BradHilgert

Para una historia del arte desde América Latina: “La Vía Crucis del pueblo salvadoreño” de Roberto Huezo

30 enero, 2016

Bradley Hilgert

– El presente ensayo es un avance de mi trabajo de investigación e incluye mis reflexiones tentativas sobre la necesidad y la metodología de pensar el arte desde América Latina. Agradezco a la revista cultural Carátula, el grupo de estudios del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica de la Universidad Centroamericana y a Ileana Rodríguez por abrirme este espacio para compartir mis ideas. También quisiera demostrar mi gratitud por mis alumnos de historia del arte en la Universidad de las Artes y por todo lo que me han enseñado este semestre.


 

[L]as reglas que el artista crea para el juego que produce arte, reflejan bastante precisamente una serie compleja de varias interacciones de poder. Son las que surgen entre el artista y la obra, y entre la obra y el público. Es la falla de no percibir el papel que juega el poder en todo esto, lo que permite que nuestra sociedad pueda suponer que el buen arte es apolítico y elogiarlo cuando lo es. Es esta falla la que permite ver al arte como una actividad separada de la ética. Y es esta la razón por la cual supuestamente el arte tampoco puede ser didáctico.
-Luis Camnitzer, “La enseñanza del arte como fraude”

Debo comenzar este trabajo anunciando que esta investigación incipiente nace de mi propia experiencia de encontrar mi lugar dentro de la Universidad de las Artes en Guayaquil, Ecuador. Aquí realizo mi función impartiendo dos cursos sobre la historia y teorías de las artes. No soy historiador de arte, sino practicante de los estudios (inter)culturales latinoamericanos y por eso mi búsqueda me ha llevado por caminos inesperados. He llegado a entender que la decisión institucional de contratar a docentes como yo para dar cursos así no representa una carencia sino es una parte del diseño de la universidad. Dicha decisión coincide con la apuesta teórica anunciada en el resumen ejecutivo del proyecto de la universidad, publicado en 2013. Ubicar a unos ‘culturólogos’ en el Departamento Transversal de Teorías Críticas y Prácticas Experimentales como docentes de las clases de historia del arte no es prueba de una “falta de” (historiadores de arte en el Ecuador, por ejemplo) sino es una medida progresista y coherente. A mi modo de ver, este tipo de decisiones es una apuesta por la tarea auto-impuesta de transformar “la perspectiva y práctica de los artistas respecto a su inserción y responsabilidad social,” justamente porque re-plantea el papel, el lugar y la historia de las artes como prácticas culturales (Resumen 4). Esto también nos permite ir acercándonos al fin que es “la deconstrucción del arquetipo ideológico heredado de los procesos coloniales, por el cual se ha cultivado la práctica de los artistas como individuos ensimismados en la creación y descuidados de la interacción de su práctica con el entorno socio-histórico que les rodea” (4-5).

Reflexionando sobre los resultados de esa decisión, como son vividos por nosotros docentes, parece ser que la intención fue crear un tipo de experimento en que se mezcla historiadores de arte en el sentido clásico del oficio con la (in)disciplina de los estudios culturales para ver quésale del (des)encuentro. Vale recalcar que la universidad está recién en su tercer semestre de funcionamiento, entonces los frutos del experimento no se han concretado completamente aún. Lo que podemos afirmar con certeza es que ha producido un debate rico y acalorado. Viniendo del campo de la literatura, me recuerda del encuentro entre la literatura (en términos de la ciudad letrada) y los estudios culturales. Tanto como las y los intelectuales que participaron en dicho debate vieron la necesidad de tomar una posición al respecto, nosotros en la Universidad de las Artes nos encontramos en un momento en que tenemos que encontrar y definir nuestra(s) posición(es).[1] A mi parecer, hay un componente ético y teórico para nosotros como docentes en una universidad fundada sobre principios de la decolonialidad y la interculturalidad que debería movernos a posicionarnos con las corrientes que abogan por un pensar desde/sobre las artes que viene del lugar geográfico y epistemológico de América Latina. Dado eso, en este ensayo quisiera reflexionar sobre la forma en que el arte del pintor salvadoreño Roberto Huezo me ayuda a pensar una (re/des)historia del arte (desde América Latina).

***

Me limitaré en este ensayo al cuerpo de trabajo específico de Huezo que se encuentra en la capilla “Jesucristo Liberador” dentro del campus de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. El trabajo lleva el título de “La Vía Crucis del pueblo salvadoreño” y reemplaza el Viacrucis o “Estaciones de la Cruz” que tradicionalmente se encuentra dentro de las iglesias católicas como una parte importante –pero frecuentemente olvidada— de la espiritualidad católica.[2] En su forma más tradicional, la práctica cuenta con 14 estaciones que marcan los pasos de Jesús de Nazaret en su camino hacia la cruz.[3] Recorrer estas estaciones representa un tipo de peregrinaje y un acto de piedad que busca recordar y meditar sobre su pasión y muerte. En algunos casos las diferentes estaciones son marcadas de forma sencilla con un crucifijo y un número romano aunque es más común encontrar un tipo de representación artística del dolor del sujeto histórico que cargó la cruz. Esta última afirmación se vuelve central con el tema de este ensayo, como veremos más adelante.

Al entrar en la capilla el observador se encuentra con un Viacrucis radicalmente diferente de lo esperado. Se distinguen de lo que se suele encontrar por dos ausencias que se pretenden convertir en presencias aún más salientes que las estaciones más tradicionales: 1) Jesús y 2) la cruz. No vemos estos elementos centrales al Viacrucis en ninguna de las pinturas colgadas en la pared de la capilla. En su lugar vemos representaciones de sufrimiento, tortura y muerte, ya no del Yahweh sino del pueblo salvadoreño mismo, tal como sugiere el título de las obras. Según Karen Delio, quien recibió una beca Fulbright para estudiar estas imágenes, ver las pinturas de Huezo produce una sensación incómoda que hace que el observador se pregunte cuándo se las puede bajar para ponerlas fuera de la vista. Delio también señala que la ubicación de estas imágenes constituyen un tipo de reto al observador católico que las ve. No son visibles al entrar en la capilla por lo que están colgadas en la pared detrás. Entonces, en una misa, el observador  ve las pinturas después de comulgar y al salir de la capilla, yuxtaponiendo el  desplazamiento de la hostia por el cuerpo de Jesucristo en el rito de comulgar y el reemplazo de su cuerpo por los muertos del pueblo salvadoreño en el Viacrucis. El reto, según Delio, es el mismo que repetía constantemente el jesuita que escogió las pinturas, Ignacio Ellacuría: bajar el pueblo crucificado de la cruz.

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Vale detenernos un rato frente a las imágenes para poder ver cómo ayudan a especular una historia alternativa del arte. Vayamos, entonces, por un recorrido de algunas de las pinturas. La undécima estación del Viacrucis se trata del momento en que Jesús es clavado a la cruz. Sin embargo, en la pintura de Huezo lo que vemos son tres cuerpos caídos, tres muertos. La única semejanza con las representaciones más tradicionales sería la posición del cuerpo masculino en el centro del cuadro, con sus brazos y piernas extendidos en forma de una cruz. Pero aquí no están siendo clavados a la madera de la cruz sino son tiradas sin vida sobre los cuerpos de dos mujeres, también tiradas al suelo como una especie de basura. Los tres cuerpos son amontonados de tal forma que recuerdan a las últimas líneas del poema “United Fruit Co.” de Pablo Neruda: “Mientras tanto, por los abismos / azucarados de los puertos, / caían indios sepultados / en el vapor de la mañana: un cuerpo rueda, una cosa / sin nombre, un número caído / un racimo de fruta muerta / derramada en el pudridero”. Estas vidas-cuerpos desechables llevan las marcas visibles de tortura en su piel. Esta idea del cuerpo basurizado se repite en la decimocuarta estación. Tradicionalmente vemos imágenes de Jesús siendo sepultado, pero aquí Huezo nos presenta con otro cuerpo desnudo, echado y mutilado. Esta vez es solo un muerto, y descansa sobre un muro. Las piernas están en la parte superior del muro mientras la cabeza y el cuello del muerto incómodamente apoyan el peso del cuerpo. Es otra vida-cuerpo desechable, parecida a la muñeca descartada cuando un niño ya se cansa de jugar con ella. Las manos están visiblemente amarradas, la piel lleva signos de tortura y la cara la semblanza de sufrimiento. A lo largo del Viacrucis de Huezo vemos vidas convertidas en masa humana sin vida, carne blanda. Son vidas robadas, lo humano reducido a carcasa. La angustia, la dolencia y el padecimiento son ilustrados con las extremidades torcidas, las bocas abiertas en un grito de dolor que nunca sale, que nunca oímos. El pecado que es llevado a la cruz por Jesús en las estaciones tradicionales es puesto firmemente sobre estos cuerpos, el pecado histórico es impreso en la piel, es encarnado en estos seres robados de dignidad, humanidad y vida.[5] Lo que vemos representado en estas imágenes son los restos del alma que huyó del cuerpo, ahuyentado por una deshumanización total. Es una humanización de lo abyecto y una abyectificación de lo humano. Si lo que visibiliza Huezo con estas imágenes es cómo el peso del pecado colectivo histórico de las estructuras dominantes cayó sobre estos cuerpos, al no visibilizar a Jesús cargando la cruz, está devolviendo la culpa-carga al propio observador; somos nosotros como cuerpo colectivo que tenemos que cargar con la responsabilidad de estos muertos.

El desplazamiento es una de las nociones que más me interesa del trabajo de Huezo. Siguiendo la línea de pensamiento planteada por Alejandro Arturo Vallega en su capítulo “Fecund Undercurrents: On the Aesthetic Dimension of Latin American and Decolonial Thought”, dicho desplazamiento puede dar a la obra de Huezo una característica de exterioridad radical y por ende puede contribuir a la construcción de una estética decolonial. Ya hemos visto que el primer desplazamiento aquí depende del reemplazo del Viacrucis por “La Vía Crucis del Pueblo Salvadoreño”, una yuxtaposición que resulta en el desplazamiento de Jesucristo por el pueblo salvadoreño. Esta idea coincide con la teología de la liberación que desarrolló el mentor y profesor de Huezo, Ignacio Ellacuría. Según este mártir, Jesús es una persona histórica en dos sentidos. Por un lado, porque vivió en un momento histórico específico. Pero por otro lado, y según la espiritualidad ignaciana, Jesús es un signo de los tiempos. Esta última quiere decir que Jesús re-aparece en cada momento de la historia humana de una forma que coincide con la persona histórica de Jesús de Nazaret, quien llegó a un pueblo pobre, explotado y marginado. Si la base de la fe plantea que el cristiano debe seguir a Jesús, los teólogos de la liberación proponen que hay que encontrarlo en cada momento histórico distinto entre el ‘pueblo crucificado’. En su contexto específico, para Ellacuría y Huezo, esto quiere decir que Jesús se encuentra encarnado e historizado en las mayorías populares de El Salvador. El pobre es el lugar más perfecto de la salvación.

Que el pobre sea el lugar de la salvación según Ellacuría y las pinturas de Huezo también nos apunta hacia su característica de una exterioridad radical. Es así si coincidimos con la descripción que Enrique Dussel nos da de una crítica de la modernidad que viene de este lugar. Dussel propone a Guaman Poma de Ayala como su ejemplar de una exterioridad radical, ya que él habita el cuerpo del sujeto que sufre la dominación de la modernidad. Desde dicha subjetividad, Guaman Poma logra establecer una dialéctica entre la pobreza y humildad de los dominados y la riqueza y ambición insaciable de los dominadores, subrayando así las contradicciones entre el cristianismo predicado por los españoles y la imposición violenta de la modernidad. Tal vez Ellacuría y Huezo no sufran la modernidad de la misma manera que lo hace Guaman Poma, pero hacen un esfuerzo por mover su locus de pensamiento hacia ese lugar. Es por eso que Ellacuría define a los pobres como el lugar más apto para la reflexión crítica y cristiana, porque los pobres son el lugar de la contradicción principal que desmiente el proyecto de la modernidad. Si leemos la descripción que Huezo da de su proceso de creación artística, veremos que no solo representa a los pobres y a esta contradicción en su obra, sino que se deja entrar y ser conmovido por este lugar epistemológico y el sufrimiento que allí se encuentra. Su obra hace un esfuerzo por moverse más allá de la representación del pobre y más bien nos acerca a la presencia que es producida por el lugar del pobre, una presencia que no solo visibiliza esta contradicción principal sino también la hace sensible.

Regresando al desplazamiento Jesús-pueblo que vemos en las pinturas de Huezo, también creo que lo podemos leer como un distanciamiento de la jerarquía de tiempo que constituye parte de la colonialidad. Según argumenta Vallega, la colonialidad parte de una aceleración del tiempo y una primacía del progreso, lo cual constituye un tiempo lineal. El tiempo expresado en el arte de Huezo es simultáneamente lineal —ya que se inserta en la modernidad aún si es para subrayar sus contradicciones— y cíclico —el retorno constante de Jesús, como elemento divino y signo de los tiempos, a la realidad histórica humana. El tiempo de la colonialidad resulta en un movimiento constante hacia el futuro y un uso político del pasado que permite la hegemonía. En sociedades que han experimentado un trauma social, también implica la necesidad de olvidar para no romper la línea continua de progreso. Frente a esto, el desplazamiento en Huezo crea un tipo de “simultaneidad anacrónica” que “sitúa a la conciencia del sujeto en una exterioridad radical en virtud de la superposición de temporalidades asimétricas” (209).[6] La temporalidad de la pasión de Jesús de Nazaret se vuelve simultánea y sinónima a la temporalidad del sufrimiento y dolor del pueblo salvadoreño. El pasado (cristiano) irrumpe en el presente salvadoreño, pero no como un acontecimiento que puede ser racionalizado y ordenado por la razón de la modernidad sino como un pasado que desordena el presente, que desmiente el discurso dominante y un pasado que debería hacer caer la complicidad religiosa. Siguiendo el pensamiento de Vallega, el resultado de este colapso de temporalidades es una fragmentación del locus de enunciación que rechaza cualquier intento de racionalización. El discurso de Huezo en su página web sobre estas pinturas coincide con este distanciamiento de la razón, ya que empezó esta serie por una necesidad de lidiar con unas emociones que le agobiaban y, bajo la dirección de Ellacuría, para enseñar cómo siente un humanista frente a la deshumanización de su pueblo. En este sentido, el producto de estas emociones cae en la categoría de lo pre-racional, lo pre-teórico, es una expresión pura de afecto sin ser racionalizado.

Lo que quiero sugerir con este énfasis en el desplazamiento en el trabajo de Huezo es que su trabajo nos mueve hacia una estética decolonial. Utilizo el término aquí siguiendo el modelo de Walter Mignolo. En su texto “Aesthesis decolonial: un artículo de reflexión”, Mignolo plantea la necesidad de buscar un arte que trascienda la noción burguesa-occidental/izante de estética que ha dominado la historia del arte desde Kant para construir un aesthesis decolonial. Dicha aesthesis rechaza la colonización del aesthesis, sensación o proceso de percepción, por la estética, concepto que restringe este proceso a una noción particular de belleza que es planteada como universalizable. A la vez, se desvincula de la modernidad como un relato de salvación y rechaza la explotación y deshumanización que constituyen la colonialidad, el lado oscuro de la modernidad. Esto porque el arte y la imposición de una estética particular sirve como herramienta para este discurso. Lo que señala Mignolo en este artículo son ejemplos de arte que pueden ser leídos como estéticas decoloniales. El arte de Huezo comparte las características que señala Mignolo, especialmente en cuanto constituye una negación de la colonialidad y una visibilización de este lado oscuro de la modernidad. Pero va más allá que una mera denuncia visible de la explotación. De una forma parecida a lo que Mignolo plantea para el arte de Pedro Lasch, quien pone en juego la lógica del tiempo y espacio de los mayas y aztecas enfrentados por la lógica hispánica, las pinturas de Huezo ofrecen otra lógica cristiana-ética alternativa y radical, que desmiente  la lógica cristiana  cómplice de la construcción del sistema moderno/colonial. Como el arte de Tanja Ostojic, Roberto Huezo pone “en tus propias narices, lo que tú no quieres ver, pero que está ahí. Y lo que tú no quieres ver y que está ahí es lo que te controla” (22). Colgados en una institución que tiene como su base discursiva el amor al prójimo, los dibujos de guerra de Huezo dan testimonio de las formas perversas en que este ideal es traducido a la realidad histórica, sacudiendo al discurso en sus propios cimientos.

Resaltar los rasgos decoloniales del trabajo de Huezo me permite vincular su trabajo con los objetivos de la Universidad de las Artes y de señalar la utilidad de estudiar obras como la suya. Lo que Huezo describe como un arte que viene de la fórmula de “internalizar pautas y exteriorizar contenidos” es un arte insertado profundamente en su propia realidad histórica y es un arte que cumple con la noción de incidencia en la sociedad que busca este nuevo modelo de educación artística universitaria. En este sentido, el arte de Huezo nos da hitos para pensar el arte y para pensar la historia desde América Latina. El gran maestro de Huezo, especialmente con respecto a “La Vía Crucis del pueblo salvadoreño”, Ignacio Ellacuría, enfatizaba el imperativo ético y teórico de pensar desde el lugar de la contradicción, cosa que en su contexto de modernidad era el lugar de los salvadoreños oprimidos. El arte de Huezo nos lleva un paso más allá para no solo pensar desde ese lugar sino también sentir desde ese lugar. Según la filosofía de Ellacuría y según lo que plantea Huezo con su arte, es desde ese lugar que podemos lograr un conocimiento-sentiente más comprensivo de la realidad histórica.

Incluir imágenes como las de Huezo en una clase de historia del arte también ofrece un reto a la forma tradicional de entender el concepto de arte, su estética y su historia. Yo lo entiendo como una forma de subrayar y rechazar los legados coloniales y occidentalizantes inherentes en estos conceptos.[7] En su capítulo en el libro Una teoría del arte desde América Latina, el curador paraguayo Ticio Escobar señala las bases del problema eurocentrista del arte:

Desde Kant, la teoría occidental del arte autonomiza el espacio del arte separando forma y función mediante una sentencia definitiva y grave: […] Condicionado por las razones particulares de su historia, el arte occidental moderno requiere el cumplimiento de determinados requisitos por parte de las obras que lo integran […] El problema es que estos requerimientos, específicos de un modelo histórico (el moderno), pasan a funcionar como canon universal de toda producción artística y como argumento para descalificar aquella que no se adecuase a sus cláusulas.

Lo más probable es que el arte de Huezo no cumple con esas exigencias occidentales y por lo tanto no es propiamente considerado dentro de lo canónico del arte moderno. Y aunque el postmodernismo rompió con la fuerza hegemónica del canon, sus legados siguen siendo palpables hoy en día, como es evidenciado por los libros de texto sobre la historia ‘universal’ de arte accesibles a los estudiantes, y por los debates que nosotros seguimos teniendo dentro de la universidad. Por eso Griselda Pollock considera que la materia de historia del arte sigue difundiendo un conocimiento categorizado como civilizatorio en vez de revolucionario.[8].

Enfrentados con este problema, podemos tomar la ruta de especular otras historias. En su texto Modos de ver, John Berger, et al. aboga por un empoderamiento a través de las imágenes que nos brinda el arte. Ya en el momento contemporáneo en que los modos de reproducción han cuestionado la autoridad del arte y han masificado su acceso, estos autores no se quedan en lo perdido de este cambio sino que nos empujan hacia lo posible: “Podríamos empezar a definir con más precisión nuestras experiencias en campos en los que las palabras son inadecuadas […] Y no sólo experiencias personales, sino también la experiencia esencial de nuestra relación con el pasado: es decir, la experiencia de buscarle un significado a nuestras vidas, de intentar comprender una historia de la que podemos convertirnos en agentes activos” (41). Este acto de comprender una historia nueva es, coincido con ellos, un acto revolucionario y emancipatorio. Ellos explican por qué: “Una persona o una clase [o una región geográfica como América Latina, podríamos agregar] que es aislada de su propio pasado tiene menos libertad para decidir o actuar que una persona o una clase [o etano-clase (la burguesía), nos diría Mignolo] que ha sido capaz de situarse a sí misma en la historia” (42). En la creación de su arte, Huezo estaba consciente de ese problema. Por eso en su página web imagina su trabajo como una forma de —prestando los términos de Ellacuría— “confrontar la realidad, de habérselas con ella, para luego cargar con la realidad y, que la realidad no cargase con nosotros”. Lo que plantea Huezo, lo que nos diría Ellacuría, y lo que estoy argumentando aquí, es que devolver a los estudiantes latinoamericanos su arte y su historia del arte para que puedan hacerse cargo de, cargar con, y encargarse desu propia realidad histórica es una forma de “revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección” para así recobrar la libertad que ha sido restringida por el eurocentrismo de la historia del arte y ubicar al arte, al artista y al sujeto latinoamericano como un agente activo en su propia historia (Ellacuría 359).

El arte de Huezo nos ofrece un arte que supera la primacía de la racionalidad que funda la base de la modernidad/colonialidad y nos demuestra una forma de sentir-pensar desde un lugar epistemológico nuevo, el lugar de los pobres. Esto es una forma de lo que yo llamo un pensar desde América Latina y abre espacio para la construcción de una historia del arte desde América Latina. Sin embargo, si mi interés como docente de esa materia es ser la chispa para que mis estudiantes comiencen el proceso de “desaprender lo aprendido” para emprender su propio proceso decolonial, tengo que reconocer que reemplazar las imágenes canónicas de la historia del arte por las de Huezo es solo una primera parte de mi tarea (Mignolo 21). Misma tarea que comparto con uno de los postulados principales del texto de Vallega:

A la luz de esto, yo estoy proponiendo una estética decolonial que va más allá que las sensibilidades teorizantes y más allá que una crítica racional de obras de arte o de analizar la base fisiológica para el juicio de belleza o buen gusto. Además, a nivel estético estoy indicando que no basta cambiar imágenes, encontrar nuevas representaciones o incluso hacer explícita lo que antes no era visto u oculto. En definitiva, estos son elementos necesarios de una estética decolonial, pero al final, hay que girar hacia lo pre-teórico, lo pre-linguístico y lo pre-racional si lo racional no será entendido únicamente en términos de la caracterización moderna, colonial de la racionalidad y lo humano. (199)

He sugerido a lo largo de este texto que se puede leer el trabajo de Huezo como un conocimiento pre-teórico o pre-racional. Sin embargo, queda pendiente encontrar la forma de impartir este conocimiento-sentiente en mi función de docente a mis estudiantes sin caer de nuevo en la racionalidad y racionalismo de la colonialidad. Mi hipótesis es que si logramos hacer eso, podemos encontrar ese elemento espiritual cuasi-religioso que está allí en el arte de Huezo: esto que él describe, ya utilizando términos ellacurianos de nuevo, como una búsqueda sobre cómo “re-ligarnos con la realidad, pero de otra manera, no como lo estábamos, hasta ese momento. ‘Religar’ de ‘re-ligare’, o sea volverse a ligar con la vida de una forma diferente”. Y este “re-ligar”, creo yo, es la inserción en la sociedad que buscamos, de forma pre-racional, como para construir un nuevo tejido social a partir de nuevas pautas y nuevos vínculos con el pasado que nos permiten especular una sociedad alternativa.


Bibliografía:

Berger, John, Sven Blomberg, Chris Fox, Michael Dibb y Richard Hollis. Modos de ver. Trad. Justo G. Beramendi. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, SL, 2007

Bird, Jon. “Art History and Hegemony.” The Block Reader in Visual Culture. London: Routledge, 1996. 68-86. Ellacuría, Ignacio. “El desafío de las mayorías pobres.” En: Escritos teológicosI. San Salvador: UCA Editores, 2000. (355-364).

Camnitzer, Luis. “La enseñanza de arte como fraude.” Esfera pública. Read Today News, 21 marzo 2012. Web. 19 enero 2016.

Delio, Karen. “Take the Crucified People Down from the Cross.” Not so far Afield. 19 (septiembre/octubre 2010): sin pag. Web. 20 noviembre 2015.

Escobar, Ticio. “Culturas nativas, culturas universales. Arte indígna: El desafío de lo universal.” Una teoría del arte desde América Latina. Ed. José Jiménez. España: MEIAC/Turner, 2011. 31-52.

Huezo, Roberto. Dibujos de la guerra. Serie de testimonios: “Déjenme ser testigo”. Web. 22 noviembre 2015.

Mignolo, Walter. “Aiesthesis decolonial.” En Calle 14: revista de investigación en el campo del arte. 4.4 (2011): 10-25.

UNIVERSIDAD DE LAS ARTES DEL ECUADOR. Un proyecto de la revolución cultural: Resumen Ejecutivo del proyecto. 2013 Web. 13 de agosto 2015.  <http://www.uartes.edu.ec/descargables/resumen.pdf>

Vallega, Alejandro Arturo. Latin American Philosophy from Identity to Radical Exteriority. Bloomington: Indiana University Press, 2014.


NOTAS

[1] El presente ensayo es un avance de mi trabajo de investigación e incluye mis reflexiones tentativas sobre la necesidad y la metodología de pensar el arte desde América Latina. Agradezco a la revista cultural Carátula, el grupo de estudios del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica de la Universidad Centroamericana y a Ileana Rodríguez por abrirme este espacio para compartir mis ideas. También quisiera demostrar mi gratitud por mis alumnos de historia del arte en la Universidad de las Artes y por todo lo que me han enseñado este semestre.

[2] Debo reconocer que mi propia posición es influenciada por la lujosa formación académica que me brindó mi asesora, Ileana Rodríguez, una de las voces de la vanguardia de ese debate entre los estudios culturales y la literatura latinoamericana, especialmente por su parte en la formación del grupo de los estudios subalternos latinoamericanos.

[3] Desafortunadamente no he podido visitar la capilla para ver estas pinturas en persona. En este sentido, tengo que depender de los medios de reproducción que me permiten acceder a estas imágenes a través del internet, especialmente la página web de la UCA (http://www.uca.edu.sv/cmr/viacrucis.htm). Aunque esta dependencia de los medios de reproducción es problemática, yo propongo que mi uso de esas imágenes coincide más bien con la idea de construir un nuevo tipo de ‘mueso’ y un nuevo lenguaje de las imágenes, tal como lo describen John Bergert, et al. en su libro Modos de ver: “Si el nuevo lenguaje de las imágenes se utilizase de manera distinta, éstas adquirían, mediante su uso, una nueva clase de poder” (41).

[4] En 1991 Juan Pablo II reformó el Viacrucis. Esta reforma cambió el comienzo del recorrido de los evangelios en su explicación de la muerte de Jesús y agregó una estación más. En este texto, ya que la obra de Huezo, a la cual me voy a referir, es de 1983-1984, haré una comparación con el Viacrucis tradicional antes de la reforma de Juan Pablo II.

[5] Con la idea del pecado histórico me refiero a la filosofía de Ignacio Ellacuría. Ellacuría utilizaba el término para hablar de la existencia de un pecado estructural o societal en cuanto afectaba a toda la sociedad y sus estructuras. Dicho pecado era histórico en cuanto afectaba al sistema de posibilidades a través del cual el poder de la historia se materializa.

[6] Las traducciones del inglés son mías.

[7] Algunos teóricos e historiadores de arte en Ecuador ya están denunciando el impacto de estos legados en el arte latinoamericano y trabajando con un concepto de la colonialidad del ver/visualidad. Desde Quito, por ejemplo, Cristian León nos aclara que “A igual que sucede en las Ciencias Sociales en las disciplinas y ramas vinculadas al arte y la imagen existe una amplia genealogía construida sobre la base de los desarrollos del mundo greco-latino, la tradición judeocristiana, el pensamiento ilustrado y la crítica posmoderna. Esta tradición, transmitida a partir de la historia universal del arte, la estética y las teorías disciplinarias del arte, permanece hasta la actualidad incuestionada y sigue siendo el centro de organización de los programas de Bellas Artes y Artes visuales” (36).

[8] Me refiero a la epígrafo de Pollock que Jon Bird usa para abrir su texto “Art History and Hegemony”:

¿Por qué importa políticamente para las feministas intervenir en un área tan marginal como la historia del arte, una “avanzanda del pensamiento reaccionario”, como se le ha llamado? Es cierto que la historia del arte no es una disciplina influyente, encerrada en universidades, colegios de arte y sótanos rancios de museos, difundiendo su conocimiento civilizatorio al selecto y culto. No debemos, sin embargo, subestimar la importancia efectiva de sus definiciones de arte y artista para la ideología burguesa. La figura central para el discurso histórico del arte es el artista, quien se presenta como un ideal inefable quien complementa el mito burgués de un hombre universal sin clase. (citado en Bird 68, traducción mía)

Pero si seguimos con la cita de Pollock, vemos que la apuesta que estoy delineando aquí y la apuesta discursiva de la universidad constituye la precondición de un argumento revolucionario por su forma de pensar una nueva historia y también un nuevo concepto de arte: “Privar la burguesia no de su arte pero de su concepción de arte, ésta es la precondición de un argumento revolucionario” (citado en Bird 68, traducción mía).

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Doctorado en literaturas y culturas latinoamericanas en La Universidad Estatal de Ohio. Obtuvo dos M.A.s de la misma universidad, una en literaturas y culturas latinoamericanas y otra en estudios culturales latinoamericanos. Es miembro fundador del colectivo de pensamiento ex/centrO. Sus áreas de interés incluyen el pensamiento centroamericano, la filosofía y teología de liberación y el pensamiento decolonial. Actualmente está terminando su tesis doctoral sobre el pensamiento de Ignacio Ellacuría, S.J. En agosto de 2015 se incorporará como docente en la Universidad Casa Grande en Guayaquil, Ecuador.