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Muestra de cuentos de Cheri Lewis

19 noviembre, 2015

Cheri Lewis

– Los cuentos Abrir las manos y Mujer hecha pedazos, sobrecogen el alma, la ficción desarrollada por Cheri Lewis presuponen sugerencia, una descarga potente de sensaciones y sentimientos subyace en ellos provocando justo eso: sensaciones, sentimientos, y el lector, simple y llanamente queda pasmado ante la provocación. Cheri Lewis, joven cuentista panameña, nos regala una pizca de su talento creativo.


Cheri Lewis

Abrir las manos

Los bebés empezaron a llegar en el verano. Recuerdo bien al primero. Yo estaba en el baño cepillándome los dientes cuando una sombra pasó por el pasillo, reflejándose en el espejo. Me asomé a la puerta y lo vi. Iba desnudo y sucio. Atravesó gateando el medio de la sala y se fue directo hacia mi hermana, que en ese momento estaba en el sofá leyendo un libro. Se apoyó en sus rodillas y la abrazó. Ella lo levantó del piso con ternura y no volvieron a separarse en el resto del día. Cuando llegó mi mamá, lo acogió de inmediato en el seno familiar. Le improvisaron una especie de cuna en el cuarto de mi hermana y esa noche durmió con ella.

A los pocos días llegaron los gemelos: un niño y una niña. Al igual que el primero, venían desnudos y sucios. Los encontramos una mañana durmiendo en el jardín. Nadie los vio entrar, supongo que lo hicieron en la noche o en la madrugada, mientras dormíamos. También los ubicaron en el cuarto de mi hermana porque ella lo pidió. Dijo que la entretenían y que se encargaría de los tres. La verdad es que, para ser bebés, casi no molestaban. Nunca los oí llorar, ni quejarse, ni reír. No agarraban los jarrones, no rompían cosas valiosas. Solo gateaban y gateaban, como buscando algo. Cuando el cansancio los rendía, se iban directo a los brazos de mi hermana. Ella siempre los atendía sin protestar.

Una semana después, aparecieron cuatro más: tres varones y una niña. Era temprano en la mañana, estábamos en el desayunador cuando sentimos una brisa fría y vimos las cuatro siluetas en el marco de la puerta trasera, a contraluz. Cuatro sombras sin rostro, estudiándonos desde afuera. Estos bebés eran mayores y entraron caminando. Se dispersaron a nuestro alrededor, abrieron los gabinetes y los registraron. Mi madre tomó la canasta de pan con mantequilla que estaba en la mesa y se las ofreció junto con unas mandarinas. Los bebés las tomaron con sus manos sucias y a los pocos minutos ya habían devorado todo. Las uñas largas y llenas de tierra sugerían que habían estado vagando solos mucho tiempo. Esa noche movimos los muebles y los pusimos a dormir en el piso de la sala. Mi madre, mi hermana y yo subimos las escaleras y conversamos en mi cuarto. Les dije que la situación se estaba saliendo de control, que ya no podíamos tener tantos bebés en nuestra casa. Mi hermana pensaba diferente. Decía que, si habían llegado a nuestro hogar, debíamos recibirlos, que cómo íbamos a rechazar a esas criaturas inocentes. Mamá escuchaba nuestras razones y callaba. Se la veía preocupada. Había prendido un cigarrillo y se había puesto a fumar en la ventana, mirando hacia afuera. “Vendrán más —aseguró—, y eso no es bueno”. Mi hermana y yo nos miramos. Había temor en nuestros ojos, pero no dijimos nada. Esa noche nos quedamos arriba, en el cuarto de nuestra madre. Nos acostamos en su cama las tres, como solíamos hacerlo de pequeñas: ella en el medio y mi hermana y yo a cada lado. No pude dormir bien. La madrugada se me hizo interminable. Me sentía con náuseas, pero no quise levantarme de la cama. Sabía que, aunque lo hiciera, no se me iban a quitar.

Aún tenía los ojos abiertos cuando el cielo cambió de color. Escuché ruidos abajo y me paré de un salto. Mi madre y mi hermana reaccionaron de igual manera. Se notaba que ambas habían pasado la misma mala noche que yo. Los primeros rayos de sol empezaban a colarse por entre las cortinas cuando, con sólo mirarnos, acordamos salir de la cama y bajar a la sala.

La casa se había quedado en silencio. Solo se escuchaban nuestros pasos crujiendo sobre la madera. Mi corazón latía muy fuerte. Podía escucharlo, incluso, por encima de mi respiración.

Cuando llegamos a la escalera, los vimos. Estaban parados en la sala, mirando hacia arriba, esperando por nosotras. Los siete bebés que habíamos acostado en la noche estaban en un primer plano, cerca del librero. Detrás de ellos habían más, veinte, quizás treinta o cincuenta, no había forma de contarlos. En la gran ventana de vidrio que pega al jardín había otros más, observando desde afuera. La casa no estaba en desorden, pero por la forma en que habían quedado las gavetas, se veía claramente que las habían registrado.

Descendíamos por la escalera con lentitud, bajo la mirada implacable de las criaturas. Cuando llegamos al último escalón, un bebé se nos acercó. Era el primero que había llegado a la casa. Lo reconocí por la mancha oscura que tenía cerca de su hombro izquierdo. Me extrañó que ya no gateara y que viniera caminando. Pasó por entre mi madre y yo,  tomó la mano de mi hermana y la alejó de nosotros, acercándola a su grupo. Los demás bebés la rodearon enseguida y se agarraron de su falda. La última bebé que había llegado el día anterior le sujetó la otra mano. Mi hermana nos miró muy asustada. Una lágrima salió de sus ojos y, sin recorrer su mejilla, cayó directamente en la alfombra. Mi hermana lloraba así, era muy raro. Poco a poco, los bebés se empezaron a marchar, llevándosela con ellos. Traté de detenerlos, pero, al dar el primer paso, todos se pararon y voltearon sus cabezas mirándome fijamente. Mi madre me haló hacia atrás por la camisa. “Es inevitable —me dijo—, no hay nada que podamos hacer”. “Quiero despedirme de ella”, dije. “¡Déjenme despedirme de ella!”, les gritaba, cada vez más fuerte, pero se hicieron los desentendidos. Mi hermana se fue con ellos sin mirar hacia atrás. Yo sabía que estaba llorando por el movimiento tembloroso de sus hombros. Cuando hubieron salido todos de la casa, me solté de mi madre y corrí hacia afuera. El último recuerdo que me quedó de ella fue su figura desvaneciéndose a lo lejos, rodeada por esas diminutas cabezas. No volvimos a recibir a nadie nunca más.


 

Mujer hecha pedazos

Conocí a Marta en el cumpleaños de Cristina. Mi primera impresión al verla no fue nada extraordinario. En realidad, me parecía muy normal, con su suéter de rayas y sus pantalones ajustados. No vi en ella nada fuera de lo común hasta que se le cayó el brazo. Me afectó el sonido hueco de su miembro chocando contra el suelo, aunque no tanto como el hecho de que lo recogiera con total tranquilidad, se lo insertara en el hombro y siguiera conversando. «Debe de ser una prótesis», recuerdo que pensé, al no ver derramada ni una sola gota de sangre; sin embargo, parecía demasiado real, movía los dedos, sostenía su cerveza, se acomodaba el cabello. Conversaba con Cristina y se reían, como si ninguna de las dos pensara que lo que acababa de ocurrir fuera un evento inusual.

Me acerqué a ellas. Apenas Cristina me vio, se abalanzó sobre mí y me abrazó. “Qué bueno que viniste, Eduardo, tienes que conocer a Marta”, me dijo, “te va a encantar”. Nos presentó y luego nos dejó solos. Enseguida nos llevamos bien. Era de esas personas con la capacidad de hablar sobre cualquier tema sin aburrirte. Me daba pena preguntarle lo de su brazo, y no lo hice. Además, la conversación se había tornado tan interesante que hasta me estaba olvidando del asunto.

Después de un rato, salimos al balcón.  La fiesta, al igual que todos los años, era en la casa de montaña de los padres de Cristina: una hermosa cabaña de vidrio y madera, rodeada de pinos y cedros que a veces me parecía muy acogedora y, otras, extremadamente siniestra.

Recuerdo que me hablaba sobre un texto de Jorge Luis Borges cuando se le cayó la mano izquierda. En el momento en que se agachó a recogerla, la empujó por accidente, se le escurrió entre los barandales y aterrizó en unos matorrales en la planta baja. “¡Mierda!”, exclamó en voz baja, y bajó apurada por las escaleras. Yo me quedé inmóvil. No sabía si acompañarla o quedarme donde estaba. Me asomé al balcón y vi su mano allí, en el zarzal. Le iba a costar alcanzarla, y ni pensar en el peligro de los mapaches. La casa de Cristina está rodeada de ellos, los hay por todos lados. Una vez conté hasta cuarenta. Afortunadamente, ninguno se acercó demasiado antes de que Marta apareciera junto al matorral. Pobre mujer. Estaba buscando donde no era y la tuve que ayudar. Todo el mundo se dio cuenta de que se le había caído la mano porque le tuve que gritar muy fuerte debido al volumen de la música. Demoramos un poco en que lograra encontrarla, hasta que por fin la agarró, la insertó en su muñeca y volvió hacia mí como si nada hubiera pasado.

La situación se me hacía muy rara y le tuve que preguntar por qué le pasaba eso. Con naturalidad, me respondió que no sabía. Que un día, de repente, estaba en la sala de su casa y se le cayó una pierna. No era algo que le doliera, simplemente se le salía. Me contó que sus padres le hicieron miles de exámenes, cirugías y tratamientos que solo lograron traumatizarla. “Fueron años de sufrimiento, hasta que un día me cansé”. Me dijo que ya le tocaba vivir con eso y que, con el tiempo, había logrado verlo como algo normal. Normal, al menos para ella, pensé yo. Le pregunté si alguna vez había perdido la cabeza y me dijo que sí, pero que no físicamente, sino por un hombre, y que aquello había sido aún peor. “Quedé con el corazón destrozado, Eduardo. Me costó mucho reunir luego mis pedazos, y eso que, como ves, tengo una vasta experiencia levantando trozos de mi cuerpo”, me dijo. Se notaba un poco triste. Entonces me miró a los ojos y se rio. A pesar de su rareza, era graciosa, me caía muy bien. Me contó que una vez, en una playa, se le salió una pierna y que, de no haber sido por un amigo suyo que buceaba, jamás la hubiera encontrado. Me decía esas cosas muerta de la risa. Me hubiera gustado pasar más tiempo con ella, pero al día siguiente partía para Buenos Aires. Marta era intérprete y se iba a traducir una conferencia médica sobre parálisis renal. Me dijo que era el trabajo perfecto para ella porque, además de que aprendía mucho, el hecho de meterse en una cabina disminuía considerablemente el riesgo de asustar a alguien, o de perder algún miembro de su cuerpo.

“La gente es rara, Eduardo”, me decía. “Se asustan por que a uno se le caiga una mano o un pie, pero les parece completamente normal abrirse las tetas y meterse dos bolsas gigantes de silicona. Es más, hasta lo pregonan con orgullo por ahí”, decía entre risas, mientras se acomodaba la pierna derecha, que se le acababa de caer.

Estuvimos platicando hasta el amanecer, hora en que vinieron a buscarla. Nos despedimos con un fuerte abrazo. Me dio un poco de miedo que se le cayera algo en ese instante, pero estuvo muy bien. Me gustó abrazarla. Sentía que lo necesitaba desde hacía mucho. Luego de ese encuentro, nos seguimos escribiendo por correo y nos llamamos a menudo. La última vez que conversamos me dijo que se había emborrachado en una fiesta y se le había perdido el brazo. Por más que buscaron no pudieron encontrarlo. Y eso que hasta ofreció una recompensa en el periódico. “Es muy raro que se te perdiera así”, le dije, a lo que me contestó con su franqueza habitual: “Ay, Eduardo, he perdido las llaves, el pasaporte, la cartera, ya perdí al amor de mi vida, cómo no se me iba a perder también un brazo”.

 

 

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