Francisca Sánchez, “lazarillo de Dios” en el sendero de Rubén Darío
23 marzo, 2016
Gloria Guardia
– El obsequio de este episodio para los lectores de carátula, relacionado a un tramo de la vida de Rubén Darío, relatado por Gloria Guardia, conduce inevitablemente a la cotidianidad del poeta nicaragüense, su enamoramiento –de Darío- correspondido, según cuenta la propia Francisca Sánchez –fiel compañera y con el tiempo, madre de sus hijos, conocida como la Princesa campesina, más tarde bautizada Princesa Paca, por Amado Nervo-, en esta instancia Gloria Guardia muestra, además, aunque tangencialmente, las estrechas relaciones de Darío con los grandes escritores españoles de la época, pero también los dramas padecidos por la pareja tras la muerte de dos de sus hijos, mientras el rapsoda daba rienda suelta a su genialidad creativa escribiendo los enormes poemas que hasta hoy lo tienen en el sitial de la gloria literaria universal.
Hoy casi nadie reconoce su nombre o recuerda su historia. Fue la musa, la amiga, la amante y el “lazarillo de Dios” en el sendero del gestor y padre del Modernismo, Rubén Darío. Se llamaba Francisca Sánchez del Pozo, era una bella campesina, hija del jardinero del Rey; mejor conocido como el floricultor de los predios del palacio madrileño de la viuda de Alfonso XII, la regenta María Cristina de Austria.
Francisca había nacido en Navalsauz, al sur de la provincia de Ávila, y un mediodía de primavera del último año del siglo XIX, cuando Rubén Darío y don Ramón del Valle Inclán paseaban por los bien cuidados predios del palacio, aquella magnífica prolongación del Campo de Moro, ella les ofreció una rosa a aquellos señores “tan elegantes” y sin querer, o acaso queriendo, prendó para siempre al poeta nicaragüense.
Aquel era el segundo viaje de Darío a España. Para ese entonces había enviudado de la salvadoreña Rafaela Contreras, había tenido un hijo con ella, se había casado y separado de la atormentada nicaragüense Rosario Murillo, y su nombre ya era conocido y celebrado como uno de los mejores entre los escritores de América, gracias a sus poemarios Azul y Prosas profanas, a las semblanzas que había recogido en el libro Los raros y a los despachos que redactaba semanalmente para La Nación, de Buenos Aires, el prestigioso diario que circulaba y era leído ampliamente en España y América. En esta ocasión, el poeta había llegado a Madrid a principios de abril como corresponsal del periódico porteño, acababa de publicar España contemporánea, de inmediato se había convertido en asiduo de las tertulias de Benavente, Maeztu, Manuel Machado, Valle Inclán y Juan Ramón Jiménez y, de tarde en tarde, los deslumbraba con algunas de sus composiciones como “Cyrano en España”, “Al rey Oscar”, “Trébol”, “La marcha triunfal” y “Los cisnes”, que reinauguraban una métrica y un lenguaje, borrados desde hacía rato de la lírica en lengua española.
El flechazo de Francisca fue certero y cabal. Con hipnótica perseverancia, Darío regresó a los jardines al día siguiente y al otro día también, al punto de que Francisca, halagada o sorprendida tal vez, accedió a “conocerlo mejor”, hechizada, es posible, por la mirada sensual de aquel mestizo “que vestía tan bien”, o convencida, quizá, por los sorprendentes requiebres de quien hablaba en una lengua melódica que ella probablemente no habría escuchado jamás. Y, así, cuando en octubre comenzaban a caer las hojas en Ávila, Darío la siguió, primero en tren y después en un burro, a su pueblo, Navalsauz. Quería frecuentar a la familia de la bella “princesa-campesina”, de “la princesa Paca”, como la bautizaría Amado Nervo, y que a partir de ese otoño, se convertiría en la fiel compañera de Rubén y con el tiempo en la madre de sus cuatro hijos: dos de los cuales morirían siendo muy niños y un tercero que su padre bautizaría con el sobrenombre de Güicho.
De labios de Francisca escuché esta historia una tarde de enero de hace ya muchos años. A la sazón, yo estudiaba en la Universidad Central, hoy Complutense, de Madrid y mamá, nicaragüense de nacimiento y nieta de uno de los principales mecenas de Rubén, el médico Gerónimo Ramírez-Ramírez, pasaba una temporada conmigo, disfrutando de los encantos del teatro, de la música, del arte y de la literatura de ese país. Eran otros tiempos y se vivía, sin duda, a otros ritmos. Mamá trabó amistad con tres de mis profesores, los poetas Gerardo Diego -Premio Cervantes, 1979-, Carmen Conde –la primera mujer elegida, en 1978, como numeraria a la Real Academia Española-, y Antonio Oliver Belmás -Premio ‘Aedos’ de Biografía por su obra Este otro Rubén Darío. Estos últimos, casados desde 1928, habían catalogado y clasificado los fondos de Darío, tras rescatar su archivo, gracias a la colaboración de Francisca Sánchez, quien lo había guardado celosamente en su humilde casa en la Sierra de Gredos. En aquella década del sesenta del siglo pasado, Carmen y Antonio ya habían fundado, creado y dirigían el “Seminario-Archivo Rubén Darío”, ubicado en la muy castiza calle de Alcalá, de Madrid. Y fue en esa ciudad y alrededor de esa época, cuando una mañana Carmen sorprendió a mamá con una llamada. Ellos y Gerardo Diego, le dijo, habían coincidido la tarde anterior en casa de su amiga María Baeza y se habían confabulado para llevarnos adonde Francisca Sánchez quien para entonces y por intercesión del matrimonio Conde-Oliver se había mudado a un pequeño piso en la “Villa”. Ya habían conversado con ella, añadió, y la compañera de Rubén nos invitaba a merendar esa tarde. Deseaba conocer a mamá y enseñarle el reloj y la leontina de oro que aún guardaba con ella y que don Gerónimo, el médico nicaragüense, abuelo de mamá, le había obsequiado a su joven protegido y amigo con ocasión de su viaje a Chile, en 1886.
Los cinco llegamos, puntuales, a la cita. Francisca nos recibió con frases de bienvenida que parecían saltar de las páginas de Prosas profanas. Era una anciana sobria, vestía el hábito de san Francisco, y a un ritmo preciso, sin excesos ni digresiones, a instancia nuestra, nos fue relatando anécdotas de su vida y relación con Rubén. Él le había enseñado a leer y a escribir. Con él había vivido, primero en Madrid, luego en Barcelona y París, cuando él se desempeñaba, ya como periodista, ya como diplomático de Nicaragua en esas ciudades. En casa de ambos, el poeta Amado Nervo había conocido y se había prendado de su hermana menor. A su mesa se habían sentado figuras de la talla de Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez, Antonio y Manuel Machado y estos últimos le habían obsequiado una mantilla que le había pertenecido a su madre… Luego, sin alardes de dramatismo, nos refirió el hecho de que durante esos años habían nacido y muerto tres de sus hijos; ella había acompañado a Rubén cuando él, enloquecido por imágenes que se le antojaban venidas del más allá, había concebido y redactado los poemas Cháritas, Letanía de nuestro señor don Quijote y el dedicado a su hijo muerto en 1905, Phocás el campesino. También habló de cómo, en otra ocasión, ella, valiéndose de toda suerte de ardides, lo había mantenido despierto durante cuarenta y ocho horas para que pudiera escribir el largo poema “Canto a la Argentina” que le había comisionado el diario La Nación, para ser publicado en el mes de mayo de 1910, con motivo del centenario de la independencia de ese país.“Gracias a aquel poema,” recordó con un toque de picardía en la voz, “por el cual le pagaron a Rubén diez mil francos, aquel año pudimos veranear en Bretaña como huéspedes del ocultista Austin de Croce, otro amigo con quien él se entendía muy bien”.
En un momento dado, Francisca nos condujo hacia una mesa camilla que se encontraba ubicada en un rincón de la minúscula sala. Observé sus manos al tiempo que caminábamos. Eran blancas, delgadas; eran, en efecto, las de una princesa, tal como Nervo había bautizado a Francisca cuando la conoció en los primeros años del siglo. Con sencillez y un sentido de equilibrio exquisito, ella había dispuesto sobre aquella mesa redonda el reloj, obsequio de mi bisabuelo Gerónimo, la mantilla que había pertenecido a la madre de los hermanos Machado, una fotografía de Darío y de ella muy jóvenes, otra de ella con Güicho, y otra de Rubén, Amado Nervo y las dos hermanas Sánchez del Pozo, posando en un estudio de París. “Ésa”, nos aclaró, “nos la tomaron poco después del nacimiento de Güicho y antes de que Darío viajara a su tierra natal, tras quince años de ausencia. Él era supersticioso e insistió en que quería llevarse esa foto como recuerdo, no fuera a ser que… Tenía razón, mi hermana María murió siendo muy joven, el poeta mexicano se marchó a su país y a él tampoco lo volvimos a ver”. Por último, Francisca hizo un aparte y señalando la fotografía en sepia adonde ella aparecía con el pequeño Güicho en París, nos relató otra anécdota bastante sorprendente, por cierto. En 1926 o 27, nos dijo, una noche cuando su hijo cumplía el servicio obligatorio en “la mili” y le habían encomendado que sirviera de guardián en el portón del palacio, recibió una invitación que lo dejó sin palabras. Su Majestad Alfonso XIII y su madre, la antigua regenta María Cristina de Habsburgo-Lorena lo mandaban llamar. Fue conducido a uno de los salones de la residencia real en el Palacio de Oriente. Una vez allá y tras asegurarse de que aquel joven era, en efecto, el hijo y heredero del poeta, el Rey y la no muy agraciada Reina madre, conocida popularmente como «Doña Virtudes», conversaron con él e hicieron gratos recuerdos. Se refirieron con puntualidad y cierta nostalgia al día cuando Darío había estado en Palacio con la delegación de Nicaragua en las fiestas del IV Centenario del Descubrimiento; a cuando había presentado credenciales como ministro Plenipotenciario de Nicaragua en España; y cuando había formado parte de la comisión nicaragüense que intervino en la cuestión de límites con Honduras, cuyo arbitraje, celebrado en 1909, había correspondido al propio monarca.
Antes de despedirnos, los cinco fuimos con Francisca al jardín del modesto edificio adonde ella vivía. El sol se ponía a lo lejos y ella hizo hincapié en que deseaba caminar con nosotros un rato. Por pedido nuestro y seguramente evocando aquel mediodía primaveral cuando había conocido a Rubén, nos recitó las últimas estrofas del poema que él le dedicara, tras componerlo en París, en febrero de 1914:
Ajena al dolor y al sentir artero
Llena de la ilusión que da la fe,
Lazarillo de Dios en mi sendero,
Francisca Sánchez, acompañamé
En mi pensar de duelo y de martirio
Casi inconsciente me pusiste miel,
Multiplicaste pétalos de lirio
Y refrescaste la hoja del laurel.
Ser cuidadosa del dolor supiste
Y elevarte al amor sin comprender,
Enciendes luz en las horas del triste,
Pones pasión donde no puede haber.
Seguramente Dios te ha conducido
Para regar el árbol de mi fe;
Hacia la fuente de la noche y del olvido,
Francisca Sánchez, acompañamé.
Era el más alto y el más sentido homenaje de su amante/compañero, y era su despedida también. A partir de los últimos días de mayo de ese año, Francisca y Rubén no se volverían a ver. Poco después él viajaría a Nueva York, Guatemala, Managua y León, donde destrozado y sobre todo agotado, falleció la mañana del 6 de febrero de 1916. Tenía cuarenta y nueve años. A partir de ese día, Francisca Sánchez vestiría, en su memoria, el hábito de san Francisco: de ese“varón de corazón de lis, alma de querube, y lengua celestial” a quien Rubén un día, perdido en la niebla, le había consagrado, en versos dodecasílabos, uno de sus poemas más célebres, Los motivos del lobo.
Los cinco guardaríamos intacto el recuerdo de aquella tarde madrileña cuando la hija del jardinero del Rey abrió las puertas de su memoria y su hogar y recreó para nosotros instantes de aquel coup de foudre, o flechazo que dio tantos y tan espléndidos frutos a la lírica de España y América.
(1940-2019). Fue novelista, periodista y ensayista de nacionalidad nicaragüense-panameña, nacida en Venezuela. Estudió filosofía y letras en la Universidad Complutense de Madrid y obtuvo su Maestría en literatura comparada en la Universidad de Columbia en Nueva York. Perteneció a la Academia Panameña de la Lengua. Fue presidente de la Fundación Iberoamericana del PEN Internacional. Ha sido traducida al inglés, ruso, italiano y macedonio. Entre sus obras destacan su tesis doctoral (1968) Estudio sobre el pensamiento poético de Pablo Antonio Cuadra (Editorial Gredos, 1971) y las novelas Libertad en llamas (Plaza & Janés, 1999), Lobos al anochecer (Alfaguara, 2006), El jardín de las cenizas (Alfaguara, 2011) y En el Corazón de la Noche (Grijalbo, Penguin Random House Grupo Editorial, 2017). Publicó ensayos sobre Unamuno, Rogelio Sinán, Ernesto Cardenal, Stella Sierra, Miguel Hernández y Rubén Darío. Recibió numerosas distinciones literarias.