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La poesía de Ernesto Mejía Sánchez

14 marzo, 2016

Marco Antonio Campos

– La detenida como minuciosa y honda lectura de la obra de Ernesto Mejía Sánchez por parte del escritor mexicano Marco Antonio Campos, refleja generosidad de discípulo agradecido, pero también la rigurosa y honesta posición crítica que como creador literario posee. Uno de sus aportes en ese tenor, lo muestra en este texto: la apertura a caminos interpretativos para una renovada lectura de Mejía, y por otro lado la revisión, con ojos de actualidad, a ese “orbe poético distinto” del vate nicaragüense, engarzado, como puede apreciarse, a la escritura de sus dos cómplices literarios en el tiempo Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas. Este ensayo fue presentado, así lo manifiesta el mismo Marco Antonio Campos, en “el primer lustro de los ochenta”, a raíz, precisamente, de la publicación de Recolección a mediodía (compilación casi completa de la obra de Mejía Sánchez) por la editorial Joaquín Mortiz.


1

La impresión inicial que tenemos al leer los primeros poemas de Ernesto Mejía Sánchez (Ensalmos y conjuros) es de sorpresa. Desde el principio, decimos, desde sus veinticuatro años cumplidos, era ya un poeta sobresaliente. Con ojo crítico y alado sentimiento labraba versos y alzaba poemas como bellas columnas y más que eso ―o con eso― tenía ya un orbe poético distinto. Va a cambiar con los años, y su verso se va a volver más familiar, más accesible, pero el primer Mejía Sánchez, pese a la filtración de lecturas, está seguro de lo que dice y cómo lo dice. Es el poeta que ha visitado la tradición, que la ha aprovechado y trasladado, y a quien, sin embargo, no se le puede acusar de ser otros. Podemos observar la presencia de ángeles y asociar con Rilke, desde luego, pero sabemos que esos ángeles sólo funcionarían allí, en esos versos de este poeta nicaragüense y mexicano. Podemos detenernos en versos que nos llevarían hacia espacios de ecos que creó Xavier Villaurrutia, pero es un estado momentáneo, porque el fragmento (el poemario todo) es de una sensibilidad distinguible, única.

Desde el primer poemario hasta Contemplaciones europeas (1957), Mejía Sánchez nos da la impresión frecuente del poeta que escribe versos que se parecen o alcanzan el mármol, pero un mármol en movimiento continuo.

A los veinticinco años, partiendo de versículos del libro de Samuel, Mejía Sánchez hace uno de los poemas más concentrados y sensuales que se han escrito entre nosotros: La carne contigua. En este poema, escrito en apretados versículos, lo que más admiramos es cómo crea la atmósfera sensual y desarrolla el tema saliente. Suele acontecer que poetas que buscan cargar de sensualidad los versos se preocupan más por el detalle que por el conjunto, de modo que partes del poema resultan espléndidas, pero el todo informe. Esto lo han sabido evitar felizmente entre nosotros, López Velarde y Pellicer.

El poema El retorno, tiene la ventura de hacernos sentir el amor de Mejía Sánchez por los libros y sus lecturas shakespereanas, especialmente Otelo. En ese aspecto Mejía Sánchez se enlazaría, aunque sea momentáneamente, con ese escritor impar que nos ha hecho a lo largo de los años apreciar con altura los libros, que ha hecho habitables las bibliotecas: Jorge Luis Borges. También Bradbury, claro, pero en Bradbury es el horror de vernos un día sin ellos, de que los adelantos tecnológicos consigan detener el desarrollo intelectual del hombre, en vez de aquello que anhelaban los antiguos: darnos ocio para crear. No sé si por ese entonces (1950) Mejía Sánchez había leído a Borges; acaso Alfonso Reyes lo había acercado.

El retorno está escrito en verso blanco, el que ha sido ―como ha observado Gabriel Zaid― poco trabajado por nuestros poetas, siendo una excepción, y qué bueno que sea tan importante, Ernesto Mejía Sánchez.

2

Uno de los libros más dolorosos, más tiernos que hemos leído, es La impureza (1951), que tiene sólo poemas bellos, y donde ya advertimos cómo se han afinado temas y obsesiones de Mejía Sánchez. Es el libro, perdónese la intromisión, que hubiéramos querido escribir a los veintisiete años (a cualquier edad), pero al no hacerlo, sólo nos queda leerlo como si fuera nuestro. El mejor, creemos, del nicaragüense. Está escrito como quería Nietzsche, con la sangre, pero equilibrada la emoción con el pulso crítico. Es la gran lección de Propercio, de Leopardi, de Vallejo: los movimientos del corazón trasladados puntualmente a los móviles pilares del poema. Félix Grande ha observado que el libro central de Martínez Rivas, La insurrección solitaria, “sin ese festivo dominio verbal ―de que no carece jamás―, sin ese fino esplendor que alguna vez se ha llamado ‘una sensualidad de la inteligencia’, estaría entre una de las más desoladoras de habla castellana”; no creo, por mi parte, que estos poemas humanos de Mejía Sánchez sean menos desoladores que los de Martínez Rivas. En esa dirección, ambos estarían muy alejados de la teoría poética de su coterráneo, compañero de generación y excelente poeta Ernesto Cardenal, que habla de una extravagante poesía exteriorista ―hacia Whitman, hacia Pound― donde sólo es materia poética lo que sucede fuera de nuestro ámbito interior, porque la poesía que habla sobre esto último ―desde el Romanticismo a nuestros días― es una peste.

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Hay otros rasgos característicos y serían, por caso, el deseo teñido por una religiosidad culpable y la condición múltiple y variada que hay en uno mismo. En cuanto a lo primero, podríamos decir que Mejía Sánchez está entre la Biblia y Las flores del mal ―él, que ha sido un asiduo lector de estos dos esplendores literarios-. En el primer poema, en las cuartetas del soneto leemos algo que puede ser una aproximación a una declaración estética y vital:

Si la azucena es vil en su pureza
y oculta la virtud del asesino,
si el veneno sutil es el camino
para lograr exacta la belleza;
engaño pues mi amor con la nobleza
y confundo lo ruin con lo divino,
hago de la cordura desatino,
de la sola mentira mi certeza.

La mujer es una suerte de Eva, demoniacamente pura, que debe ser poseída, porque así lo exige la naturaleza sensual del hombre, aun si después, en las horas de soledad el sentimiento del pecado lo persiga ―lo roa― implacablemente.

Isabel no me ama. Busca a su padre
en mi figura o me le antojo el hijo
de su carne, pero nunca su amante.
Desconfía de mis dientes (mesurados
en el ejercicio de sangrarla).

La sombra del incesto, como en La carne contigua, cubre los versos. El amor es un crimen, cierto, pero es un crimen magnífico, infernalmente gozable en su ejecución. La perfecta impureza. Hay una suerte de ángel malo, un ángel de las tinieblas, que puede o suele ser más poderoso que el guardián y que se separa y es también Mejía Sánchez. Otros ojos vigilan, pero esos ojos son o pueden ser los de él. Mejía Sánchez consigue con versos agresivos, rápidos, certeros, con repeticiones y cambios, crear un clima en el que el delirio de persecución se apodera aún del lector (Los ojos deseados). Citemos la primera estrofa:

Me están mirando. Me desnudan, me cubren,
me desnudan con insistente, indeleble pureza.
Obstinada, definitivamente me están mirando.
Ya no puedo con ellos, ya no puedo sin ellos.
Ya no sé, ya no sé quién me mira. Yo mismo
soy mis ojos que me estoy mirando. Soy quien
me está mirando; y no sé quién soy.

Ésta furiosa vigilancia a que es sometido por sí o por los otros podemos hallarla también en uno de los más baudelereanos, de los mejores poemas de Mejía Sánchez: Las fieras (Contemplaciones europeas). Siguiendo involuntaria o deliberadamente a Baudelaire, Mejía Sánchez es sus propios ojos, es la infame cruz que le están labrando, es sus dioses, es el rostro de la amada. Todos los espejos tienen nuestro rostro, pero es un rostro espantoso, en el que, sin embargo, por una presión interior incontenible, nos acabamos mirando.

Aquí queremos desviarnos y hablar un poco sobre uno de los poemas más conmovedores que hemos leído, Pavana, que es, de esos poemas que solemos leer a menudo, aun si prescindimos de la revisión completa del libro; de esos que nos llevan en ciertos estados de ánimo especiales a leer, por casos, las Lamentaciones de Jeremías, El epitafio a Heliodora de Meleagro, La noche del día de fiesta (Leopardi), El buen sentido (Vallejo). Importa poco saber o no la anécdota que sustenta el poema de Mejía Sánchez, aunque colijamos que es una compañera de infancia y de adolescencia que ha muerto y con la que llevaba un amor que los hacía ocultarse de la vigilancia familiar; importa poco que el poema hubiera sido un epitafio o una elegía o la hubiera escrito oyendo una pavana; lo importante, lo que nos duele, nos enternece, es cómo EMS habla con ella, por ella, de ella, para ella. Cómo reproduce en los versos los lentos y graves pasos de la música. Cómo delinea emociones esenciales con (en) espacios cotidianos. Cómo le reprocha con irresistible dulzura su muerte. Cómo la belleza, la infancia y el amor, en vez de hacernos dichosos, nos laceran. Es de los poemas que profundizan nuestra raíz humana, nuestra conciencia del sufrimiento, y que necesitaríamos transcribir completo, porque una mutilación no mostraría el estado de ánimo total. Pero qué importa. Contaré el delito y citaré tres versos:

No conocía el mar, ella tan sólo.
Ella tan sólo creciendo, agigantándose
en el mar de abril bajo la luna.

Las imágenes se contraponen en la realidad y se enlazan en la fantasía del hombre que las crea. La repetición inmediata de la frase “ella tan sólo”, que es primero totalizadora y luego sirve como tejido para la imagen que se dibuja en la vista de la memoria del poeta, le da una carga de ternura triste, monótona, definitiva.

3

En 1957 Ernesto Mejía Sánchez publica Contemplaciones europeas, el último libro propiamente dicho del primer ciclo, y que cierra la primera Recolección.

Los latinoamericanos hemos tenido desde la conquista una invencible admiración por Europa, y la hemos encontrado ―a veces, sin duda, desproporcionadamente― como la fuente justa, inagotable. Somos de alguna manera un apéndice y una creación de Europa, y en ocasiones, por qué no, la hemos superado: cultura cuyas raíces, como se ha observado múltiples versos, están en Israel, Grecia y Roma, y quizá más, en Israel y Grecia. Tenemos la conciencia y la visión religiosa de los judíos, y la razón y la emoción de los griegos. Culturalmente hemos visto con regularidad en el curso de cuatro siglos y medio hacia Madrid, París, y ocasionalmente a Londres, Roma o Atenas, y últimamente los Estados Unidos. Geográficamente, y sobre todo en nuestro siglo, hemos tenido un pie en Europa y otro en América, y a veces, los artistas han quedado indeleblemente marcados por Europa. Revísese parte de la obra de poetas grandes (Vallejo, Neruda, Huidobro, Borges, Paz, o de otros importantes) y se encontrarán las trazas de la tierra europea. ¿Cómo se explicaría Poemas humanos sin el autoexilio desgarrador en París y los golpes españoles? ¿Cómo soslayar La moneda de hierro, Tercera residencia, o poemas de Calamidades y milagros y La estación violenta? ¿Qué mal hay en ello? No lo encuentro. Borges, el joven Borges (El escritor argentino y la tradición), dictaba cátedra de cómo nuestra tradición era “toda la cultura occidental”. Valéry, en un ensayo vivo, sugerente (La crisis del espíritu, Varieté, I), escribía un año después del fin de la Primera Guerra Mundial: “En resumen, existe una región del globo que se distingue profundamente de las otras, desde el punto de vista humano. En el orden de la potencia, y en el orden del conocimiento preciso, Europa pesa hoy mucho más que el resto del mundo. Me equivoco: No es Europa quien lo lleva; es el Espíritu Europeo del que América es una creación formidable”.

Mejía Sánchez ―como Darío, como Martínez Rivas― no escapó de ser hondamente marcado por Europa, y hacia 1957 publicó Contemplaciones europeas, y después Disposición de viaje (1956-1972), donde han quedado los registros. Pero Mejía Sánchez, a diferencia de tantos latinoamericanos, no se sintió un extranjero en Europa, quizá porque los nicaragüenses han tenido desde su raíz la sed y vocación geográficas. Mejía Sánchez observó, reprodujo mental y emocionalmente instantes únicos e irrepetibles, y los llevó a la página: instantes en Italia, en Francia, y sobre todo en España: instantes de soledad contemplativa o reflexiva o compartidos con la mujer, y que serán guardados, gastados, vueltos a gastar, y convertidos en algo vivo y distinto en el recuerdo. Las imágenes nunca son completas y las sensaciones recobran parcialmente la emoción aérea o terrenal de la belleza. Aun si se vuelve a leer el poema que se ha escrito se revivirá una emoción que se parecería y no será nunca la misma. O con una cita o paráfrasis inevitablemente heracliteana: dos veces no se recuerda ni se tiene la emoción vivida. Los poemas finales del volumen (Sobremesa y Mensaje) podrían mostrar algo de ese juego de asociaciones y modificaciones. Citaré el primero, que si no es de los más notables, es ilustrativo:

Una mancha de vino en el mantel me
recordó París, unas horas que nadie
me podrá disputar mientras viva.

Las contadas veces que lo intentó, Mejía Sánchez, con rara felicidad, trabajó la elegía, el epitafio, el epigrama, el epitalamio, composiciones que ya encontrábamos entre los antiguos griegos, y que por lo precisas y falta de adornos, nos remite a ellos, y nos recuerda versos que el mismo Mejía Sánchez modeló hacia 1950:

Para morir, y joven, el poeta
páginas como mármoles soñaba.

El poema en prosa es el género que más ha trabajado el nicaragüense después de Contemplaciones europeas, y es donde parece sentirse más a gusto, más libre, como si quisiera decir que son mínimas, si las hay, las diferencias entre poesía y prosa. Como decía Mallarmé; como Borges aprobaba lo que decía Mallarmé; como hubieran aplaudido acaso Rimbaud y René Char.

Es el género que le ha permitido mayor acomodo temático, y poder hablar con soltura de espacios familiares, de viajes, de lecturas amadas, de toques paisajísticos, de recuerdos intensos, de la flora y la fauna (Historia natural), así como dibujar bellas y emotivas muestras de homenaje, amistad o cortesía a imprescindibles amigos, a escritores admirados, a discípulos. Es el género que le ha permitido también una mayor y a veces una gran libertad lingüística, que lo hará llegar en los últimos años a lo que él llama poemas dialectales.

Los poemas en prosa de Mejía Sánchez nos llevan hacia dos direcciones: una, César Vallejo; la otra, Efraín Huerta y Jaime Sabines. Hacia Vallejo, el doloroso y siempre vivo César Vallejo, por el rescate terrenal de espacios cotidianos, y en ese aspecto, algunos de los poemas en prosa del nicaragüense nos hacen releer y ver con mejores ojos, con más admiración, los de Vallejo. A Huerta y Sabines por cierta tensión áspera, por una espinosa ternura, y en momentos ―la relación es aquí con Efraín― por la picardía.

4

En un epígrafe de Alfonso Reyes que Mejía Sánchez utilizó en uno de sus poemas, leo: “Yo aprendí de Solalinde una buena costumbre, que era resultado de su salud moral: en cuanto guardábamos los papeles y salíamos a la calle, el filólogo desaparecía, dejando sitio al muchacho más sencillo que he conocido”. Me permití hacer dos cambios y una pequeña corrección: en vez de Solalinde, Mejía Sánchez; en vez de muchacho, hombre. Uno de los hombres más sencillos que he conocido.

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Originario feliz de México D.F. (Chilangolandia), donde nació en 1949. Poeta, narrador, ensayista, promotor cultural, magnífico traductor, tiene en su currícula haber trasladado al español poetas de la talla de: Baudelaire, Rimbaud, André Gide, Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Vincenzo Cardarelli, Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Reiner Kunze y Carlos Drummond de Andrade, entre otros. Estudió Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México y trabajó como lector en diversas Universidades del extranjero, tales como la de Salzburgo y Viena. Fue director de Literatura de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma, y laboró activamente en el periódico de Poesía y el Programa de Humanidades. Colaboró en la revista Proceso. Condujo un programa literario en Radio Universidad. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005), en España el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004 se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. Obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde 2010, que concede el Gobierno de Zacatecas. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974); Una seña en la sepultura (1978); La ceniza en la frente (1979); Hojas de los años (1981); La muchacha que vino del sol (1985); Monólogos (1985); Los adioses del forastero (1996); Viernes en Jerusalén (2005). Cuento: La desaparición de Fabricio Montesco (1977); No pasará el invierno (1985), recogidos en el libro Desde el infierno y otros cuentos (1987). Novela: Que la carne es hierba (1982); Hemos perdido el reino (1987). De él dijo, el escritor y poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez: “Marco Antonio Campos es un poeta –ya es bastante-; pero también un poeta culto, lo que es más peligroso y menos poético, según algunos asnos con letras, pues que lo quisieran intonso, zafio y tocando toda la lira por casualidad. Dichosa edad en que la primera manera ingenua será superada por siete libros y la amargura. Nos felicitamos por este muchacho que desde que comenzó tenía los dientes completos y las bibliotecas bien leídas… Le dirán poeta exotista, preciosista, despatriado, desmadrado; nunca desmedrado. Le dirán también muy antiguo y muy moderno; y más muy mexicano, muy contemporáneo. Este muchacho quiere sufrir y lo conseguirá. No hay remedio contra estas cosas; es la inminencia de la catástrofe.”