceder, calcular, comunicarse, todo en el acto mismo de la escritura y de la lectura. La palabra impresa nunca tuvo ese poder que ahora tiene la palabra electrónica, en esta que llamamos ya la nueva edad media.

Valery, en el texto antes citado de 1934, dice también: Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos, y por medio de una manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi un signo, y que del mismo modo nos abandonan. Está hablando apenas del cine y del fonógrafo, invenciones de la prehistoria, antes de la televisión, y mucho antes de la era de las computadoras que integran la imagen, el sonido, la escritura, la lectura, la música, las películas, el video, la radio, y además los cálculos, el diseño, los juegos, el correo, el teléfono, los periódicos, las informaciones, junto con las operaciones de finanzas domésticas, el pago de las cuentas, y las compras de boletos y del supermercado. El todo a domicilio.

Y, además, la tipografía, la corrección de pruebas, el diseño gráfico de páginas y portadas, todo lo que concierne a la edición de libros; y, además, su impresión, encuadernación, almacenamiento y registro de inventarios en depósitos y librerías. Ya no se diga todo lo que concierne a los formatos electrónicos, hasta que el libro digital llega a las tabletas en manos del lector.

Siempre se trata de un universo de palabras, pero ahora se trata de palabras que tras un clic nos abandonan y son despojadas de su sustancia material. La palabra impresa ha tenido hasta ahora sus asideros en el hecho de existir como parte del mundo real, en ser un producto tangible. Su transformación en palabra electrónica le ha quitado esos asideros: existe solamente mientras se ve.

Es una ilusión efímera. No puede tocarse, sólo verse. Ya perdió su primer atributo, que es el de ser palpable. Al apagarse el computador abandona su sustancia, o su apariencia de sustancia. Regresa a la oscuridad, a la nada. Por primera vez la palabra asume un riesgo metafísico que es el de no existir, y reaparecer bajo riesgo, sólo como efecto de una manipulación. En esta fragilidad, en esta precariedad, se refleja su pérdida de poder. En esta debilidad es que se incuba su creciente sustitución por su propia imagen. Es la palabra en el espejo. Un espejismo.

La postmodernidad es antes que nada un cambio de calidad en la vida diaria referido a las comunicaciones. La idea de aldea global de McLuhan encarna un mundo que se acerca, que se comprime. Un pequeño globo terráqueo en la mano. Pero en este mundo comprimido, donde todas las operaciones de la vida diaria, hacer y aprender, se han integrado en un solo instrumento, que requiere cada vez de respuestas más rápidas, y necesita de un drástico ahorro de signos de escritura, para abreviar procedimientos, ¿cuál es el futuro de la extensión social del don de la lectura?

En las colonias británicas del nuevo mundo, en Nueva Inglaterra, la necesidad de la lectura se creó por razones religiosas, pero muy efectivas. Se aprendía a leer forzadamente La Biblia del Rey Jaime entre cuáqueros y luteranos porque no se podía de otro modo conocer la palabra de Dios. El conocimiento, y el dominio de la técnica, entraron por esa vía disciplinaria. En las colonias españolas, por el contrario, no leyendo es que se transmitía la palabra sagrada; la calidad del  adoctrinamiento fue oral, fue el rito, fue la consagración de la obediencia a ciegas, la fe analfabeta en la doctrina, mientras el hecho de leer se estableció como una prohibición no escrita, en tanto le lectura era maligna para la fe.

Hoy no se puede prohibir a nadie leer en ninguna civilización contemporánea, y de todos modos, la lectura prohibida se volverá siempre una lectura clandestina. Pero al mismo tiempo que en ese sistema único de comunicación virtual podremos llegar a encontrar todas las páginas alguna vez escritas, los códigos de comunicación tienden a empobrecer el uso sistemático de la palabra. El universo de la escritura y de la lectura se reduce al del teclado, al uso que hagamos del teclado.

El lenguaje en que se comunican los niños y los adolescentes por medio del teclado, es cada vez más criptográfico, y más pobre. En Nicaragua, la mayoría de los estudiantes de primer ingreso a las universidades pierden el examen de admisión por no saber ni escribir ni leer, lo que quiere decir que se amplía la incapacidad de comprender e interpretar un texto, pero no sólo eso. Se reduce la capacidad de expresión.

La primera consecuencia para los países pobres al perder complejidad los códigos de comunicación a través de la palabra, es el debilitamiento de la necesidad de la lectura, ante el imperio de la cultura electrónica, que puede llegar a ser, en este sentido, una cultura de semianalfabetos.

El sistema escolar, ya de por sí débil, tiende a dirigirse más hacia la participación en sistemas de aprendizaje, pret-a-porter, más aislados uno de otros. La antigua división entre tarea manual y tarea intelectual, además, ya vimos que está siendo abolida. Existe hoy el pequeño conocimiento científico ─el del operador de sistemas, por ejemplo─ que sabe cuidar su parte del todo pero ignora en absoluto el todo que otros construyen y manipulan.

Pero aún más allá, el des-conocimiento de la palabra escrita como base del lenguaje activo, dejándola nada más en su relieve utilitario, trae consigo el riesgo de convertir la escritura en una tarea secundaria, trayendo descalabro a un sistema educativo que de antemano no muestra, en muchos de nuestros países de habla española, coherencia en sus propósitos, ni dispone de los recursos materiales para encarnar su papel transformador.

La creciente pereza de leer. La desconexión del individuo con el universo integral del conocimiento. La escritura como tarea no prescindible del todo, pero secundaria. E inútil, por desconocida, para las grandes masas de analfabetos, y su posibilidad de acceder al mundo del conocimiento. Un analfabetismo virtual, y un analfabetismo real. Aún en las sociedades desarrolladas como los Estados Unidos, donde se aprendió a leer en un tiempo por deber religioso, la nueva práctica hará que crezca el asombroso número de analfabetos ya existentes.

Podemos imaginar un mundo futuro en donde el conocimiento sea el privilegio, y el instrumento de poder, de un reducido número de personas, como en la novela El juego de abalorios de Hermann Hesse. Una elite intelectual, maestros e iniciados, reinando sobre una masa dueña de un lenguaje reducido, y formada por individuos que conocen nada más su parte, y otros en la periferia marginal, que no conocen ni siquiera la parte que debería tocarles. Quizás es por eso que vivimos en una nueva edad media, y serán los monjes otra vez los dueños y custodios del conocimiento humano.

La palabra entre amenazas. ¿Es un asunto sólo metafísico, el hecho de que la palabra, aún antes de pasar a ser sólo oral, deje desde ahora de ser material? Imaginemos un día en que todos los libros y todos los archivos han sido digitalizados, y el papel perdió su papel. La computadora pregunta si hemos terminado. Sí, hemos terminado. ¿Quiere salir del sistema? Sí, queremos salir. Buenas noches, entonces. Se apaga, todo vuelve a la nada. Y un anochecer de cualquier día, en todas las oficinas, escuelas, universidades, academias, bibliotecas, archivos, la palabra escrita habrá cesado por completo porque ha llegado la hora del reposo diario.

Habrá vuelto a la nada. Un mundo sin palabras, una especie de analfabetismo total en un mundo sin libros, o de libros olvidados, como los viejos discos long-play de 78 revoluciones que ya nadie toca. Sabremos sólo lo que recordamos, lo que memorizamos, hasta el día siguiente, cuando los sistemas vuelvan a activarse.

Hoy en día, y otra vez no me dejo llevar por el terror, es imposible  para mí y para cualquiera recuperar un texto escrito en un sistema cuyo lenguaje electrónico ha dejado de existir. Los disquetes que guardan mi novela Castigo Divino, escrita hace un cuarto de siglo, no pueden ser leídos por ninguna computadora, y se necesitaría una operación de paleontología para lograrlo.  Puedo leer un libro impreso en el siglo diecinueve, o antes, pero no puedo leer lo que escribí hace veinticinco años si no es que tuve la previsión de hacerlo imprimir en papel, al estilo antiguo. Si no, es como si nunca lo hubiese escrito. Un argumento más para no dejar de creer en los libros de verdad.

Mientras tanto, en la tarea de imaginar el futuro previsible, que es el más próximo, podemos auxiliarnos, como método, de una apreciación de los instrumentos tecnológicos actuales en su papel de piezas de museo. Es decir, la calidad rudimentaria con que serán vistos en el futuro. Sólo pensemos en la maravilla de la llave niquelada de telégrafo con su antiguo martilleo, que fue capaz de llevar palabras a la larga distancia en una clave ya olvidada, la clave Morse. O en los teléfonos de magneto con su manivela. O en los viejos proyectores de cine con su tembloroso haz de luz.  En la vieja máquina de escribir patriarcales, con el carrete de cinta de seda de dos colores, la campanilla al llegar al final de la línea escrita, y el sonoro tecleo que ha pasado hoy al silencio.

Los objetos tecnológicos pasan a ser cada vez más vertiginosamente objetos arqueológicos. En ninguna otra época de la humanidad una sola generación ha visto desfilar frente a sus ojos, naciendo y envejeciendo, tantos instrumentos de civilización. La mía, por ejemplo, la del medio siglo, en países que se transportaban con asombro de lo rural a lo moderno. Mi generación pasó del telegrama en clave morse, al teléfono de manivela, al teléfono de disco, al teléfono digital, al telefax, al Internet, al sistema multimedia integrado en el computador.

Decía esto porque nuestra propia idea del progreso es precaria. Orlando, el personaje de la novela de Virginia Woolf, que saltaba a través de todas las edades, encontraba en el ferrocarril a mitad del siglo diecinueve la idea de avanzada del progreso. Una idea efímera. La computadora en que ahora escribo envejece muy rápido. Ya no hay objetos tecnológicos que representen a una generación de seres humanos, que encarnen el paso de una generación a otra. Los barcos y los trenes de pasajeros fueron sustituidos en menos de un siglo, pero perduraron lo suficiente como para entrar en los grandes escenarios de la literatura, desde Henry James a Katherine Anne Porter, de Flaubert a Julio Cortázar.

En una de las escenas de la película Minority Report de Spielberg, basada en el cuento de K.P. Dick, los pasajeros de un tren urbano lo que leen son periódicos electrónicos compuestos de hojas de material flexible del tamaño de un tabloide, donde las noticias, ilustradas con videos más que con fotografías, cambian a medida que se producen. El lector tiene entonces siempre en sus manos un periódico absolutamente actual, que no envejece nunca. Ya estamos llegando a eso, leemos en la pantalla periódicos que contienen proyecciones de video.

Los libros impresos remontaron ya los cinco siglos. ¿Podrán perdurar? ¿Por qué no también libros electrónicos que parezcan libros de papel, de bolsillo o en cuarto menor, que uno pueda sostener con el amoroso peso que tiene un libro real y en cuyas páginas hagamos proyectar la novela que queremos leer, o que estamos leyendo, dueños como somos ya de una biblioteca completa contenida en un microchip, o por arte de un dispositivo de conexión a cualquier biblioteca del mundo a través de la nube, cada vez más infinita?

He pensado más de una vez en la escena de esa película. El último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempos. El viejo papel ha desaparecido, su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos las páginas, lo mismo que el olor de la tinta. La imagen de un ejemplar descuaderno que arrastra el viento por una calle solitaria. La página del periódico de ayer en que el carnicero envuelve el pedazo de hígado que Leopoldo Bloom, el héroe de la novela Ulises de Joyce, compra para desayunar.

Si ya no leeremos los periódicos y los libros de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos que tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece, o se recicla,  y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del libro. Se tratará de un libro que podrá apagarse, y lo que tendremos en la mano será un receptor flexible conectado de manera inalámbrica a un gran cerebro distante.

Hoy mismo ha ido desapareciendo ya, por otro lado, la diferencia entre original y copia, lo cual viene a ser también un cambio de conceptos filosóficos. Cuando sacamos un documento de la impresora, se trata de un original. Todos son originales, todo se repite con la misma virtud primaria, distinto a aquellas copias borrosas obtenidas gracias al papel carbón, más borrosas mientras más hojas metíamos en el carro de la máquina de escribir, ahora otro artilugio de museo.

Y lo mismo con los sistemas digitales de impresión de libros. Podemos ordenar en una librería que nos impriman nuestra propia copia de un libro agotado. ¿Es una copia, o un original? Y esto tiene que ver también con los tirajes. La imprenta, más bien la impresora, puede hacer la tirada de un libro que quiero imprimir sólo para mi familia, o para los amigos. Y el editor prevenido, que no quiere vérselas con bodegas atestadas de inventarios, puede graduar prudentemente las tiradas de acuerdo a sus previsiones del mercado. La ley del costo decreciente se ha roto. Imprimir un solo ejemplar viene a costar lo mismo que mil, o diez mil.

Podremos leer de cualquier forma, es cierto. Mi previsión es que el libro impreso convivirá por largo tiempo con los formatos de libro electrónico. Ya lo estamos viendo; no es tan fácil sacar del mercado a los libros reales. Esta Feria es un ejemplo más que palpable.

Pero en cambio, el acto mágico de escribir, de transformar la imaginación en palabras no tiene sustitutos mecánicos ni electrónicos. Ese acto de transferencia de la imaginación de una mente a otra, de la mente de quien escribe a la mente de quien lee, depende de la cifra única de la palabra. Sus variables son infinitas. Hay tantas imágenes transferidas a través de la palabra, como lectores existen, una imagen diferente, propia, para cada lector, una imagen verbal construida por una mente y que puede ser descifrada por otra.

Esa es la magia de la doble creación que sólo es posible a través de la doble imaginación, de un acto compartido de imaginación. Esa verdad y esa belleza…vistas a través de las lentes infinitas de las individualidades, como dice Rubén Darío en su diálogo sobre el arte con Lady Perhaps en su novela inconclusa La isla de oro.

Desde la fotografía, desde el cine, ninguna imagen construida fuera de la palabra puede ser un sustituto eficaz suyo, porque la imagen única impide el acto de imaginar que sólo la palabra concede. Allí, en esa infinita variedad de posibilidades, está el reino de la palabra, y su triunfo.

Como correspondencia, ojalá la necesidad siempre imperiosa de descifrar una imaginación en otra imaginación a través de la palabra, tenga la virtud de preservar su calidad impresa. Pero los cambios tecnológicos se amparan no en nostalgias, sino en urgencias de cambio. Para el monje con que he comenzado estas palabras, sólo quedaban el olvido y la muerte; y cuando la polilla se comiera los pergaminos en los que había trabajado toda su vida, se lo comería también a él.

Pero ese monje, a lo mejor medio sordo, de modo que el pregón que anunciaba la invención de la imprenta entró apagado a sus oídos, sólo tenía una manera de no ser comido por la polilla: y era colgar los hábitos, salir a la calle, buscar uno de los talleres donde se imprimían libros, preguntar, indagar, meterse entre los tipógrafos, aprender a componer planas con los tipos móviles de madera, enterarse de cómo funcionaban las prensas manuales, de cómo trabajaban los encuadernadores. Aprender a leer las planas al revés.

La misma curiosidad que muestra don Quijote cuando entra en una imprenta en Barcelona, ya al final de sus aventuras: “de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba qué era aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales; admirábase y pasaba adelante”.

Y el monje de mi historia debe aceptar, antes de nada, que el mundo tan antiguo en el que hasta entonces había vivido se hundía para siempre en las tinieblas, y que él, en lugar de quedarse dando traspiés, debe asumir como propio el valiente mundo nuevo que se abre ante sus ojos dañados de tanto copiar.

Es lo que procuro hacer. Aunque siempre querré conmigo a los viejos libros con su aroma sin tiempo, para entrar cada vez en ellos con el asombro de la primera vez.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.