Peter Schultze-Kraft, fotografiert von Markus Schultze-Kraft

Recordando a Hector Rojas Herazo*: tres textos magistrales de su novela «Celia se pudre»

7 noviembre, 2015

Peter Schultze-Kraft 

– “Colombia es una tierra de leones” ha poetizado Rubén Darío sin precisar a qué parte de la sociedad colombiana se refiere su metáfora. Esto me deja la libertad de aplicarla a los escritores de ese país. Colombia es una tierra de grandes escritores. Claro que es sobresaliente la figura de Gabriel García Márquez pero el inmenso brillo que la circunda ha hecho que otros escritores contemporáneos tuvieron que crecer en su sombra y no fueron advertidos como se lo hubieran merecido. Uno de ellos es Héctor Rojas Herazo (1921-2002). Rojas Herazo es, como García Márquez, de la costa caribe de Colombia, pero del otro lado del Río Magdalena, de Tolú, antes Departamento Bolívar, hoy Departamento Sucre. Ha sido periodista, pintor, poeta y novelista. El Macondo de Rojas, el lugar literario en que transcurren sus tres novelas, se llama Cedrón y es la mitificación de su Tolú nativo.

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Para ilustrar el rango de Rojas Herazo he seleccionado tres fragmentos de su tercera novela, Celia se pudre (1986), un libro de mil páginas que pocos han terminado de leer pero que contiene unas de las páginas más lúcidas, más tiernas y más profundas de la literatura colombiana. Como no soy capaz de caracterizar a Rojas Herazo tan bien como lo ha hecho su coetano y compatriota de la Costa, el poeta Gustavo Ibarra Merlano (1919-2001), cedo la palabra a él:

“Yo he estudiado bastante la obra de Héctor Rojas Herazo porque es más difícil que la de García Márquez, la de Gabo es tan natural como uno … Héctor es un pensador que está conectado con el mundo cuando comienza a hablar y dice tal cantidad de cosas que uno siente que él está viendo el mundo en una mayor y más intensa dimensión que uno. Todo lo que Héctor dice tiene una gran validez, así que no es un charlista sino un pensador que se expresa en un torrente verbal. Él es un escritor realista … Héctor es uno de los grandes talentos que ha producido la literatura universal, con un rango diferente a Gabriel García Márquez, éste tiene la hermosura, el esplendor del idioma, y Héctor, siendo más analítico, es mucho más profundo, logra con su persistencia hacer del idioma un colaborador suyo para comunicar lo que quiere decir. Gabriel es un novelista genial y Héctor un novelista insondable, un escritor descomunal, como lo es personalmente.” (Fuente: Revista viacuarenta no.6, Barranquilla 2000)


Recordando a un León *

Celia, ¿cómo es la noche?

– Celia, ¿cómo es la noche?

– Depende, ¿sabes? Una cosa es la noche cuando eres joven y otra, muy distinta, cuando eres viejo. Cuando joven, para mi la noche no te diré que era alegre sino parecida a la alegría. Llegaba como un premio, oliendo a yerba que viajaba en la brisa y buñuelos fritos, a caminos donde hay pájaros y caballos y árboles con viento. Me acostaba para esperar la mañana y, con ella, a un hombre que todavía no conocía, trotando en un caballo melado por el camino de Ovejas. Y me gustaba, antes de quedarme dormida, imaginar cada gota de rocío en la madrugada y pensar en el día siguiente no como si fuera otro día sino como si fuera otro pueblo. Porque estando en la noche inventas lo que está y tiene que estar más allá de la noche. Como si necesitaras su oscuridad para aprender a merecer la migajita de dicha o el suplicio de cada momento, a aprender como quien dice ganar la luz de tu cada día como te ganas tu pan. A medida que envejeces, la noche se te va haciendo más triste, la soportas menos. Todo el cuerpo, sin saber dónde en concreto, se te vuelve una doledera y te vas encogiendo de un frío que no está en el aire sino en tus huesos. Y se te llena de pesar. Como si todo lo que has hecho, todo, fuera equivocado. Miedo y arrepentideras, en eso consiste la noche para los viejos. Pero, mira qué cosa tan particular. Por muy mal que te haya ido (si te fijas bien, digo), nunca te arrepientes de lo que hiciste, no señor, de eso no te arrepientes nunca. De lo que de veras te arrepientes es de lo que no has hecho, de lo que dejaste de hacer. Aquí, en esta casa, donde hasta el aire parece arruinado, la noche llega de golpe. Acabas de comerte el poquito de arroz con sábalo, todavía clarito, viendo a las gallinas picoteando sus cáscaras de papaya y volteas porque oyes un ruido sin saber lo que oyes y ya la noche está en la plaza; como si entre ver el picoteo de las cáscaras y oír el ruido y voltear la cabeza se te fuera una vida. Yo creo que a mí me llega la noche más temprano que a los otros, te juro. Como si los otros estuvieran todavía en el día y yo ya en la noche y hasta con muchas horas de adelanto, así me pasa. Y los grillos me la agrandan y las luciérnagos me la llenan de oro y con ellas se me encienden y apagan los recuerdos que me castigan. ¡Si supieras lo que es esto de la noche y tu pobre Celia! Pero mejor así, porque entonces no pararíamos ni yo de contarte ni tú de oírme. Con decirte que miro hacia atrás y hasta la noche es clara y miro adelante y hasta los días son noches. Igualito es. Porque ya soy noche, pura sombra sin días, sin claridad ninguna, en mi corazón lleno de noche.

Oyendo cantar a las gallinas como gallos

Entonces oyó cantar a las gallinas como gallos. Creía estar preparado para aquel susto, pero fue peor, infinitamente peor de lo que imaginó. Tú no tienes idea, la más leve siquiera, de lo que es eso, ni idea. Están allí, quietas sobre las varas o picoteando entre las piedritas o simplemente echadas, acezantes, bajo el refresco del alar. Todo como siempre. De pronto los ojos, te parece, no puedo asegurarlo, se les ponen más redondos de lo corriente. Han sentido y tú sientes que ellas han sentido, oyendo un instante. Después se agitan un poco, no mucho, apenas un temblor en sus plumas, eso es todo. Entonces cantan como gallos. Y tú sientes el horror. Porque es como si todos los gallos hubieran muerto y cantaran entre sus gallinas. Oyes el canto de la muerte y te duele la vida y quieres huir pero tienes (y lo quieres tan firmemente como lo rechazas) que seguir allí, oyéndolas. Oyendo cantar a las gallinas como gallos. Y, de golpe, todo lo que eres, lo que has de ser, lo que ya no serás ninguna vez, no sabes en qué vida, se te acumula y se te vuelve miedo. Pero más tristeza que miedo. Y ya no estás aquí, en la tierra, en un preciso y amado lugar y entre objetos conocidos. No, ya no estás aquí. Estás en otro sitio, pero sin poder desprenderte, sin poder abandonar lo que conoces. Todo en pulposo sufrimiento, en ronco despojo, en rejunto de suspiros. Y ellas cantando. Todos los gallos entre ellas, sollozo-cantando. Y descubres que entre tú y las aves que cantan hay un secreto que entiendes, que has entendido en totalidad, que siempre entendiste, pero que ya no posees, que ya has dejado de entender. Te vuelves inmenso como la tierra y espeso como la noche y lleno de adivinación como la madrugada. Pero todo esto tienes que padecerlo tú mismo, que estar allí. Tienes que oír a las gallinas cantando como gallos.

Rosas

Me gustan esas rosas ardiendo en su tiesto. Están henchidas de una alegría y un impetu que recuerdan el odio. Son flores pomposas, orquestales, preñadas de sangre. Sangre amarilla, cárdena, morada. Líquidas y pulposas a un mismo tiempo. Mordidas por las moscas. Respiran, nos oyen. Son proclives a la caricia y la música. Sudan. Cuando las tentamos, levantan sus hocicos y nos escupen su perfume. Nos huelen. Saben que las deseamos. A través del olfato irrumpen en nosotros y nos poseen mientras sienten la dicha (riente) de saberse golosas y deseadas. Son tan finas que la brisa las mece cautamente. Conocen la muerte y son altivas. En su fragilidad está su poder. Desdeñan el tiempo y saben morir con un horror apacible.


Biografia

Héctor Rojas Herazo, nació en 1921 en Tolú y murió en 2002 en Bogotá. Trabajó como periodista de El Universal en Cartagena y El Heraldo en Barranquilla, entre otros. Poeta, pintor y novelista, “una de las grandes figuras de la literatura colombiana de todos los tiempos”. Obras de poesía: Rostro en la soledad (1952), Tránsito de Caín (1953), Desde la luz preguntan por nosotros (1956), Agresión de las formas contra el ángel (1961), Señales y garabatos del habitante (1976), Las úlceras de Adán (1995). Novelas: Respirando el verano (1962), En noviembre llega el Arzobispo (1967); Celia se pudre (1986).

 

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Nacido en 1937 en Berlín, trabajó durante 30 años para las Naciones Unidas, donde se desempeñó, entre otros cargos, como director del Secretariado de la ONU para Chernobyl, tiempo durante el cual también se dedicó a la traducción, promoción y divulgación de la literatura latinoamericana, una de sus grandes pasiones.