El español, lengua de comunicación internacional

14 marzo, 2016

Participación en la Sesión Plenaria Conmemorativa de los 25 años del Instituto Cervantes. Jueves 17 de marzo, 2016.


No pocas veces debo responder a los periodistas acerca de la utilidad de un congreso como este. Yo siempre digo que se trata de celebrar a una lengua que hablan más de 400 millones de personas, un dato que puede parecer ya un lugar común entre tantas intervenciones de estos días, pero del que no puedo prescindir para llegar adonde quiero llegar.

El castellano, español, o castilla, como aún se dice en las lejanías rurales de Centroamérica, es la tercera lengua del mundo, tras el mandarín y el inglés, y esto que no tomo en cuenta a aquellos que lo usan como segunda lengua, o lo hablan de manera insuficiente, con lo que este universo se abriría a 560 millones, según los cálculos de los entendidos.

Los números pueden parecer superfluos, pero lo primero que explican es que, teniendo semejante envergadura, no puede ser de ninguna manera una lengua a la defensiva, en proceso de fragmentación, ya no digamos de extinción. Toda lengua es un organismo vivo, que disfruta o padece de buena o mala salud. Y el español es una lengua agresiva, en permanente proceso de mutación y de transformación en bocas de tantos y tantos millones, que avanza cubriendo distancias; y más que una lengua agresiva, o además de eso, o por eso, es una lengua invasiva.

Las lenguas tienen su propia dinámica. Tomemos el inglés, por ejemplo. Claro que es una lengua literaria en el ámbito contemporáneo, y podemos probarlo sin necesidad de alejar nuestra mirada del Caribe insular, donde se alzan las  espléndidas voces de Derek Walcott y V.S. Naipul. Ambos, junto a Saint John Perse, Gabriel García Márquez y Miguel Ángel Asturias, completan nuestro santoral de premios Nobel del Caribe, si no es que incluimos también a William Faulkner, igualmente del Caribe, el espejo más revuelto de imaginaciones en América.

Pero el inglés es, desde hace ratos, el idioma de las torres de control de los aeropuertos, de los manuales industriales,  y ahora el de la comunicación digital. La cultura que produce tecnología designa por ley natural sus instrumentos y procedimientos. Así, el español abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas y volverlas propias.

Y de esa misma cultura anglosajona también recibimos la avalancha de términos que tienen que ver con el insaciable mercado, con las modas y los espectáculos, el comer y el vestir,  la  música de punta, la parafernalia del cine y la televisión, y demás artilugios enlatados, o descodificados, manufacturados en inglés.

Es, de otra manera, también una lengua invasiva, que afecta y modifica al español con una fuerza que no puede ser ignorada. La afecta y modifica, pero no la sustituye, ni menos la extingue. Es una lingua franca de los menesteres tecnológicos, de la terminología del mundo digital y del comercio, pero no lo es para nosotros ni en la literatura, ni en la calle, ni en la intimidad de los hogares,  ni aún para los más de 50 millones de hispanohablantes que hay dentro de Estados Unidos.

Una lengua de emigrantes por razones de pobreza y marginación, o de violencia, emigrantes que crean una resistencia xenofóbica rayana en la locura, sino recordemos el muro orwelliano, o soviético, que pretende levantar el señor Trump en la frontera con México.

Una lengua que se exilia atravesando fronteras bajo la necesidad. Es la necesidad la que mueve a quienes emprenden el éxodo, expuestos a iniquidades, despojos, secuestros.  Y a la muerte. Mueren por asfixia, hacinados dentro de vagones de carga, de furgones; mueren de sed o insolación en la travesía del desierto. Mueren asesinados bajo las balas de los sicarios.

La lengua es también un pasajero clandestino del tren de la muerte que va de Tierra Blanca a Sonora. Perece o llega, se aclimata. Al atravesar los emigrantes la frontera en busca del sueño americano,  ocurre un choque cultural, que es también un choque de lenguas, que nunca deja de ser creativo, y que termina en fusión.

Pero el español muta diariamente y se transforma en Montevideo o Los Angeles, Lima o Dallas, porque no estamos hablando de una lengua homogénea. Lo homogéneo es la inmovilidad, y por tanto la muerte. La lengua se transforma porque cambia continuamente en la calle, porque se renueva en la invención literaria, porque viaja hacia el norte, y porque está sujeta a una renovación  generacional.

En ningún otro momento como ahora el español ha estado sometido a tan amplios traspasos culturales determinados por la globalización. Y cada vez más es territorio de los jóvenes que dominan las cotas demográficas en proporciones nunca antes vistas. Al emigrar, crea sus propios ámbitos de acción en el territorio donde llega. Y allí, al expresarse en términos literarios toma en cuenta el nuevo paisaje social, y gana una nueva carga semántica.

¿Es el mismo español al otro lado de la frontera? Ya no. Pero no es cierto que a resultas de su encuentro con el inglés se haya corrompido o degradado. Términos que un día ofenden el oído, mezclas de vocablos, neologismos, terminan entrando indefectiblemente en las páginas del diccionario, porque la lengua no expresa sino la vida. El español TexMex, el de la Florida, el de California, aún más lejos el de Nueva York y el de Chicago, estarán teñidos de inglés, naturalmente. Marqueta por mercado, grosería por grossery, tuna por atún, soques por calcetines, sopa por jabón, carpeta por alfombra, un día reclamarán carta de legitimidad.

Surgirán más palabras híbridas o neologismos desconcertantes. Pero tampoco el español del Río de la Plata fue nunca ya el mismo después de mezclarse con el italiano, lengua de inmigrantes, ni, mucho antes, el español peninsular siguió siendo el mismo después de tantos siglos de mezclarse con el árabe.

El español de los conquistadores, ya teñido de árabe, tuvo su primer encuentro con el taíno, y después, al expandirse, entraría en tratos con el náhuatl, el maya, el quechua, el aimara, y tantas lenguas aborígenes más; y luego con las lenguas de los esclavos africanos, y el francés y el holandés y el inglés corsario en el Caribe, y hubo entonces una nueva mezcla que enriqueció al habla de todos los días, y el lenguaje oral se trasladó al lenguaje escrito, que pasó a reflejarse en la lengua de los cronistas. El asombro de Oviedo frente a los frutos el trópico americano, y el de Bernal Diaz del Castillo frente a la gran Tenochtitlan, se resuelve en frases que no ignoran ya las palabras americanas.

Nunca el español ha vivido ajeno a otras lenguas, ni segregado de ellas. Siempre ha viajado y ha regresado renovado. Con los emigrantes en la lengua diaria, y con Garcilaso, con Rubén Darío, cuando exploran en otros idiomas otras formas literarias. Cuando Garcilaso atrae hacia el español las voces de Petrarca y de Ariosto, y formas desconocidas del verso y de la composición poética, lo mismo que Rubén cuando trasplanta el simbolismo del francés al español, Baudelaire, Verlaine; una revolución métrica y estética en ambos casos, que terminaría influyendo a la lengua toda, porque la lengua literaria termina siempre en la calle, o no sobrevive. Nunca explicaríamos a Gardel y Agustín Lara sin el modernismo, porque las letras de los tangos y los boleros también son hijos legítimos suyos.

Si tenemos una identidad compartida es porque la lengua es la referencia común. No somos una identidad étnica, no somos una multitud homogénea. La diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la persigamos y queramos encontrarnos en el otro, hablando la misma lengua.

Esa lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, en la que escribo, se halla en continuo movimiento y me lleva consigo de una a otra frontera, de uno a otro territorio, sean territorios reales o territorios verbales.

Una lengua capaz de ser siempre otra siendo siempre la misma.

 

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.